CAPÍTULO 10

Lord Balderston lo había invitado a cenar, y a Joseph no tardó en hacérsele evidente que no había ningún otro invitado, y que él y los Balderson iban a cenar «en familia». Y si eso no era suficiente declaración de su nueva posición como casi prometido de la señorita Hunt, las palabras de lady Balderston poco después de que se sentaran a la mesa lo dejaron bien claro.

– La vizcondesa Ravensberg fue extraordinariamente amable al invitar a Portia a Alvesley Park para la celebración del aniversario de bodas de los Redfield este verano -comentó, mientras los criados retiraban los platos de la sopa y traían el segundo plato.

Ah. Iba a haber una reunión predominantemente familiar para el cuarenta aniversario de bodas del conde y la condesa. ¿La señorita Hunt ya era familia, entonces?

Aun no había informado de la invitación a lord Attingsborough, mamá -dijo ella-. Pero sí, es cierto. Lady Sutton tuvo la amabilidad de invitarme a visitar a su prima lady Ravensberg con ella esta tarde, y mientras estábamos allí la informó de que yo no tenía ningún plan para el verano aparte de ir a casa con mis padres. Y entonces lady Ravensberg me invitó a ir a Alvesley. Todo fue muy gratificante.

– Desde luego -dijo Joseph, sonriéndoles a las dos damas-. Yo también iré.

– Pero claro -dijo la señorita Hunt-. Sé muy bien que de lo contrario no me habrían invitado. No habría tenido ningún sentido, ¿verdad?

Y ya no tenía sentido retrasar más tiempo su proposición de matrimonio, pensó Joseph. En todo caso, era evidente que eso era una simple formalidad. Estaba claro que los Balderston y la señorita Hunt así lo pensaban. También su hermana, que sin embargo no debería haber tomado el asunto en sus manos esa tarde.

Sólo que le habría gustado tener un poco de tiempo para el galanteo.

Balderston ya estaba atacando su pieza de pato asado, totalmente concentrado en su plato. Joseph lo miró de reojo, pero claro, ese no era el momento para hablar claro. Concertaría una cita en otra ocasión para hablar formalmente con su futuro suegro. Después le haría la proposición oficial a la señorita Hunt y quedaría todo zanjado. Quedaría trazado el curso de su vida, y el de la de ella.

Eso significaba que tenía muy poco tiempo para cortejarla, pero todavía le quedaba un poco. Por lo tanto, durante el resto de la cena y después, durante el trayecto a Vauxhall Gardens, concentró la atención en su futura esposa, observando nuevamente, a posta, lo hermosa que era, lo elegante, lo refinada, lo perfecta que parecía en todos los sentidos.

Tendría que obligarse a enamorarse de ella con la mayor rapidez posible, concluyó, mientras su coche iba de camino hacia Vauxhall. No tenía el menor deseo de meterse en un matrimonio sin amor sólo porque su padre así lo esperaba, y porque las circunstancias se lo exigían.

– Está particularmente bella esta noche -dijo, tocándole el dorso de la mano y dejando un momento los dedos sobre la delicada y tersa piel-. El rosa le sienta bien a su coloración.

– Gracias -dijo ella, girando la cabeza para sonreírle.

– Supongo que sabe que su padre visitó al mío en Bath hace un par de semanas o algo así.

– Sí, por supuesto.

– ¿Y conoce la naturaleza de esa visita?

– Por supuesto -repitió ella.

Seguía con la cara vuelta hacia él. Y sonriendo.

– ¿No se siente molesta por eso? ¿No piensa que tal vez le han forzado la mano?

– Claro que no.

– ¿O que la han obligado?

– No.

Había querido asegurarse con respecto a eso. Estaba muy bien que él aceptara que necesitaba una esposa y que esa mujer fuera la mejor candidata disponible. Pero un matrimonio lo forman dos. No toleraría que la presionaran para casarse con él si prefería no hacerlo.

– Me alegra oír eso -dijo.

No daría el siguiente paso lógico de pedirle en ese momento que se casara con él; aun no había hablado con su padre, y tenía la clara impresión de que eso podría importarle a ella. Pero suponía que estaban un paso más cerca de estar oficialmente comprometidos.

De verdad estaba hermosa con ese vestido rosa, color que se reflejaba en sus mejillas y realzaba el brillo de su pelo rubio. Inclinó la cabeza para besarla, pero ella giró la cara antes que sus labios llegaran a los de ella, por lo que simplemente le rozaron la mejilla. Entonces ella se deslizó por el asiento alejándose de él. Seguía sonriendo.

– ¿La he ofendido? -le preguntó, pasado un momento.

Tal vez encontraba impropios los besos antes de un compromiso oficial.

– No me ha ofendido, lord Attingsborough -contestó ella-. Simplemente ha sido un gesto innecesario.

Él arqueó las cejas y contempló su perfil perfecto enmarcado por la creciente oscuridad.

– ¿Innecesario?

Las ruedas del coche comenzaron a retumbar en el puente sobre el Támesis. No tardarían en llegar a Vauxhall Gardens.

– No necesito que me corteje con esas tonterías como los besos. No soy una niña tonta.

No, no lo era, por Júpiter.

Repentinamente divertido, volvió a acercar la cabeza a la de ella, con la esperanza de sacarle una sonrisa de verdadera diversión. Tal vez simplemente la había puesto nerviosa con su intento de besarla.

– ¿Los besos son «tontos»?

– Siempre.

– ¿Incluso entre enamorados? ¿Entre marido y mujer?

– Creo, lord Attingsborough, que los miembros de la buena sociedad deben estar por encima de esas vulgaridades. Los besos y el romance son para las clases inferiores, que pertenecen a ellas justamente porque no saben nada de las alianzas sabias y prudentes.

¿Qué diablos? ¡Buen Dios! Ya no se sentía tan divertido.

Entonces le vino el recuerdo de que en todos los años que se conocían jamás había habido un momento de coqueteo, ninguna mirada traviesa o pícara, ninguna caricia prohibida, ningún beso robado, ninguno de esos gestos sutiles entre dos personas conscientes de una mutua atracción sexual. No recordaba ni una sola vez en que se hubieran reído juntos. Jamás había habido ni la más mínima insinuación de romance en su relación.

Pero todo eso estaba a punto de cambiar, seguro.

¿O no?

– ¿No recibirá bien mis besos, entonces? -preguntó-. ¿Nunca?

– Sabré cuál es mi deber, desde luego, lord Attingsborough.

¿Sabrá cuál es su…? Notó que el coche comenzaba a detenerse.

– ¿Está segura de que realmente desea este matrimonio, señorita Hunt? Ahora es el momento de decirlo. No le guardaré ningún rencor, y me encargaré de que no caiga sobre usted ni un asomo de culpa si yo no le propongo matrimonio.

Ella giró la cabeza para sonreírle otra vez.

– Somos perfectos el uno para el otro -dijo-. Los dos lo sabemos. Pertenecemos al mismo mundo y comprendemos su funcionamiento, sus reglas y expectativas. Los dos ya hemos pasado la primera juventud. Si cree que debe cortejarme, está muy equivocado.

Joseph se sintió como si le hubieran caído escamas de los ojos. ¿Cómo era posible que la conociera de tanto tiempo y no hubiera sospechado que era frígida? Pero claro, ¿cómo podría haberlo sospechado? Jamás había intentado ni coquetear con ella ni cortejarla, hasta ese momento. Sin embargo, tenía que estar equivocado. Seguro que ella hablaba debido a su inocencia e inexperiencia. Una vez que estuvieran casados…

John golpeó la puerta, la abrió y desplegó los peldaños. Joseph bajó de un salto, sintiéndose como si el corazón se le hubiera alojado en los zapatos. ¿Qué tipo de matrimonio podía esperar? ¿Un matrimonio sin amor, sin nada de calor? Pero no sería así. Al fin y al cabo él no sentía un afecto profundo por ella, aunque estaba dispuesto a trabajar sus sentimientos. Seguro que ella haría lo mismo. Acababa de decir que sabría cuál era su deber.

– ¿Entramos? -La invitó, ofreciéndole el brazo-. No sé si los demás ya habrán llegado.

Ella le cogió el brazo y saludó con un gesto a una pareja que acababa de bajarse de un coche cercano.

¿Por qué hasta esa noche no se había fijado en que la sonrisa de ella nunca le iluminaba los ojos? ¿O sólo serían imaginaciones suyas? Al parecer ese «no beso» lo había desconcertado, aun cuando a ella no la hizo perder la serenidad.


El día anterior por la mañana Peter se había encontrado con McLeith en el White, y lo invitó a cenar con ellos la noche de la visita a Vauxhall Gardens, para que Claudia tuviera un acompañante.

Claudia estaba resignada a volver a verlo. Incluso sentía curiosidad por él. ¿Cuánto habría cambiado? ¿Cuánto de él sería el mismo Charlie al que había adorado incluso antes de que sus sentimientos se volvieran románticos?

Se había puesto el vestido de noche azul oscuro que le había servido para varios de los eventos nocturnos en la escuela. Siempre le había gustado, aun cuando no tenía la más mínima pretensión de estar a la última moda en cuanto a elegancia, y ni siquiera a la moda en cuanto a la no elegancia, pensó con humor sarcástico mientras Maria la peinaba.

Expulsó firmemente de la cabeza los recuerdos de la salida de esa tarde. Mañana pensaría en la decisión que debía tomar respecto a la conveniencia de enviar o no a la escuela a Lizzie, decisión que no sería fácil. Y trataría de no pensar en esas sorprendentes palabras de lord Attingsborough: «Creo, señorita Martin, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer».

La rareza de esas palabras le había producido cierto penoso desconcierto. Sin duda, él no las había dicho en serio. De todos modos, fueron palabras hermosas dichas durante una tarde agradable, y estaba segura de que las recordaría el resto de su vida.

Charlie resultó un simpático acompañante para cenar. Les habló de su propiedad escocesa y de sus viajes por las Highlands. También de su hijo, y obsequió a Susanna y Peter con anécdotas de su infancia, con ella, la mayoría divertidas y todas ciertas.

Y después, cuando bajaron del coche de Peter fuera de Vauxhall Gardens, le ofreció el brazo y esta vez ella se lo cogió. Hacía ya muchísimos años había conseguido expulsar de su memoria todos los recuerdos de su infancia con él junto con todo lo que ocurrió después. Tal vez en el futuro sería capaz de separar en su memoria los recuerdos de su infancia de los de su primera juventud, desprendiéndose así de parte de su amargura; porque, en realidad, lo único que le quedaba era amargura; el dolor ya había desaparecido hacía mucho tiempo.

– Claudia -dijo él, acercando la cabeza a la de ella mientras entraban en los jardines detrás de Susanna y Peter-, todo esto es muy agradable. Me siento más feliz de lo que sé decir por haberte reencontrado. Y esta vez no debemos perdernos la pista.

¿Se habrían amado toda la vida si él hubiera estudiado leyes y después se hubieran casado como tenían planeado?, pensó ella. ¿Habrían seguido siendo amigos íntimos también? Pero claro, era imposible responder a esas preguntas. Muchas cosas habrían sido diferentes a cómo eran en esos momentos. Todo habría sido diferente. Ellos habrían sido diferentes. ¿Y quién podía decir si su vida habría sido mejor o peor de la que había vivido?

Entonces terminaron de pasar por la entrada y lo olvidó todo.

– ¡Oh, Charlie, mira! -exclamó, maravillada.

La larga avenida que se extendía recta ante ellos estaba bordeada de árboles, y de todos colgaban lámparas de colores, que se veían mágicas aun cuando todavía no estaba totalmente oscuro. Los senderos estaban atiborrados por otros fiesteros, todos rutilantes con sus elegantes galas para la ocasión.

– Es encantador, ¿verdad? -dijo él, sonriéndole-. Me gusta oír salir ese viejo nombre de tus labios, Claudia. Desde que tenía dieciocho años no he sido otra cosa que Charles, es decir, cuando no soy simplemente McLeith. Dilo otra vez.

Pero Claudia no se dejó distraer. Toda la gente se veía muy animada, así que ella también sonrió. Entonces llegaron a una especie de plaza en forma de herradura, rodeada por columnas y comedores separados, abiertos y dispuestos en gradas, como palcos, todos iluminados por linternas interiores y exteriores. Casi todos ya estaban ocupados; el del centro por una orquesta.

Lady Ravensberg les estaba haciendo señas desde uno de los de más abajo.

– Peter, Susanna, señorita Martin -dijo cuando ya estaban cerca-. Ah, y los acompaña el duque de McLeith. Entrad aquí. Sois los últimos en llegar. Ahora nuestro grupo está completo.

El grupo estaba formado por la vizcondesa y el vizconde, el duque y la duquesa de Portfrey, el conde y la condesa de Sutton, el marqués de Attingsborough y la señorita Hunt, el conde y la condesa de Kilbourne, y ellos.

Claudia volvió a sentirse divertida por encontrarse en esa compañía tan ilustre. Pero estaba resuelta a disfrutar plenamente de esa noche. Muy pronto volvería a estar en la escuela y era improbable que volviera a tener la experiencia de una noche como esa.

¡Y qué experiencia!

La mayoría de los miembros del grupo se mostraron simpáticos. Aunque los Sutton prácticamente se desentendieron de ella, y la señorita Hunt estaba sentada en el otro extremo de la mesa y rara vez miraba en su dirección, todos los demás eran más que amables. La muy dulce y bonita condesa de Kilbourne y la elegante y majestuosa duquesa de Portfrey estuvieron un buen rato conversando con ella, así como los vizcondes de Ravensberg. Y claro, también estaban Susanna, Peter y Charlie.

Pero la conversación no lo era todo.

Había refrigerios para comer, muy especialmente las finísimas lonjas de jamón y los fresones, que hacían famoso a ese lugar. Y vino para beber. Personas a las que mirar, cuando pasaban por la avenida principal o junto a los comedores y se detenían a conversar con sus ocupantes, y música que escuchar.

Y había baile. Aunque hacía mucho tiempo que no bailaba, participó de todos modos. ¿Cómo podría resistirse a bailar al aire libre bajo linternas oscilantes y la luna y las estrellas en el cielo iluminando el suelo en que se movían? Hicieron pareja con ella Charlie, el conde de Kilbourne y el duque de Portfrey.

Eleanor le gastaría bromas sin piedad por todo eso cuando se lo contara.

Y si la música y el baile no bastaban para llenar a rebosar su copa de placer, después vendrían los fuegos artificiales, que esperaba con ilusión.

Lady Ravensberg sugirió hacer una caminata mientras esperaban el espectáculo de los fuegos, y todos convinieron en que era justo lo que necesitaban. Todos se emparejaron para caminar, el conde de Kilbourne con su prima lady Sutton cogida de su brazo, el vizconde Ravensberg con la condesa de Kilbourne, Peter con la duquesa de Portfrey, el duque con Susanna, el conde de Sutton con lady Ravensberg.

– Ah -dijo Charlie-, veo que todos toman diferente pareja. Señorita Hunt, ¿me permite el placer?

Ella sonrió y se cogió de su brazo.

El marqués de Attingsborough estaba terminando una conversación con una pareja que lo detuvo fuera del comedor.

– Adelante -les dijo a todos haciéndoles un gesto-. Dentro de un momento les seguiremos la señorita Martin y yo.

Claudia se sintió bastante azorada. Él no tenía otra opción que acompañarla a ella, ¿verdad? Pero, en realidad, si hasta el momento sentía una secreta desilusión era porque no se había presentado ninguna oportunidad para conversar o bailar con él. Tenía la sensación de que la merienda de esa tarde había ocurrido ya hacía mucho.

«Creo, señorita Martin, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer.» Él le había dicho esas palabras sólo unas horas antes. Y claro, mientras más intentaba olvidarlas, más las recordaba.

Y entonces se lo encontró sonriendo y ofreciéndole el brazo.

– Perdone la tardanza -dijo-. ¿Nos damos prisa para dar alcance a los demás? ¿O caminamos a un paso más tranquilo mientras usted me explica sinceramente qué le parece Vauxhall?

Atravesaron la avenida principal y continuaron por una más corta hasta llegar a otra larga y ancha paralela a la principal, de una belleza pasmosa. No sólo colgaban lámparas por entre los árboles, sino también de la serie de arcos de piedra que atravesaban la avenida más adelante.

– Tal vez espera que lo mire todo con mucha sensatez, lord Attingsborough -dijo-, y declare mi desdén por una artificialidad tan frívola.

– Pero ¿no lo va a hacer? -preguntó él, mirándola con ojos risueños-. No se imagina cuánto me encantaría saber que no siempre está gobernada por la sensatez. Esta noche la sensatez me ha dejado helado.

– A veces prefiero olvidar que tengo estorbos como las facultades críticas. A veces prefiero simplemente «disfrutar».

– ¿Y esta noche está disfrutando? -preguntó él, apartándola para pasar por el lado de un grupo de alegres fiesteros que no miraban por donde iban.

El grupo de ellos iba a cierta distancia, observó ella.

– Sí, sí, estoy disfrutando de verdad. Sólo espero ser capaz de recordar todo esto tal como es para poder disfrutar de los recuerdos cuando esté sola en mi tranquila sala de estar en Bath alguna noche de invierno.

Él se rió.

– Pero primero debe disfrutarlo hasta el último momento. Y «después» recordarlo.

– Ah, eso es lo que haré.

– ¿Todo va bien con McLeith?

– Esta noche ha venido a cenar a la casa y ha estado muy simpático. Contó hazañas y travesuras en que nos enredábamos cuando éramos niños, y me recordó lo mucho que me gustaba entonces.

– ¿Después fueron amantes? -preguntó él en voz baja.

Ella sintió arder las mejillas al recordar que más o menos reconoció eso ante él en Hyde Park. ¿Cómo era posible que hubiera dicho lo que dijo en voz alta? ¿A él o a cualquiera?

– Muy brevemente -contestó-, antes que se marchara de casa para no volver. Estábamos desconsolados porque él tenía que irse a Escocia, y pasar un tiempo allí hasta que volviéramos a vernos y pudiéramos estar juntos el resto de nuestras vidas. Y entonces…

– Esas cosas ocurren -dijo él-. Y, en general, creo que la pasión, incluso la pasión insensata, es preferible a la fría indiferencia. Creo que usted me dijo algo similar una vez.

– Sí -dijo ella, justo antes que él la desviara firmemente del camino para evitar un choque con otro grupo de fiesteros bulliciosos y descuidados.

– Esta es sin duda una avenida pintoresca -dijo él entonces-, y debemos continuar por ella si queremos dar alcance a los demás. Pero ¿desea darles alcance, señorita Martin, o tomamos uno de los senderos más tranquilos? Claro que no están bien iluminados, pero esta no es una noche oscura.

– Uno de los senderos más tranquilos, por favor -dijo ella.

Casi inmediatamente tomaron por uno y no tardaron en ser tragados por la oscuridad y la ilusión de quietud.

– Aah, esto está mejor -dijo él.

– Sí.

Continuaron caminando en silencio, ya alejados de la multitud. Claudia aspiraba el olor del follaje. Y por encima de la lejana melodía que tocaba la orquesta y de los apagados sonidos de voces y risas, oyó…

– Ah, escuche -dijo, retirando la mano de su brazo y cogiéndole la manga-. Un ruiseñor.

Él estuvo atento un buen rato, los dos inmóviles.

– Pues sí -dijo al fin-. No es sólo mi hija la que oye a los pájaros entonces.

– Es la oscuridad -dijo ella-. La oscuridad nos hace más perceptivos a los sonidos, el olor y el contacto físico.

– Contacto físico -repitió él y se rió en voz baja-. Si amara, señorita Martin, como amó en otro tiempo, o si al menos tuviera la intención de casarse con cierto hombre, ¿pondría objeciones a que la acariciara? ¿A que la besara? ¿Llamaría tontos e innecesarios a los besos y a las caricias?

Claudia se alegró de que estuvieran rodeados por la oscuridad. Tenía rojas las mejillas, seguro.

– ¿Innecesarios? ¿Tontos? No, ninguna de las dos cosas. Desearía y esperaría caricias y besos. En especial si amara.

Él miró alrededor y ella, cayendo en la cuenta de que todavía le tenía cogida la manga, se la soltó.

– Esta misma noche -continuó él-, cuando veníamos en el coche, intenté besar a la señorita Hunt, la única vez que me he tomado esa libertad. Me dijo que no fuera tonto.

Ella sonrió, a su pesar.

– Tal vez se sintió azorada o asustada.

– Ella me lo explicó largo y tendido cuando se lo pregunté. Dijo que los besos son innecesarios y tontos cuando dos personas son perfectas la una para la otra.

Una suave brisa agitaba el follaje y por entre las ramas se filtraban delgadas franjas de luz de luna que jugueteaban en la cara de él. Lo miró sorprendida. ¿Qué había querido decir la señorita Hunt? ¿Cómo podían ser perfectos el uno para el otro cuando ella no deseaba sus besos?

– ¿Por qué se va a casar con ella? -le preguntó.

Él giró la cabeza para mirarla a los ojos y sostuvo la mirada, pero no contestó.

– ¿La ama?

Él sonrió.

– Creo que será mejor que no diga nada más -dijo-. Ya he dicho demasiado, cuando la dama debería poder esperar cierta discreción de mí. ¿Qué tiene usted que invita a hacerle confidencias?

Le tocó a ella no contestar.

Él continuaba mirándola a los ojos. La oscuridad no era total, ni siquiera en los momentos en que no se filtraba la luz de la luna por el follaje.

– ¿Usted se azoraría o se asustaría si yo intentara besarla? -le preguntó él entonces.

Sí a las dos cosas, pensó ella, estaba bastante segura. Pero la pregunta era hipotética.

– No -contestó en voz tan baja que no supo si le había salido el sonido. Se aclaró la garganta-. No.

La pregunta era «hipotética».

Entonces él le acarició la mejilla con las yemas de los dedos, poniendo al mismo tiempo la palma bajo su mentón, y ella comprendió que tal vez no lo fuera.

Cerró los ojos y él posó los labios en los suyos.

La conmoción fue terrible. Los labios de él eran cálidos, y los tenía ligeramente entreabiertos. Sintió el sabor del vino que había bebido, y el olor de su colonia. Sintió el calor de su mano y el de su aliento. Oyó el canto del ruiseñor y una risotada de alguien en la distancia.

Y toda ella reaccionó de una manera que después, al recordarlo, la hacía maravillarse de haber podido continuar de pie. Apretó fuertemente las manos a los costados.

El beso duró tal vez unos veinte segundos, tal vez menos.

Pero le removió el mundo hasta los cimientos.

Entonces él levantó la cabeza, bajó la mano y retrocedió un paso, y ella se obligó a recuperar el equilibrio.

– Ya está, ¿lo ve? -dijo, y su voz le sonó desafortunadamente enérgica y exageradamente alegre-. No me he azorado ni asustado. O sea, que en usted no hay nada que asuste o azore.

– No debería haber hecho esto -dijo él-. Lo sie…

Pero ella no le dejó terminar la frase. La mano se le levantó como movida por voluntad propia para cubrirle con dos dedos los labios, esos labios cálidos, maravillosos, que acababan de besar los suyos.

– No lo sienta -dijo, y esta vez la voz le salió menos enérgica, incluso le tembló un poco-. Si lo lamenta yo me sentiré obligada a lamentarlo también, y no lo lamento en absoluto. Es la primera vez que me besan desde hace dieciocho años, y es probable que sea la última en toda la vida que me queda. No deseo lamentarlo, y no deseo que usted lo lamente. Por favor.

Él puso la mano sobre la de ella, le besó la palma y luego se la bajó hasta dejarla apoyada en los pliegues de su corbata. Dado que no estaba tan oscuro ella vio sus ojos brillar de risa.

– Ah, señorita Martin, para mí han sido casi tres años. Somos unos simples mortales penosamente necesitados. Ella no pudo dejar de sonreírle.

– En realidad -dijo-, no me importaría si volviera a besarme.

Sintió terriblemente raro decir eso, como si otra mujer hubiera hablado por su boca mientras la verdadera Claudia Martin miraba con horrorizada sorpresa. ¿De verdad lo había dicho?

– A mí tampoco -dijo él.

Se miraron largamente a los ojos y entonces él le soltó la mano, le rodeó los hombros con un brazo y la cintura con el otro. Ella lo rodeó con los brazos porque no se le ocurrió en qué otro lugar ponerlos. Y levantó la cara hacia la de él.

El suyo era un cuerpo fornido, duro, muy masculino; por un momento se sintió asustada, mortalmente asustada. Sobre todo porque él ya no estaba sonriendo. Y entonces olvidó el miedo y todo lo demás cuando quedó sumergida en el carnal deleite de ser concienzudamente besada. Su cuerpo pareció distenderse bajo su caricia, y ya no era Claudia Martin, próspera empresaria, profesora y directora de escuela.

Era simplemente una mujer.

Palpó los duros músculos de sus anchos hombros y dobló una mano sobre su abundante y cálido pelo. En los pechos sintió la sólida pared del pecho de él. Tenía los muslos apretados a los suyos, y en la entrepierna sintió una fuerte vibración que le subió en espiral por dentro hasta la garganta.

Y no, no estaba analizando cada sensación; simplemente las sentía.

Él abrió la boca sobre la suya y ella también lo hizo, ladeando la cabeza, y se cogió de su pelo cuando él introdujo la lengua y con ella le acarició suavemente todas las superficies blandas y mojadas. Y cuando él la empujó con el cuerpo, llevándola hacia un árbol que estaba a algo más de un palmo por detrás, ella retrocedió hasta poder apoyar la espalda en el tronco, mientras él la exploraba deslizando las manos por sus pechos, caderas y nalgas, y apretándoselas.

Entonces se apretó a ella y sintió la dureza de su miembro excitado, separó las piernas y se frotó contra él, deseando más que ninguna otra cosa sentirlo dentro de su cuerpo, muy profundo. Ah, muy profundo.

Pero en ningún instante olvidó que era con el marqués de Attingsborough con quien estaba compartiendo ese ardiente beso. Y ni por un instante se dejó engañar por ninguna ilusión. Eso era sólo algo pasajero; sólo por un instante.

Pero a veces ese instante es suficiente.

Y a veces lo es todo.

Sabía que nunca lo lamentaría.

También sabía que su corazón sufriría durante un largo periodo de tiempo.

No le importaba. Mejor vivir y sufrir que no vivir.

Sintió la retirada de él en el instante en que él aflojó la presión de sus brazos, la besó suavemente en la boca, en los párpados y las sienes, y luego le puso la mano abierta en la parte de atrás de la cabeza y se la bajó hasta dejarle la cara apoyada en uno de sus hombros, apartándola del tronco del árbol. Entonces sintió pena y alivio. Era el momento de parar; estaban en un lugar casi público.

Con los brazos rodeándole suavemente la cintura sintió salir poco a poco de su cuerpo la tensión de la insatisfacción sexual.

– Acordaremos no lamentar esto, ¿verdad? -Dijo él, pasado un minuto más o menos de silencio, con la boca muy cerca de su oreja-. ¿Ni permitir que cause incomodidad entre nosotros cuando volvamos a encontrarnos?

Ella no contestó inmediatamente. Levantó la cabeza, retiró los brazos de la cintura de él y retrocedió un paso. Mientras lo hacía se revistió muy conscientemente con la persona de la señorita Martin, maestra de escuela otra vez, casi como si fuera una prenda ya tiesa por el desuso.

– Sí a lo primero -dijo-. De lo segundo no estoy nada segura. Tengo la impresión de que a la fría luz del día me voy a sentir muy avergonzada cuando me encuentre cara a cara con usted después de esta noche.

Santo cielo, ahora que lo veía a él en la semioscuridad ya encontraba increíble y terriblemente vergonzoso estar en su presencia, o se lo parecía.

– Señorita Martin -dijo él-. Espero no haber… no puedo…

Ella chasqueó la lengua; no podía dejar que terminara la frase qué humillada se sentiría si él dijera esas palabras en voz alta.

– Por supuesto que no puede -dijo-. Tampoco puedo yo. Tengo una vida y una profesión y a personas que dependen de mí. No espero que mañana por la mañana aparezca en la escalinata de la casa del vizconde Whitleaf con una licencia especial en la mano. Y si lo hiciera, lo enviaría lejos más rápido de lo que tardó en llegar ahí.

– ¿Con cajas destempladas? -dijo él, sonriéndole.

– Con eso «por lo menos».

Entonces le sonrió pesarosa. Qué tonto es el amor, pensó, venir a brotar en un momento imposible y con una persona imposible. Porque claro, estaba enamorada. Y claro, eso era total, totalmente imposible.

– Creo, lord Attingsborough -continuó-, que si hubiera sabido lo que sé ahora cuando entré en el salón para visitas de la escuela y le vi ahí de pie, podría haberlo enviado lejos entonces, con cajas destempladas. Aunque tal vez no. He disfrutado de estas dos semanas más de lo que sabría decir. Y usted ha llegado a caerme bien.

Eso era cierto también. De verdad le caía bien.

Le tendió la mano. Él se la cogió y se la estrechó firmemente. De nuevo estaban levantadas las barreras entre ellos, como debían estarlo.

Entonces pegó un salto, agitando la mano en la de él, porque un fuerte ruido rompió ese casi silencio.

– Ah -dijo él, mirando hacia arriba-, ¡qué oportuno! Los fuegos artificiales.

– ¡Ooh! -Exclamó ella, mirando con él la franja de luz roja que subió en arco rugiendo por encima de los árboles y bajó hasta perderse de vista-. He estado esperándolos con ilusión.

– Venga -dijo él, soltándole la mano y ofreciéndole el brazo-. Volvamos a la amplia avenida para verlos.

– Ah, sí, vamos.

Y a pesar de todo, a pesar de que algo apenas había empezado y también terminado ahí esa noche, se sentía henchida, inundada de felicidad.

Había dicho la verdad uno o dos minutos antes. No se habría perdido esa corta estancia en Londres ni por todas las atracciones del mundo.

Tampoco se habría perdido conocer al marqués de Attingsborough.

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