CAPÍTULO 08

Claudia se echó otra mirada en el espejo de cuerpo entero del vestidor y, poniéndose los guantes, se giró hacia la puerta. Se sentía algo cohibida porque Susanna estaba ahí.

– Lamento no poder ir de visita contigo esta tarde, Susanna -dijo en tono enérgico, no por primera vez.

– No, no lo lamentas -contestó su amiga, sonriendo traviesa-. Prefieres con mucho ir a dar ese paseo por el parque en coche con Joseph. Yo en tu lugar lo preferiría. Y hoy el día está tan soleado y cálido como ayer.

– Ha sido muy amable al hacerme el ofrecimiento -dijo Claudia.

Susanna ladeó la cabeza y la miró atentamente.

– Amable. Eso es lo que dijiste en el desayuno y yo rechacé esa palabra y también la rechazo ahora. ¿Por qué no habría de llevarte a dar un paseo en coche? Debéis tener casi la misma edad, y disfruta de tu compañía. Eso lo demostró antenoche cuando se sentó a tu lado en el concierto y luego te llevó a cenar antes que Peter lograra encontrarte para llevarte a nuestra mesa. Y ayer te acompañó a casa desde el despacho del señor Hatchard, durante la fiesta de jardín te llevó a navegar por el río y después estaba sentado contigo en el cenador. Allí te encontramos cuando te buscábamos para traerte a casa. No debes hablar de su interés como si fuera simple amabilidad, Claudia. Eso es menospreciarte.

– Ah, pues muy bien. Creo que ha concebido una violenta pasión por mí y está a punto de suplicarme que sea su marquesa. Podría acabar siendo duquesa, Susanna. Bueno, eso sí es una idea.

Susanna se rió.

– Preferiría verlo casado contigo que con la señorita Hunt. Aun no se ha anunciado su compromiso, y hay algo en ella que no me gusta, aunque no sabría explicar el qué. Oigo ruido abajo; debe de haber llegado Joseph.

Y había llegado. Cuando bajó con Susanna él estaba en el vestíbulo conversando con Peter. Las saludó con una sonrisa.

Estaba, cómo no, tan apuesto como siempre y amedrentadoramente viril con una chaqueta verde oscuro, pantalones beis y botas hessianas ribeteadas de blanco. Al menos sus colores combinaban bien con los de ella, pensó Claudia, irónica. Se había puesto el tercero y último de sus vestidos nuevos, uno de paseo verde salvia que le pareció muy elegante cuando lo compró. Y, en realidad, ¿qué más daba que se viera mucho menos espectacular que todas las damas que había conocido esos últimos días? No deseaba verse así, sino estar simplemente presentable.

Él había traído un tílburi en lugar de un coche cerrado, comprobó cuando salieron un par de minutos después. Susanna y Peter los acompañaron para despedirlos. Él la ayudó a subir al asiento para el pasajero, luego subió a sentarse a su lado y cogió las riendas de manos de su joven mozo, que entonces de un salto se situó en la parte de atrás del coche.

A su pesar, Claudia sintió una oleada de estimulante euforia. Estaba en Londres, alojada en una magnífica casa en Mayfair, y sentada en el tílburi de un caballero, con él a su lado. De hecho, sus hombros casi se tocaban; y podía oler de nuevo su colonia. Claro que no necesitaba recordar que eso no iba a ser un paseo de placer, sino que la iba a llevar a conocer a su hija, a su hija ilegítima, la hija, sin duda, de una de sus amantes. Lila Walton debió tener la razón acerca de la visita que hiciera él a la escuela. Tenía una hija y deseaba colocarla allí.

Y ya estaba absolutamente clara la naturaleza de su interés. Hasta ahí llegaban los sueños románticos.

En realidad no estaba escandalizada por la revelación que le hiciera él la tarde anterior. Sabía muy bien que los caballeros tenían sus amantes y que a veces esas amantes les parían hijos. Si las amantes y los hijos tenían suerte, ellos los mantenían también. El marqués de Attingsborough tenía que entrar en ese número, la alegraba saber. Su amante y su hija vivían en una casa que él había comprado hace muchos años. Y si decidía enviar a la niña a su escuela, bueno, no le cabía duda de que él no tendría ningún problema para pagar.

Sin embargo, pese a la existencia de una amante de mucho tiempo y madre de su hija, él cortejaba a la señorita Hunt. Ese era el estilo del mundo, como ya sabía, o al menos el estilo del mundo de él. Necesitaba esposa y herederos legítimos, y un hombre no se casa con su amante.

La alegraba muchísimo no pertenecer a ese mundo; prefería con mucho el suyo.

¿Qué pensaría la señorita Hunt acerca de la existencia de la mujer y la hija si lo supiera? Aunque claro, era muy posible que ya lo supiera.

Cuando el tílburi se puso en marcha, agitó una mano despidiéndose de Susanna y Peter y luego las juntó en la falda mientras el coche empezó a salir de la plaza. No se cogió de la barandilla que tenía al lado; no era una cobarde, y estaba resuelta a disfrutar de cada momento de esa novedad de pasear por las calles de Londres en un elegante coche abierto, mirando hacia abajo el mundo desde su elevado asiento.

– Está muy callada hoy, señorita Martin -dijo el marqués, pasados varios minutos-. ¿Ya han mantenido sus entrevistas las señoritas Bains y Wood?

– Sí. Las dos han ido esta mañana. Y las dos han tenido éxito, al menos a los ojos de ellas. Flora dijo que lady Aidan fue amabilísima con ella y después de hacerle muy pocas preguntas le contó todo acerca de Ringwood Manor en Oxfordshire y de las personas que viven ahí, y le dijo que seguro que será muy feliz ahí, puesto que la acogerán como un miembro de la familia. La última institutriz se casó hace poco, como también la institutriz anterior. Después la llevó a conocer a los niños, que le encantaron. Mañana se marchará a comenzar su nueva vida.

– ¿Y lady Hallmere fue igual de amable con la señorita Wood? -preguntó el marqués girando la cabeza para sonreírle.

Buen Dios, qué cerca estaba.

Estaba virando el coche para entrar en Hyde Park. Ella había pensado que mentía cuando le dijo a Susanna que pasearían por ahí. Tal vez sólo había dicho una media mentira.

– Le hizo muchas preguntas a Edna -contestó-, tanto acerca de ella como acerca de la escuela. ¡Pobre Edna! No es nada buena para contestar preguntas, como recordará. Pero lady Hallmere la sorprendió diciéndole que sabía lo del robo en el que mataron a sus padres dejándola huérfana. Y aunque la chica dice que lady Hallmere se mostró altiva y amedrentadora, es evidente que le causó muchísima admiración. Lord Hallmere también estaba presente y fue amable con ella. Le encantaron los niños cuando los conoció. -Exhaló un sonoro suspiro-. Así que Edna también nos dejará mañana.

– Les irá bien -le aseguró el marqués haciendo entrar el tílburi en una larga avenida que pasaba por entre ondulantes extensiones de césped y viejos y frondosos árboles-. Usted les ha dado un buen hogar y una buena educación, y les ha encontrado empleos decentes. Ahora les toca a ellas conducir el resto de sus vidas. Me cayeron bien las dos. Estarán muy bien.

Entonces la sorprendió soltando una mano de las riendas para ponerla sobre las dos que ella llevaba juntas en la falda y apretárselas. No supo si saltar de alarma o erizarse de indignación. No hizo ninguna de las dos cosas. Tuvo buen cuidado de recordar la finalidad de ese trayecto.

– ¿Su am… la madre de su hija nos espera? -preguntó.

La tarde anterior no había habido tiempo para verdaderas explicaciones. Justo cuando él acababa de decirle que la persona a quien deseaba que visitara era su hija, Lizzie, entraron Susanna y Peter en el cenador, buscándola.

– ¿Sonia? -dijo él-. Murió el año pasado justo antes de Navidad.

– Oh, lo siento.

– Gracias. Fue una época muy triste y muy difícil.

Así que ahora tenía el problema de una hija ilegítima a la que mantener y educar. Su decisión de enviarla a la escuela, aun cuando sólo tenía once años, era más comprensible aún. Durante el resto de su infancia sólo tendría que ocuparse de pagar las mensualidades de la escuela. Y probablemente después le encontraría un marido que fuera capaz de mantenerla el resto de su vida.

¿Qué fue lo que dijo ayer? Frunció ligeramente el ceño, tratando de recordar. Y lo recordó: «"Nada" es más importante que el amor». Había acentuado la primera palabra, pero ella dudaba de que hubiera verdadera convicción en esas palabras. ¿Tal vez la niña se había convertido en una carga, una molestia, para él?

No continuaron en el parque. Muy pronto estuvieron de vuelta en las atiborradas calles de Londres, y ahora el sol comenzaba a calentar demasiado. Pero finalmente entraron en calles más tranquilas, limpias y respetables, aunque era evidente que en ellas no residía la gente más elegante. Él detuvo el vehículo ante una casa particular, y el mozo bajó de un salto a sujetar las cabezas de los caballos. Entonces el marqués saltó a la acera y, luego de rodear el coche, le tendió una mano a ella para ayudarla a bajar.

– Espero que le caiga bien -dijo, golpeando la puerta.

Su voz revelaba nerviosismo tal vez.

Le entregó el sombrero y la fusta al criado anciano de apariencia respetable que abrió la puerta.

– Coge las cosas de la señorita Martin también, Smart -le dijo-, y comunícale a la señorita Edwards que he llegado. ¿Cómo está del reuma la señora Smart hoy?

– Mejor, gracias, milord -contestó el hombre, esperando que ella se quitara los guantes y la papalina-. Pero siempre se encuentra mejor cuando el tiempo es seco.

Se llevó las prendas de abrigo y al cabo de unos minutos volvió para informar que la señorita Edwards estaba en el salón con la señorita Pickford. Entonces se dio media vuelta y subió la escalera delante de ellos.

La señorita Edwards resultó ser una damita baja, bonita y de aspecto malhumorado, que era muy mayor para ser Lizzie. Salió a recibirlos a la puerta del salón.

– No ha tenido un buen día hoy, milord -dijo, haciéndole una reverencia al marqués y mirándola a ella de reojo.

Detrás de ella el salón se veía bastante oscuro pues estaban cerradas todas las cortinas de las ventanas. En el hogar ardía un fuego.

– ¿No? -dijo él, pero a Claudia le pareció que estaba más impaciente que preocupado.

– ¿Papá? -Dijo una voz desde el salón-. ¿Papá? -repitió con más alegría, toda entusiasmo.

La señorita Edwards se hizo a un lado, con las manos cogidas junto a la cintura.

– Levántate y hazle una reverencia al marqués de Attingsborough, Lizzie -dijo.

Pero la niña ya estaba de pie, con los brazos extendidos hacia la puerta. Era pequeña, delgada y pálida, con el pelo moreno y ondulado suelto a la espalda, hasta la cintura. Su cara resplandecía de alegría.

– Sí, estoy aquí -dijo él, atravesando el salón y cogiendo en brazos a la pequeña.

Ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó fuertemente.

– Sabía que vendrías. La señorita Edwards dijo que no vendrías porque es un día de sol y tendrías miles de cosas que hacer más importantes que venir a verme. Pero siempre dice eso y tú siempre vienes cuando has dicho que vendrás. Papá, hueles bien. Siempre hueles bien.

– Especialmente para ti -dijo él. Le desprendió los brazos del cuello, le besó las dos manos y se las soltó-. Señorita Edwards, ¿por qué está encendido el fuego en el hogar?

– Temí que Lizzie pudiera haber cogido un enfriamiento después de que usted la sacara al jardín anoche, milord.

– ¿Y por qué la oscuridad? ¿No hay ya bastante oscuridad en la vida de Lizzie?

Pero ya había llegado a largas zancadas a las ventanas y estaba descorriendo las cortinas. La sala se inundó de luz. Entonces abrió de par en par las ventanas.

– El sol entraba muy directo, milord -dijo la señorita Edwards-. Quería proteger los muebles, no fuera que perdieran el color.

Él volvió al lado de su hija y, mirando hacia Claudia, le rodeó los hombros con un brazo.

– Lizzie, he traído a una persona para que te conozca. Es la señorita Martin, amiga mía. Señorita Martin, permítame que le presente a mi hija, Lizzie Pickford.

La niña tenía algo raro en los ojos, había observado Claudia tan pronto como él abrió las cortinas. Uno estaba medio cerrado; el otro más abierto, pero se le agitaba el párpado y el ojo parecía vagar.

Lizzie Pickford era ciega y, si no se equivocaba, lo era de nacimiento.

– Lizzie -dijo la señorita Edwards-, haz tu reverencia a la señorita Martin.

– Gracias, señorita Edwards -dijo el marqués-. Puede tomarse un descanso. No se la necesitará hasta dentro de una hora o más.

– Lizzie Pickford -dijo Claudia, acercándose a la niña, cogiéndole la pequeña y delgada mano caliente y dándole un suave apretón-. Encantada de conocerte.

– ¿Señorita Martin? -preguntó la niña, volviendo la cara hacia su padre.

– Tuve el placer de visitarla la semana pasada cuando estuve unos días lejos de ti, y después de acompañarla a Londres. Tiene una escuela en Bath. ¿No le vas a ofrecer un asiento y a mí otro, puesto que hemos venido a visitarte? Ya me duelen las piernas de tanto estar de pie.

La niña se rió, con una risa alegre, infantil.

– Vamos, papá tonto, que no has venido a pie. Has venido en coche, en tu tílburi. Era más de un caballo, los oí. Le dije a la señorita Edwards que habías llegado, pero ella dijo que no había oído nada y que no debía hacerme esperanzas ni ponerme febril. No estás cansado de estar de pie. Y la señorita Martin tampoco. Pero me alegra que hayas venido, y espero que te quedes aquí para siempre, hasta la hora de acostarme. Señorita Martin, tome asiento, por favor. Papá, ¿quieres sentarte? Yo me sentaré a tu lado.

Mientras Claudia elegía el sillón más alejado del fuego ya moribundo, la niña se sentó en un sofá al lado de él; entonces le cogió la mano, entrelazó los dedos con los suyos y frotó la mejilla en su manga, justo por debajo del hombro.

Él le sonrió con tanta ternura que Claudia se avergonzó de lo que había pensado en el camino. Era evidente que él sabía muchísimo sobre el amor.

– La escuela de la señorita Martin es sólo para niñas -le explicó él a su hija-. Es un lugar encantador. Aprenden muchas cosas, por ejemplo historia, matemáticas y francés. Hay una sala de música llena de instrumentos y las niñas reciben clases particulares. Cantan en un coro. Hacen punto.

Y no había habido ni una ciega jamás, pensó Claudia. Recordó cuando él le preguntó si alguna vez había pensado en acoger a niñas con discapacidades. ¿Cómo se le enseña a una niña ciega?

– Cuando oí el violín esa vez contigo, papá -dijo la niña-, mi madre dijo que nunca debía haber uno en esta casa porque su sonido le producía dolor de cabeza. Y cuando canto las canciones que me enseñó la señora Smart, la señorita Edwards dice que le causo dolor de cabeza.

– Creo que la señorita Edwards comienza a producirme jaquejas, Lizzie.

Ella se rió alegremente.

– ¿La envío a trabajar para otra persona? -le preguntó él.

– Sí -contestó ella sin vacilar-. Ay, sí, papá, por favor. ¿Y esta vez vendrás tú a vivir conmigo?

Él miró a Claudia y ella captó una expresión de desolación en sus ojos.

– Ojalá fuera posible -dijo-, pero no lo es. Pero vengo a verte todos los días cuando estoy en Londres. ¿Cómo podría no venir cuando tú eres mi persona favorita de todo el ancho mundo? Seamos educados e incluyamos a la señorita Martin en nuestra conversación, ya que la he traído para que te conozca.

La niña volvió la cara hacia ella. Se veía terriblemente necesitada de aire, sol y ejercicio.

– ¿Lee historias en su escuela, señorita Martin? -le preguntó amablemente.

– Claro que sí. Mis niñas aprenden a leer tan pronto como llegan ahí si no han aprendido antes, y leen muchos libros durante los años que están conmigo. Pueden elegir entre los numerosos libros que tenemos en la biblioteca. Una biblioteca es un lugar donde hay estantes y más estantes llenos de libros.

– Tantas historias en un mismo lugar -dijo la niña-. Mi madre no podía leerme historias porque no sabía leer, aunque mi papá le dijo muchas veces que le enseñaría si quería. Y la señora Smart no sabe leer. El señor Smart sí sabe, pero no lee para mí. La señorita Edwards sí porque es una de las cosas que mi papá le dijo que debía hacer cuando llegó para hacerme compañía, pero no elige historias interesantes. Lo sé por la forma como las lee. Tiene una voz monótona. Me hace bostezar.

– Yo te leo historias, Lizzie -dijo él.

– Sí, papá -concedió ella acariciándole la cara con la mano libre y luego le dio unos golpéenos con las yemas de los dedos-, pero a veces simulas estar leyendo cuando en realidad estás inventándotelas. Lo sé. Pero no importa. La verdad es que me gustan más esas historias. Yo cuento historias también, pero sólo a mi muñeca.

– Si se las cuentas a alguien que sepa escribir -dijo Claudia-, esa persona podrá hacerlo y luego leértelas siempre que desees oír tus historias.

Lizzie se rió.

– Eso sería divertido.

En ese momento entró una mujer mayor trayendo una enorme bandeja con té y pasteles.

– Señora Smart -dijo Lizzie-. Sé que es usted. Ella es la señorita Martin, amiga de mi papá. Tiene una escuela y tiene una biblioteca. ¿Sabe qué es una biblioteca?

– Dímelo tú, cariño -dijo la criada sonriéndole afectuosa después de hacerle una educada venia a Claudia. -Es una sala llena de libros. ¿Se la imagina?

– A mí no me servirían de mucho los libros, cariño -dijo la señora Smart, sirviendo el té y pasando las tazas-. Y a ti tampoco.

Dicho eso salió de la sala.

– Lizzie -dijo el marqués cuando ya habían comido unos cuantos pasteles-, ¿crees que te gustaría ir a una escuela?

– ¿Quién me llevaría, papá? ¿Y quién me traería de vuelta a casa?

– Sería una escuela donde podrías quedarte por las noches y estar con otras niñas, aunque habría asuetos y vacaciones, cuando vendrías a casa y yo te tendría toda para mí otra vez.

Lizzie estuvo callada un buen rato. Movía los labios, observó Claudia, pero era imposible saber si era porque le temblaban o porque decía palabras en silencio. Y entonces dejó a un lado su plato vacío, se sentó en el regazo de su padre, se acurrucó bien pegada a él y escondió la cara en su hombro.

Él miró a Claudia apenado.

– La señorita Edwards dijo que no debo hacer esto nunca más -dijo Lizzie pasado un momento-. Dijo que soy demasiado mayor. Dijo que es indecente. ¿Es indecente, papá? ¿Soy demasiado mayor para sentarme en tu regazo?

Pero la niña no podía ver, pensó Claudia. El sentido del tacto debía ser más importante para ella que para los otros niños de su edad.

Él apoyó la mejilla en su cabeza.

– ¿Cómo podría soportarlo si alguna vez fueras demasiado mayor para desear sentirte rodeada por mis brazos, Lizzie? En cuanto a sentarte en mi regazo, creo que es absolutamente irreprochable hasta que cumplas los doce años. Eso nos da cinco meses enteros más. ¿Qué dice la señorita Martin sobre este tema?

– Tu padre tiene toda la razón, Lizzie -dijo Claudia-. Y en mi escuela tengo una regla. La regla es que a ninguna niña se la obligue nunca a ir ahí en contra de su voluntad. Por mucho que sus padres deseen que vaya a aprender de mí y de mis profesores y a hacerse amiga de otras niñas, yo no permito que ponga un pie dentro a no ser que me haya dicho que sí, que eso es lo que desea. ¿Te queda claro eso?

Lizzie había girado a medias la cabeza, aunque seguía bien pegada a su padre, acurrucada como una niña mucho más pequeña.

– Tiene una voz bonita -dijo-. Puedo creer en ella. A algunas voces no les creo a veces. Siempre sé a cuáles sí.

– Cariño -dijo el marqués-. Ahora tengo que llevar a la señorita Martin a su casa. Después volveré con mi caballo y te llevaré a cabalgar un rato. ¿Te gustaría?

Al instante ella se apartó de él, enderezando la espalda, y con la cara iluminada por la alegría otra vez.

– ¡Sí! Pero la señorita Edwards dice…

– No hagas caso de lo que dice la señorita Edwards. Has cabalgado conmigo otras veces y nunca te ha pasado nada, ¿verdad? Después de que te traiga a casa hablaré con ella y se marchará mañana. Hasta entonces simplemente sé amable con ella. ¿Quieres?

– Sí, papá.

Claudia le cogió la mano otra vez antes de marcharse. A pesar de los ojos raros, podría ser algo así como una beldad al crecer, si en su vida había bastante estímulo que le diera animación a su cara incluso cuando su padre no estuviera con ella, y si se la sacaba más a tomar el aire fresco y la luz del sol.

Cuando ya estaban en el tílburi, con el mozo atrás, e iban de camino hacia Grosvenor Square, dijo:

– Colijo que desea enviar a Lizzie a mi escuela.

– ¿Es posible? -Preguntó él, con una voz que no contenía nada de su habitual y agradable buen humor-. ¿Hay algo posible para una niña ciega, señorita Martin? Ayúdeme, por favor. La quiero tanto que me duele.


Joseph se sentía bastante tonto.

«Ayúdeme, por favor. La quiero tanto que me duele.»

Cuando viró el tílburi para entrar en Hyde Park, la señorita Martin todavía no había dicho ni una sola palabra. Las que había formulado él fueron las últimas que hubo entre ellos. Sentía deseos de hacer brincar los caballos, de devolverla a la casa de Whitleaf lo antes posible y de tener buen cuidado de no encontrarse nunca más con ella mientras siguiera en Londres.

No estaba acostumbrado a desnudar su alma ante nadie, ni siquiera ante sus más íntimos amigos, a excepción, tal vez, de Neville.

Cuando dejaron atrás las bulliciosas calles, ella rompió el silencio.

– He estado deseando que Anne Butler continuara siendo profesora en la escuela. Siempre fue excepcionalmente buena con las niñas que de cualquier modo se salían de la norma. Pero acabo de comprender que «todas» las niñas se salen de la norma. En otras palabras, la norma no existe fuera de las mentes de aquellos a quienes les gustan las estadísticas ordenaditas.

Él no supo qué contestar. No sabía si ella esperaba una respuesta.

– No sé si puedo ayudarlo, lord Attingsborough -añadió ella.

– ¿No aceptará a Lizzie, entonces? -Preguntó él, con el corazón oprimido por la desilusión-. ¿Una niña ciega no es educable?

– Estoy segura de que Lizzie es capaz de muchas cosas. Y sin duda el reto sería interesante, desde mi punto de vista. Simplemente no estoy segura de que la escuela sea lo mejor para «ella». Me parece que es muy dependiente.

– ¿No es eso mayor razón para que vaya a la escuela?

Sin embargo, mientras daba ese argumento se le estaba rompiendo el corazón. ¿Cómo podría vivir Lizzie en un ambiente escolar, donde tendría que arreglárselas sola la mayor parte del tiempo, donde las demás niñas podrían ser crueles con ella, donde por la naturaleza misma de su discapacidad sería excluida de todo tipo de actividades?

¿Y cómo soportaría él dejarla marchar? Sólo era una niña.

– Debe de echar terriblemente de menos a su madre -dijo ella-. ¿Está seguro que debería ir a la escuela tan pronto después de perderla? Yo acojo a muchas niñas abandonadas, lord Attingsborough. Normalmente están muy tocadas, tal vez siempre, en realidad.

Abandonadas. ¿Lizzie abandonada? ¿Eso era lo que le haría si la enviaba a la escuela? Suspirando, detuvo el vehículo. Esa determinada parte del parque estaba silenciosa, algo aislada.

– ¿Le parece que caminemos un rato?

Dejó el tílburi al cuidado de su joven mozo, que ni siquiera intentó disimular su placer, y echó a caminar con la señorita Martin por un sendero estrecho que discurría serpentino por entre grupos de árboles.

– Sonia era muy joven cuando la empleé -dijo-. Yo también lo era, claro. Ella era bailarina, muy hermosa, muy solicitada, muy ambiciosa. Esperaba llevar una vida de lujos y riqueza. Esperaba disfrutar de la admiración de hombres poderosos, ricos, con título. Era cortesana por elección, no por necesidad. No me amaba, yo tampoco la amaba. Nuestro convenio no tenía nada que ver con el amor.

– No, supongo que no -dijo ella, sarcástica.

– No la habría mantenido más de dos o tres meses, supongo. Mi intención era divertirme, correrla. Pero entonces llegó Lizzie.

– Yo diría que ninguno de los dos había considerado esa posibilidad.

– Los jóvenes -dijo él- suelen ser muy ignorantes y muy tontos, señorita Martin, sobre todo en lo relativo a asuntos sexuales.

La miró, suponiendo que la había escandalizado. Al fin y al cabo esa no era una conversación con que regalara normalmente los oídos de las damas. Pero pensaba que le debía una explicación sincera.

– Sí -dijo ella.

– A Sonia no le gustó particularmente la maternidad. Detestó tener una hija ciega. Quiso internarla en un asilo, pero yo no se lo permití. Y puesto que insistí en que ella hiciera de madre, yo tuve que asumir la responsabilidad de hacer de padre. Eso no me fue difícil, ni desde el primer momento. Nunca ha sido difícil. Y por lo tanto continuamos juntos hasta su muerte, Sonia y yo. Ella encontraba fastidiosa su vida, aun cuando yo le daba casi todo lo que puede comprar el dinero, y mi lealtad también. Contraté a los Smart y ellos le quitaban de los hombros parte de la carga de ser madre cuando yo no podía estar en la casa, y han sido como unos abuelos cariñosos para Lizzie. Sonia no tenía mucha idea de cómo entretener, educar o formar a una niña ciega, aunque nunca fue cruel. Y Lizzie se quedó inconsolable cuando murió. La echa de menos. Yo también la echo de menos.

– Lizzie necesita más un hogar que una escuela -dijo ella.

– Tiene un hogar -dijo él bruscamente, aunque sabía lo que ella quería decir-. Pero no es suficiente, ¿verdad? Después de la muerte de Sonia le contraté una acompañante. A esa la sucedieron otras tres. La señorita Edwards es la última. Y esta vez elegí a una chica joven, aparentemente amable y deseosa de complacer. Pensé que a Lizzie le iría bien tener una acompañante muy joven. Pero es evidente que no es apta para esta tarea. Tampoco lo eran las otras tres. ¿Dónde podría encontrar a alguien que esté con mi hija en casa y le dé todo lo que necesite? Los Smart ya son muy mayores para hacerlo ellos solos, y han hablado de jubilarse. ¿Haría eso una de sus alumnas, señorita Martin? Me pasó por la cabeza, lo confieso, la idea de ofrecerle el puesto a la señorita Bains o a la señorita Wood si el empleo al que venían resultaba inconveniente.

Estaban a punto de salir del bosquecillo a una amplia extensión de hierba, donde había varias personas, caminando o sentadas, disfrutando del calor de esa tarde de verano. Se detuvieron a la sombra de un viejo roble, contemplando el espacio iluminado por el sol.

– No sé si una persona muy joven sería apta para la tarea -dijo entonces ella-. Y en Londres. Esa niña necesita aire y ejercicio, lord Attingsborough. Necesita el campo. Necesita una madre.

– Que es lo único que nunca le podré dar.

La miró y por la expresión de sus ojos vio que ella entendía que su matrimonio no le daría una madre a Lizzie. Su hija era ilegítima y debía mantenerla en secreto, siempre, siempre separada de la familia legítima que pudiera tener en el futuro.

Todo había sido bastante sencillo cuando Sonia estaba viva. Él sabía, por supuesto, que su hija llevaba una existencia que no era la ideal, pero se satisfacían sus necesidades básicas, y siempre tenía un hogar, seguridad, el afecto de los Smart, ah, y el de Sonia también, y amor en abundancia por su parte.

– La ansiedad ha sido mi acompañante desde la muerte de Sonia, señorita Martin -continuó-. Supongo que ya la tenía antes, aunque solamente desde que me enfrenté a la realidad de que Lizzie estaba creciendo. A una niña discapacitada, cuando es pequeña, se la puede mimar, proteger y tenerla en el regazo, dentro del círculo de los brazos. Pero ¿qué va a ser de ella cuando sea adulta? ¿Podré encontrarle un marido que sea bueno y amable con ella? Puedo bañarla en riqueza, por supuesto, pero ¿y su ser interior? ¿Qué habrá para sostenerla y darle algo de felicidad? ¿Qué le ocurrirá cuando yo muera?

La señorita Martin le puso una mano en el brazo y él giró la cabeza para mirarla, curiosamente consolado. Sus inteligentes ojos grises miraban fijamente a los suyos y, sin pensarlo, le cubrió la mano con la suya.

– Déjeme conocer mejor a Lizzie, lord Attingsborough. Y déjeme pensar en la posibilidad de que vaya a mi escuela. ¿Podría volver a verla?

De repente él cayó en la cuenta, con cierto azoramiento, de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Los cerró para disiparlas.

– ¿Mañana? -dijo-. ¿A la misma hora?

– Si el tiempo sigue estable tal vez podríamos llevarla a alguna parte, sacarla al aire libre -dijo ella, deslizando la mano libre por su brazo-. ¿O no desea que le vean con ella?

– Podríamos llevarla a hacer una merienda campestre -sugirió él-, en Richmond Park o en Kew Gardens.

– La decisión se la dejo a usted -dijo ella-. ¿Alguien sabe lo de su hija?

– Neville, el conde de Kilbourne. La conoce y a veces cuida de ella cuando yo estoy ausente, como cuando estuve en Bath hace poco. Pero, fundamentalmente, un caballero se ocupa de estos asuntos en privado. No es algo de lo que uno habla con sus iguales.

– ¿Y lo sabe la señorita Hunt?

– ¡Buen Dios, no!

– Sin embargo, se va a casar con ella.

– Eso es algo muy reciente, señorita Martin. Mi padre ha estado enfermo y se imagina, tal vez con razón, que la enfermedad le ha afectado el corazón. Antes de llamarme a Bath, invitó a ir ahí a lord Balderston, el padre de la señorita Hunt, y entre los dos urdieron este proyecto de matrimonio. Tiene lógica. Tanto la señorita Hunt como yo estamos solteros y pertenecemos al mismo mundo. Nos conocemos desde hace unos años y siempre nos hemos llevado bien. Pero hasta el momento en que hablé con mi padre, nunca se me había ocurrido cortejarla. No podía pensar en cortejar a nadie estando viva Sonia. Soy partidario de las relaciones monógamas, aun cuando la mujer sea una amante. Por desgracia, nos fuimos distanciando a lo largo de los años, aunque creo que siempre continuamos teniéndonos afecto. En realidad, durante los últimos dos o tres años de su vida ni siquiera… Bueno, no tiene importancia.

Había descubierto, con cierta sorpresa, que Sonia le era infiel. Y si bien no podía echarla debido a Lizzie, nunca más volvió a acostarse con ella.

Claudia Martin no era una señorita tonta ni afectada.

– ¿Lleva más de dos años de abstinencia sexual, entonces? -le preguntó.

Él se rió, a su pesar.

– Es algo muy degradante para que lo reconozca un caballero, ¿verdad?

– No, en absoluto -replicó ella-. Yo llevo muchos años más, lord Attingsborough.

Él se sintió como si estuviera en medio de un extraño sueño. ¿De veras estaba teniendo esa conversación tan indecorosa con la señorita Claudia Martin, nada menos?

– ¿No toda su vida? -preguntó.

– No -repuso ella en voz baja, pasado un momento-. No toda mi vida.

¡Buen Dios!

Y, claro, su mente formuló inmediatamente la pregunta: «¿quién?»

Y la respuesta le llegó rápida: «¿McLeith?» ¡Maldito fuera!

Si era cierto, se merecía que lo colgaran, lo arrastraran y descuartizaran.

¡Como mínimo!

– ¡Oh! -Dijo ella de repente, mirando algo en la parte iluminada por el sol, transformándose al instante en la maestra de escuela gazmoña y ofendida-. ¡Mire!

Y tras decir eso, entró en la amplia extensión de hierba y comenzó a reprender a un obrero que por lo menos la triplicaba en tamaño, porque había estado golpeando con un palo a un escuálido perro blanco y negro, que estaba gimiendo, de miedo y dolor.

Joseph no la siguió inmediatamente.

– ¡Matón cobarde! -dijo ella. Lo interesante fue que no gritó, aunque su voz había adquirido el poder que la hacía audible desde cierta distancia-. ¡Deje de hacer eso inmediatamente!

– ¿Y quién me va a parar? -preguntó el hombre con insolencia, mientras unos cuantos transeúntes se detenían a mirar y escuchar.

Joseph avanzó un paso cuando el hombre levantó el palo y lo bajó hacia el lomo del encogido perro, pero este se detuvo a la mitad, sobre la mano de la señorita Martin.

– Tiene conciencia, es de esperar -dijo ella-. A los perros se los debe amar y alimentar si se quiere que presten un servicio leal. No están para que unos gamberros brutos los golpeen y los maten de hambre.

Se oyó una débil palabra de aliento entre los espectadores.

Joseph sonrió de oreja a oreja.

– Oiga -dijo el hombre-, fíjese bien a quién llama bruto o le daré un buen motivo para hacerlo. Y a lo mejor, ya que es tan encumbrada y poderosa querría amar y alimentar a este perro bueno para nada. Para mí es del todo inútil.

– Ah, así que ahora va a añadir abandono a sus otros pecados, ¿eh?

Joseph apresuró el paso. El hombre daba la impresión de querer plantarle cara. Pero entonces sonrió burlón, enseñando un buen conjunto de dientes podridos.

– Sí, exacto, eso es lo que haré -dijo. Se agachó, cogió al asustado perro con una mano y la empujó acercándola a él hasta que ella puso las manos para cogerlo-. Ámelo y aliméntelo, señora. Y no lo abandone, añadiendo eso a sus pecados.

Y sonriendo para celebrar su gracia, se alejó a largas zancadas por el parque, entre vivas de unos pocos jóvenes dandis y exclamaciones de desaprobación por parte de otros espectadores de mejor corazón.

– Bueno -dijo entonces la señorita Martin, volviéndose hacia él. Se le había ladeado la papalina y eso le daba un aire travieso, pícaro-. Parece que he adquirido un perro. ¿Qué voy a hacer con él?

– ¿Llevarlo a casa, bañarlo y darle de comer? -dijo Joseph, sonriendo-. Es un border collie, un ejemplar poco lucido para su raza, pobrecillo.

Y apestaba también.

– Pero es que no tengo casa a la cual llevarlo -dijo ella, mientras el perro la miraba y gemía-. Y aun en el caso de que estuviera en Bath no podría tener un perro en la escuela. Uy, Dios mío, ¿no es adorable?

Joseph se echó a reír. El perro no tenía nada de adorable.

– Lo albergaré en mi establo, si quiere, y le buscaré un hogar permanente.

– ¿En un establo? Oh, pero es que ha sido terriblemente maltratado. Sólo hay que mirarlo a los ojos para saber eso, aun cuando uno no hubiera visto esa horrible exhibición de brutalidad. Necesita compañía y necesita «amor». Tendré que llevarlo a la casa de Susanna, y espero que Peter no nos arroje a los dos a la calle.

Se echó a reír.

Ah, sí, pensó él, sí que era capaz de mostrar pasión, aunque sólo fuera pasión por la justicia hacia los pisoteados.

Juntos regresaron por el sendero hasta el tílburi, y ahora él volvía a sentirse animado, alegre. Ella no era el tipo de mujer que abandonaría ni siquiera a un perro necesitado ni delegaría en otra persona sus tiernos cuidados. Seguro que ayudaría a Lizzie también, aunque no tenía ninguna obligación de hacerlo, por supuesto.

Cogió al perro de los brazos de ella, lo colocó en las manos de su asombrado mozo y la ayudó a subir al asiento del tílburi. Después colocó al perro en su regazo y ella lo acomodó ahí, bien seguro, entre la falda y los brazos.

– Creo que se ha hecho realidad una parte de su sueño, señora -dijo.

Ella lo miró un momento sin comprender y luego se rió.

– Ahora lo único que necesito es la casita rústica y la malva loca.

A él le encantaba su risa; lo hacía sentirse animado y esperanzado.

– Ese bruto no era un enclenque -dijo ella mientras él se sentaba a su lado y cogía las riendas-. Tal vez lleve el verdugón que me ha dejado con el palo en la palma unos buenos dos días. Habría gritado si hubiera estado dispuesta a darle esa satisfacción.

– ¡Diablos! -exclamó él-. ¿Le ha hecho mucho daño? Debería haberle puesto los dos ojos morados.

– Ah, no, no. La violencia no es respuesta a la violencia, nunca. Sólo engendra más.

Él giró la cabeza para sonreírle otra vez.

– Señorita Martin, es usted extraordinaria.

Y muy bien parecida, pensó, con las mejillas sonrosadas, la papalina ladeada y los ojos brillantes.

Ella se volvió a reír.

– Y a veces una tonta impulsiva. Aunque, menos mal, no he sido así desde hace años. Perrito, ¿cómo te llamas? Supongo que tendré que ponerte un nombre nuevo.

Joseph continuaba sonriendo de oreja a oreja a las cabezas de sus caballos.

La verdad, se sentía bastante hechizado por ella. Estaba claro que en ella había muchísimo más que sólo esa maestra de escuela gazmoña y severa.

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