CAPÍTULO 11

A la mañana siguiente Claudia estaba sentada ante el escritorio del salón de mañana contestando una carta de Eleanor Thompson, cuando entró el mayordomo a anunciarle la llegada de unas visitas. El collie, que había estado echado junto a su silla durmiendo, se levantó.

– Su excelencia la duquesa de Bewcastle, la marquesa de Hallmere y lady Aidan Bedwyn esperan abajo, señora -dijo-. ¿Las hago subir?

¡Santo cielo!, pensó. Arqueó las cejas.

– Lord y lady Whitleaf están arriba en la sala cuna. ¿No debería llevarles a ellos el mensaje?

– Su excelencia dijo que ha venido a verla a usted en particular, señora -contestó el mayordomo.

– Entonces hágalas subir.

A toda prisa limpió la pluma y ordenó los papeles. Al menos podría decirle a la duquesa que su hermana estaba bien. Pero ¿por qué venían a visitarla a «ella»?

Esa noche nuevamente no había dormido bien. Pero esta vez fue solamente por su culpa. No deseaba dormir. Deseaba revivir la noche en Vauxhall.

Seguía sin lamentarlo.

El perro recibió a la duquesa de Bewcastle y a sus cuñadas con feroces ladridos y una carrera como si fuera a atacar.

– Ay, Dios -dijo Claudia.

– ¿Me va a arrancar la pierna? -preguntó la duquesa riendo y agachándose a acariciarle la cabeza.

– Es un border collie -dijo lady Aidan, agachándose a hacer lo mismo-. Sólo nos está saludando, Christine. Mira cómo mueve la cola. Y buenos días tengas tú también, dulce perrito.

– Era un perro maltratado al que me vi obligada a adoptar hace un par de días -explicó Claudia-. Creo que lo único que necesita es cariño y mucha comida.

– ¿Y le da las dos cosas, señorita Martin? -Preguntó lady Hallmere, al parecer algo sorprendida-. ¿También recoge perros desamparados como Eve? Pero sí recoge alumnas desamparadas, ¿verdad? -Levantó una mano al ver que Claudia estaba a punto de hacer un mordaz comentario-. Tengo a una de ellas como institutriz de mis hijos. Parece que la señorita Wood ha captado su atención. Está por ver si eso continuará.

Con un gesto Claudia las invitó a tomar asiento y ellas se sentaron.

– Le agradezco que haya traído personalmente a la ciudad a la señorita Bains -dijo lady Aidan-. Es una damita muy simpática y animosa. Hannah, mi hija pequeña, ya está muy encariñada con ella, después de sólo un día. Becky está más cautelosa. Ya ha perdido a dos institutrices, pues se casaron, y las adoraba a las dos. Se inclina a sentirse resentida con la nueva. Pero la señorita Bains les contó a las niñas su primer día en su escuela de Bath, cuando odiaba todo y a todo el mundo y estaba muy resuelta a no adaptarse nunca, aun cuando había aceptado ir, y muy pronto las tuvo riendo y suplicándole que les contara más historias de la escuela.

– Sí -dijo Claudia-, esa es Flora. Le encanta hablar. -Le dio una palmadita al perro, que había vuelto a sentarse junto a su silla-. Pero estudió muy concienzudamente y creo que será una buena profesora.

– De eso no me cabe duda -dijo lady Aidan-. Con mi marido hemos hablado de enviar a Becky a la escuela este año, pero la verdad es que no soporto ni la idea de separarme de ella. Ya es bastante malo que Davy haya tenido que ir al colegio. Malo para mí, quiero decir. Él lo pasa en grande ahí, tal como dijo Aidan que ocurriría.

Claudia, inclinada a tenerle aversión a la mujer simplemente por ser una Bedwyn por matrimonio, descubrió que ya no podía seguir haciéndolo. Incluso detectaba un leve dejo de acento gales en su voz.

– Y yo estoy feliz -dijo la duquesa de Bewcastle- de que James sea todavía demasiado pequeño para ir al colegio. Irá, por supuesto, cuando llegue el momento, aun cuando Wulfric no fue cuando era niño. Siempre ha lamentado haberse perdido esa experiencia, y está decidido a que ninguno de sus hijos se quede en casa. Sólo espero que mi próximo hijo sea una niña, aunque supongo que como buena y sumisa esposa debería esperar tener otro niño primero, el que sería el heredero de recambio o una de esas tonterías. El próximo o la próxima, por cierto, hará su aparición dentro de unos siete meses.

Le sonrió feliz, y Claudia no pudo evitar que le cayera bien también, además de compadecerla por estar casada con el duque. Aunque en realidad no parecía ser una mujer a la que le hubieran quebrantado el espíritu.

– Usted y Frances -dijo-, quiero decir la condesa de Edgecombe.

La duquesa sonrió afectuosa.

– ¿Sí? Qué fabuloso para ella y el conde. Supongo que dejará de viajar y cantar por un tiempo. El mundo estará de luto. Tiene una voz preciosa, preciosa.

En ese momento se abrió la puerta y entró Susanna. Las tres damas se levantaron a saludarla y el perro corrió a dar vueltas alrededor de sus tobillos.

– Espero no haberle interrumpido el momento de estar con su hijo -dijo la duquesa.

– No, no. Peter está con él, y los dos parecen la mar de contentos haciéndose mutua compañía, por lo que me pareció que mi presencia estaba de más. Vuelvan a sentarse por favor.

– Señorita Martin -dijo la duquesa tan pronto como volvió a sentarse-. Esta mañana tuve una idea luminosa. De vez en cuando las tengo, ¿sabe? No te rías, Eve. Eleanor me ha escrito para decirme que llevará a diez de las niñas de la escuela a pasar parte del verano a Lindsey Hall. Supongo que ya lo sabe, porque ella le escribió a usted antes que a mí, ¿verdad? Casi cambió de opinión cuando se enteró de que Wulfric y yo no estaremos ausentes todo el verano después de todo. Wulfric se vuelve un tirano cuando estoy embarazada, insiste en que viaje lo menos posible, y asegura que le ha perdido el gusto a viajar solo. Además, los condes de Redfield van a celebrar un aniversario de bodas este verano y nos han invitado al solemne baile en Alvesley Park, entre otras cosas. No seríamos buenos vecinos si nos ausentáramos de casa en esa importantísima ocasión. De todos modos, en Lindsey Hall hay habitaciones y espacio de sobra para alojar a diez escolares.

– ¿Y Wulfric está de acuerdo contigo, Christine? -preguntó lady Aidan riendo.

– Por supuesto. Wulfric siempre está de acuerdo conmigo, aun cuando a veces necesite un poco de persuasión primero. Le recordé que el verano pasado tuvimos a doce niñas alojadas con nosotros, para la boda de lord y lady Whitleaf, y él no experimentó ni la más mínima incomodidad o molestia.

– Y a mí me hizo muy feliz tenerlas en mi boda -dijo Susanna.

– Mi idea luminosa -dijo la duquesa, volviendo la atención a Claudia- fue que usted fuera también, señorita Martin. Creo que tiene la intención de volver pronto a Bath, y si la perspectiva de pasar el verano en una escuela sin niñas es su idea de bienaventuranza, como bien podría serlo, pues, sea. Pero me encantaría que fuera a Lindsey Hall con Eleanor y las niñas para gozar de los placeres del campo unas cuantas semanas. Y si hace falta más aliciente, le recordaré que tanto lady Whitleaf como la señora Butler estarán en Alvesley Park. Sé que las dos son unas amigas muy especiales suyas además de haber sido profesoras en su escuela.

La primera reacción de Claudia fue de pasmada incredulidad. ¿Una estancia en Lindsey Hall, el lugar de una de sus peores pesadillas despierta? ¿Estando ahí el duque de Bewcastle?

Vio que a Susanna le brillaban los ojos de risa. Era evidente que estaba pensando lo mismo.

– Nosotros iremos a Lindsey Hall a pasar un tiempo corto -dijo lady Aidan-, como también Freyja y Joshua. Así podrá ver cómo se están acomodando la señorita Bains y la señorita Wood en sus nuevos puestos. Aunque, lógicamente, no comenzarán a trabajar en serio hasta que hayamos vuelto a nuestras casas, nosotros a Oxfordshire y Freyja y Joshua a Cornualles.

Así que no serían solamente Lindsey Hall y el duque de Bewcastle, pensó Claudia; también estaría la ex lady Freyja Bedwyn. La idea de ir le resultaba tan espantosa que casi se echó a reír. Y seguro que no eran imaginaciones suyas que lady Hallmere la estaba mirando con un leve brillo burlón en los ojos.

– Diga que va a ir, por favor -dijo la duquesa-. Me complacería enormemente.

– Vamos, Claudia, acepta -la instó Susanna.

Pero a Claudia se le había ocurrido una idea, y sólo por eso no dijo un no instantáneo y muy rotundo.

– Me gustaría saber una cosa -dijo-. ¿Se resistiría a la idea de «once» niñas en lugar de diez, excelencia?

Lady Hallmere arqueó las cejas.

– Diez, once, veinte -dijo la duquesa alegremente-. Que vayan todas. Y lleve al perro también. Tendrá muchísimo espacio para correr. Y yo creo que todos los niños lo van a mimar desvergonzadamente.

– Hay otra niña -dijo Claudia-. El señor Hatchard, mi agente aquí en la ciudad, me habló de ella. A veces me recomienda casos de niñas desamparadas si cree que yo puedo hacer algo para ayudarlas.

– Yo fui una de ellas -dijo Susanna-. ¿Has estado con esa niña, Claudia?

– Sí -dijo Claudia, ceñuda. Detestaba mentir, pero era necesario-. No sé muy bien si le conviene ni si desea ir a mi escuela. Pero… tal vez.

La duquesa se levantó.

– Las dos serán bienvenidas -dijo-, pero ahora debemos marcharnos. La intención era que esta visita fuera breve, puesto que no es en absoluto la hora en que se considera de buen gusto hacer las visitas ¿verdad? ¿Las veremos a las dos en el baile de la señora Kingston esta noche?

– Allí estaremos -contestó Susanna.

– Gracias -dijo Claudia-. Iré a Lindsey Hall, excelencia, y ayudaré a Eleanor a cuidar de las niñas. Sé que ella espera poder pasar algún tiempo con su madre, y ahora que usted tiene la intención de quedarse en casa, ella deseará estar un tiempo con usted también.

– ¡Ah, espléndido! -Dijo la duquesa, al parecer verdaderamente complacida-. Este va a ser un verano delicioso.

Un verano delicioso, desde luego, pensó Claudia, sarcástica. ¿Qué diablos acababa de aceptar? ¿Ese verano iba a ser un periodo para retroceder en el tiempo y recordar y afrontar horrores del pasado y tal vez exorcizarlos?

Peter acababa de entrar en la sala a saludar a las visitas. Él y Susanna bajaron con ellas para despedirlas. Lady Hallmere se quedó atrás, retenida tal vez por una mirada muy directa de Claudia.

– Tal vez Edna Wood le ha dicho -dijo Claudia-, o tal vez no, que yo no aprobé que aceptara el empleo con usted. Fue decisión suya ir a la entrevista y aceptar el puesto, y yo debo respetar su derecho a hacerlo. Pero no me gusta, y no me importa decírselo.

Lady Freyja Bedwyn había sido una chica de rasgos algo raros: pelo rubio rebelde, cejas más oscuras, piel levemente trigueña y nariz bastante prominente. Seguía teniendo esos rasgos, pero, por lo que fuera, se habían configurado de tal manera que la hacían espectacularmente guapa. Eso la fastidiaba; habría sido mejor si la niña se hubiera convertido en una mujer fea. Lady Hallmere sonrió.

– Le ha durado mucho el rencor, señorita Martin -dijo-. Rara vez he admirado a nadie tanto como la admiré a usted cuando se marchó por el camino de entrada, a pie y llevando a mano su equipaje. Desde entonces la he admirado. Buenos días.

Dicho eso salió detrás de sus cuñadas.

¡Bueno!

Claudia volvió a sentarse ante el escritorio y le rascó las orejas al perro. Si la intención de la mujer había sido cortarle las alas, anudarle la lengua y enredarle las metáforas, lo había conseguido totalmente.

Pero no tardó en volver sus pensamientos a la invitación de la duquesa de Bewcastle y a su propia idea luminosa. ¿Significaba eso que ya había tomado una especie de decisión respecto a Lizzie Pickford? Tendría que hablarlo con el marqués, lógicamente. Ah, caramba, sí que iba a encontrar embarazoso encontrarse con él cara a cara. Pero debía hacerlo. Eso era un asunto de negocios.

¿Tendría él pensado ir al baile de los Kingston? Ella seguro que iba a ir. Susanna y Peter se lo dijeron durante el desayuno y, sin saber cómo, se sintió atrapada en esa locura llamada temporada de primavera y se dejó llevar por la corriente. Una parte muy grande de su ser ansiaba estar de vuelta en casa, en Bath, de vuelta en su mundo conocido.

Y una parte muy pequeña recordaba el beso de esa noche y, perversamente, deseaba seguir ahí un tiempecito más.

Suspirando, intentó volver la atención a la carta que le estaba escribiendo a Eleanor. El perro se echó a sus pies y volvió a dormirse.


Cuando Joseph llegó al baile de los Kingston esa noche, tarde, ya estaba avanzado el primer conjunto de contradanzas. Se había retrasado porque Lizzie le pidió que le contara otra historia más antes de dormirse. Su necesidad de él era mayor ahora que no estaba la señorita Edwards.

Después de saludar a la anfitriona se detuvo en la puerta del salón de baile buscando caras conocidas. A un lado vio a Elizabeth, la duquesa de Portfrey, que no bailaba. Habría ido a reunirse con ella, pero estaba conversando con la señorita Martin. En un momento de cobardía, muy impropio de él, simuló que no las había visto, aun cuando Elizabeth le había sonreído y medio levantado una mano. Echó a andar hacia el otro lado, en dirección a Neville, que estaba mirando bailar a Lily con Portfrey, su padre.

– Estás enfurruñado, Joe -dijo Neville, llevándose el monóculo al ojo.

Joseph lo obsequió con una exagerada sonrisa.

– ¿Sí?

– Sigues enfurruñado -dijo Neville-. Te conozco, ¿no lo recuerdas? ¿No tenías que bailar el primer baile con la señorita Hunt, por casualidad?

– Buen Dios, no. En ese caso no habría llegado tarde. He estado con Lizzie. Esta tarde pasé a ver a Wilma, casi al final de su té semanal. Todas las invitadas ya se estaban marchando, y por lo tanto quedé como blanco fácil para uno de sus sermones.

– Supongo que opina que deberías haberte asegurado el primer baile con la señorita Hunt. Siempre me he alegrado, Joe, de que Wilma sea tu hermana y Gwen la mía, y no al revés.

– Gracias -dijo Joseph, irónico-. Pero no fue por eso solamente. Sino por mi conducta de anoche.

Neville arqueó las cejas.

– ¿De anoche? ¿En Vauxhall?

– Parece que desatendí a la señorita Hunt por ser equivocadamente cortés con la anticuada maestra de escuela.

– ¿Anticuada? ¿La señorita Martin? -exclamó Neville, girándose a mirarla-. Ah, pues yo no diría eso, Joe. Tiene una cierta elegancia discreta, aun cuando no vista a la última moda ni esté en los primeros arreboles de la juventud. Y es tremendamente inteligente y está bien informada. A Lily le gusta. A Elizabeth también. Y a mí. Pero la señorita Hunt le dijo algo similar a Wilma anoche. Lily la oyó, y lo encontró bastante insultante para Lauren, que había invitado a la señorita Martin a formar parte del grupo. Y yo también lo encuentro. Pero supongo que no debería decírtelo.

Joseph frunció el ceño. Acababa de ver a la señorita Hunt. Estaba bailando con Fitzharris. Llevaba un vaporoso tul dorado sobre un vestido de seda blanca; el vestido le ceñía su cuerpo perfecto, dándole la apariencia de una diosa griega; el escote era bastante bajo, para enseñar sus principales encantos. Por entre sus rizos rubios pasaba una cadenilla de oro.

– Va a estar en Alvesely -dijo-. Wilma se las arregló para sacarle una invitación a Lauren estando ella presente, y Lauren no tuvo otra alternativa supongo. Sabes cómo es Wilma para salirse con la suya.

– ¿En Alvesley? -Dijo Neville-. Aunque supongo que Lauren la habría invitado de todos modos después de vuestro compromiso. ¿Eso es inminente, supongo?

– Eso creo.

Neville lo miró fijamente.

– Lo divertido fue -continuó Joseph- que el sermón de Wilma incluyó el detalle de que mientras yo estaba atendiendo a la señorita Martin, McLeith estaba hechizando a la señorita Hunt. Me advirtió que si no iba con cuidado podría perderla. Al parecer se veían muy complacidos los dos juntos.

– Ja -dijo Neville-. Así que estás a punto de que te planten, ¿eh, Joe? ¿Quieres que vea si puedo acelerar el proceso?

Joseph arqueó las cejas.

– ¿Por qué crees que yo podría desear eso?

Neville se encogió de hombros.

– Tal vez simplemente te conozco demasiado bien, Joe. Lady Balderston está haciendo señas hacia aquí, y me imagino que no es a mí.

– La contradanza está terminando -dijo Joseph-. Será mejor que vaya a reunirme con ellas y le pida el siguiente baile a la señorita Hunt. ¿Y qué diablos quieres decir con eso de que me conoces demasiado bien?

– Permíteme decir solamente que creo que el tío Webster no te conoce. Wilma tampoco. Ellos piensan que debes casarte con la señorita Hunt. Lily piensa todo lo contrario. Normalmente me fío de los instintos de Lily. Ah, ya ha terminado la contradanza. Vete.

Nev podría haberse guardado para él su opinión y la de Lily, pensó Joseph irritado mientras atravesaba el salón. Ya era demasiado tarde para no proponerle matrimonio a la señorita Hunt, ni aunque fuera eso lo que deseaba. Bailó con ella, tratando de no distraerse mirando a la señorita Martin, que estaba en la hilera de damas, dos puestos más allá, sonriéndole a McLeith, su pareja, que se encontraba justo frente a ella. Y tuvo la impresión de que ella estaba haciendo denodados esfuerzos en no mirarlo a él. De nuevo, como había hecho con mucha frecuencia a lo largo del día, contempló lo ocurrido esa noche pasada con cierta incredulidad, pensando cómo era posible que hubiera ocurrido. No sólo la había besado, sino que la había deseado con unas ansias tan intensas que casi lo hicieron olvidar toda prudencia y sentido común.

Menos mal que estaban en un lugar casi público porque a saber a qué los habría llevado ese apasionado abrazo.

La siguiente contradanza la bailó con la señorita Holland, como solía hacer en los bailes de esa primavera, porque con mucha frecuencia ella era una de las feas del baile, y su madre era tan indolente que no se preocupaba de buscarle pareja. Y luego, después de presentársela al ruborizado Falweth, que jamás lograba reunir el valor necesario para elegir a sus parejas, fue a unirse a un grupo de conocidos y allí se quedó, conversando cordialmente y mirando otra vigorosa contradanza.

Cuando estaba terminando la música aceptó la invitación a la sala de cartas para jugar una o dos manos con algunos de sus acompañantes. Entonces se dio cuenta de que no había visto bailar a la señorita Martin; tampoco había bailado la primera. Detestaría verla como la fea del baile, aunque claro, no era una jovencita en busca de marido.

Buscando vio que estaba sentada en un canapé semicircular de dos asientos conversando con McLeith. Él estaba sonriendo y hablando muy animado, y ella escuchando atentamente. Tal vez, pensó, después de todo ella estuviera contenta de haberse reencontrado con su ex amante. Tal vez ese romance abortado estuviera a punto de re-encenderse.

Entonces ella levantó la vista y lo miró, de una manera que lo hizo comprender que ella sabía que él estaba ahí. Y, al instante, desvió la mirada.

Eso era ridículo, pensó. Estaban como un par de púberes que un día se roban un beso detrás del establo y después se sienten eternamente muertos de vergüenza. Pero ellos, la señorita Martin y él, eran adultos. Lo que hicieron esa noche lo hicieron por mutuo consentimiento, y los dos acordaron no lamentarlo. Y una vez dicho y hecho, lo único que se dieron fue un beso. Un beso algo ardiente, cierto, pero aún así…

– Seguid sin mí -dijo a sus acompañantes-. Hay una persona con la que necesito hablar.

Y antes de que se le ocurriera un pretexto para mantenerse alejado de ella, atravesó el salón en dirección al canapé.

– ¿McLeith? ¿Señorita Martin? -saludó, haciendo una cortés venia a cada uno-. Señorita Martin, ¿está libre para la siguiente contradanza? ¿Me haría el honor de bailarla conmigo? -Y entonces recordó-. Ah, es un vals.

¡Un vals!

Claudia nunca lo había bailado aunque conocía los pasos por haberlo visto bailar muchas veces, y una o dos, bueno, tal vez más de dos, lo había bailado en su sala de estar particular con una pareja imaginaria.

¿Y ahora le pedían que bailara uno en un baile de la alta sociedad? ¿Y con el marqués de Attingsborough?

– Sí, gracias -dijo.

Le hizo un gesto de asentimiento a Charlie, con el que había estado sentada conversando la pasada media hora después de bailar con él.

El marqués ya tenía alargada la mano; se la cogió y se levantó. Al instante sintió el olor de su colonia y al instante se sintió tragada por el azoramiento, otra vez.

Sólo la noche pasada…

Cuadró los hombros e inconscientemente apretó los labios dejándose llevar por él hasta la pista de baile.

– Espero no hacer un absoluto ridículo -dijo con voz enérgica cuando él se volvió hacia ella-. Nunca he bailado un vals.

– ¿Nunca?

Lo miró a los ojos justo en el instante en que se le llenaban de risa.

– Sé dar los pasos -lo tranquilizó, sintiendo arder las mejillas-, pero nunca lo he bailado de verdad.

Él no dijo nada y no cambió su expresión. De pronto ella se rió fuerte y él ladeó ligeramente la cabeza y la miró con más atención, aunque lo que podría estar pensando no logró imaginárselo.

– Podría lamentar habérmelo pedido -dijo.

– Lo mismo me dijo cuando aceptó que yo la acompañara a Londres -contestó él-. Y eso todavía no lo lamento.

– Esto es diferente -dijo ella viendo que los iban rodeando más parejas-. Trataré de no dejarlo en ridículo. La galantería le prohíbe echarse atrás ahora, ¿verdad?

– Supongo que podría postrarme un acceso de nervios o incluso algo más irrefutable como un ataque al corazón. Pero no haré nada de eso. Confieso que siento curiosidad por ver cómo se desenvuelve durante su primer vals.

Ella volvió a reírse, y la risa paró bruscamente cuando él le puso una mano en la espalda, a la altura de la cintura y con la otra le cogió la mano derecha. Ella puso la izquierda en su hombro.

¡Ah, caramba!

Entraron en torrente los recuerdos de la noche pasada, haciéndole arder más aún las mejillas. Resueltamente buscó otra cosa en qué pensar.

– Necesito hablar con usted.

– ¿Le debo una disculpa? -preguntó él al mismo tiempo

– De ninguna manera.

– ¿Sí?

Nuevamente hablaron al mismo tiempo y luego se sonrieron en silencio.

La conversación tendría que esperar. Comenzó la música.

Durante un minuto más o menos el susto la hizo olvidar los pasos que nunca había dado con una pareja. Pero él era un excelente guía, comprendió cuando su mente volvió a ser capaz de tener un pensamiento racional. Entonces comprobó que la llevaba dando los pasos más básicos y, milagrosamente, ella lo seguía sin cometer ningún error horroroso. Además, cayó en la cuenta de que estaba contando mentalmente, aunque sospechó que tal vez también movía los labios. Los dejó quietos.

– Creo que está condenada al olvido, señorita Martin -dijo él-. No va a hacer el ridículo y la verdad es que nadie ni siquiera se fija en nosotros.

La miró con expresión apenada y ella le sonrió.

– Y cualquiera que se fije no tardará en expirar de aburrimiento -añadió ella-. Somos la pareja menos digna de mirar en la pista.

– Bueno, eso me parece un reto a mi orgullo masculino.

Aumentó la presión de su mano en la cintura y la llevó girando, girando y girando hasta dar la vuelta por la esquina de la pista.

Ella se refrenó por un pelo de gritar. Y en lugar de gritar se rió.

– Ah, eso ha sido maravilloso. Intentémoslo otra vez. ¿O sería tentar al destino? ¿Cómo ha conseguido que mis zapatos no se metieran debajo de los suyos?

– Ejem -dijo él, aclarándose la garganta-. Creo que eso ha tenido algo que ver con mi pericia, señora.

Y volvió a llevarla girando.

Nuevamente ella se rió, por la euforia del baile y la maravillosa novedad de estar bromeando con un hombre. Él le gustaba, sí, le gustaba extraordinariamente. Lo miró a los ojos para compartir el placer.

Y entonces notó algo más. Algo más que euforia, algo más que placer. Notó…

Ah, no había palabras para expresarlo.

Ese era un momento con el que viviría y soñaría el resto de su vida. De eso estaba absolutamente segura.

Continuó la música, los bailarines siguieron girando, entre ellos, ella y el marqués de Attingsborough, y el mundo era un lugar maravilloso.

Entonces la música se hizo más lenta, señal segura de que el vals estaba a punto de terminar.

– ¡Oh! -exclamó-. ¿Ya se ha acabado?

Su primer vals. Y sin duda el último.

– Su primer vals está a punto de pasar a la historia, una lástima -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento.

Entonces ella recordó que necesitaba hablar con él; era un punto y aparte del momento de bromas al comienzo del vals que acababan de bailar en silencio.

– Ah, necesito hablar con usted, lord Attingsborough -dijo-. ¿Tal vez en algún momento mañana?

– Ya antes de que comenzara el vals -dijo él-, estaba mirando con cierta melancolía esas puertas cristaleras. Y ahora salir por ellas se ha convertido en franco deseo. Dan a una terraza. Y, más importante aún, hay aire fresco. ¿Salimos a caminar si no tiene comprometido el siguiente baile?

– No lo tengo comprometido -dijo ella, mirando hacia las puertas abiertas y la oscuridad iluminada por las lámparas más allá.

Tal vez después de la noche pasada eso no sería prudente.

Pero él ya le estaba ofreciendo el brazo, así que se lo cogió. Él la llevó por en medio del gentío hasta que salieron a la terraza.

Esa noche sería diferente.

Esa noche tenían asuntos serios de los que hablar.

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