CAPÍTULO 16

Una vez que estuvieron de vuelta de la visita a Lindsey Hall, Joseph y Portia se fueron a sentar en el jardín de flores del lado este de la casa. Y ya llevaban un rato ahí. Él se sentía mortalmente deprimido. En primer lugar, había pasado muy poco tiempo con Lizzie, y el engaño, aunque a ella parecía divertirla, a él le había resultado muy desagradable. En segundo lugar, ahora sabía que él y Claudia Martin debían mantenerse alejados; ya no podría gozar ni siquiera de su amistad.

Y en tercer lugar, hasta el momento no había descubierto ni una pizca de simpatía, compasión, generosidad ni pasión debajo de la apariencia hermosa, majestuosa y perfecta que presentaba Portia al mundo. Y lo había intentado.

– «Me alegra que te guste cabalgar -le dijo cuando volvían a Alvesley-. Es una de mis actividades favoritas. Será algo que podremos hacer juntos.»

– «Ah -contestó ella-, no esperaré que estés conmigo todo el día cuando estemos casados, tal como yo no estaré pendiente de estar contigo. Los dos tendremos nuestros deberes y nuestros placeres para mantenernos ocupados.»

– «¿Y no podemos encontrar esos placeres en compañía mutua?»

– «Cuando sea necesario. Recibiremos muchos invitados, lógicamente, sobre todo cuando te conviertas en el duque de Anburey.»

Y él insistió.

– «Pero, ¿placeres nuestros privados, a solas? ¿Caminar juntos, cenar juntos o sentarnos a leer o a conversar juntos? ¿No habrá tiempo para esas cosas también? ¿No buscaremos tiempo para ellas?»

No mencionó la idea de hacer el amor como otro placer privado en el que podrían complacerse una vez que estuvieran casados.

– «Me imagino que tú serás un hombre muy ocupado. Y no me cabe duda de que yo estaré ocupada con todos los deberes de ser la marquesa de Attingsborough y después la duquesa de Anburey. No esperaré que te sientas obligado a divertirme.»

Él prefirió no seguir con ese tema de conversación.

Y volvió a intentarlo, cuando ya estaban sentados en el jardín, sólo hacía unos minutos.

– «Escucha -dijo, levantando una mano-. ¿Has pensado en lo mucho que nos perderíamos de la vida estando constantemente ocupados? Escucha, Portia.»

Al fondo del jardín pasaba un riachuelo y había un rústico puente para cruzarlo, y más allá se veían las boscosas colinas. Y claro, ahí los pájaros estaban tan ocupados en sus cánticos de verano como lo estaban en Richmond Park. También se oía el murmullo del agua del riachuelo. Y sentía el calor del aire de verano, así como el perfume de las flores, los sonidos del agua.

Ella guardó un educado silencio un buen rato.

– «Pero es estando ocupados -dijo al fin- como demostramos que somos dignos de nuestra humanidad. Hay que evitar la ociosidad, incluso despreciarla. Nos rebaja al nivel del mundo animal.»

– «¿Como el perro de Lizzie Pickford sentado cerca del mayo esperando para llevarla sin riesgo a donde sea que ella quiera ir?», preguntó él, sonriendo.

Fue un error mencionar a ese animal en concreto.

– «A esa niña no deberían haberla recompensado por ser tan atrevida estando en compañía de sus superiores. La ceguera no es disculpa. Fuiste muy amable al caminar con ella hasta el lago, y la duquesa de Bewcastle encomió tu amabilidad, pero me imagino que debió extrañarle tu falta de discriminación.»

– «¿Discriminación?»

– «Su hijo, el marqués de Lindsey, estaba fuera con ella, como también los hijos del marqués de Hallmere, del conde de Rosthorn y de lord Aidan Bedwyn. Tal vez habría sido más correcto dedicar tu atención a uno de ellos.»

– «Ninguno de ellos me pidió que lo acompañara. Y ninguno de ellos es ciego.»

Y ninguno de ellos era hijo suyo.

– «La duquesa de Bewcastle es una dama muy amable. Aunque no puedo dejar de pensar si el duque no lamentará haberse rebajado a casarse con ella. Era profesora en una escuela de aldea. Su padre fue profesor durante un tiempo. Su hermana enseña en la escuela de la señorita Martin en Bath. Y ahora tiene a todas esas niñas indigentes alojadas en Lindsey Hall y habla de ellas como si le dieran tanto placer como los hijos de los familiares del duque. Esas niñas no deberían estar aquí. Por su propio bien, no deberían.»

– «¿Por su propio bien?»

– «Necesitan aprender cuál es su lugar, su posición en la vida. Deben aprender las distinciones entre ellas y sus superiores. Deben aprender que no están en su casa en lugares como Lindsey Hall. Es muy cruel en realidad permitirles que pasen unas vacaciones ahí.»

– «Entonces, ¿deberían quedarse en la escuela, ocupadas con remiendos y zurcidos y alimentadas con pan y agua?»

– «No es eso lo que quiero decir. Me imagino que debes de estar de acuerdo conmigo en que esas niñas no deberían estar en una escuela con otras alumnas que pagan. Esas otras sólo son hijas de comerciantes, abogados y médicos, supongo, pero aún así son de clase media, no baja, y hay una clara distinción.»

– «¿No desearías, entonces, que tus hijas fueran a esa escuela?»

Ella giró la cabeza para mirarlo y se rió. Parecía verdaderamente divertida.

– «Nuestras hijas se educarán en casa, como sin duda esperas.»

– «¿Por una institutriz que podría haberse educado en la escuela de la señorita Martin o una similar?»

– «Por supuesto. Por una criada.»

Y así fue como, sólo un rato después, durante otro silencio, Joseph sintió que le bajaba el ánimo hasta las suelas de sus botas de montar, que todavía llevaba puestas. No había ninguna esperanza, ningún rayo de luz en lontananza. Debería haber insistido en que hubiera un periodo decente de galanteo antes de comprometerse a proponerle matrimonio. Debería…

Pero esos pensamientos no tenían ningún sentido, no servían a ninguna finalidad. La cruda realidad era que estaba comprometido con Portia Hunt. Estaba tan atado a ella como si ya se hubieran celebrado las nupcias.

De la terraza, que quedaba atrás, llegó el sonido de voces femeninas conversando alegremente, y un momento después entraron en el jardín Lauren, Gwen, Lily y Anne Butler.

– Ah, hemos interrumpido vuestra paz -dijo Lauren al verlos-. Vamos a subir a la cima de esa colina a admirar las vistas. ¿Habéis estado ahí?

– Hemos estado aquí relajándonos -dijo Joseph, sonriendo.

– Vamos a sentarnos allá arriba para hacer planes -dijo Lily.

– ¿Planes? -preguntó Portia.

– Para una merienda al aire libre en la víspera de la celebración del aniversario -explicó Lily-. Elizabeth y yo les hemos contado a todo el mundo la deliciosa escena que encontraron nuestros ojos cuando llegamos a Lindsey Hall pasado el mediodía: niños por todas partes, todos pasándolo maravillosamente bien.

– Y entonces a mi suegra y a mí se nos ocurrió -continuó Lauren- que a pesar de que hay muchos niños aquí también, prácticamente se los excluye de todas las celebraciones oficiales. Por lo tanto, en ese mismo momento decidimos organizar una merienda para los niños, el día anterior al baile.

– Qué delicioso -musitó Portia.

– Pero ahora tenemos que hacer los planes -dijo la señora Butler-, y puesto que yo fui profesora, se supone que soy una experta.

– Lauren y lady Redfield van a invitar a todos los niños de Lindsey Hall también -añadió Gwen-. Y a otros niños del vecindario. Habrá un ejército.

Joseph había estado pensando cómo podría arreglárselas para ir a ver a Lizzie otra vez.

– ¿A las niñas de la señorita Martin también? -preguntó.

– Por supuesto que no -dijo Portia, horrorizada.

– Por supuesto -contestó Lily al mismo tiempo-. Estaban encantadoras, ¿verdad Joseph?, todas bailando alrededor del mayo. Y a esa niñita ciega no la desanimaba su ceguera.

– ¿Lizzie?

– Sí, Lizzie Pickford. Lauren va a ir a invitarlos a todos, todos.

– Es posible que Alvesley nunca vuelva a ser la misma -dijo Lauren riendo-. Por no decir nosotros.

Sonriéndole, Joseph recordó una época en que Lauren era tan rígida y aparentemente falta de humor como Portia. El amor y su matrimonio con Kit la habían transformado en la mujer afectuosa que era ahora. ¿Habría un rayito de esperanza para él después de todo? Debía perseverar con Portia. Debía encontrar la manera de llegar a su corazón. Debía. La alternativa era tan horrenda que no deseaba contemplarla.

– ¿Les apetece venir con nosotras? -preguntó Gwen, mirando a Portia.

– El sol está demasiado fuerte -contestó ella-. Volveremos a la casa.

Las damas continuaron su camino por el puente y tomaron el sendero que las llevaría a la pendiente bastante abrupta de la colina. Gwen no se amedrentó, a pesar de su cojera, consecuencia permanente de un accidente que tuvo cabalgando cuando estaba casada, antes que muriera Muir.

– Es de esperar -dijo Portia cuando se levantaron y él le ofreció el brazo- que pongan mucho esmero en los planes, aunque lady Ravensberg y lady Redfield han sido muy amables al tener la idea. No hay nada peor que a los niños les den permiso para correr como unos locos.

– Nada peor para los adultos a cargo de ellos tal vez -dijo él, riendo-. Nada más maravilloso para los niños.

¿Vendría Lizzie?, pensó.

¿Vendría Claudia Martin?


Durante cuatro días Claudia no vio al marqués de Attingsborough, y eso la alegraba mucho, por ella. Debía olvidarlo, era así de simple, y la mejor manera de lograr eso era no volver a posar los ojos en él.

Pero Lizzie sufría.

Eso sí, por fuera se veía muy mejorada y contenta; estaba menos pálida, menos delgada. Tenía amigas dispuestas a caminar con ella y a leerle. Podía oír música, pues a unas cuantas chicas les gustaba turnarse en tocar la espineta y a varias les gustaba cantar. Por su parte, ella había hecho la prueba de contarle hechos y anécdotas de la historia y hacerle preguntas después; no la sorprendió descubrir que la niña tenía una excelente memoria. Era educable, sin duda. Había dictado otros dos de sus cuentos, uno a ella y otro a Eleanor, y no se cansaba de que se los leyeran. Le gustaba hacer punto, aunque su incapacidad para ver cuando se le soltaba un punto o para cogerlo cuando alguien se lo señalaba era un problema que aun estaba por resolver.

El perro era su acompañante constante e iba mejorando en su habilidad para guiarla. Y la niña se iba volviendo más osada día a día, haciendo cortas caminatas sola con el perro, mientras ella, Molly o Agnes caminaban detrás, por si era necesario ayudarla, y a veces caminaban delante para guiar al perro en la dirección deseada.

Incluso se había convertido en la favorita de la duquesa y de otros huéspedes, que con frecuencia se acercaban a conversar con ella y la incluían en sus actividades cuando las demás niñas estaban ocupadas en un juego en el que ella no podía participar. Un día, lord Aidan Bedwyn la llevó a cabalgar sentada delante de él en su silla, con sus hijos mayores montados en sus caballos y la niña pequeña en el caballo de su madre.

Pero a pesar de todo eso, Lizzie sufría.

Una tarde en que Eleanor había llevado a las demás niñas a hacer una larga excursión para explorar la naturaleza, se la encontró escondida en su habitación, acurrucada en la cama y con las mejillas mojadas.

– ¿Lizzie? -dijo, sentándose a su lado en la cama-. ¿Estás triste porque te han dejado aquí? ¿Te parece que hagamos algo juntas?

– ¿Por qué no vuelve? -sollozó Lizzie-. ¿Es por algo que hice? ¿Es porque lo llamé señor en lugar de papá? ¿Es porque le pedí que se quedara con usted en el lago para poder demostrarle que yo era capaz de encontrar el camino de vuelta a la casa con sólo Horace y Molly?

Claudia le pasó la mano por el pelo revuelto y caliente.

– No es por nada que hicieras tú. Tu papá está ocupado en Alvesley. Sé que te echa tanto de menos como tú a él.

– Me va a mandar a su escuela. Lo sé. Se va a casar con la señorita Hunt, él mismo me lo dijo cuando yo estaba todavía en casa. ¿Ella es la dama que dijo que yo era torpe para bailar? Mi papá me va a enviar a la escuela.

– ¿Y tú no quieres ir? -le preguntó Claudia-. ¿Aun cuando ahí estaremos Molly, Agnes, las otras niñas, la señorita Thompson y yo?

– Quiero estar en casa con mi papá. Y quiero que usted y Horace vengan a verme como antes, pero más a menudo. Todos los días. Y deseo que mi papá se quede a pasar la noche, todas las noches. Quiero… deseo estar en casa.

Claudia continuó acariciándole el pelo. No dijo nada más, pero le dolía el corazón por esa niña que sólo deseaba lo que toda niña debería tener por derecho. Pasados unos minutos, Lizzie se quedó dormida.

Y justo al día siguiente Claudia pudo salir a buscarla con una noticia muy buena para animarla. Ella acababa de enterarse, por Susanna y Anne, que habían venido de Alvesley acompañando a lady Ravensberg. Y Lizzie, decidió, sería la primera de las niñas en saberlo. La encontró junto a la fuente con Molly aun cuando el día estaba frío, ventoso y amenazaba lluvia. Estaban deslizando las manos en el agua y de tanto en tanto abrían los brazos para sentir la rociada de gotitas de agua. Las dos estaban riendo.

– Chicas, todas vais a ir a Alvesley Park mañana -les dijo al llegar hasta ellas-. Habéis sido invitadas con todos los niños a una merienda al aire libre.

– A una merienda -dijo Molly, con los ojos como platos, olvidadas la fuente y el agua-. ¿Todas nosotras, señorita?

– Todas -dijo Claudia, sonriendo-. Fabulosa invitación, ¿verdad?

– ¿Lo saben las demás? -preguntó Molly, con la voz sólo un poco más baja que un grito.

– Sois las primeras en saberlo.

– Iré a decírselo a todas -gritó Molly, echando a correr y dejando ahí a Lizzie.

Lizzie tenía la cara levantada hacia ella, iluminada desde dentro.

– ¿Yo voy a ir también? -preguntó-. ¿A Alvesley? ¿Donde está mi papá?

– Claro que sí.

– Ah -dijo Lizzie en voz baja. Se agachó a buscar con la mano a Horace, que estaba sentado tranquilamente a su lado, y cogió la correa-. ¿Estará contento de verme?

– Me imagino que está contando las horas.

– Llévame a mi habitación, Horace -dijo Lizzie-. Ah, señorita Martin. ¿Cuántas horas faltan?

Horace, lógicamente, no era tan buen guía, aunque con el tiempo aprendería. Siempre tenía cuidado de llevarla de forma que no chocara con ningún obstáculo, pero no tenía mucho sentido de la orientación, a pesar de la fe de Lizzie en él. Claudia caminó delante hacia la casa y luego por la escalera y el perro la siguió trotando, llevando a Lizzie cogida de su correa. Pero a la niña siempre le gustaba creer que se estaba volviendo independiente.

Esa noche no se podía dormir. Claudia tuvo que sentarse a su lado en la cama a leerle uno de sus cuentos, acariciándole la mano, Horace acurrucado al otro lado tocándola.

Claudia dudaba de poder dormir esa noche. De mala gana había llegado a la conclusión de que debía ir con las niñas a Alvesley; era esperar demasiado que Eleanor se echara sobre los hombros toda la responsabilidad. Pero lo cierto, en realidad, es que no deseaba ir. Había estado firmemente concentrada en hacer planes para el próximo año escolar y en reanudar la amistad con Charlie, que seguía yendo cada día a Lindsey Hall.

Pero ahora tendría que volver a ver al marqués de Attingsborough. Sería absurdo esperar que él se mantuviera alejado de la merienda organizada para los niños. Sabía que él debía estar suspirando por Lizzie tanto como ella suspiraba por él.

¿Serían sólo imaginaciones suyas que cuando te destrozaban el corazón era peor la segunda vez? Probablemente sí, reconoció. A los diecisiete años había deseado morir. Esta vez deseaba «vivir», deseaba recuperar su vida tal como era hasta la tarde en que entró en el salón para visitas de la escuela y se encontró con el marqués de Attingsborough.

Y recuperaría esa vida. Viviría, prosperaría y sería feliz otra vez. Volvería a ser feliz. Sólo le llevaría un tiempo, eso era todo.

Pero tener que verlo de nuevo no contribuiría a hacérselo fácil.

El deseo de volver a ver a Lizzie le roía a Joseph como un dolor físico. Cada día había estado a punto de coger un caballo para ir a Lindsey Hall, y sólo se había refrenado en parte porque no se le ocurría ningún pretexto para verla si iba, y en parte porque tanto por Claudia Martin como por Portia, y como por sí mismo, claro, debía mantenerse alejado.

Pero sólo una parte de él estaba pensando en Claudia Martin cuando la tarde de la merienda llegaron en caravana los coches de Lindsey Hall y la mitad de los huéspedes de Alvesley Park y casi todos los niños salieron a la terraza a saludar a los recién llegados a medida que bajaban de los coches. Muy pronto hubo un bullicioso enredo de adultos y niños, estos pasando por entre las piernas de los adultos en busca de camaradas y posibles nuevos amigos, todos hablándose entre ellos a gritos, a un volumen que podrían haber escuchado a cinco millas de distancia.

Joseph, que también estaba en la terraza, vio a Claudia Martin cuando bajó de uno de los vehículos. Llevaba un vestido de algodón que le había visto en Londres y la habitual pamela de paja. También llevaba en la cara una expresión severa, casi lúgubre, que sugería que preferiría estar en cualquier otra parte. Ella se giró hacia el coche para ayudar a alguien a bajar.

¡Lizzie!, toda engalanada con su mejor vestido blanco y el pelo recogido atrás, alto, con una cinta blanca.

Corrió hasta el coche.

– Permíteme -dijo, cogiendo a su hija por la cintura, levantándola y dejándola en el suelo.

Ella hizo una honda inspiración.

– Papá -musitó.

– Cariño.

El perro bajó de un salto y empezó a correr alrededor de ellos, y Molly descendió los peldaños detrás.

– Gracias, señor -dijo Lizzie en voz más alta, con la cara levantada hacia él con una sonrisa traviesa-. ¿Es usted el caballero que nos acompañó hasta el lago la semana pasada?

– Pues sí -dijo él, cogiéndose las manos a la espalda-. Y usted es… ¿la señorita Pickford, creo?

– Se acuerda -dijo ella, riendo, una feliz sonrisa infantil. Entonces bajaron las demás niñas del coche, una de las mayores cogió a Lizzie de una mano, Molly de la otra, y se la llevaron hacia el otro coche en que venían las demás niñas con la señorita Thompson.

Entonces Joseph miró a Claudia Martin. Se le antojaba increíble que hubiera besado a esa severa mujer en dos ocasiones distintas y que la amara. Ella volvía a parecer la quintaesencia de la maestra solterona de escuela.

Y entonces ella lo miró a los ojos y dejó de ser increíble. En esos ojos había profundidades que al instante lo hacían pasar a través esa coraza bajo la cual ella ocultaba a la mujer cálida y apasionada que era.

– Hola, Claudia -dijo en voz baja, antes de lograr encontrar las palabras para un saludo más adecuado.

– Buenas tardes, lord Attingsborough -dijo ella en su tono enérgico. Y entonces miró más allá del hombro de él y sonrió-. Buenas tardes, Charlie.

Joseph notó un tironeo en las borlas de su botas. Miró y vio al hijo pequeño de Wilma y Sutton, que al instante levantó los dos brazos.

– Tío Joe, upa -ordenó.

El tío Joe obedientemente lo levantó y lo acomodó a horcajadas en sus hombros.

Estaban retirando los coches de Lindsey Hall para dejar lugar a los que traían a los niños y adultos de las casas vecinas. Más o menos diez minutos después, un verdadero ejército de niños, para emplear la analogía de Gwen, iban caminado en absoluto desorden hacia el lugar de la merienda, una amplia y llana extensión de césped al lado del lago, a la derecha de la casa, los mayores corriendo delante, los pequeños que apenas sabían andar, montados en los hombros de algún adulto, los bebés llevados en brazos, moviéndose sin parar o durmiendo.

Podrían quedarse sordos de tanto ruido antes que acabara la tarde, pensó Joseph alegremente.

Lizzie, Molly y la niña mayor iban saltando, observó.

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