CAPÍTULO 04

El coche del marqués de Attingsborough dejó a Claudia y a las niñas ante la puerta de la mansión del vizconde Whitleaf en Grosvenor Square, de Mayfair, a última hora de la tarde. Susanna y Peter estaban en la puerta abierta para recibirlas sonriendo ya antes que el cochero bajara los peldaños.

La casa era realmente espléndida, pero Claudia casi no se fijó a causa del bullicio y el cariño de los saludos que las aguardaban. Susanna la abrazó, radiante de salud para ser una mujer que había dado a luz sólo un mes antes. Después abrazó a Edna, que chilló y se rió al volver a ver a su ex profesora, y luego a Flora, que también chilló y habló al doble de velocidad, mientras Peter saludaba a Claudia con una cálida sonrisa y un apretón de manos, para luego dar la bienvenida a las chicas.

El marqués no se quedó y continuó su camino a caballo después de intercambiar los cumplidos de rigor con Susanna y Peter, despedirse de Claudia y desearles suerte a Flora y a Edna en sus futuros trabajos.

Claudia no lamentó verlo alejarse.

A Flora y a Edna las instalaron en unas habitaciones de la planta de los niños, lo que encantó a las dos, después de llevarlas a ver al pequeño Harry de pelo moreno, y haberles asegurado que tendrían más ocasiones de ir a la sala cuna a estar con él antes que se marcharan. Las comidas las harían con el ama de llaves, que al parecer esperaba su compañía con considerable placer.

Claudia simplemente debía disfrutar.

– Y eso es una orden, Claudia -le dijo Peter haciéndole un guiño, después que Susanna se lo advirtiera-. He aprendido a no discutir con mi mujer cuando emplea ese tono. He descubierto que es muy peligroso casarse con una maestra de escuela.

– Sí que pareces estar hecho polvo -dijo Claudia.

Peter era otro hombre apuesto y encantador, cuyos ojos risueños parecían más violetas que azules.

Susanna se rió. Pero ya tenía programadas una buena cantidad de actividades para entretener a su amiga. Y puesto que la esperaba una carta del señor Hatchard comunicándole la mala noticia de que por asuntos de trabajo estaría ausente de la ciudad varios días y, por lo tanto, lamentaba no poder recibirla hasta su vuelta, Claudia se relajó y se dejó llevar a visitar tiendas y galerías y a caminar por Hyde Park.

Claro que ese retraso significaba que podría haberse quedado en la escuela otra semana, pero no se permitió inquietarse por esa circunstancia imprevista. Sabía que Eleanor estaba encantada de estar al mando por una vez. Eleanor Thompson había optado por la enseñanza algo tarde en su vida, pero en esa profesión había descubierto el amor de su vida, palabras dichas por ella misma.

No vieron a Frances hasta el día del concierto; antes de venir a Londres había ido con Lucius a visitar a sus ancianas tías en Gloucestershire. Pero Claudia se había armado de paciencia. Por lo menos estaría ahí para el concierto, y entonces volvería a estar reunida con dos de sus más queridas amigas. Si Anne pudiera estar aquí, su felicidad también sería completa, pero Anne, la ex Anne Jewell, otra ex profesora de la escuela, estaba en Gales con el señor Butler y sus dos hijos.

El día señalado se vistió temprano y con sumo esmero, entusiasmada por la perspectiva de volver a ver a Frances, que vendría con Lucius a cenar, y al mismo tiempo alarmada, pues se había enterado de que al concierto asistiría mucha más gente de lo que había imaginado. De hecho, una buena parte de la alta sociedad, al parecer. No la tranquilizaba decirse que despreciaba la grandeza y no tenía ninguna necesidad de sentirse intimidada. La verdad, estaba nerviosa. No tenía ni la ropa ni la conversación apropiadas para tratar con esa gente. Además, no conocería a nadie aparte del pequeño grupo formado por cuatro personas amigas.

Se le ocurrió la idea de escabullirse en el último momento e ir a situarse en la parte de atrás del salón, donde también tendrían permitido estar Flora y Edna para escuchar a Frances. Pero cometió el error de expresar la idea en voz alta, y Susanna se lo prohibió terminantemente, mientras Peter negaba con la cabeza.

«Eso no lo puedo permitir, Claudia -le dijo-. Si lo intentas me veré obligado a llevarte personalmente a la primera fila.»

La doncella de Susanna acababa de terminar de peinarla, pese a sus protestas de que era muy capaz de peinarse sola, cuando llegó Susanna se plantó ante la puerta del vestidor. La doncella fue a abrirle la puerta.

– ¿Estás lista, Claudia? Ah, sí que lo estás. Y te ves muy elegante.

– No es culpa de Maria que no tenga rizos ni tirabuzones -le explicó Claudia, levantándose-. Intentó engatusarme con ruegos y mimos, pero yo me negué rotundamente a parecer un cordero viejo disfrazado de corderito.

Por lo tanto, se había peinado siguiendo su estilo habitual, el pelo liso recogido en un moño en la nuca. De todos modos, se veía notablemente distinta a lo habitual. En general era más favorecedor, el pelo se veía más ahuecado, lustroso y abundante. Cómo consiguió la doncella esa transformación, no lo sabía.

Susanna se rió.

– Maria no te habría hecho parecer nada de eso. Tiene un gusto impecable. Pero te ha hecho un peinado extraordinariamente elegante. Y me gusta tu vestido.

Era un sencillo vestido de fina muselina verde, de talle alto, escote recatado y mangas cortas. A ella le gustó en el instante en que lo vio en el taller de una modista de Milsom Street en Bath. Se había comprado tres vestidos nuevos para venir a Londres, un derroche importante, pero lo consideró necesario para la ocasión.

– Y tú estás tan hermosa como siempre, Susanna -dijo.

Su amiga llevaba un vestido azul claro, un color muy adecuado para su vibrante pelo castaño rojizo rizado. También estaba esbelta como una niña, sin ninguna señal de su reciente embarazo, a excepción tal vez de un rubor extra en las mejillas.

– Será mejor que bajemos -dijo Susanna-. Tienes que ver el salón de baile antes que lleguen Frances y Lucius.

Claudia se puso su chal de cachemira, Susanna se cogió de su brazo y juntas salieron en dirección a la escalera.

– ¡Pobre Frances! -Dijo Susanna-. ¿Crees que estará terriblemente nerviosa?

– Yo diría que sí. Supongo que siempre lo está antes de una actuación. Recuerdo que cuando estaba en la escuela les decía a las niñas de sus coros que si no se ponían nerviosas antes de una actuación seguro que cantarían mal.

El salón de baile era inmenso, de proporciones magníficas, el cielo raso elevado y con molduras doradas, y una inmensa araña con montones de velas. Una pared era toda de espejo, lo que creaba la ilusión de que era más grande, con una araña gemela y el doble de cantidad de flores, que estaban distribuidas por todas partes en grandes floreros. El suelo de madera brillaba debajo de las hileras de sillas tapizadas en rojo que habían dispuesto para la velada.

Era un panorama amedrentador.

Pero claro, pensó Claudia, ella nunca cedía al nerviosismo. ¿Por qué iba a ceder ahora? Despreciaba a la alta sociedad, ¿no? En todo caso, a la parte de esa alta sociedad a la que no conocía personalmente. Enderezó la espalda y cuadró los hombros.

Entonces apareció Peter en la puerta, todo guapo y elegante con su traje de noche oscuro, y detrás de él entraron Frances y Lucius. Susanna corrió hacia ellos y Claudia la siguió.

– ¡Susanna! -exclamó Frances, abrazándola-. Estás tan bonita como siempre. ¡Y Claudia! Ah, estás encantadora, y qué bien te ves.

– Y tú, más distinguida que nunca, y qué hermosa. Y radiante, pensó, con su brillante pelo negro, su cara delgada de fina estructura ósea. Sin duda el éxito le sentaba bien a su amiga.

– Claudia -dijo Lucius una vez terminados los saludos, inclinándose ante ella-. Nos encantó saber que estarías aquí esta noche, en especial porque este será el último concierto de Frances por un tiempo.

– ¿Tu último concierto, Frances? -exclamó Susanna.

– Medida muy sabia también -dijo Claudia, apretándole las manos a Frances-. Has estado un tiempo muy ocupada. París, Viena, Roma, Berlín, Bruselas… y la lista sigue. Espero que esta vez te tomes un buen y largo descanso.

– Bueno «y» largo -dijo Frances, mirando de Claudia a Susanna con ese nuevo brillo en los ojos-. Tal vez para siempre. A veces hay cosas más importantes que hacer en la vida que cantar.

Susanna agrandó los ojos y se cogió las manos junto al pecho.

– ¿Frances?

Esta levantó una mano.

– No más por ahora -dijo-, no sea que hagamos ruborizar a Lucius.

No necesitaba decir más, por supuesto. Por fin, después de varios años, Frances iba a ser madre. Susanna se llevó las manos juntas a los labios sonrientes y Claudia apretó las de Frances con más fuerza antes de soltárselas.

– Vamos al salón a beber algo antes de la cena -dijo Peter.

Le ofreció el derecho a Frances y el izquierdo a Claudia. Susanna se cogió del brazo de Lucius y siguieron al trío.

Claudia ya se sentía muy contenta de estar donde estaba, aun cuando esa noche se enfrentaría a algo terrible. Sentía henchido el corazón de felicidad por la forma como la vida había tratado a sus amigas los últimos años. Se sacudió los leves sentimientos de envidia y soledad.

Fugazmente le pasó por la cabeza el pensamiento de si esa noche estaría presente el marqués de Attingsborough. No lo había visto desde su llegada a la ciudad y por lo tanto había vuelto a ser esa persona plácida, casi contenta.


Cuando Joseph entró en el White a la mañana siguiente de su regreso de Bath, descubrió que ya estaba ahí Neville, el conde de Kilbourne, leyendo uno de los diarios matutinos. Este dejó a un lado el diario cuando él acercó una silla y se sentó a su lado.

– ¿Estás de vuelta, Joe? -preguntó, innecesariamente-. ¿Cómo encontraste al tío Webster?

– Mejorando e irritado por la insipidez de la sociedad de Bath. E imaginándose que la enfermedad le ha debilitado el corazón.

– ¿Y se lo ha debilitado?

Joseph se encogió de hombros.

– Lo único que dijo fue que el médico al que consultó allí no lo negó. No me permitió hablar con el médico. ¿Cómo está Lily?

– Muy bien.

– ¿Y los niños?

– Ocupados como siempre -contestó Neville, sonriendo, y volvió a ponerse serio-. Así que tu padre creyó que se le estaba deteriorando la salud y por eso te llamó a Bath. Lo encuentro ominoso. ¿Supongo bien su motivo?

– Es probable. No hace falta ser un genio, ¿verdad? Tengo treinta y cinco años después de todo y soy heredero de un ducado. A veces desearía haber nacido campesino.

– No, Joe, no lo deseas -dijo Neville, sonriendo otra vez-. Y supongo que hasta los campesinos desean tener descendencia. Así que va a ser la trampa del cura para ti, ¿eh? ¿El tío Webster tiene pensada alguna novia en particular?

– La señorita Hunt -dijo Joseph, levantando una mano para saludar a un par de conocidos que entraron juntos e iban en dirección a otro grupo-. Su padre y el mío ya han acordado un matrimonio, en principio. Mi padre llamó a Balderston a Bath antes que a mí.

– Portia Hunt -dijo Neville; emitió un silbido y no hizo ningún comentario; simplemente lo miró con enorme compasión.

– ¿La desapruebas?

Neville levantó las manos en gesto defensivo.

– No es asunto mío -dijo-. Es muy hermosa, incluso un hombre felizmente casado no puede dejar de ver eso. Y jamás comete un error, ¿verdad?

Pero a Nev no le caía bien, pensó Joseph, ceñudo.

– ¿Así que te han enviado de vuelta aquí a hacer tu proposición? -preguntó Neville.

– Sí. No me cae mal, ¿sabes? Y tengo que casarme con «alguien». Últimamente he ido viendo más y más claro que no puedo retrasarlo mucho tiempo más. Bien podría ser con la señorita Hunt.

– No lo dices con mucho entusiasmo, Joe.

– No todos podemos tener tanta suerte como tú.

– ¿Por qué no? -dijo Neville, y arqueó las cejas-. ¿Y qué ocurrirá con Lizzie cuando te cases?

– No cambiará nada -repuso Joseph rotundamente-. Ayer pasé la tarde con ella y me quedé a pasar la noche. Le he prometido volver esta tarde, antes de ir al teatro con el grupo de Brody. Iré de acompañante de la señorita Hunt: la campaña comienza ya. Pero no voy a descuidar a Lizzie, Nev. No la descuidaré, ni aunque me case y tenga doce hijos.

– No, me imagino que no -dijo Neville-. Pero me gustaría saber si la señorita Hunt pondrá objeciones a pasar gran parte de su vida en Londres mientras Willowgreen está vacía gran parte del año.

– Yo podría hacer otros planes -dijo Joseph.

Pero no pudo explayarse porque los interrumpió la llegada de Ralph Milne, vizconde Sterne, otro primo, que estaba deseoso de hablar sobre un par de bayos iguales que iban a poner a subasta en Tattersall's.

Cuando esa noche Joseph acompañó a la señorita Hunt al teatro ya había aceptado la invitación al concierto en Grosvenor Square. No estaba emparentado ni con Whitleaf ni con su esposa, pero hacía mucho tiempo que los había aceptado como primos de una familia que aceptaba a más miembros que sólo los de parentesco sanguíneo. Pensaba que debía asistir a cualquier acto o fiesta a la que ellos tuvieran la amabilidad de invitarlo. También deseaba asistir porque había oído hablar muy bien de la voz de la condesa de Edgecombe, y agradecía la oportunidad de oírla. Deseaba asistir porque Lauren, vizcondesa Ravensberg, su especie de prima, a la que fue a visitar cuando se marchó del club White, le había dicho que ella y Kit asistirían, como también los duques de Portfrey; Elizabeth, la duquesa, también era otra medio pariente de él. Siempre la había considerado su tía, aunque en realidad era la hermana de su tío, por matrimonio. Deseaba asistir porque Lily, la esposa de Neville, que también estaba visitando a Lauren en ese momento, lo invitó a cenar con ellos antes de ir al concierto.

Y esa noche en el teatro se enteró de que iba a asistir al concierto a pesar de que Portia Hunt no. Era lamentable, supuso, pero inevitable dadas las circunstancias.

Durante uno de los entreactos la señorita Hunt le preguntó si iba a asistir a la fiesta que ofrecía lady Fleming dentro de unas noches. Durante toda esa velada había observado en ella una nueva forma de tratarlo, una actitud algo posesiva; sin duda su padre había hablado con ella. Estaba a punto de contestar que sí cuando intervino Laurence Brody con una pregunta:

– ¿No va a ir, entonces, al concierto esa noche, señorita Hunt? Me han dicho que irán todos. Va a cantar lady Edgecombe, y todo el mundo está deseoso de oírla.

– No «todo» el mundo, señor Brody -dijo Portia, con gran dignidad-. Yo no estoy deseosa de ir, y tampoco mi madre ni muchas personas de buen gusto a las que podría nombrar. Ya hemos aceptado la invitación de lady Fleming. En su fiesta espero encontrar compañía y conversación superiores.

Entonces lo miró a él, sonriente.

Joseph se habría dado de patadas. Era lógico que ella no fuera al concierto. La condesa de Edgecombe estaba casada con el hombre con el que Portia había creído la mayor parte de su vida que se casaría. Fue justamente durante los días y semanas siguientes al fin de esa relación cuando él se hizo amigo de ella.

– Lamento tener que perderme esa fiesta, señorita Hunt -dijo-. Ya he aceptado la invitación al concierto de lady Whitleaf.

Habría declinado la invitación si hubiera recordado ese asunto entre los Edgecombe y la señorita Hunt, que debería haber recordado. Y ella le dejó claro que no estaba complacida con él; estuvo muy callada durante el resto de la noche, y cuando hablaba se dirigía casi exclusivamente a otro miembro del grupo.

La noche señalada llegó con Lily y Neville y juntos presentaron sus respetos a Whitleaf y Susanna. El salón de baile, comprobó, se estaba llenando. La primera persona que vio al entrar fue a Lauren, que estaba al otro lado del salón, sonriendo y con una mano levantada para atraer su atención. Con ella se encontraban Kit, Elizabeth y Portfrey.

Y la señorita Martin.

Desde su regreso a la ciudad había pensado bastantes veces en la maestra de escuela. Durante el viaje a Londres le había caído mejor de lo que habría esperado. Era gazmoña, rígida y severa, cierto, e independiente hasta el extremo. Pero también era inteligente y tenía un humor mordaz.

Pero había pensado en ella principalmente por otros motivos. Tenía la intención de mantener otra conversación con la señorita Martin antes que volviera a Bath, aunque tal vez esa noche no fuera el momento oportuno. Estaba elegante con ese vestido de muselina verde, observó. Su peinado era mucho más favorecedor que el que le vio en la escuela y luego en el viaje a Londres. De todos modos, cualquiera que la mirara esa noche ciertamente no la confundiría con una mujer que no fuera: una maestra de escuela. Eso tenía que ver con la disciplina que revelaba su postura, la severidad de su expresión, la total ausencia de adornos en el vestido, de rizos y de joyas.

Mientras se acercaba al grupo con Lily y Neville, ella se giró a mirarlos.

– Lily, Neville, Joseph -dijo Lauren cuando llegaron al grupo, y a eso siguieron saludos, apretones de manos y besos en las mejillas-. ¿Conocéis a la señorita Martin? Ellos son la condesa de Kilbourne, la señorita Martin, y mis primos el marqués de Attingsborough y el conde.

– Señorita Martin -dijo Neville, sonriéndole e inclinándose en una venia.

– Estoy encantada de conocerla, señorita Martin -dijo Lily, con su habitual sonrisa cálida cuando ella inclinó la cabeza y les deseó una agradable velada.

– Ya nos conocemos -dijo Joseph, tendiéndole la mano y recordando que la última vez que lo hizo cometió el error de besársela-. Tuve el placer de acompañarla desde Bath hace una semana.

– Pero claro, por supuesto -dijo Lauren.

– No te he visto desde que te marchaste a Bath, Joseph -dijo Elizabeth-. ¿Cómo está tu padre?

– Considerablemente mejor, gracias, aunque él prefiere creer que no. Está lo bastante bien para quejarse de todos y de todo. Mi madre, en cambio, parece que está disfrutando de la sociedad de Bath.

– Me alegra oír eso -dijo Elizabeth-. Sé que estaba decepcionada porque no podría venir a la ciudad este año.

– Señorita Martin -dijo Portfrey-, tanto la condesa de Edgecombe como lady Whitleaf fueron profesoras en su escuela, ¿no es así?

– Sí -contestó ella-, y todavía lamento su pérdida. Sin embargo, estoy orgullosísima de mi actual plantel de profesores.

– Christine dice que la señorita Thompson es muy feliz ahí -dijo Kit, refiriéndose a la duquesa de Bewcastle.

– Yo creo que lo es -dijo la señorita Martin-. Es evidente que nació para enseñar. Mis niñas la quieren, aprenden de ella y le obedecen sin rechistar.

– Me fascina la idea de una escuela de niñas -dijo Lily-. Debo hablar con usted en algún momento, señorita Martin. Tengo cien preguntas que hacerle.

– Que deberán esperar, cariño -dijo Neville-. Creo que el concierto está a punto de empezar.

– Entonces deberíamos ir a sentarnos -dijo Elizabeth.

– ¿Querría sentarse a mi lado, señorita Martin? -le preguntó Joseph.

Vio que ella nuevamente estaba toda gazmoña y severa.

– Gracias -repuso ella-, pero hay una cosa a la que debo ir a atender.

Él se sentó al lado de Lauren y se preparó para disfrutar. Se había enterado de que la condesa de Edgecombe no era la única que iba a actuar, aunque sí era la atracción principal. Estaba a punto de hacerle un comentario a Lauren cuando vio que la señorita Martin sólo había dado unos pasos y estaba detenida en el pasillo central, absolutamente inmóvil y, por la expresión de su cara, parecía que hubiera visto un fantasma. Se apresuró a levantarse.

– Señorita Martin, ¿se siente mal? ¿Me permite qué…?

– No -dijo ella-. Gracias. Pero me sentaré a su lado después de todo, si me lo permite. Gracias.

Diciendo eso se apresuró a sentarse en la silla desocupada al lado de él y bajó la cabeza; juntó las manos en la falda y él notó que le temblaban un poco. Eso sí era extraño, pensó, en una mujer que no parecía ser de tipo nervioso. Pero era imposible saber qué había ocurrido para perturbarla así, y ella no dio ninguna explicación.

– ¿Las señoritas Wood y Bains ya están seguras y a salvo en casa de sus empleadoras? -le preguntó, con el fin de distraerla de lo que fuera que la había alterado.

Ella lo miró un momento como si no hubiera entendido la pregunta.

– Ah, no -dijo al fin-. Todavía no. El señor Hatchard, mi agente, ha estado fuera de la ciudad. Pero ha llegado hoy, y me ha enviado una nota para informarme que puedo ir a verle mañana.

Le había vuelto un poco de color a las mejillas. Y enderezó los hombros.

– ¿Y mientras tanto ha sido bien atendida?

– Ah, sí, desde luego -contestó ella, sin decir más.

Pero el concierto estaba a punto de empezar. Whitleaf ya estaba situado frente al público sobre la tarima baja que habían instalado para los intérpretes para que todo el mundo pudiera verlos. Aquí y allá se oyeron algunos «Chss» y luego se hizo el silencio.

Comenzó el concierto.

A Joseph lo impresionó la calidad de las interpretaciones. Un quinteto de cuerda, al que siguieron varias arias cantadas por un barítono que estaba contratado para cantar en la Opera de Viena en otoño, un recital de piano por la condesa de Raymore, coja y de pelo moreno, que era una celebridad y él había disfrutado oyéndola en otras ocasiones; con su hermosa voz de contralto también cantó una melancólica canción tradicional acompañándose ella misma al piano. Y luego, por supuesto, cantó la condesa de Edgecombe, cuya voz de soprano era exquisita y llena, y no tardó en demostrar que alcanzaba notas increíblemente altas.

No le costaba entender que gozara de tanta fama.

Cuando ella terminó y él se puso de pie junto con el resto del público para pedirle unos bises con el volumen de los aplausos, comprendió que si en lugar de venir hubiera ido a la fiesta de lady Fleming se habría perdido una de las más maravillosas experiencias estéticas de su vida. Además, claro, estaba interesado en ver en acción a la mujer que suplantó a Portia Hunt en el corazón de Edgecombe. La había visto antes, cierto, pero no había apreciado su exquisita belleza hasta esa noche, cuando su rostro delgado y expresivo quedó iluminado desde dentro y su pelo muy oscuro brilló a la luz de las velas.

Cuando la condesa terminó su bis, vio que la señorita Martin tenía las manos juntas y muy apretadas debajo del mentón; sus ojos brillaban de orgullo y cariño. A las profesoras de su escuela les había ido muy bien en el mercado del matrimonio, pensó él. Tenía que ser una escuela muy buena, en realidad, para atraer entre su personal a personas de tanto encanto y talento.

A la señorita Martin le brillaban los ojos con lágrimas sin derramar cuando se volvió a mirar hacia atrás, tal vez buscando a Susanna para compartir su dicha. Él se giró a mirarla con la intención de invitarla a unirse a su grupo familiar para los refrigerios que iban a servir en el salón comedor.

Pero antes que él pudiera hacerle el ofrecimiento, ella se cogió de su brazo y le dijo en tono vehemente:

– Hay una persona que viene hacia aquí con la que no deseo hablar.

Él arqueó las cejas. La mayor parte del público se estaba dispersando en dirección al salón comedor. Entonces vio a un hombre caminando contra la corriente, evidentemente en dirección a ellos. Lo conocía vagamente; lo había conocido en el White; acababa de llegar de Escocia. Se llamaba McLeith. Poseía un ducado escocés.

¿Y la señorita Martin lo conocía pero no deseaba hablar con él?

Interesante. ¿Tendría algo que ver con su perturbación anterior?

Puso una mano tranquilizadora en la que ella tenía apoyada en su brazo. Era demasiado tarde para alejarla del camino de aquel hombre.

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