CAPÍTULO 12

Sí que se estaba fresco fuera, deliciosamente fresco, en realidad. Pero no eran los únicos que habían aprovechado las puertas abiertas para escapar del calor del salón de baile un rato, observó Joseph; había varias personas en la terraza.

– En el jardín hay lámparas encendidas -dijo-. ¿Bajamos a dar un paseo?

– Muy bien -dijo ella, con su voz de maestra de escuela; ¿se daría cuenta de que tenía dos voces distintas?, pensó él-. Lord Attingsborough…

No continuó, porque él le puso la mano sobre la que ella tenía en su brazo, pero giró la cara para mirarlo. Él tenía que hablar primero; era necesario mencionar la noche pasada.

– ¿Estaba tan avergonzada como yo al comienzo de esta velada? -le preguntó.

– Ah, más -dijo ella, con su habitual franqueza.

– Y, ¿ahora no?

– No, aunque tal vez es una suerte que ya no me vea el color de las mejillas.

Ya estaban en el jardín, que no estaba brillantemente iluminado. Él la llevó por un sendero que salía a la izquierda y luego hacía una curva.

– Estupendo. -Se rió y le dio una palmadita en la mano-. Yo tampoco. Lo recuerdo con placer y no lo lamento, aunque podría deshacerme en disculpas si las considerara necesarias.

– No lo son.

Él pensó, no por primera vez, si ella sería una mujer esencialmente solitaria. Pero tal vez era su arrogancia masculina la que lo hacía pensar que podría serlo. Decididamente había demostrado que una mujer es capaz de llevar una vida plena y productiva sin un hombre. Pero claro, la soledad no estaba limitada a las mujeres. Porque a pesar de todos los familiares, amigos y conocidos que lo rodeaban casi constantemente y las actividades que llenaban sus días, era fundamentalmente un hombre solitario.

A pesar de Lizzie, a la que quería más que a su vida, se sentía solo. Ese reconocimiento lo sorprendió. Se sentía solo porque le hacía falta una mujer que pudiera llegar a su corazón y llenarlo. Pero ya era improbable que la encontrara. Estaba casi seguro de que Portia Hunt nunca encajaría en ese papel.

– ¿Nos sentamos? -sugirió cuando llegaron a un pequeño estanque de nenúfares, a cuya orilla había un rústico banco de madera bajo las ramas de un sauce.

Se sentaron.

– Este lugar es maravillosamente fresco -dijo ella-. Y silencioso.

– Sí.

– Lord Attingsborough -dijo ella, nuevamente con voz enérgica-. La señorita Thompson, la profesora que vio cuando salimos de Bath, la mayor de las dos, va a llevar a nuestras diez niñas de régimen gratuito a pasar una parte del verano a Lindsey Hall. Es la hermana de la duquesa de Bewcastle, ¿sabe?

– Ah -dijo él, viendo en su mente la imagen de Bewcastle sentado a su mesa con diez escolares y conversando con ellas.

– La duquesa me ha invitado a ir también.

Él sintió una instantánea diversión, recordando lo que ella le había contado sobre su experiencia como institutriz ahí. Giró la cabeza para sonreírle. Veía tenuemente su cara a la luz de una lámpara que colgaba del árbol.

– ¿A Lindsey Hall? ¿Estando ahí Bewcastle? ¿Va a ir?

– He dicho que sí -contestó ella, mirando fijamente el agua, como si esta la hubiera ofendido-. Va a estar lady Hallmere también.

Él se rió en voz baja.

– Dije que sí porque se me ocurrió una idea -continuó ella-. Pensé que tal vez iría bien que me llevara a Lizzie conmigo.

Él se puso serio al instante. Lo recorrió un escalofrío. Había deseado ardientemente que ella considerara que la escuela era una posibilidad para su hija. También había deseado, acababa de comprender, que no la considerara una posibilidad. La verdadera posibilidad de estar separado de Lizzie durante meses seguidos era horrorosa, la sentía como un castigo.

– Podría ser un buen periodo de prueba -dijo ella-. Lizzie necesita aire, ejercicio y… diversión. En Lindsey Hall tendrá las tres cosas. Conocerá a Eleanor Thompson y a diez de las niñas de la escuela. Estará conmigo diariamente. Esto nos dará a todos la oportunidad de descubrir si la escolaridad le será beneficiosa y si Eleanor y yo podemos ofrecerle lo suficiente para que valga la pena la experiencia y el precio. Y esto se hará en el ambiente relajado de unas vacaciones.

Él no logró encontrarle ningún defecto a su razonamiento. La sugerencia era eminentemente sensata, pero algo parecido al terror le había formado un nudo en el estómago.

– Lindsey Hall es una casa grande -dijo-. Y el parque es enorme. Se sentiría terriblemente desconcertada.

– Mi escuela es grande, lord Attingsborough -dijo la señorita Martin.

– Pero eso sería diferente, ¿no?

Se inclinó, apoyó los codos en las rodillas, con las manos colgando sueltas entre ellas. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Estuvieron un largo rato en silencio mientras el aire traía los sonidos de música, voces y risas procedentes del salón de baile. Ella fue la que rompió el silencio:

– Usted concibió la idea de enviar a Lizzie a la escuela no porque eso resolvería el problema de quién cuidaría de ella ni porque desee librarse de su hija, aunque creo que usted teme que esos sean sus motivos. No tiene que temer nada de eso. He visto cómo la quiere. Ninguna niña ha sido jamás más amada.

Habló con su otra voz, notó él, su voz de mujer.

– ¿Por qué, entonces, me siento como si fuera a traicionarla?

– Porque es ciega. Y porque es ilegítima. Y desea protegerla de las consecuencias de ambas cosas ahogándola con su cariño.

– Ahogándola -repitió él, sintiendo un sordo dolor en el corazón-. ¿Es eso lo que le hago? ¿Es eso lo que he hecho siempre? Comprendió que ella tenía razón.

– Ella tiene tanto derecho a vivir como cualquier otra persona -le dijo-. Tiene igual derecho a tomar sus decisiones, a explorar su mundo, a soñar con su futuro y a trabajar para hacer realidad esos sueños. No estoy segura de que la escuela sea lo que le conviene, lord Attingsborough. Pero bien podría ser lo mejor dadas las circunstancias.

Las circunstancias dadas eran que Sonia había muerto y él estaba a punto de casarse con Portia Hunt y habría muy poco espacio en su vida para su hija.

– ¿Y si ella no desea ir? -preguntó.

– Entonces habrá que respetar sus deseos y buscar otra opción. Estas son mis condiciones, verá, es decir, si usted aprueba mi plan. Lizzie debe estar de acuerdo también. Y si al final del verano yo decido ofrecerle una plaza en mi escuela ella debe ser la que la acepte o la rechace. Esa será siempre mi condición, ya se lo he dicho antes.

Él se pasó las manos por la cara y se enderezó.

– Debe de considerarme un ser muy lastimoso, señorita Martin.

– No. Simplemente un padre preocupado y amoroso.

– No siempre me siento un padre. He considerado seriamente la posibilidad de llevarla a Norteamérica conmigo para labrarnos allí una nueva vida. Podría estar con ella todo el tiempo. Los dos seríamos felices.

Ella no contestó y él se sintió tonto. Sí que había pensado en llevarse a Lizzie a Norteamérica, pero siempre había sabido que no lo haría, que «no podía». Algún día sería el duque de Anburey, y muchas vidas dependerían de él, y tendría muchísimas obligaciones.

Muchas veces la idea de libertad de elección es pura ilusión. Entonces le vino un pensamiento y lo sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes.

– Pero yo estaré cerca -dijo, levantando la cabeza y girándola para mirarla-. Yo voy a estar en Alvesley Park, con motivo del aniversario de bodas de los condes de Redfield. Alvesley está a sólo unas millas de Lindsey Hall, ¿lo sabía?

– Sí. Y también sabía lo de la fiesta porque Susanna y Peter van a ir. Pero no sabía que usted también estaría ahí.

– Podré ver a Lizzie. Podré pasar un tiempo con ella.

– Sí, si lo desea -dijo ella, mirándolo fijamente.

– ¿Si lo deseo?

– A sus familiares y amistades podría extrañarles su interés por una simple niña de mi escuela que está en ella por caridad.

– ¿Por caridad? -dijo él, ceñudo-. Le pagaré el doble de lo que cobra, señorita Martin, si Lizzie está dispuesta a ir a su escuela y hay probabilidades de que sea feliz ahí.

– Le dije a la duquesa que la niña a la que podría llevar conmigo es una desamparada que me recomendó el señor Hatchard. Supongo que no desea que se sepa la verdad.

Él la miró algo enfadado y luego desvió la cara y cerró los ojos. Su madre, su padre, Wilma, la familia de Kit, la familia de Bewcastle, todos se ofenderían si descubrían que su hija estaba en Lindsey Hall mientras él se encontraba cerca en Alvesley. Por no decir Portia Hunt. Los caballeros no exhiben a sus hijos ilegítimos ante sus familias legítimas ni ante sus amistades y conocidos.

– Entonces, ¿tendré que comportarme como si me avergonzara de la persona más preciosa de mi vida? -Era una pregunta superflua, lógicamente, y ella no la contestó-. Iré a verla y pasaré un tiempo con ella de todos modos. Sí, convenido, entonces, señorita Martin. Lizzie irá a Lindsey Hall, si acepta, por supuesto, y entre usted, ella y la señorita Thompson decidirán si después podrá asistir a la escuela de Bath.

– No se trata de su ejecución, lord Attingsborough, ¿lo sabe?

Nuevamente él giró la cabeza para mirarla y se rió suavemente, aunque sin humor.

– Debe comprender que se me está rompiendo el corazón -dijo.

Entonces captó la exageración sentimental de sus palabras y pensó si podrían ser ciertas.

– Lo comprendo -dijo ella-. Ahora bien, debo volver a ver a Lizzie. Debo hablar con ella y ver si logro persuadirla de ir a pasar unas semanas del verano a Lindsey Hall con algunas niñas y conmigo. No sé qué responderá, pero creo que en su hija hay más de lo que usted ha estado dispuesto a reconocer, lord Attingsborough. Ha estado cegado por el amor.

– Bonita ironía esa. ¿Mañana, entonces? ¿A la misma hora de siempre?

– Muy bien. Y si puedo llevaré al perro. Es un animalito amistoso, y es posible que a ella le guste.

Seguía sentada inmóvil. Con la cara mitad a la luz y mitad a la sombra se veía muy atractiva. Le era difícil recordar su primera impresión de ella cuando entró en el salón para visitas de su escuela, con expresión severa y sin humor.

– Gracias -dijo. Le cubrió las dos manos con una de él-. Es usted muy generosa.

– Y tal vez muy tonta. ¿Cómo diablos le puedo ofrecer algún tipo de educación a una persona que no ve? Nunca me he considerado hacedora de milagros.

Él no tenía ninguna respuesta. Pero dobló la mano sobre la suya y se la llevó a los labios.

– Le agradezco lo que ha hecho y lo que está dispuesta a hacer -dijo-. Ha mirado a mi hija no como a una hija ilegítima que además tiene la desventaja de ser ciega, sino como a una persona digna de llevar una vida que merezca la pena vivirse. La ha persuadido de correr, reír y gritar con alegría igual que cualquier otra niña. Ahora está dispuesta a darle un verano de diversión que sin duda ella no se ha imaginado ni en sus sueños más locos, ni yo.

Creo que si fuera papisa me canonizarían, lord Attingsborough.

A él le encantó ese humor mordaz y se rió.

– Creo que ha parado la música -dijo. Guardó silencio un momento para escuchar-. Y era el baile anterior a la cena. ¿Me permite que la acompañe al salón comedor y le llene un plato?

Ella se tomó su tiempo para contestar. Él cayó en la cuenta de que todavía tenía la mano en su regazo.

– Bailamos un vals y después salimos juntos del salón -dijo al fin-. Tal vez causaríamos una errónea impresión si nos sentáramos juntos a cenar también. Tal vez debería ir a sentarse con la señorita Hunt, lord Attingsborough. Yo me quedaré aquí un rato. No tengo hambre.

Él estuvo a punto de decir «Al diablo la señorita Hunt», pero se refrenó a tiempo; ella no había hecho absolutamente nada para merecer esa falta de respeto, y sí podía decirse que él la había descuidado un tanto esa noche; sólo había bailado una vez con ella.

– ¿Teme que piensen que yo ando en escarceos amorosos con usted?

Ella lo miró y él vio que tenía una expresión de diversión en la cara.

– Dudo muchísimo que alguien piense eso. Pero bien podrían pensar que yo ando a la caza de usted.

– Se menosprecia.

– ¿Se ha mirado en un espejo últimamente? -le preguntó ella.

– ¿Y lo ha hecho usted?

Pasado un instante ella sonrió.

– Es usted galante y amable. Puede que le alivie saber que no voy detrás de usted para cazarlo.

Él volvió a levantarle la mano para besársela y después, en lugar de soltársela, entrelazó los dedos con los suyos y apoyó las manos entrelazadas en el asiento, entre ellos. Ella no hizo ningún comentario ni intentó retirar la mano.

– Si no tiene hambre -dijo-, me quedaré aquí sentado con usted hasta que se reanude el baile. Se está muy bien aquí.

– Sí.

Y tal como estaban continuaron ahí sentados un largo rato, sin hablar. Casi todos los demás debían de haber ido a cenar, incluidos los miembros de la orquesta. Si no fuera por el sonido de voces procedente de la terraza, podrían considerar que estaban totalmente solos. La luz de la lámpara iluminaba el estanque, destacando los contornos de varios grupos de nenúfares. Una suave brisa agitaba las ramas del sauce delante de ellos. El aire estaba fresco, tal vez más que solamente fresco. La sintió tiritar.

Le soltó la mano y se quitó la chaqueta de noche, tarea nada fácil, pues estaba confeccionada de forma que se le ciñera absolutamente el cuerpo según los dictámenes de la moda, se la puso sobre los hombros y dejó el brazo ahí, para afirmársela. Con la otra mano volvió a coger la de ella.

Ninguno de los dos dijo nada. Ella no puso ninguna objeción a que le rodeara los hombros con el brazo y tuviera su mano en la de él; no percibió en ella ni rigidez ni complacencia ante su contacto.

Se relajó.

Entonces se le ocurrió la extraordinaria idea, no por primera vez, de que tal vez se estaba enamorando un poquitín de la señorita Martin. Pero era una idea ridícula. Le gustaba, la respetaba, le estaba agradecido. Con la gratitud se mezclaba incluso un poco de ternura, porque ella había sido tan amable con Lizzie, sin manifestar ninguna indignación moral hacia él por haber engendrado una hija ilegítima.

Se sentía cómodo con ella.

Esos sentimientos no equivalían a amor.

Pero estaba el beso de la noche anterior.

Si ella girara la cabeza tal vez volvería a besarla. Se alegraba de ver que no lo hacía… tal vez.

De pronto oyó a los músicos afinando sus instrumentos. Nuevamente pensó en la señorita Hunt, a quien el honor lo obligaba a proponerle matrimonio.

– Pronto se reanudará el baile -dijo.

– Sí -contestó ella, levantándose.

Él también se levantó. Volvió a ponerse la chaqueta. Probablemente su ayuda de cámara lloraría si viera la camisa toda arrugada debajo.

Le ofreció el brazo, ella se lo cogió y echaron a caminar hacia el salón de baile. Cuando terminaron de subir la escalera y ya estaban en la terraza, se detuvo.

– ¿Voy a buscarla mañana, entonces? ¿A la misma hora?

– Sí -dijo ella, mirándolo a los ojos.

A la luz que salía del salón de baile se los vio con claridad. Grandes e inteligentes, como siempre; vio en ellos algo más, algo que no supo definir. Se veían muy, muy profundos, como si él pudiera sumergirse en ellos si quisiera.

Le hizo un gesto con la cabeza y con una mano le indicó que ella debía entrar primero en el salón. Una vez que ella entró, se quedó un momento fuera. Esperaba que nadie se hubiera fijado en el largo rato que habían estado juntos.

No deseaba de ninguna manera ensuciarle la reputación.

Ni humillar a la señorita Hunt.


En la mesa elegida para cenar, Lily Wyatt, condesa de Kilbourne, estaba sentada al lado de Lauren Butler, vizcondesa Ravensberg, y las dos conversaban en voz muy baja, en secreto, mientras los demás del grupo hablaban entre ellos en voz más alta. Lily estaba diciendo:

– Neville me ha dicho que has invitado a la señorita Hunt a Alvesley para las fiestas de celebración del aniversario.

Lauren hizo un mal gesto.

– Wilma la llevó a visitarme, y dejó caer indirectas tan directas que cualquier persona sin cerebro las habría entendido. Así que la invité. Pero no tiene importancia, ¿verdad? Supongo que para esa fecha ella y Joseph ya estarán comprometidos. No es ningún secreto, ¿no? Para qué lo llamó a Bath el tío Webster.

– ¿A ti tampoco te cae bien? -preguntó Lily.

– Ah, no -reconoció Lauren-. Aunque no sabría explicar por qué. Es demasiado…

– ¿Perfecta? -Sugirió Lily, comprendiendo que Lauren no había oído a la señorita Hunt cuando puso en duda su buen gusto por haber invitado a una vulgar maestra de escuela a compartir su mesa en Vauxhall, con sus «superiores»-. Wilma ha regañado a Joseph porque anoche permitió que caminara con el duque de McLeith mientras él hacía de galán con la señorita Martin. Teme que se gusten.

– ¿La señorita Hunt y el duque? -preguntó Lauren con los ojos agrandados por la incredulidad-. Seguro que no. Él parece un hombre afable.

– Comentario que lo dice todo -dijo Lily-. Pero no puedo evitar compartir tus sentimientos, Lauren. La señorita Hunt me recuerda a Wilma, pero peor. Por lo menos Wilma adora a sus hijos. No logro imaginarme a la señorita Hunt adorando a nadie, ¿y tú? Pensé que tal vez entre las dos podríamos…

Pero Lauren ya tenía un destello en los ojos y la interrumpió:

– Lily, no estarás tramando hacer de casamentera y de rompe-compromisos, ¿eh? ¿Puedo participar yo también?

– Podrías invitar al duque a Alvesley también.

Lauren arqueó las cejas.

– ¿A una celebración «familiar»? ¿No parecería raro?

– Usa tu inventiva.

– Ay, Dios, ¿tengo algo? -Rió Lauren; pero enseguida se le alegró la cara-. Hoy Christine me ha dicho que la señorita Martin va a ir a Lindsey Hall a pasar una parte del verano. La hermana de Christine va a llevar a algunas niñas de la escuela a pasar unas vacaciones ahí. El duque de McLeith y la señorita Martin se criaron en la misma casa como hermanos y acaban de reencontrarse después de años y años de separación. Él en particular está encantado con eso, y yo creo que ella también. Tal vez podría sugerir que a él podría gustarle estar cerca de ella unas semanas antes que él vuelva a Escocia y ella a Bath.

– Brillante -dijo Lily-. Vamos, hazlo, Lauren, y entonces veremos qué podemos conseguir.

– Esto es diabólico -dijo Lauren-. ¿Y sabes qué dice Susanna? Cree que Joseph podría estar algo enamorado de la señorita Martin. La ha llevado a pasear en coche varias veces, y ha pasado tiempo con ella en varios eventos sociales, por ejemplo anoche en Vauxhall. Hace un rato bailaron un vals. ¿Y dónde está él ahora, lo sabes? ¿Y dónde está ella?

– Es el romance más insólito imaginable -dijo Lily, aunque le brillaban los ojos-. Pero, uy, caramba, Lauren, ella podría ser la mujer perfecta para él. Ninguna otra lo ha sido jamás. Decididamente la señorita Hunt no lo es.

– Wilma se pondría morada -añadió Lauren.

Se sonrieron y Neville, que estaba apenas lo suficientemente alejado para no oír, frunció los labios para evitar sonreír, y puso cara de inocente.

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