CAPÍTULO 20

Al final Claudia regresó a Lindsey Hall sin Lizzie. Cuando volvió el marqués a su habitación, la niña estaba profundamente dormida y daba la impresión de que dormiría toda la noche si no se le perturbaba el sueño. Lady Ravensberg se ofreció a ordenar que le prepararan la cama a él en una carriola en el vestidor.

Él insistió en acompañar a Claudia a Lindsey Hall llevándola en su coche; los invitados de ahí ya habían vuelto a casa hacía rato, lógicamente. La vizcondesa, Anne y Susanna prometieron turnarse para velar el sueño de la pequeña hasta que él volviera.

Claudia insistió en volver sola, pero él no quiso ni oír hablar de eso. Tampoco quisieron Anne y Susanna, que le recordaron que ya era casi de noche. Y, el cielo la amparara, pensó Claudia, cuando terminó de bajar la escalera con él y salieron a la terraza donde los esperaba el coche, no iba a discutir ese punto.

Los vizcondes Ravensberg estaban ahí con lady Redfield.

– Señorita Martin -dijo la condesa-, espero que no haga el menor caso de lo que dijeron lady Sutton y la señorita Hunt. Mi marido y yo hemos estado encantados de tenerlas aquí a usted y a las niñas de su escuela, incluida Lizzie Pickford, y no descuidó su deber cuando fue a caminar con su amigo de la infancia el duque de McLeith. Todos estábamos vigilándola, y todos fuimos responsables de dejar que se alejara y perdiera.

– La señorita Martin no tuvo ninguna culpa -dijo el marqués de Attingsborough-. Cuando fue a caminar yo estaba jugando con Lizzie. Ella tenía todos los motivos para creer que yo la mantendría a salvo.

Dicho eso ayudó a Claudia a subir al coche y luego subió él.

– Señorita Martin -dijo la vizcondesa metiendo la cabeza en el interior antes que cerraran la puerta-, vendrá al baile de aniversario mañana, ¿verdad?

A Claudia no se le ocurrió nada que deseara menos.

– Tal vez sería mejor que no viniera -contestó.

– No, nada de eso -dijo la vizcondesa-. Si no viene, todo el mundo pensará que algunos de nuestros huéspedes tienen más poder que nosotros para decidir a quién se recibe bien en nuestra casa.

– Lauren tiene toda la razón, señorita Martin -dijo la condesa-. Por favor, venga. -Le hizo un guiño-. No me da la impresión de ser una dama carente de valentía.

Claudia captó la mirada del vizconde y este le hizo un guiño.

– Son muy amables -contestó-. Muy bien, entonces, vendré.

Lo que de verdad deseaba hacer, pensó, era volver sola a Lindsey Hall, hacer sus maletas y marcharse a primera hora de la mañana. Mientras se cerraba la puerta y el coche se ponía en marcha, recordó la última vez que se marchó de Lindsey Hall. Ay, lo que le gustaría repetir esa salida.

De pronto le pareció que el coche estaba atiborrado, con sólo ellos dos, el mismo coche en el que él se refugió de la lluvia durante el trayecto de Bath a Londres, cuando ella se sintió desagradablemente consciente de su masculinidad. Nuevamente se sentía consciente, aunque muchísimo más que aquella vez, entonces recordó lo que, por increíble que fuera, casi había olvidado en el torbellino emocional de esa última hora más o menos. Cuando estaban sentados en la cama de la cabaña del bosque, él le habló sin sonido, sólo con el movimiento de los labios, pero ella oyó las palabras fuertes y claras: «Te amo».

Era muy probable, pensó, que el dolor del corazón acabara rompiéndoselo antes que acabara todo. Y eso era una evaluación optimista del futuro. Sí, se le rompería. En realidad, eso ya había ocurrido.

– La señorita Hunt ha roto nuestro compromiso -dijo él, mientras las ruedas del coche retumbaban sobre el puente palladiano.

A veces una frase, por corta que sea, no tiene el poder para ser captada por la mente toda entera de una vez. Fue como si hubiera oído las palabras por separado, y necesitó armarlas para saber lo que decían.

– ¿Irrevocablemente? -preguntó.

– Me dijo que no lograba imaginarse nada que la hiciera cambiar de opinión.

– ¿Porque tiene una hija ilegítima?

– Resulta que no es ese el motivo. No le importa si tengo cualquier cantidad de amantes e hijos. En realidad, espera eso de mí, como lo espera de todos los hombres. Lo que la ha ofendido es que yo transgredí una de las reglas capitales de la buena sociedad al reconocer el parentesco de Lizzie conmigo. Mi negativa a ordenar que se la llevaran de Alvesley esta noche y de Lindsey Hall mañana, y a prometer no mencionarla nunca más, fue el motivo de que me informara de que no podía casarse conmigo.

– Tal vez recapacite y cambie de opinión después de una reflexión más calmada -dijo ella.

– Tal vez -convino él. Guardaron silencio un rato.

– ¿Qué va a pasar entonces? -preguntó ella-. ¿Qué le ocurrirá a Lizzie? Eleanor está de acuerdo conmigo en que es educable y en que acabará adaptándose, y que está deseosa de aprender. Sería un placer aceptar el reto de tenerla en la escuela. Sin embargo, no sé si eso es lo que desea ella, aun cuando sé que ha disfrutado mucho con la compañía y las actividades.

– Lo que he deseado hacer desde el momento en que murió Sonia -dijo él-, es trasladar a Lizzie a Willowgreen, mi casa en Gloucestershire. Siempre ha sido un sueño imposible, pero tal vez ahora podría hacerlo realidad. El secreto ya ha salido a la luz, después de todo, y he descubierto que me importa un rábano lo que piense de mí la sociedad. Normalmente la sociedad no es ni la mitad de villana que suponemos que es. Anne y Sydnam Butler tienen al hijo de ella en Alvesley; él nació fuera del matrimonio nueve años antes que se conocieran, pero claro, usted ya sabe todo eso. A David Jewell no lo tratan de ninguna manera diferente a los demás niños.

– Ah, creo que Willowgreen, el campo, sería perfecto para Lizzie -dijo Claudia; sentía un anhelo sin nombre, que no continuaría innombrado si lo pensaba mucho-. ¿Cómo organizaría su educación?

– Le contrataría a una acompañante y a una institutriz. Pero yo podría pasar muchísimo más tiempo con ella. Le enseñaría cosas sobre el campo, las plantas y los animales, acerca de Inglaterra, historia. Contrataría a alguien para que le enseñara a tocar el piano, el violín o la flauta. Tal vez dentro de uno o dos años estaría más preparada para ir a la escuela y mejor dispuesta que ahora. Mientras tanto, yo podría estar en casa con ella durante periodos mucho más largos de los que lo he podido estar en Londres. Así estaría menos ocioso, y me ocuparía en actividades más valiosas. Quizá de ese modo hasta usted llegara a aprobarme.

Ella giró la cabeza y lo miró. El coche acababa de salir del bosque al final del camino de entrada e iba cruzando las puertas, y los últimos rayos del sol poniente iluminaron la cara de él. Observó que había hablado en teoría, como si no creyera de verdad en su libertad.

– Sí -dijo-, tal vez podría.

Él esbozó su sonrisa indolente.

– Aunque en realidad ya le apruebo -añadió ella-. No ha pasado tanto tiempo en Londres por motivos frívolos. Lo ha hecho por amor. No hay ningún motivo más noble. Y ahora ha reconocido públicamente a su hija. Eso también lo apruebo.

– Habla como la maestra de escuela gazmoña que me saludó en Bath.

– Eso es lo que soy -dijo ella, juntando las manos en la falda.

– ¿No fue usted la que le dijo a mi hija, no hace mucho, que a nadie se le puede definir solamente con etiquetas?

– Tengo una vida rica, lord Attingsborough. Me la he forjado yo, y soy feliz con ella. Es muy distinta de la que he vivido estas últimas semanas, y no veo la hora de volver a ella.

Había girado la cabeza para mirar por la ventanilla.

– Lamento el trastorno que he causado en tu vida, Claudia. -No ha causado nada que yo no haya permitido. Volvieron a quedarse en silencio, un silencio plagado de tensión, aunque curiosamente amigable también. La tensión, claro, era sexual. Ella estaba muy consciente de eso. Pero no era lujuria. No era solamente el deseo de abrazarse y tal vez pasar a algo más que simples abrazos y besos. El amor le daba un toque consolador y agradable a la atmósfera y, sin embargo, el amor todavía podría ser trágico. La señorita Hunt podría cambiar de opinión. ¿Y si no cambiaba?

Pero su mente no pudo pasar más allá de ese obstáculo.

Cuando el coche dio la vuelta a la enorme fuente y se detuvo ante la puerta de Lindsey Hall, salieron inmediatamente los duques de Bewcastle.

– Ah -dijo la duquesa cuando el cochero abrió la puerta y bajó los peldaños-, la ha acompañado el marqués, señorita Martin. Cuánto me alegro. Nos preocupaba que viniera sola. Pero Lizzie, ¿no ha venido con usted?

– Está durmiendo -le explicó el marqués, bajando y girándose a ayudarla a bajar a ella-. Me pareció mejor no despertarla. Me la llevaré de allí mañana, a otro lugar, si usted lo desea.

– ¿Un lugar diferente de Lindsey Hall, quiere decir? -preguntó la duquesa-. Espero que no, por supuesto. Aquí es donde le corresponde estar hasta que se marchen a Bath Eleanor y la señorita Martin. Yo la invité a venir aquí.

– He pensado que tal vez yo debería marcharme mañana también -dijo Claudia.

– Señorita Martin -terció el duque-. ¿No estará pensando en dejarnos de la manera que eligió la última vez, es de esperar? Es cierto que Freyja atribuye al disgusto y la culpabilidad que sintió esa vez el haberse convertido en un ser humano tolerable, pero yo no logré encontrar ese consuelo en el incidente, y menos aún cuando me enteré de que Redfield la llevó con su pesada maleta en su coche porque usted no aceptó el mío.

Lo dijo en tono altivo y algo lánguido, con la mano en el mango de su monóculo levantada a medio camino hacia el ojo.

La duquesa se rió.

– Ah, cómo me gustaría haber visto eso -dijo-. Freyja nos contó la historia durante el trayecto de vuelta de Alvesley Park. Pero pasen, por favor, los dos, a reunirse con todos los demás en el salón. Y si teme, lord Attingsborough, encontrar aquí ceños desaprobadores, eso quiere decir que no conoce a la familia Bedwyn ni a sus cónyuges, ¿verdad, Wulfric?

– Desde luego -dijo el duque, arqueando las cejas.

– Yo no entraré, gracias -dijo el marqués-. Debo volver pronto a Alvesley. Señorita Martin, ¿tendría la amabilidad de dar un paseo un momento conmigo antes de entrar?

– Sí, gracias -dijo ella.

Captó la cálida sonrisa que les dirigió la duquesa cuando se cogió del brazo del duque y los dos se giraron para entrar en la casa.


Joseph no conocía bien el parque de Lindsey Hall. Tomó la dirección hacia el lago, donde casi una semana antes el perro había llevado a Lizzie. Caminaron en silencio, él con las manos cogidas a la espalda y ella con las manos cogidas delante de la cintura.

Se detuvieron al llegar a la orilla, cerca del lugar donde él le enseñó a Lizzie a arrojar guijarros al agua para oírlos hacer plop. La última luz del sol poniente hacía brillar el agua. Arriba se extendía el cielo, claro en el horizonte y más oscuro arriba. Ya se veían estrellas.

– Es muy posible que mi padre y mi hermana convenzan a Portia de que va en contra de sus intereses poner fin al compromiso -dijo.

– Sí.

– Aun cuando ella dijo que nada podría hacerla cambiar de opinión -añadió él-, y yo no voy a transigir. Lizzie continuará siendo una parte visible de mi vida. Pero para una dama es algo terrible romper un compromiso, en especial dos veces. Podría reconsiderarlo.

– Sí.

– No puedo hacerte ninguna promesa.

– No pido ninguna. Además de ese obstáculo, hay otros. No puede haber ninguna promesa, ningún futuro.

Él no tenía muy claro si estaba de acuerdo con ella, pero no tenía ningún sentido oponer argumentos en ese momento. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que entre su padre y Wilma persuadirían a Portia de que reanudara sus planes para casarse con él.

– Ningún futuro -dijo en voz baja-. Sólo el presente. En el presente estoy libre.

– Sí.

Él le buscó la mano y ella se la cogió; entonces entrelazó los dedos con los suyos, acercándola más a su costado y echó a caminar siguiendo la orilla. Más allá se veía un bosque que se extendía hasta casi la orilla del lago.

Se detuvieron cuando llegaron allí; estaba oscuro por el follaje. La hierba estaba bastante crecida y se notaba blanda bajo los pies. Se giró a mirarla, le cogió la otra mano, entrelazó los dedos y se llevó las dos manos cogidas a la espalda de forma que ella quedó estrechamente unida a él, tocándolo con los pechos, el vientre y los muslos. Entonces echó atrás la cabeza, aunque él ya no le veía la cara con claridad.

– Deseo más que besos -dijo, acercando la cara a la de ella.

– Sí, yo también.

Él sonrió, aunque ella no podía verlo en la oscuridad. Su voz había sonado enérgica y gazmoña, en desacuerdo con sus palabras y la cálida rendición de su cuerpo.

– Claudia -musitó.

– Joseph.

Él volvió a sonreír. Se sintió ya acariciado. Era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre de pila.

Entonces bajó más la cabeza y la besó en la boca.

Todavía no dejaba de asombrarlo que de todas las mujeres que podría haber poseído o amado durante los quince últimos años más o menos, fuera ella la que había elegido su corazón. Ante ella incluso el recuerdo de su amor por Barbara se desvanecía y perdía importancia. Deseaba a esa mujer fuerte, inteligente, disciplinada, más de lo que había deseado nada ni a nadie jamás.

Se exploraron las bocas con los labios, lenguas y dientes, con las manos cogidas a la espalda de él. La boca de ella era cálida y acogedora, y se la acarició con la lengua, deslizándola por sus superficies hasta que ella gimió y profundizó el beso. Pasado un momento él echó atrás la cabeza y volvió a sonreír. Los ojos se le habían adaptado a la oscuridad, así que la vio sonreírle, con expresión soñadora y sensual.

Le soltó las manos y se quitó la chaqueta. Hincando una rodilla la extendió sobre la hierba y le tendió la mano.

Ella se la cogió, se arrodilló también y luego se tendió, con la cabeza y la espalda sobre la chaqueta.

Ese, estaba muy consciente, podría ser el único momento que tuvieran para ellos. Al día siguiente podría haber cambiado todo otra vez. Ella también lo sabía; levantó los brazos hacia él.

– No me importa el pasado ni el futuro -dijo-. Les damos demasiado poder sobre nuestra vida. Me importa el presente, el «ahora».

Él se inclinó y la volvió a besar; después bajó todo el cuerpo hasta quedar tendido a su lado.

Para ella habían sido dieciocho años y para él casi tres. Percibía el deseo de ella y trató de poner freno al suyo. Pero a veces la pasión no obedece ninguna orden que no sea su intensa necesidad.

La besó en la boca, devorándosela con la lengua, la exploró con las manos impacientes, descubriendo un cuerpo bien formado y seductor. Le levantó la falda, le bajó las medias y le acarició la piel sedosa y firme de las piernas, hasta que no le bastó con las manos. Bajó la cabeza y le recorrió con besos suaves como una pluma desde los tobillos a las rodillas, le besó y lamió las corvas de las rodillas, hasta que ella estuvo jadeante y con las manos apretadas en su pelo. Buscó los botones en la espalda del vestido y se los soltó uno a uno hasta poder bajarle el corpiño por los hombros, junto con la camisola, y dejó al descubierto sus pechos.

– No soy hermosa -dijo ella.

– Deja que yo sea el que lo juzgue.

Le acarició los pechos con las manos y los labios, deslizándolos por ellos, y le lamió los pezones duros hasta que ella estuvo jadeando otra vez.

Pero no yacía ahí pasiva. Se movía al sentir sus caricias y con las manos lo exploraba por debajo del chaleco. Le soltó los faldones de la camisa y metiendo las manos por debajo las subió por su espalda hasta los hombros, acariciándosela. Entonces sacó una mano y la bajó por entre ellos para cubrir su miembro duro por encima de los pantalones.

Él le cogió la muñeca, le apartó la mano y entrelazó los dedos con los de ella.

– Piedad, mujer -le dijo con la boca sobre sus labios-. Me queda muy poco autodominio sin que me toques ahí.

– A mí no me queda nada -repuso ella.

Riendo, él volvió a meter la mano por debajo de su falda y la deslizó por el interior de sus muslos hasta llegar a la entrepierna. Estaba caliente y mojada.

Ella gimió.

Se desabotonó la bragueta y la montó, separándole los muslos con los de él, pasó las manos por debajo de ella para amortiguarle la dureza del suelo, la penetró y presionó hasta tener el miembro bien al fondo y sintió cerrarse sus músculos alrededor.

Ella levantó las rodillas, apoyando los pies en la hierba y se arqueó apretándose a él para hacer más profunda la penetración; él hizo una lenta inspiración, con la cara apoyada en un lado de la de ella.

– Claudia -le dijo al oído.

Hacía mucho, muchísimo tiempo, una eternidad, y sabía que no podría prolongar lo que acababa de comenzar. Pero necesitaba recordar que era con Claudia, que eso era mucho más que una simple relación sexual.

– Joseph -dijo ella, con la voz ronca, gutural.

Se retiró y embistió, y el ritmo del amor los atrapó a los dos en su urgente crescendo hasta que todo estalló en gloria y eyaculó dentro de ella.

Demasiado pronto, pensó pesaroso mientras su cuerpo se iba relajando, ya saciado.

– Como un escolar demasiado excitado -musitó.

Ella se rió en voz baja y giró la cara para besarlo en los labios.

– Pues no me lo ha parecido -dijo.

Él rodó hacia un lado llevándola con él hasta que los dos quedaron de costado cara a cara.

Ella tenía razón. Nada había ido mal. Por el contrario, todo había ido bien, perfecto.

Y por el momento era suficiente. Y ese momento podría ser el único que tuvieran. Se abrazó al momento, tal como la tenía abrazada a ella, y le ordenó que se convirtiera en una eternidad, infinita.

Veía la luna arriba, sentía la brisa fresca, sentía el cuerpo cálido, blando, relajado, de la mujer que tenía en los brazos, así que se permitió sentir felicidad.


Claudia sabía que no lo lamentaría, tal como en ningún momento había lamentado ese beso en Vauxhall.

Sabía también que sólo habría esa noche, o mejor dicho ese anochecer. Ahora él debía volver a Alvesley.

Estaba todo lo segura que podía estar de que la señorita Hunt no renunciaría fácilmente a un premio matrimonial como el marqués de Attingsborough. Al duque de Anburey y a la condesa de Sutton no les costaría mucho hacerla entrar en razón. Y claro, él, Joseph, no tendría otra opción que reanudar el compromiso, puesto que este no se había roto públicamente. Era un caballero después de todo.

Así que sólo tendrían ese momento del anochecer.

Pero no lo lamentaría. Sufriría, sin duda, pero claro, también habría sufrido aunque no hubiera existido ese momento.

Se resistió a dormirse. Se dedicó a contemplar la luna y las estrellas sobre el lago, a oír el chapaleteo casi silencioso del agua al lamer la orilla, a sentir la frescura de la hierba en las piernas, a aspirar el olor de los árboles y de la colonia de él, a saborear sus besos en los labios ligeramente hinchados.

Estaba cansada, exhausta en realidad. Y, sin embargo, nunca se había sentido tan viva.

No lo veía con claridad en la oscuridad, pero se dio cuenta cuando se quedó dormido y luego cuando se despertó con un ligero sobresalto. Sintió una inmensa pena ante la imposibilidad de poder detener el tiempo.

La próxima semana a esa hora estaría de vuelta en la escuela preparando las clases y los horarios para el año escolar. Esa era siempre una época estimulante, vigorizadora. La estimularía, le daría ánimo.

Pero todavía no.

Por favor, todavía no. Aun era demasiado pronto para que el futuro invadiera el presente.

– Claudia -dijo él-, si hubiera consecuencias…

– Oh, vaya por Dios, no las habrá. Tengo treinta y cinco años.

Era ridículo decir eso, por supuesto. «Sólo» tenía treinta y cinco años. Sus reglas le decían que todavía podía concebir hijos. No había pensado en eso, o si lo había pensado había desechado el pensamiento. Sería tonta.

– Sólo treinta y cinco años -dijo él, haciéndose eco de su pensamiento.

Pero no completó la frase que comenzó. ¿Cómo podría? ¿Qué podía decir? ¿Que se casaría con ella? Si la señorita Hunt decidía obligarlo a atenerse al compromiso, no estaría libre para hacerlo. Y aun en el caso de que no reanudara el compromiso y él quedara libre…

– Me niego a preocuparme -dijo-, o a pensar en cosas desagradables en este momento.

Eso era exactamente el tipo de estupidez acerca de la que sermoneaba a las chicas mayores antes que salieran de la escuela, en especial a las de no pago, que enfrentarían más riesgos que las que tenían familias que velaran por ellas.

– ¿Sí? -dijo él-. Estupendo.

Subió las manos por su espalda, acariciándosela, le mordisqueó la oreja y deslizó la boca por el lado del cuello; ella lo abrazó con más fuerza, le besó el pecho, el cuello, la mandíbula hasta llegar a su boca. En el vientre sintió la presión de su miembro duro y comprendió que el momento de esa noche aún no había acabado.

Continuaron de costado. Él le levantó la pierna, la puso sobre su cadera, se posicionó y la penetró.

Esta vez el frenesí fue menor, la avidez, la locura. Él se movía con más lentitud y firmeza, y ella también hizo más pausados sus movimientos; sentía la presión de su miembro duro e hinchado en la vagina mojada, oía los sonidos de succión y salida. Se besaban y besaban, suavemente, con las bocas abiertas.

Y de repente a ella le pareció que de verdad era hermosa. Y femenina, apasionada y todas las cosas que había creído de sí misma antes, y que luego dejó de creer cuando ni siquiera era totalmente una mujer. Él era hermoso, la amaba y le estaba haciendo el amor.

En cierto modo él la liberaba, la liberaba de las inseguridades que la habían acompañado durante dieciocho años, la liberaba para ser la persona completa que era realmente. Maestra y mujer, empresaria y amante, próspera y vulnerable, disciplinada y apasionada.

Era quien era, sin etiquetas, sin pedir disculpas, sin límites.

Era perfecta. También lo era él. También lo era ese acto de amor.

Simplemente perfecto.

Él colocó las manos detrás de sus caderas y la sujetó con firmeza para embestir con más fuerza profundizando las penetraciones, aunque estaba claro que lo hacía más por resolución que por urgencia. La besó en la boca y le susurró palabras que su corazón entendió pero sus oídos no lograron descifrar. Y entonces él se quedó quieto dentro de ella, ella se apretó a él y algo se abrió en el fondo mismo de su ser y lo dejó entrar, y él entró y entró, eyaculando, hasta que ya no hubo ni ella ni él sino solamente ellos.

Continuaron así abrazados sin decir palabra un largo rato, hasta que él aflojó la presión de los brazos y ella supo con pesar que volvían a ser dos, y continuarían así el resto de sus vidas.

Pero no lo lamentaría.

– Tengo que llevarte de vuelta a la casa -dijo él, sentándose y arreglándose la ropa, mientras ella se subía las medias, se bajaba la falda y se subía el corpiño-. Y después volver a Alvesley.

– Sí -dijo ella, reajustándose algunas horquillas.

Él se incorporó, le tendió la mano, ella se la cogió, y la puso de pie, y se quedaron cara a cara, casi sin tocarse.

– Claudia, no sé…

Ella le puso un dedo sobre los labios, tal como hiciera esa noche en Vauxhall.

– No esta noche -dijo-. Deseo que esta noche continúe perfecta. Quiero poder recordarla tal como es. Todo el resto de mi vida.

Él cerró la mano sobre su muñeca y le besó el dedo.

– Tal vez la noche de mañana sea igual de perfecta -dijo-. Tal vez lo sean todos nuestros mañanas.

Ella se limitó a sonreír. Eso no lo creía ni por un instante, pero pensaría en eso mañana, pasado mañana y…

– ¿Irás al baile? -preguntó él.

– Ah, sí. Preferiría no ir, por supuesto, pero creo que la condesa y lady Ravensberg se ofenderían, e incluso se sentirían heridas, si no voy.

¿Y cómo podía no ir, incluso sin esa motivación? La noche del día siguiente podría ser la última vez que lo viera. En todo el resto de su vida.

Él le besó la muñeca y le soltó la mano.

– Me alegra -dijo.

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