CAPÍTULO 24

Era un día de mucho viento. Unas nubes blancas se deslizaban veloces por el cielo, tapando y destapando al sol, de forma que un instante el suelo estaba bañado de luz y al siguiente cubierto de sombras. Los árboles se mecían agitando las ramas, y las flores movían de aquí para allá sus pétalos. Pero hacía calor. Y, en potencia, era el día más hermoso de su vida, pensó Joseph cuando estaba llegando a Lindsey Hall a última hora de la mañana. En potencia.

Hasta el momento no había sido un día fácil.

Su padre ya había temblado de furia sólo con enterarse de la noticia de que Portia se había fugado con McLeith. No justificó ni disculpó su conducta ni por un instante, muy lejos de eso, pero le echó la culpa a él de haberla impulsado a tomar esa medida tan drástica.

«Su deshonra te pesará en la conciencia mientras vivas -le dijo-. Es decir, si tienes conciencia.»

Entonces él abordó el tema de Claudia Martin. La primera reacción de su padre fue limitarse a mirarlo incrédulo.

«¿Esa maestra de escuela solterona?», preguntó.

Y después, al comprender del todo que se trataba de ella, estalló en un ataque de ira tan violento que tanto él como su madre se inquietaron seriamente por su salud.

Pero él se mantuvo firme; y jugó desvergonzadamente su carta de triunfo:

«El señor Martin, su padre -explicó- fue el tutor del duque de McLeith. El duque se crió en su casa desde los cinco años. A Claudia la considera casi su hermana.»

McLeith no gozaba mucho del favor de su padre esa mañana, lógicamente, pero su rango igualaba al suyo, aun cuando sólo fuera un título escocés.

Entonces intervino su madre haciendo la única pregunta que a ella le interesaba realmente:

«¿Amas a la señorita Martin, Joseph?»

«Sí, mamá. Con todo mi corazón.»

«En realidad a mí nunca me gustó la señorita Hunt -reconoció ella-. Encuentro algo muy frío en ella. Sólo cabe esperar que ame al duque de McLeith.»

«¡Sadie!»

«No, Webster, no me voy a callar cuando está en juego la felicidad de uno de mis hijos. Y me ha sorprendido, he de confesar. La señorita Martin me parece muy mayor, poco atractiva y severa para Joseph, pero si él la ama y ella lo ama, pues, estoy satisfecha y contenta. Y ella aceptará en tu familia a la querida Lizzie, creo yo, Joseph. Si estuviera en mi casa las invitaría a las dos a tomar el té.»

«Sadie…»

«Pero no estoy en mi casa. ¿Vas a ir a Lindsey Hall esta mañana, Joseph? Dile a la señorita Martin, por favor, que esta tarde iré a visitarla. Me acompañará Clara o Gwen o Lauren si tu padre no quiere ir conmigo.»

Él le cogió la mano y se la besó.

«Gracias, mamá.»

Y antes de poder salir en dirección a Lindsey Hall tuvo que hacer frente a Wilma, faltaría más. Ella no permitió que la evitara; lo estaba esperando fuera de la biblioteca y lo obligó a entrar en el saloncito para visitas contiguo. Sorprendentemente, tal vez, sólo encontró palabras de recriminación para arrojarle a la cabeza a la desafortunada Portia. Pero estaba muy horrorizada por los rumores que había oído esa noche, rumores que ninguno de sus primos le había confirmado ni refutado. Aunque en realidad esos rumores no habían sido necesarios.

«Bailaste un "vals" con esa maestra, Joseph, como si en el mundo no hubiera existido nadie aparte de ella.»

«No existía nadie más.»

«Fue muy, muy indecoroso. Hiciste un absoluto ridículo.»

Él se limitó a sonreír.

«Y después "desapareciste" con ella. Todos tienen que haberse dado cuenta. Fue muy escandaloso. Será mejor que tengas mucho cuidado si no quieres encontrarte atrapado y tengas que casarte con ella. No sabes de lo que son capaces las mujeres como ella, Joseph. Ella…»

«Soy yo el que estoy intentando atraparla para que se case conmigo, Wilma. O, en todo caso, persuadirla de que se case conmigo. No va a ser fácil. A ella no le gustan los duques, ni siquiera los que esperan serlo, y no tiene el menor deseo de ser duquesa, aun cuando ese destino está agradablemente muy lejos en el futuro, si logramos mantener sano a nuestro padre. Pero sí le gustan sus alumnas, en especial, sospecho, las que mantiene gratis. Siente una obligación hacia ellas y hacia la escuela que fundó hace casi quince años y ha dirigido desde entonces.»

Ella lo miró pasmada, casi sin habla, para variar.

«¿Te vas a casar con ella?»

«Si ella me acepta.»

«Vamos, sin duda te aceptará.»

«Buen Dios, Wil, espero que tengas razón.»

«Wil -repitió ella, impresionada-. Hace "años" que no me llamas así.»

Impulsivamente él la cogió por los hombros y la abrazó.

«Deséame suerte.»

«¿De veras significa tanto para ti? No veo el atractivo, Joseph.»

«No tienes por qué verlo. Deséame suerte.»

«Dudo que la necesites -dijo ella, pero lo abrazó con fuerza-. Ve, entonces, si crees que debes, y consigue que se case contigo. Creo que la toleraré si te hace feliz.»

«Gracias, Wil», dijo él y, sonriéndole de oreja a oreja, la soltó.

Y cuando escapó del saloncito se encontró con Neville en la escalera, y este le dio una palmada en el hombro y se lo apretó.

«¿Todavía ileso, Joe? ¿Necesitas un oído compasivo? ¿Un compañero para galopar como el viento hasta rompernos el cuello como mínimo por el terreno más escabroso que podamos encontrar? ¿A alguien con quien emborracharte como una cuba a esta temprana hora del día? Yo soy tu hombre si me necesitas.»

«Voy de camino a Lindsey Hall -dijo él sonriendo-. Es decir, una vez que mis parientes hayan dejado de entretenerme.»

Neville retiró la mano.

«Vale. Acabo de dejar a Lily, Lauren y Gwen, las tres bien acurrucadas en nuestro dormitorio, las tres a punto de echarse a llorar porque la voz del tío Webster llegaba hasta ahí desde la biblioteca y no parecía complacido con la vida. Y las tres de acuerdo en que "por fin", a pesar del tío Webster, el queridísimo Joseph iba a ser feliz. Creo que se referían a la posibilidad de que te cases con la señorita Martin.»

Entonces le sonrió, le dio otra palmada en el hombro y continuó su camino.

Y después de todo eso, por fin había llegado a Lindsey Hall, a rebosar de esperanza, aun cuando no se había decidido nada todavía. La propia Claudia era el obstáculo que le faltaba superar, y el más grande. Esa noche lo había amado con apasionado desenfado, en especial la segunda vez, cuando ella estaba encima de él y tomó la iniciativa de una manera que de sólo recordarlo le subía la temperatura. Ella también lo amaba; de eso no tenía ninguna duda. Pero hacerle el amor, incluso amarlo, no era lo mismo que casarse con él.

El matrimonio sería un paso inmenso para ella, mucho más que para cualquier otra mujer. Para la mayoría de las mujeres el matrimonio significaba subir un peldaño hacia una mayor libertad, mayor independencia, a una vida más activa e interesante, a una mayor realización personal. Claudia ya tenía todas esas cosas.

Cuando entró en la casa preguntó por ella, y ella le envió a Lizzie. La niña bajó sola, guiada por el perro, y entró en el salón cuya puerta le abrió un lacayo, con la cara radiante, toda sonrisas.

– ¿Papá?

Él llegó hasta ella, la envolvió en sus brazos y le dio toda una vuelta en volandas.

– ¿Cómo está mi mejor chica esta mañana? -le preguntó.

– Bien. ¿Es cierto, papá? Edna y Flora se lo oyeron decir a una de las criadas, que se lo oyó decir a otra criada, y esta se lo oyó decir a una de las damas, que podría haber sido la duquesa, aunque no estoy segura. Pero todas dicen que es cierto. ¿Se ha marchado la señorita Hunt?

Ah.

– Es cierto.

– ¿Para no volver?

– Nunca.

– Uy, papá -exclamó ella, cogiéndose las manos junto al pecho, con la cara levantada hacia la de él-. ¡Qué contenta estoy!

– Yo también.

– ¿Y es cierto que te vas a casar con la señorita Martin, entonces?

¡Buen Dios!

– ¿Es eso lo que dicen Flora, Edna y las criadas, también?

– Sí.

– ¿Y qué dice de eso la señorita Martin?

– Nada. Se molestó cuando se lo pregunté. Me dijo que no debía hacer caso de los cotilleos de las criadas. Y cuando se lo preguntaron las otras niñas, también se enfadó, muchísimo, y les dijo que si no paraban las iba a poner a hacer problemas de matemáticas toda la mañana, aunque estuvieran de vacaciones. Entonces la señorita Thompson se las llevó fuera, menos a Julia Jones, que estaba tocando la espineta.

– Ni a ti.

– Sí. Yo sabía que vendrías, papá. Te estaba esperando. Yo quería que bajara conmigo pero ella no ha querido. Ha dicho que tenía cosas que hacer.

– ¿No ha dicho «mejores» cosas, por una casualidad?

– Sí, eso dijo.

Daba la impresión de que Claudia Martin estaba más espinosa que un erizo esa mañana. Había tenido una noche, bueno, unas cuantas horas en todo caso, para consultar sus recuerdos de esa noche con la almohada.

– Estoy pensando en vender la casa de Londres -dijo-. Estoy haciendo planes para llevarte a vivir en Willowgreen. Es una casa grande en el campo, toda rodeada de jardines. Ahí habrá espacio para ti, y aire fresco, flores y pájaros, instrumentos musicales y…

– ¿Y tú, papá?

– Y yo. Podremos vivir en la misma casa todo el tiempo, Lizzie. Ya no tendrás que esperar mis visitas, y yo no tendré que esperar hasta que no haya ninguna otra obligación para poder ir por fin a visitarte. Estaremos juntos todos los días. Yo estaré en casa, y será tu casa también.

– ¿Y la señorita Martin?

– ¿Te gustaría eso?

– Me gustaría «sobremanera», papá. Ella me enseña cosas, y es divertido. Y me gusta su voz. Me siento segura con ella. Y yo creo que le caigo bien. No, creo que me quiere.

– ¿Incluso cuando está enfadada?

– Yo creo que esta mañana estaba enfadada porque desea casarse contigo, papá.

Lo cual tenía que ser perfecta lógica femenina, supuso él.

– ¿No te molestaría, entonces, que yo me casara con ella?

Ella chasqueó la lengua.

– Tonto. Si te casas con ella, ella será para mí una especie de mamá, ¿verdad? Yo quería a mi madre, papá, de verdad. La echo terriblemente de menos, pero me gustaría tener una nueva mamá, si es la señorita Martin.

– No una especie de mamá -dijo él-. Sería tu madrastra.

– Una especie de madrastra. Soy bast… soy tu hija del amor. No soy tu hija de verdad, de verdad. Mi madre me explicó eso.

Él chasqueó la lengua, la cogió firmemente de la mano, abrió la puerta y la llevó en dirección a la escalera. El perro los siguió al trote.

Claudia seguía en el aula. Julia Jones, no; había terminado de tocar su pieza en la espineta y se había ido a hacer otras cosas.

– Necesito tu opinión sobre una cosa -dijo, cerrando firmemente la puerta, mientras Claudia se levantaba y juntaba las manos junto a la cintura, con la espalda recta como una vara y los labios apretados en una delgada línea-. Lizzie acaba de informarme de que si te casaras conmigo serías para ella una especie de madrastra. No su madrastra de pleno derecho porque ella no es mi hija de pleno derecho. Es mi hija del amor, y ella entiende que eso es un amable eufemismo para no decir hija bastarda. ¿Tiene razón? ¿O está equivocada?

Lizzie, que había retirado la mano de la de él, volvía la cara del uno al otro como si realmente los viera.

– Uy, Lizzie -dijo Claudia, suspirando, relajando la postura y transformándose totalmente, pasando en un segundo de ser una maestra de escuela severa y almidonada a una mujer cariñosa-: Yo no sería tu «especie» de madrastra, y ni siquiera tu madrastra, a no ser en términos estrictamente jurídicos. Ni siquiera sería tu especie de madre. Sería tu mamá. Te querría tan tiernamente como cualquier mamá ama a su hija. Eres una hija del amor en todos los mejores sentidos de la palabra.

– ¿Y qué pasaría si…? -Preguntó Lizzie, mientras él miraba a Claudia sin pestañear y ella miraba sin pestañear cualquier cosa que no fuera él; no eso era injusto, estaba mirando fijamente a su hija-. ¿Y si usted y mi papá tuvieran hijos? ¿Hijos «legítimos»?

– Pues los querría a ellos también -dijo Claudia, con un interesante tinte rosa en las mejillas-. Igual. Ni más, ni menos. El amor no tiene por qué dividirse en partes, Lizzie. Es lo único que nunca disminuye cuando uno lo da. En realidad, sólo aumenta. A los ojos del mundo, es cierto, siempre serías diferente de cualquier hijo que pudiéramos tener tu padre y yo si nos casáramos. Pero a mis ojos no habría ninguna diferencia.

– Ni a los míos -dijo Joseph con firmeza.

– Vamos a vivir en Willowgreen, los tres -dijo Lizzie, caminando hacia Claudia con las manos extendidas hasta que ella se las cogió-. Y Horace. Es una casa que tiene mi papá en el campo. Y usted me enseñará cosas, y mi papá también, y yo tendré todas mis historias escritas, y haré un libro con ellas, y tal vez a veces vayan a visitarnos mis amigas, y cuando haya un bebé yo lo cogeré en brazos y lo meceré todos los días y…

– Lizzie -dijo Claudia, apretándole las manos; el tinte rosa de sus mejillas ya era rojo subido-, tengo una escuela en Bath, que debo dirigir. Tengo a niñas esperándome ahí, y profesores. Tengo una «vida» esperándome ahí.

Lizzie tenía la cara levantada hacia la de ella. Se le agitaron los párpados y se le movió la boca, ya antes de hablar.

– ¿Esas niñas son más importantes que yo, entonces? -preguntó-. ¿Esos profesores son más importantes que mi papá? ¿Esa escuela es más bonita que Willowgreen?

Joseph ya no pudo seguir callado.

– Lizzie, eso es injusto. La señorita Martin tiene su propia vida para vivir. No podemos esperar que se case conmigo y se vaya a vivir con nosotros a Willowgreen sólo porque nosotros lo deseamos, porque la amamos y no sabemos cómo vivir sin ella.

Estaba mirando a Claudia, que estaba visiblemente afligida, hasta cuando él dijo esas últimas palabras; entonces pareció indignada. Él se arriesgó a sonreír.

Lizzie se soltó las manos.

– ¿No ama a mi papá?

Claudia suspiró.

– Ah, sí que lo amo. Pero la vida no es tan sencilla, Lizzie.

– ¿Por qué no? La gente siempre dice eso. ¿Por qué no es sencilla la vida? Si usted me ama y ama a mi papá, y nosotros la amamos, ¿qué puede ser más sencillo?

– Creo que será mejor que salgamos a dar una caminata -dijo Joseph-. Esta conversación entre tres no es justa para la señorita Martin, Lizzie. Somos dos contra una. Yo ya sacaré el tema otra vez cuando estemos solos. Ten, coge la correa del perro y demuéstranos que sabes encontrar el camino para salir de la casa y llegar hasta el lago sin ayuda de nadie.

– Ah, pues claro que sé. Mírame.

– Eso pretendo.

Pero cuando al cabo de unos minutos los tres salieron de la casa, Lizzie se detuvo y ladeó la cabeza. Al parecer oía otra cosa por encima del sonido del agua al caer en la enorme fuente. Estaban llegando la señorita Thompson con las niñas. Lizzie levantó una mano, saludándolas y gritó:

– ¿Molly? ¿Doris? ¿Agnes?

Todas las niñas del grupo se acercaron y se inclinaron en reverencias.

– Voy a ir con vosotras -les dijo Lizzie-. Mi papá desea estar solo con la señorita Martin. Dice que es injusto para ella que seamos dos contra una.

La señorita Thompson miró a Claudia con los labios fruncidos y los ojos bailando de risa.

– ¿No te vas a marchar hoy, entonces, Claudia? Yo se lo comunicaré a Wulfric. Tú vete, y que disfrutes del paseo.

Diciendo eso hizo entrar a las niñas en la casa, y a Lizzie también.

– Muy bien -dijo Joseph, ofreciéndole el brazo-. Esta será una pelea entre dos, juego limpio. Es decir, si deseas pelear. Yo prefiero con mucho hacer planes para una boda.

Ella se cogió firmemente las manos junto a la cintura y se giró en dirección al lago. El viento le agitaba el ala de la pamela de paja, la misma de siempre.


Eleanor la había estado esperando en su habitación esa noche, o, mejor dicho, esa madrugada. Ella le contó gran parte de lo ocurrido durante la fiesta y posiblemente Eleanor adivinó el resto.

Le repitió el ofrecimiento de asumir la dirección de la escuela e incluso el de comprársela. La instó a pensarlo todo detenidamente, a no tomar una decisión precipitada, a no decidir basándose en lo que «debía» hacer sino en lo que «deseaba».

«Supongo -le dijo finalmente-, que sería muy manido y simplificar demasiado aconsejarte que sigas los dictados de tu corazón, Claudia, y no estoy en absoluto cualificada para darte ese consejo, ¿verdad? Pero… Bueno, en realidad no es asunto mío y ya hace rato que debería haberme ido a acostar. Buenas noches.»

Pero no bien acababa de salir de la habitación y cerrar la puerta, cuando volvió a abrirla y asomó la cabeza.

«Te lo voy a decir de todos modos. Haz lo que te dice tu corazón, por el amor de Dios, Claudia, tontita.»

Esa mañana, al parecer, ya todos «lo sabían».

Era atrozmente embarazoso, por decirlo suave.

– Me siento -dijo a Joseph cuando iban en dirección al lago- como si estuviera en un escenario, totalmente rodeada de público.

– ¿Esperando en suspenso, con el aliento retenido, tus palabras finales? No puedo saber si soy parte del público o tu compañero actor, Claudia. Pero si soy el actor, no puedo haber ensayado contigo la obra porque si la hubiera ensayado sabría cuáles son esas palabras.

Continuaron en silencio hasta llegar a la orilla del lago.

– Es imposible -dijo ella, observando que el viento levantaba olas con crestas blancas en el agua.

– No, no es imposible. Ni siquiera improbable. Yo diría que es probable, aunque de ninguna manera seguro. Es esa pequeña incertidumbre la que me tiene con el corazón golpeándome las costillas, las rodillas tan débiles que no son capaces de mantenerme erguido y el estómago con ganas de dar saltos mortales.

– Tu familia no me aceptaría jamás -dijo ella.

– Mi madre y mi hermana ya te han aceptado, y mi padre no me ha desheredado.

– ¿Podría?

– No -sonrió él-. Pero podría hacerme la vida tremendamente desagradable. Pero no lo hará. Quiere más a sus hijos de lo que estaría dispuesto a reconocer. Y está mucho más dominado por mi madre de lo que pretende.

– No puedo darte hijos.

– ¿Estás segura?

– No.

– Cualquier chica recién salida del aula podría no darme hijos si me casara con ella. Sabes que muchas mujeres no pueden concebir. Tal vez tú puedes. Espero que puedas, debo confesar. Está todo ese aburrido asunto de asegurar la sucesión, por supuesto, pero, más importante que eso, me gustaría tener hijos contigo, Claudia. Pero lo que verdaderamente deseo es pasar el resto de mi vida contigo. Y no estaríamos solos. Tendríamos a Lizzie.

– No puedo ser marquesa -dijo ella-, ni duquesa. No sé nada de lo que se esperaría de mí, y ya soy demasiado mayor para aprender. En todo caso no sé si desearía aprender. Me gusto tal como soy. Decir eso es engreimiento tal vez, y sugiere una mala disposición a cambiar y a crecer. Estoy dispuesta a hacer ambas cosas, pero preferiría elegir las maneras de crecer.

– Elige cambiar lo suficiente para dejarme entrar en tu vida, entonces -dijo él-. Por favor, Claudia, eso es todo lo que te pido. Si no quieres que Lizzie y yo vivamos en Bath contigo, pues vente a vivir con nosotros a Willowgreen. Hazla tu casa, tu hogar. Hazla tu vida. Haz lo que desees. Pero ven, por favor, ven.

De repente ella sintió la irrealidad de la situación. Era como si hubiera retrocedido un paso, saliendo de sí misma, y lo viera a él como a un desconocido otra vez, como cuando lo vio por primera vez en el salón para visitas de la escuela. Vio lo elegante, aristocrático y seguro de sí mismo que era. ¿Cómo podía ser posible que le estuviera suplicando que se casara con él? ¿Cómo era posible que la amara? Pero sabía que la amaba. Y sabía que esa imagen de él no podría retenerla en la mente más de unos segundos. Al mirarlo otra vez sólo vio a su amado Joseph.

– Creo que en Willowgreen deberíamos hacer algo parecido a mi escuela -dijo-. Aunque diferente. El desafío de educar a Lizzie, cuando pensaba que podría ser alumna, me ha entusiasmado, porque, claro, he visto que es absolutamente posible llenarla de la dicha de aprender. No sé por qué nunca se me había ocurrido introducir entre mis alumnas a niñas con discapacidades. Podría haber algunas en Willowgreen. Podríamos acoger, incluso adoptar, a otras niñas ciegas, a niñas con otras discapacidades, sean físicas o mentales. Anne fue una vez institutriz de la prima del marqués de Hallmere, a la que consideraban simplona. Es la jovencita más encantadora imaginable. Se casó con un pescador, le ha parido dos hijos y le lleva la casa, y es todo lo feliz que se puede ser.

– Adoptaremos a muchas de esas niñas -dijo él dulcemente-, y Willowgreen será su escuela y su hogar. Las amaremos, Claudia.

Ella lo miró y suspiró.

– No resultaría. Es un sueño demasiado ambicioso.

– Pero de eso va la vida. Va de soñar y de hacer realidad esos sueños con esfuerzo y resolución, y amor.

Ella lo miró muda.

Justo en ese momento se presentó una interrupción.

Por entre los árboles, a cierta distancia, aparecieron los marqueses de Hallmere con sus dos hijos mayores y los condes de Rosthorn con sus niños, al parecer de vuelta de una caminata. Todos agitaron alegremente las manos, y no habrían tardado en perderse de vista si la marquesa no se hubiera detenido de repente a mirarlos. Entonces se separó del grupo y echó a andar hacia ellos a largos pasos. El marqués la siguió más lento, mientras los demás continuaban caminando hacia la casa.

Durante esa semana, Claudia había llegado a reconocer, si bien de mala gana, que la ex lady Freyja Bedwyn no era el monstruo que había sido de niña. De todos modos la fastidió inmensamente que viniera a entrometerse durante esa conversación, que era claramente privada.

– Señorita Martin -le dijo esta, después de obsequiar a Joseph con una simple inclinación de cabeza-. He oído decir que está pensando en traspasarle la escuela a Eleanor.

Claudia arqueó Las cejas.

– Me alegra que presuma de saber lo que estoy pensando.

Medio le pareció ver que los dos hombres intercambiaban una mirada, con sus rostros impasibles.

– Encuentro raro que haga eso justo cuando acaba de lograr una independencia total -dijo lady Hallmere-. Pero he de decir que lo apruebo. Siempre la he admirado, después que tuvo el valor de abandonarme, pero nunca me cayó bien hasta esta semana pasada. Se merece la oportunidad de ser feliz.

– Freyja -dijo el marqués, cogiéndole el codo-. Creo que estamos interrumpiendo algo aquí. Y tus palabras sólo van a causar azoramiento.

Pero Claudia ni lo oyó. Estaba mirando fijamente a lady Hallmere.

– ¿Cómo sabe que acabo de conseguir mi independencia? ¿Cómo sabe lo de mi benefactor?

Lady Hallmere abrió la boca como si fuera a contestar y luego la cerró y se encogió de hombros.

– ¿No lo sabe todo el mundo? -preguntó, despreocupadamente.

Tal vez Eleanor dijo algo, pensó Claudia. O Susanna. O Anne. O incluso Joseph.

Pero se sentía como si alguien le hubiera golpeado la cabeza con un enorme mazo. Sólo que esa violencia le habría obnubilado la capacidad para pensar, mientras que en ese momento se sentía con la mente más despejada y clara que nunca. Podía pensar en varias cosas a la vez.

Pensó en Anne, que por una muy extraña coincidencia le solicitó al señor Hatchard un puesto de profesora en su escuela cuando vivía a sólo un tiro de piedra de la casa del marqués de Hallmere en Cornualles.

Pensó en Susanna, a la que le enviaron como alumna de régimen gratuito a los doce años, muy poco después de la coincidencia de que solicitara el puesto de doncella de lady Freyja.

Pensó en la visita que hiciera lady Freyja Bedwyn a la escuela una mañana hacía varios años. ¿Cómo se enteró de la existencia de la escuela y cómo supo dónde encontrarla?

Pensó en Edna, cuando le contó, sólo hacía unas semanas, que lady Freyja supo lo del asesinato de sus padres años atrás, justo antes de que la enviaran a la escuela de Bath.

Recordó todas las veces que, a lo largo de los años, Anne y Susanna habían intentado decirle que tal vez lady Freyja, marquesa de Hallmere, no era tan mala como ella la recordaba.

Pensó en lady Hallmere y en su cuñada, que cuando necesitaron nuevas institutrices para sus hijos las buscaron en su escuela.

Pensó…

Si la verdad fuera un enorme mazo, pensó, seguro que ya hacía años que le habría aplastado la cabeza hundiéndosela entre los hombros.

– Era usted -dijo. Las palabras le salieron apenas en un susurro-. ¡Era usted!

Lady Hallmere arqueó altivamente las cejas.

– Era usted -repitió Claudia-. Usted era la benefactora de la escuela.

– Ah, diablos -dijo Joseph.

– Ahora sí que la has fastidiado -dijo el marqués de Hallmere, como si se sintiera divertido-. Se ha descubierto el proverbial pastel, Free.

– Era usted -repitió Claudia, mirando horrorizada a su ex alumna.

Lady Hallmere se encogió de hombros.

– Soy muy rica.

– Era una niña cuando yo abrí la escuela.

– Wulf fue un tutor de novela gótica en muchos sentidos -dijo lady Hallmere-, pero tratándose de dinero era extraordinariamente progresista. Todos tuvimos acceso a nuestras fortunas cuando éramos muy jóvenes.

– ¿Por qué?

Lady Hallmere se golpeó el costado con la mano y Claudia supuso que se sentiría más cómoda si tuviera una fusta en la mano. Volvió a encogerse de hombros.

– Nadie aparte de usted me plantó cara jamás -dijo-, hasta que conocí a Joshua. Wulfric sí, por supuesto, pero era diferente, era mi hermano. Supongo que me dolía que nuestros padres hubieran muerto, dejándonos abandonados. Deseaba llamar la atención. Deseaba que alguien que no fuera mi hermano me obligara a comportarme. Usted lo hizo abandonándome. Pero no se había muerto, señorita Martin. Y yo podía vengarme de usted aunque no podía vengarme de mi madre. No puede imaginarse la satisfacción que me ha dado a lo largo de los años saber que usted dependía de mí, aun cuando al mismo tiempo me detestaba.

– Yo no…

– Ah, sí que dependía.

– Sí, dependía.

Joseph se aclaró la garganta y el marqués de Hallmere se rascó la cabeza.

– Fue una venganza magnífica -dijo Claudia.

– Siempre lo he pensado -reconoció lady Hallmere.

Se miraron, Claudia con los labios apretados y lady Hallmere fingiendo una altiva despreocupación que no era nada convincente.

– ¿Qué puedo decir? -dijo Claudia al fin.

Se sentía horriblemente avergonzada. Le debía muchísimo a esa mujer. También le debían muchísimo sus alumnas de no pago, del pasado y del presente. Sin esa mujer Susanna se habría encontrado perdida, Anne podría haber continuado llevando una desgraciada existencia con David en Cornualles. La escuela no habría prosperado.

Ah, santo Dios, no era posible que se lo debiera todo nada menos que a ¡lady Hallmere! Pero se lo debía.

– Creo, señorita Martin -dijo lady Hallmere-, que lo dice todo en la carta que dejó con el señor Hatchard hace unas semanas. Aprecio su gratitud, pero no la necesito. Lamento haber hablado con tanta precipitación hace un momento. Habría preferido que usted no lo supiera nunca. No debe de ninguna manera sentirse en deuda conmigo, pensar que tiene obligaciones hacia mí. Eso sería ridículo. Vamos, Joshua, creo que estamos de más aquí.

– Eso fue lo que intenté decirte, cariño -dijo él.

Claudia le tendió la mano. Lady Hallmere se la miró y luego se la cogió.

Se estrecharon las manos.

– Bueno -dijo Joseph cuando la pareja ya se había alejado-, esta obra está llena de giros inesperados, pero creo que aún faltan por decir las palabras finales, mi amor, y debes decirlas tú. ¿Cuáles van a ser?

Ella se giró del todo hacia él.

– Qué tonto es el concepto «independencia». La independencia no existe, ¿verdad? Nadie es jamás independiente de los demás. Todos nos necesitamos. -Lo miró, exasperada-. ¿Me necesitas?

– Sí.

– Y yo te necesito. Uy, Joseph, no sabes cuánto te necesito. No me cabe duda de que cambiar mi vida ahora para darle un rumbo totalmente nuevo va a ser tan aterrador como lo fue cuando tenía diecisiete años, pero si pude hacerlo entonces, cuando había perdido un amor, ciertamente puedo hacerlo ahora, cuando he encontrado uno. Lo voy a hacer. Me voy a casar contigo.

Él le sonrió largamente.

– Entonces, hemos llegado al epílogo.

Hincó una rodilla en la hierba y adoptó una postura pintoresca, muy teatral, con el lago detrás. Le cogió una mano.

– Claudia, mi amor más querido, ¿me harás el inmenso honor de ser mi esposa?

Ella se rió, aunque en realidad el sonido que le salió se parecía muchísimo a un borboteo.

– Te ves muy ridículo -le dijo-, y bastante romántico en realidad. Y terriblemente apuesto. Ah, sí, por supuesto. Acabo de decírtelo, ¿no? Levántate, Joseph. Te vas a manchar con la hierba la pernera de tus pantalones.

– Bien podría mancharme las dos, entonces. Así quedarán igualadas.

La tironeó hasta que ella se arrodilló también y quedaron cara a cara rodeándose con los brazos.

– Aah, Claudia -musitó, con la boca sobre la de ella-, ¿nos atrevemos a creer en tanta felicidad?

– Ah, sí por supuesto. No voy a renunciar a toda una profesión por algo inferior.

– No, señora-convino él y la besó.

Загрузка...