CAPÍTULO 23

Mientras estaba bailando el vals con Joseph, Claudia se había formado la firme opinión de que los miraban con interés como a una posible pareja. Pero ahora que iba de camino a buscar su chal, se le ocurrió que tal vez las miradas, si es que había habido miradas, eran simplemente de incredulidad porque ella tuviera esa presunción. O tal vez incluso eran de lástima.

Pero bueno, ¿cuándo había comenzado a considerarse indigna de un hombre, fuera quien fuera?

No era inferior a nadie.

Cuando regresó al salón y encontró a Joseph esperándola fuera de la puerta, su paso ya era decidido y en sus ojos brillaba un destello marcial.

¿Y en qué momento comenzó a pensar en él siempre como «Joseph»?

– Tal vez deberíamos salir sólo para una caminata corta.

Él le sonrió de oreja a oreja. Sí que había diferencia entre una sonrisa normal y una ancha, ancha. Y la de él era muy ancha. Se erizó de indignación. Ella estaba haciendo el ridículo delante de la mayor parte de la aristocracia de Inglaterra, y él lo encontraba «divertido».

Él la cogió del codo y la llevó en dirección a la puerta principal.

– Tengo la teoría -dijo-, de que todas tus niñas te obedecen sin rechistar no porque te tengan miedo, sino porque te quieren.

– Un número muy grande de ellas estarían interesadísimas en oír eso, lord Attingsborough -dijo ella, sarcástica-. Podrían no parar de reír hasta Navidad.

Salieron a la terraza. No había nadie, pero no estaba en absoluto silenciosa. Hasta ahí llegaba la música del salón de baile, como también los sonidos de risas y de otro tipo de música procedentes del lado del establo y la cochera, donde los mozos y cocheros, tal vez acompañados por criados y criadas desocupados, estaban celebrando su propia fiesta, aprovechando el tiempo que tendrían que esperar para llevar a sus empleadores a casa.

– ¿Así que otra vez soy lord Attingsborough, Claudia? -dijo él, echando a caminar en dirección al establo-. ¿No lo encuentras un tanto ridículo después de lo de anoche?

Esa irresponsabilidad le había parecido bastante disculpable a ella en aquel momento, porque no se iba a repetir: sabía que la señorita Hunt recapacitaría y no rompería el compromiso. Lo de la noche pasada había sido algo único, algo que recordaría todo el resto de su vida, una tragedia secreta que aceptaría de todo corazón y no permitiría que la amargara.

Que la señorita Hunt hubiera vuelto a poner fin al compromiso esa noche, y esta vez para siempre, debería simplificarle la vida, aumentar sus esperanzas, hacerla feliz, sobre todo dado que él inmediatamente le solicitó que bailara el vals con él y luego le propuso esa salida.

Pero su vida se le antojaba más complicada que nunca.

– Si pudieras retroceder en el tiempo -dijo él, cogiendo sus pensamientos en el punto donde se los había interrumpido- y rechazar mi ofrecimiento de llevarte en mi coche a Londres con tus dos alumnas, ¿lo harías?

¿Lo rechazaría? Una parte de ella dijo un rotundo sí; si hubiera rechazado el ofrecimiento, su vida habría continuado tal como era antes: tranquila, ordenada, conocida. O tal vez no. De todos modos, podría haberse encontrado con Charlie en el concierto en casa de Peter y Susanna, y tal vez ella habría reaccionado de forma algo diferente hacia él. Sin la existencia de Joseph en su vida, a lo mejor habría vuelto a enamorarse de Charlie; igual en ese momento estaría tomando una decisión respecto a él. Tal vez…

No, eso era imposible. Eso no habría ocurrido jamás. Aunque quizá…

– No tiene ningún sentido desear cambiar un detalle del pasado -dijo-. No se puede. Y aún en el caso de que se pudiera, sería tonto. Mi vida habría continuado de otra manera si hubiera dicho que no, aun cuando eso ocurrió sólo hace unas semanas. No sé cómo habría continuado.

Él se rió. Después desapareció entre los coches, hacia el lugar donde los mozos y cocheros celebraban su fiesta, y al cabo de un momento reapareció con una linterna encendida en la mano.

– ¿Y tú harías las cosas de otra manera? -le preguntó ella.

– No.

Le ofreció el brazo y ella se lo cogió. Qué alto, sólido y cálido, pensó. Olía bien. Era apuesto, encantador, rico y aristócrata: algún día sería «duque». Y era muy, muy masculino. Si alguna vez hubiera soñado con el amor y el romance, aunque fuera a su edad, y sí, claro que había soñado, habría sido con un hombre totalmente diferente en todos los sentidos.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó él.

Iban por el camino principal, cayó ella en la cuenta, en dirección al puente palladiano. Estaba bastante oscuro, pues había nubes altas que tapaban la luna y las estrellas. El aire estaba más fresco que la noche anterior.

– En el hombre de mis sueños -contestó.

Él giró la cabeza hacia ella y levantó la linterna para verle la cara, y ella vio la suya. Sus ojos se veían oscuros, insondables.

– ¿Y? -la alentó él.

– Un caballero muy corriente, modesto, sin título ni grandes riquezas, pero muy inteligente y con buena conversación.

– Lo encuentro soso.

– Sí, eso también. La sosería es una cualidad infravalorada.

– ¿No soy yo el hombre de tus sueños, entonces?

– No, en absoluto.

Entraron en el puente y se detuvieron junto al parapeto de piedra de un lado a contemplar la corriente de agua oscura que fluía en dirección al lago. Él dejó encima la linterna.

– Pero claro -dijo ella-, yo no puedo ser la mujer de tus sueños.

– ¿No?

Ella no le veía la cara, pues la luz de la linterna le iluminaba la espalda. Le fue imposible saber por su tono si se sentía divertido o triste.

– No soy hermosa -dijo.

– No eres «guapa» -concedió él-. Decididamente eres hermosa.

Qué granuja. ¿Llevaría hasta el final la galantería, pues?

– No soy joven.

– Eso es relativo, cuestión de perspectiva -dijo él-. Para las niñas de tu escuela sin duda eres un fósil. A un octogenario le parecerías una dulce jovencita. Pero tenemos casi exactamente la misma edad, y puesto que yo no me considero viejo, muy lejos de eso, debo insistir en que eres joven.

– No soy elegante, ni vivaz ni… -Se le agotaron las ideas.

– Lo que eres, es una mujer que a muy temprana edad perdió dolorosamente su confianza en su belleza, encanto y atractivo sexual. Eres una mujer que sublimó su energía sexual en forjarse una profesión exitosa. Eres una mujer de carácter y voluntad, muy inteligente y culta. Eres una mujer rebosante de compasión y amor por tus semejantes. Y eres una mujer con tanto amor sexual para dar que haría falta mucho más que tu intelectual tranquilo y soso para satisfacerte, a no ser, claro, que tuviera profundidades ocultas también. Sólo por argumentar, supongamos que no las tiene, que simplemente es un hombre corriente, soso, con buena conversación para ofrecerte y nada más. Nada de «pasión». Ese no es un hombre para soñar con él, Claudia, más bien se acerca a una pesadilla.

Ella sonrió, a su pesar.

– Eso está mejor -dijo él, y ella cayó en la cuenta de que él le veía la cara-. Tengo una marcada debilidad por la señorita Martin, maestra de escuela, aunque es posible que ella elija a un compañero de cama frío. Claudia Martin, la mujer, no lo elegiría. En realidad, tengo la prueba de eso.

– Lord Attingsborough…

– Claudia -continuó él, al mismo tiempo-. Ya hemos hecho nuestra corta caminata. Ahora podemos volver a la casa y al salón de baile, si quieres. Es del todo posible que ni la mitad de los invitados hayan advertido nuestra ausencia. Podemos volver al salón a continuar el resto del baile por separado para no dar pie a habladurías entre esos invitados que son menos de la mitad. Y mañana yo puedo ir a Lindsey Hall para llevarme a Lizzie, y tú puedes volver a Bath, y entonces los dos podemos arreglárnoslas con los recuerdos que se irán desvaneciendo poco a poco a lo largo de semanas y meses. O podemos alargar nuestro paseo.

Ella lo miró, aunque, claro, no le veía la cara.

– Este es uno de esos momentos decisivos que pueden cambiar para siempre el curso de una vida -añadió él.

– No, no lo es. O por lo menos no es más importante que cualquier otro momento. Cada momento es decisivo, y cada momento nos pone inexorablemente en dirección al resto de nuestra vida.

– Considéralo así si te parece -dijo él-, pero la decisión de este momento nos espera a los dos. ¿Cuál ha de ser? ¿Un intento desesperado de volver a cómo eran las cosas antes que yo me presentara en la Escuela de Niñas de la Señorita Martin con una carta de Susanna en el bolsillo de mi chaqueta? ¿O un salto en la oscuridad, casi literal, y la oportunidad de algo nuevo y muy posiblemente maravilloso? ¿Incluso perfecto? -Nada en la vida es perfecto.

– Permíteme que discrepe. Nada es «permanentemente» perfecto. Pero hay momentos perfectos y la voluntad de elegir lo que producirá más de esos momentos. Lo de anoche fue perfecto. Lo fue, Claudia, y no permitiré que lo niegues. Fue simplemente perfecto.

Ella exhaló un suspiro.

– Hay muchas complicaciones.

– Siempre las hay. Así es la vida. Ya deberías saberlo. Una posible complicación es que la puerta de la cabañita del bosque podría estar cerrada con llave, a diferencia de ayer por la tarde.

Ella se quedó sin habla, aun cuando en el momento mismo en que él le propuso salir a caminar comprendió adonde irían. No tenía ningún sentido intentar negarse eso a sí misma, ¿verdad?

– Tal vez -dijo- la dejan encima del dintel o a un lado del peldaño o en otro lugar donde es fácil encontrarla. -Seguía sin verle la cara, pero captó brevemente el brillo de sus dientes-. Será mejor que vayamos a ver -añadió, arrebujándose más el chal.

– ¿Estás segura? -preguntó él en voz baja.

– Sí.

Cuando reanudaron la marcha, en lugar de ofrecerle el brazo, él le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de ella. Llevaba la linterna en alto; era necesaria su luz al otro lado del puente, donde el follaje de los árboles impedía el paso de la poca luz procedente del cielo. Encontraron el no muy hollado sendero por el que volvieron la tarde anterior, y lo siguieron por entre los árboles hasta que llegaron a la cabaña.

La puerta estaba abierta.

En el interior, que ella sólo había visto a medias la otra vez, había un hogar con la leña lista para encender el fuego, más leña apilada a un lado, una mesa sobre la que había unos cuantos libros, una cajita con lumbre, una lámpara, y más allá una mecedora con una manta encima. Y adosada a una pared, estaba la cama estrecha en la que encontraron a Lizzie.

Todo se veía más bonito y acogedor esa noche. Joseph dejó la linterna en la mesa y se arrodilló ante el hogar a encender el fuego. Ella se sentó en la mecedora y comenzó a mecerse lentamente, sujetándose los extremos del chal. Sentía la placentera anticipación de lo que vendría. Todo el día había sentido sensibles los pechos y una leve irritación en la entrepierna y en la vagina, por la relación sexual de esa noche pasada.

Iba a ocurrir otra vez.

Qué absolutamente maravilloso tenía que ser el matrimonio. Apoyó la cabeza en el respaldo.

Cuando prendió el fuego, él se levantó y se giró hacia ella; a la luz de la linterna sus ojos se veían muy azules, su pelo muy oscuro y sus rasgos hermosamente cincelados. Poniendo un pie sobre uno de los arcos de la mecedora, detuvo el movimiento; entonces apoyó las manos en los brazos, se inclinó sobre ella y la besó en la boca, un beso profundo.

– Claudia -dijo, apartando un poquito la boca-, quiero que sepas que eres hermosa. Te crees fea porque una vez las circunstancias obligaron a un hombre fundamentalmente débil a abandonarte, y porque tienes treinta y cinco años, estás soltera y eres maestra de escuela. Crees que es imposible que un hombre te encuentre sexualmente atractiva a esa edad. Es incluso probable que te digas que lo de anoche ocurrió solamente porque yo suponía que hoy no estaría libre para proseguir nuestra relación. Estás equivocada en todo eso. Quiero que sepas que eres increíblemente hermosa, porque eres el producto de quien has sido y llegado a ser a lo largo de treinta años de vivir. No serías tan hermosa para mí si fueras más joven, ¿sabes? Y quiero que sepas que eres infinitamente atractiva sexualmente.

Ella simplemente lo miró.

Él le cogió una mano, se la abrió y le puso la palma sobre el bulto de su miembro erecto.

– «Así» de atractiva -dijo.

– Ah -contestó ella.

– Infinitamente atractiva -dijo él.

Ella bajó la mano a su falda y él comenzó a quitarle todas las horquillas del pelo con las dos manos. Iba a tener que rehacerse el peinado después, pensó, sin tener ni cepillo ni espejo. Pero ya pensaría después en eso.

– Es un crimen el que cometes -dijo él cuando el pelo le cayó abundante y ondulado sobre los hombros- al peinar este pelo estirándolo tan cruelmente, Claudia. -Le cogió las manos y la puso de pie-. No eres la mujer de mis sueños. Tienes la razón en eso. Nunca habría soñado contigo, Claudia. Eres única. Me impresionas, me haces sentir humilde.

Ella lo miró a los ojos para ver si había ironía o por lo menos humor en ellos, pero no vio ninguna de las dos cosas. Y entonces dejó de ver con claridad. Pestañeó para desempañar los ojos de las lágrimas. Él se le acercó a quitárselas de la cara con la lengua, después la estrechó en los brazos y la besó, profundo, profundo.

Era hermosa, se repetía ella mientras se desvestían mutuamente, lento, muy lento, interrumpiéndose con frecuencia para acariciarse o abrazarse. Era hermosa. Cuando le hubo quitado la chaqueta, el chaleco, la corbata con su complicado lazo y la camisa, pasó las palmas por los músculos y el ligero vello de su pecho. Él le recorrió todo el cuerpo con las dos manos hasta dejarlas ahuecadas en sus pechos, frotándole los pezones con los pulgares; después bajó la cabeza y se los cogió con la boca, primero uno, luego el otro, succionándoselos de una manera que le hizo bajar un crudo deseo por el vientre hasta la entrepierna.

No se sentía cohibida ni inepta. Era hermosa.

Y deseable.

De lo último no le quedó ninguna duda cuando le quitó los elegantes pantalones de seda, la prenda interior y las calcetas.

Y era hermoso.

Le echó los brazos al cuello, apretando el cuerpo totalmente desnudo al de él, y le buscó la boca con la suya. Él le presionó entre los labios con la lengua y ella suspiró. Él tenía razón, sí que había momentos perfectos, aun cuando los dos estaban palpitantes de deseo y necesidad.

Él echó atrás la cabeza para sonreírle.

– Creo que será mejor que usemos esa cama -dijo-. Será más cómoda de lo que fue el suelo anoche.

– Pero más estrecha.

– Si nuestra idea es dormir, tal vez -concedió él, sonriéndole de una manera que le enroscó los dedos de los pies sobre el duro suelo-. Pero no es dormir lo que queremos, ¿verdad? Es suficientemente ancha para nuestros fines.

Diciendo eso echó atrás las mantas y ella se acostó sobre la sábana y le tendió los brazos.

– Ven.

Él bajó el cuerpo hasta quedar encima y ella abrió las piernas y le rodeó los muslos con ellas. Los dos estaban muy excitados, listos. Él la besó en la boca y en la cara, susurrándole palabras de amor al oído. Ella le correspondía los besos, con los dedos introducidos en su pelo. Entonces él pasó las manos por debajo, ella se arqueó, y la penetró.

Seguía asombrándola el tamaño de su pene. Hizo una lenta inspiración mientras modificaba la posición para facilitarle la penetración hasta el fondo, y entonces apretó los músculos interiores, apresándoselo. No podía haber una sensación más maravillosa en el mundo.

Aunque tal vez sí. Él retiró el miembro, volvió a embestir, y repitió una y otra vez las retiradas y penetraciones hasta que ella captó su ritmo y adaptó el suyo, sintiendo intensamente el deleite carnal del apareamiento. No podía existir un placer más maravilloso que «ese», tanto durante los primeros minutos de deliciosas embestidas mutuas controladas, como durante los últimos minutos de excitación y placer más intensos y movimientos más urgentes cuando se acercaba el orgasmo.

Y entonces este llegó, para los dos, exactamente en el mismo momento, y ella se abrió a la efusión del amor, dando en igual medida, y ese fue el placer más maravilloso de todos, aunque trascendía toda sensación y todo pensamiento racional o palabras.

Era hermosa. Era deseable.

Y finalmente… Ah.

Finalmente era simplemente una mujer. Simplemente perfecta.

No, pensó, cuando comenzaba a volver lentamente en sí, no retrocedería para cambiar ni un sólo detalle de su vida ni aunque pudiera. Cuando volviera totalmente en sí y recuperara la cordura, tendría que afrontar todo tipo de complejidades, complicaciones e imposibilidades, pero aún no había llegado ese momento. Todavía tenía ese momento presente por vivir.

Él hizo una profunda y audible inspiración y expulsó el aliento en un soplido.

– Ah, Claudia, mi amor -musitó.

Dos palabras que ella guardaría como un tesoro toda una vida. No la tentaría ni la joya más cara si le ofrecieran cambiarlas por ella.

«Mi amor.»

Dichas a ella, Claudia Martin. Era el amor de un hombre. Sólo unas semanas antes eso habría estado fuera de los límites de la credibilidad. Pero ya no. Era hermosa, era deseable y era… Sonrió.

Él había levantado la cabeza y la estaba mirando con los párpados entornados, apartándole el pelo de la cara con una mano.

– Dime qué piensas -le dijo.

Ella abrió los ojos.

– Que soy una mujer.

– Por mucho que cueste creerlo -dijo él, con los ojos risueños-. Lo había notado.

Ella se rió. Él le besó un párpado, luego el otro, y volvió a besarla en los labios.

– Lo que me asombra -dijo-, es que al parecer esa es una idea nueva para ti.

Ella volvió a reírse.

– No tienes ni idea de cómo en una mujer se puede identificar la feminidad con un matrimonio a edad temprana, la producción de un buen número de hijos y el ordenado gobierno de una casa.

– Seguro que podrías haber tenido esas cosas si hubieras querido. McLeith no puede haber sido el único hombre que demostró interés en ti cuando eras jovencita.

– Tuve otras oportunidades.

– ¿Por qué no aceptaste a ninguno de ellos? ¿Por el amor que le profesabas a él?

– En parte por eso, y en parte por no estar dispuesta a decidirme por la comodidad… por encima de la integridad. Deseaba ser una persona además de mujer. Sé que eso podría parecer raro. Sé que a la mayoría de las personas les cuesta entenderlo. Pero era lo que yo deseaba, ser una «persona». Pero comprendí que no podía ser las dos cosas, una persona «y» una mujer. Tuve que sacrificar mi feminidad.

– ¿Lo lamentas? -preguntó él-. Aunque no tuviste mucho éxito, podría añadir.

Ella negó con la cabeza.

– La volvería a sacrificar si pudiera retroceder. Pero fue un sacrificio.

– Me alegra que lo hicieras -dijo él, deslizándole suavemente los labios por el contorno de la mandíbula y el cuello; al levantar la cabeza vio que ella tenía arqueadas las cejas-. Si no la hubieras sacrificado no habrías estado en la escuela para visitarte cuando estuve en Bath. Y si te hubiera conocido en otra parte, no habrías estado libre. Y es posible, además, que yo no te hubiera reconocido.

– ¿Reconocido?

– Como los latidos de mi corazón.

A ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. En su mente resonó lo que él dijo ese día en el coche durante el viaje a Londres, cuando Edna y Flora le preguntaron cuál era su sueño.

«Sueño con el amor, con una familia, con una esposa e hijos que estén tan cerca de mí y me sean tan queridos como los latidos de mi corazón.»

En el momento ella lo juzgó muy insincero.

– No digas esas cosas.

– ¿De qué ha ido esto, entonces? -preguntó él, arreglándoselas para cambiar la posición de los dos de forma que él quedó en el lado interior, con la espalda pegada a la pared, y ella de cara a él, sujeta por sus brazos, no fuera que se cayera de la cama-. ¿De sexo?

Ella lo pensó un momento.

– Buen sexo -dijo al fin.

– Concedido. Pero no te he traído aquí para una buena relación sexual, Claudia. Ni siquiera sólo o principalmente para eso.

Ella no le preguntó para qué la había traído, pero él le contestó la pregunta tácita de todos modos.

– Te he traído aquí porque te quiero, te amo, y creo que tú también me amas. Porque estoy libre y tú estás libre. Porque…

Ella le puso las yemas de los dedos sobre los labios. Él se las besó y sonrió.

– No estoy libre. Tengo una escuela de la que soy la directora. Tengo niñas y profesores que dependen de mí.

– ¿Y tú dependes de ellos?

Ella frunció el ceño.

– Es una pregunta válida. ¿Dependes de ellos? ¿Tu felicidad, tu identidad, dependen de continuar con tu escuela? Si dependen, tienes un verdadero argumento. Tienes tanto derecho a buscar tu felicidad como yo a buscar la mía. Por suerte, es posible administrar Willowgreen desde la distancia, como lo ha sido los últimos años. Me iré a vivir a Bath con Lizzie. Viviremos ahí contigo.

– No seas tonto.

– Seré todo lo tonto que haga falta para hacer funcionar las cosas entre nosotros, Claudia. Estuve doce años en una relación fundamentalmente árida aun cuando le tenía cariño a la pobre Sonia, al fin y al cabo ella me dio a Lizzie. Este año he estado a un pelo de entrar en un matrimonio que sin duda me habría producido infelicidad todo el resto de mi vida. Ahora, de repente, esta noche, estoy libre. Y deseo elegir la felicidad, por fin. Y el amor.

– Joseph, eres un aristócrata. Algún día serás duque. Mi padre era un caballero del campo. Yo he sido institutriz y profesora durante dieciocho años. Sencillamente no puedes renunciar a todo lo que eres para vivir en la escuela conmigo.

– No tendría que renunciar a nada, y no podría ni aunque quisiera. Pero ninguno de los dos tiene que sacrificar su vida por el otro. Los dos podemos vivir, Claudia, y amar.

– A tu padre le daría una apoplejía.

– Probablemente no. Reconozco, sí, que hay que abordarlo con cautela respecto a este asunto, pero con firmeza. Soy su hijo, pero también soy persona por derecho propio.

– Tu madre…

– Adoraría a cualquiera que me hiciera feliz.

– La condesa de Sutton…

– Wilma puede pensar, decir o hacer lo que quiera. Mi hermana no va a gobernar mi vida, Claudia. Ni la tuya. Tú eres más fuerte que ella.

– La alta sociedad…

– Se puede ir al diablo, por lo que a mí respecta. Pero hay precedentes a mantas. Bewcastle se casó con una maestra de escuela rural y se ha salido con la suya. ¿Por qué yo no puedo casarme con la dueña y directora de una respetada escuela de niñas?

– ¿Me vas a dejar terminar una frase?

– Soy todo oídos.

– Yo no podría de ninguna manera llevar la vida de una marquesa ni de una duquesa. No podría alternar periódicamente con la alta sociedad. Y no podría ser tu esposa. Necesitas herederos. Tengo treinta y cinco años.

– Yo también. Y un heredero bastaría. O ninguno. Prefiero casarme contigo y no tener hijos aparte de Lizzie, que casarme con otra y tener doce hijos varones.

– Todo eso suena muy bien, pero no es práctico.

– Buen Dios, claro que no -convino él-. Con todos esos niños no tendría ni un solo momento de paz en mi casa.

– ¡Jo-seph!

– Clau-dia.

Le puso un dedo a lo largo de la nariz y le sonrió. En el hogar crujió un leño, se quebró y cayó. Las llamas comenzaron a apagarse. El interior de la pequeña habitación estaba tan caliente como una tostada, comprobó ella.

– Cierto que hay algunos problemas -dijo él-. Somos de mundos diferentes, y parece que será difícil lograr que encajen. Pero no imposible, me niego a creer eso. Puede que la idea de que el amor lo vence todo parezca tontamente idealista, pero yo creo en ella. ¿Cómo podría creer otra cosa? Si el amor no puede vencerlo todo, ¿qué puede? ¿El odio? ¿La violencia? ¿La desesperación?

– Joseph -suspiró ella-. ¿Y Lizzie?

– Te quiere muchísimo. Y si te casas conmigo y vives con nosotros, ella dejará de temer que le quites el perro.

– Eres desesperante, ¿sabes?

– Pero ya no te queda ni pizca de convicción en la voz. Te estoy ganando. Reconócelo.

A ella volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.

– Joseph. Esto no es una competición. «Es» imposible.

– Conversémoslo mañana. Yo iré a Lindsey Hall a ver a Lizzie y entonces podremos hablar. Pero tal vez antes de marcharte de aquí esta noche deberías hablar con mis primos, Neville, Lauren y Gwen. Tal vez sea mejor que no hables con Wilma, aunque ella podría decirte lo mismo. Todos te dirán que yo nunca jugué limpio cuando era un muchacho. Era absolutamente detestable. Y sigo no jugando limpio cuando deseo mucho, mucho, algo.

Mientras hablaba se había ido apretando más a ella, si eso era posible, y le estaba mordisqueando la oreja y el lado del cuello al tiempo que le acariciaba la cadera, la nalga y luego la espalda hacia arriba, hasta que volvieron a enroscársele los dedos de los pies.

– Será mejor que nos vistamos y volvamos a la casa -dijo-. Sería muy vergonzoso si todos estuvieran listos para volver a Lindsey Hall y no me encontraran por ninguna parte.

– Mmm -musitó él en su oído-. Dentro de un momento. O dentro de varios momentos podría ser mejor. -Entonces cambió nuevamente la posición de los dos, esta vez dejándola encima de él a todo lo largo-. Ámame. Deja de lado las cosas prácticas y las imposibles. Ámame, Claudia. Mi amor.

Ella separó las piernas hasta apoyar las rodillas a ambos lados de las caderas de él y se incorporó afirmándose con los brazos para mirarlo. Su pelo cayó formando una especie de cortina alrededor, enmarcándolos.

– Erase una vez -dijo, suspirando de nuevo-, yo creía que era una mujer de fuerte voluntad.

– ¿Soy una mala influencia para ti?

– Malísima -contestó ella, severa.

– Estupendo -dijo él, sonriendo de oreja a oreja-. Ámame.

Ella lo amó.

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