Algunas de las niñas mayores habían salido a caminar. Una de las menores estaba tocando con mucha aplicación la espineta del aula de Lindsey Hall. Otra se encontraba sentada con las piernas recogidas en el asiento de la ventana leyendo en silencio. Una tercera estaba bordando una enorme margarita en la esquina de un pañuelo de algodón. Molly leía Robinson Crusoe en voz alta y Becky, la hija mayor de lady Aidan, la escuchaba atentamente, embelesada. Claudia le estaba enseñando a hacer punto a Lizzie; había urdido veinte puntos y hecho cuatro hileras para que comenzara. El collie estaba echado a los pies de las dos, con la cabeza apoyada en las patas y los ojos mirando hacia arriba.
Claudia oyó abrirse la puerta y miró. Era Eleanor, que había estado tomando un desayuno largo con la duquesa.
– Señorita Martin -dijo-, el duque de McLeith ha venido de Alvesley otra vez y desea verte. Mientras tanto, yo me quedaré con las niñas. Ah, Lizzie está aprendiendo a hacer punto. Déjame ver si puedo ayudarla. Y disculpa, Molly, he interrumpido tu lectura. Continúa, por favor.
Entonces le hizo un guiño a ella. Después de la última visita de Charlie, habían mantenido una larga conversación. Eleanor estaba convencida de que el interés de él era algo más que fraternal.
Lo encontró en el salón de mañana, abajo, conversando con el duque de Bewcastle y lord Aidan. Estos dos salieron al poco rato.
Fue a sentarse. Charlie no lo hizo, sino que fue hasta la ventana y se quedó ahí mirando hacia fuera, con las manos cogidas a la espalda, dándose golpecitos.
– Desde que me obligaste a recordar -dijo-, se han abierto las compuertas de mi memoria, Claudia. No sólo he recordado los «hechos», que son relativamente fáciles de olvidar, sino también los «sentimientos», que no se pueden olvidar nunca, sólo se pueden reprimir. Esta última semana no he hecho otra cosa que recordar lo atrozmente desgraciado que fui cuando te dejé y lo totalmente incapaz que me sentía de volverte a mirar a la cara cuando me vi obligado a casarme con otra. De verdad no tenía otra opción, lo sabes. Tenía que casarme…
– Con una mujer de tu mundo -interrumpió ella-. Una mujer que no te avergonzara o te dejara en ridículo con la inferioridad de su nacimiento y sus modales.
Él giró la cabeza hacia ella.
– Eso no. Nunca pensé esas cosas de ti, Claudia.
– ¿No? ¿Fue otra persona la que imitó tu letra para escribirme esa última carta, entonces?
– Yo no escribí esas cosas -protestó él.
– Decías que lamentabas ser tan franco conmigo, pero que, en realidad, no deberían haberte llevado a vivir con mi padre y conmigo, puesto que siempre estaba la posibilidad de que heredaras un ducado algún día. Que deberían haberte dado un hogar y una educación más apropiados para tu posición. Que haber vivido con nosotros todos esos años te ponía en una situación incómoda con tus iguales. Debo comprender por qué consideraste necesario romper toda conexión conmigo. Eras un «duque». Decías que no debían verte relacionado tan íntimamente con personas inferiores que no eran dignas de tu atención. Te ibas a casar con lady Mona Chesterton, que era todo lo que debía ser una duquesa y tu esposa.
Él estaba pálido y horrorizado.
– ¡Claudia! Yo no escribí esas cosas.
– Entonces me gustaría saber quién las escribió. Perder a un ser amado es una de las peores cosas que le puede suceder a alguien, Charlie. Pero ser rechazada por ser inferior, y verse despreciada porque simplemente no vale nada… Me llevó años recuperar el respeto por mí misma, mi seguridad en mí misma. Y reunir las partes de mi corazón destrozado y armarlas. ¿Te extraña que no me sintiera encantada cuando volví a verte en Londres hace unas semanas?
– ¡Claudia! -Se pasó la mano por el pelo algo ralo-. ¿Dios mío? Debo de haber estado tan desquiciado que no sabía lo que pensaba.
Ella no le creyó ni por un instante. Ser «duque» se le había subido a la cabeza. Lo convirtió en un engreído, en un arrogante y en cualquier cantidad de otras cosas repugnantes de las que ella jamás lo habría imaginado capaz.
Él se sentó en un sillón cerca de la ventana y la miró.
– Perdóname -dijo-. Dios mío, Claudia, perdóname. Fui mucho más burro de lo que recuerdo. Pero tú te recuperaste. Te recuperaste magníficamente bien en realidad.
– ¿Sí?
– Demostraste que eras la persona fuerte que siempre supe que eras. Y yo he cumplido mi deber para con el poder, el que sea, que decretó que me arrancaran de mi vida conocida, dos veces, una cuando tenía cinco años y la otra cuando tenía dieciocho, y me arrojaran a una totalmente desconocida. Pero ya no existe ningún motivo que nos impida volver a donde estábamos cuando yo tenía dieciocho y tú diecisiete, ¿verdad?
¿Qué quería decir? ¿Volver a «qué»?
– Tengo una vida que entraña responsabilidad hacia otras personas -dijo-. Tengo mi escuela. Y tú tienes obligaciones y deberes para con otros que sólo tú puedes cumplir. Tienes a tu hijo.
– No hay ningún obstáculo que no se pueda superar. Hemos estado separados dieciocho años, Claudia, la mitad de mi vida. ¿Y vamos a continuar estándolo el resto de nuestras vidas sólo porque tú tienes una escuela y yo tengo un hijo, que, por cierto, ya es casi un adulto? ¿O te casarás conmigo por fin?
Cuando Claudia recordó aquellas palabras después, tenía la impresión de que la mandíbula se le quedó colgando.
Si lo hubiera visto venir, pensó, si hubiera creído a Eleanor, tal vez habría estado preparada. Por eso, lo que hizo fue mirarlo como una estúpida, quedándose muda.
Él atravesó la sala, se inclinó sobre ella y le cogió las dos manos.
– Recuerda cómo éramos juntos, Claudia. Recuerda cómo nos amábamos, con ese tipo de pasión absorbente a la que los muy jóvenes no le tienen miedo. Recuerda cómo hicimos el amor sobre esa colina, la única vez en mi vida, seguro, que he hecho verdaderamente el amor. Ha pasado mucho tiempo, un tiempo agobiante, pero no es demasiado tarde para nosotros. Cásate conmigo, mi amor, y te compensaré por esa carta y por los dieciocho años de vacío en tu vida.
– Mi vida no ha estado vacía, Charlie.
Aunque sí lo había sido, al menos en cierto modo.
Él la miró a los ojos.
– Dime que no me amabas. Dime que no me amas.
– Te amaba -dijo ella, cerrando los ojos-. Sabes que te amaba.
– Y me amas.
Ella se sintió tremendamente disgustada, al recordar ese amor, su consumación física, el angustioso año de separación y su cruel y brusco final. No era posible volver atrás, olvidar que cuando todavía era un niño fue capaz de destrozar a la única persona a la que decía amar más que a su vida.
Además, era demasiado tarde para él.
No era el hombre al que amaba.
– Charlie, los dos hemos cambiado en dieciocho años -dijo-. Somos personas diferentes.
– Sí, yo tengo menos pelo y tú eres una mujer, no una niña. Pero ¿en el corazón, Claudia? ¿No somos los mismos que fuimos, los mismos que seremos siempre? No te has casado, aun cuando tenías muchísimos aspirantes a pretendientes, ya antes de que yo me marchara. Eso me dice algo. Y he reconocido ante ti que nunca fui feliz con Mona, aun cuando rara vez le fui infiel.
¿Rara vez? ¡Ooh, Charlie!
– No puedo casarme contigo -dijo, inclinándose un poco hacia él-. Si nos hubiéramos casado entonces, habríamos crecido juntos y creo que podría haberte amado toda mi vida. Pero no nos casamos.
– ¿Y el amor se muere? ¿Alguna vez me amaste de verdad, entonces?
Ella sintió una oleada de rabia. ¿La había amado él de verdad?
– Algunas formas de amor mueren. Si no se las alimenta, mueren. Me has llegado a caer bien otra vez desde que nos encontramos en Londres, como el amigo que fuiste en nuestra infancia.
Él tenía apretadas las mandíbulas, duras, como se le ponían cuando estaba enfadado o fastidiado, recordaba.
– He hablado demasiado pronto -dijo él-. He de confesar que la violencia de mis sentimientos me ha sorprendido incluso a mí. Te daré tiempo para que me des alcance. No digas un no rotundo hoy. Ya lo has dicho, pero olvidémoslo. Dame tiempo para cortejarte y hacerte olvidar lo que te escribí aquella vez.
Le apretó las manos y se las soltó.
– Buen Dios, Charlie, mírame. Soy una maestra de escuela solterona de treinta y cinco años.
Él sonrió.
– Eres Claudia Martin, esa chica osada y vital a la que amé, disfrazada de maestra de escuela solterona. «¡Qué divertido!» habrías dicho si hubieras podido mirar hacia delante.
Si hubiera podido mirar hacia delante se habría sentido horrorizada.
– No es un disfraz -le dijo.
– Permíteme que discrepe. Ahora será mejor que me vaya. Me esperan en Alvesley para el almuerzo. Pero volveré, si me lo permites.
Después que él se marchó, Claudia se miró las manos juntas en el regazo. Qué extraña podía ser la vida. Durante años y años su escuela había sido todo su mundo, ya suprimidos todos los pensamientos de amor, romance y matrimonio. Sin embargo, tomó la decisión aparentemente sencilla de acompañar a Londres a Edna y Flora para poder hablar personalmente con el señor Hatchard, y eso había cambiado todo su mundo, todo su «universo».
Con cierta inquietud pensó cómo podría recuperar la relativa satisfacción y la tranquilidad de su vida cuando volviera a Bath.
Sonó un golpe en la puerta, esta se abrió y apareció Eleanor.
– Ah, sigues aquí -dijo, mientras entraba-. Acabo de ver al duque alejándose a caballo. Louise sigue tocando la espineta, pero las demás han salido al aire libre, a excepción de Molly y Lizzie. Becky las ha llevado a la sala cuna a conocer a su hermanita Hannah, a su nueva institutriz y a sus numerosos primos, que son muy pequeños. Lizzie lo está pasando muy bien, Claudia, aun cuando esta mañana la encontraste llorando en silencio en su cama.
– Todo esto es muy desconcertante pero también muy fascinante para ella.
– Pobre niña -dijo Eleanor-. Cómo habrá sido su vida hasta ahora. ¿Te lo dijo el señor Hatchard?
– No.
– El duque de McLeith no se quedó mucho rato esta mañana.
– Me pidió que me casara con él.
– ¡No! -exclamó Eleanor-. ¿Y…?
– Le dije que no, por supuesto.
Eleanor fue a sentarse en el sillón más cercano.
– ¿Por supuesto? ¿Estás segura, Claudia? ¿Es por la escuela? Nunca te lo he dicho porque me parecía inoportuno, pero muchas veces he pensado que me gustaría bastante que fuera mía. Se lo comenté a Christine una vez y ella encontró maravillosa la idea, e incluso me dijo que me ayudaría con un préstamo o un donativo, si yo lo aceptaba y llegaba el momento. Y Wulfric, que estaba leyendo un libro, levantó la vista y dijo que sin duda sería un regalo. Así que si tu negativa ha tenido algo que ver con dudas sobre…
– Uy, Eleanor -dijo Claudia, riendo-, no ha tenido nada que ver con ese tipo de dudas, pero supongo que las habría tenido si hubiera deseado decir que sí.
– ¿Y no lo deseabas? Es un hombre muy simpático y parece desmesuradamente encariñado contigo. Y debe de tener dinero a montones, si uno quiere comportarse como una mercenaria en este asunto. Claro que es un «duque», lo que lo pone en horrenda desventaja, pobre hombre.
– Lo amé cuando era muy joven, pero ya no lo amo. Y me siento a gusto y muy feliz con mi vida tal como es. Ya pasó hace mucho la época en que podría haber pensado en casarme. Prefiero conservar mi independencia, aun cuando mi fortuna sea minúscula.
– Como yo. Yo también amé una vez, muy apasionadamente. Pero a él lo mataron en España, durante las guerras, y nunca me ha tentado la idea de buscarme a alguien para reemplazarlo en mis afectos. Prefiero estar sola. Pero si alguna vez cambias de opinión, debes saber que la preocupación por la escuela no tiene por qué interponerse en tu camino.
Se rió. Y Claudia le dijo, sonriendo:
– Lo tendré presente si alguna vez me enamoro violentamente de otro. Gracias, Eleanor.
A mediodía ya se habían alejado las nubes de la mañana, así que varias personas más decidieron cabalgar con Joseph y Elizabeth de Alvesley a Lindsey Hall: Lily, Portfrey, Portia y tres de los primos de Kit. Lily intentó persuadir a McLeith de acompañarlos también, pero él dijo que ya había estado ahí durante la mañana.
Mientras se acercaban por el camino de entrada, Joseph vio a un buen número de personas fuera de la puerta de la mansión, tal vez todos los niños y las escolares de visita. Miró atentamente, buscando a Lizzie, ya antes de poder distinguirla entre ellos.
Fue a dejar su caballo al establo, como todos los demás, y después se dirigió al grupo atravesando la extensión de césped con Portia, Lily y Elizabeth, mientras los demás se dirigían directamente a la casa.
Las escolares estaban bailando alrededor de un mayo improvisado, acompañadas por la música cantada por unas de las chicas, muchísimas risas y gran confusión. No logró ver ni señales de Lizzie, hasta que comprobó, sorprendido, que era una de las bailarinas. Sí, y era ella la que causaba la confusión y las risas.
Estaba cogida a una de las cintas con las dos manos y bailaba alrededor del mayo con pasos enérgicos y torpes, guiada por la señorita Martin, que se movía a su espalda, llevándola con las manos apoyadas en su cintura. También ella se reía, sin papalina, el pelo desordenado y las mejillas sonrosadas.
Lizzie chillaba de risa más fuerte que las demás.
– Qué simpático -comentó Elizabeth, sin un asomo de ironía.
– ¿Esa es la niña ciega de la que he oído hablar? -preguntó Portia a nadie en particular-. Les está estropeando el baile a las demás. Y está haciendo el ridículo, pobre niña.
Lily simplemente se reía, batiendo palmas al ritmo de la música.
Entonces varias niñas vieron a los recién llegados, interrumpieron el baile, miraron e hicieron sus reverencias. Lizzie se cogió de la falda de la señorita Martin.
– ¿Baile de mayo en julio? -Exclamó Lily-. Pero ¿por qué no? Qué fabulosa idea.
– Fue idea de Agnes -explicó la señorita Martin-, en lugar del juego de pelota que íbamos a jugar. Fue su manera de incluir a Lizzie Pickford, que nos acompaña en las vacaciones de verano. -Miró brevemente a Joseph a los ojos-. Lizzie ha sido capaz de cogerse de la cinta y bailar en círculo con todas las demás, sin chocar con nadie ni perderse.
– Entonces deberían enseñarle los pasos correctos -dijo Portia-, para que lo haga con más gracia.
– Yo he encontrado que lo hacía extraordinariamente bien -dijo Elizabeth.
– Yo también -observó Joseph.
Lizzie ladeó la cabeza y se le iluminó la cara, y él deseó que gritara «¡papá!», le tendiera los brazos y pusiera fin a esa desagradable farsa.
Entonces ella sonrió y levantó la cara hacia la señorita Martin, con una expresión de jubilosa travesura. Y esta le pasó el brazo por los hombros.
– Continuad -dijo Elizabeth-. No era nuestra intención interrumpiros.
Joseph miró hacia un lado y vio que unos cuantos niños pequeños tenían a Hallmere tendido de espaldas sobre la hierba, saltándole encima y gritando encantados; lady Hallmere estaba a un lado observándolos. El perro, amarrado a un árbol cercano al mayo, estaba plácidamente sentado mirando, golpeando la hierba con la cola. La duquesa venía a toda prisa hacia ellos, desde un grupo de niños más pequeños, apenas unos bebés.
– Creo que todas estamos sin aliento -dijo la señorita Martin-. Es hora de una actividad menos vigorosa.
– ¿Pelota? -sugirió una de las niñas mayores.
La señorita Martin gimió, pero en ese momento llegó hasta ellos la señorita Thompson, a la que Joseph reconoció por haberla visto fuera de la escuela en Bath, acompañada de la duquesa.
– Yo supervisaré el juego para cualquiera que desee jugar -dijo.
– Horace tiene collar y correa nuevos -dijo Lizzie en voz alta-. Yo me cojo de la correa y él me lleva a caminar y no choco con nada ni me caigo.
– Qué ingenioso, querida -le dijo Elizabeth amablemente-. Tal vez deberías hacernos una demostración.
– Esa niña debería aprender a hablar sólo cuando se le habla -dijo Portia a Joseph en voz baja-. La ceguera no disculpa los malos modales.
– Pero tal vez la exuberancia infantil sí -dijo él observando a Lizzie.
Vio que Lizzie se daba una vuelta buscando a tientas con una mano, hasta que la señorita Martin terminó de desatar al perro y le puso la gaza de la correa de piel en la mano. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no correr a ayudarla.
– Yo te acompañaré, Lizzie, si quieres -dijo una niña más o menos de la misma edad, cogiéndole la mano.
Lizzie volvió la cara hacia donde estaba él.
– ¿Querría venir también, señor? -preguntó.
– ¡Francamente! -exclamó Portia-. Qué descaro.
– Me encantaría -dijo él-, señorita ¿Pickford?
– Sí -rió ella, regocijada.
– Y la señorita Martin debe venir también -sugirió Lily.
– Los demás nos quedaremos aquí descansando perezosos -dijo la duquesa-. Y luego entraremos en la casa a tomar el té. Qué gusto verles a todos.
El perro emprendió la marcha al trote y Lizzie y la niña volvieron a chillar de risa siguiéndolo. Pero él parecía comprender a la niña que le habían confiado y continuó a un paso más lento, en dirección al camino de entrada, dando una amplia vuelta para pasar por un lado de la enorme fuente de piedra que se elevaba delante de la puerta principal de la casa. También se mantenía bien alejado de los árboles, llevándolas hacia el otro lado de la casa.
– Espero, señorita Martin -dijo Joseph, cogiéndose las manos a la espalda-, que no esté muy encariñada con ese perro. No creo que Lizzie esté dispuesta a separarse de él al final del verano. Y se ve muy sano. ¿Ha doblado su peso o eso es sólo mi imaginación?
– Su imaginación, gracias a Dios -dijo ella-. Pero ya no se le ven las costillas, y su pelaje ha adquirido lustre.
– Y Lizzie -continuó él-. ¿Es posible que sea ella, caminando cogida de la mano con otra niña, conducida por un perro? ¿Y bailando antes alrededor de un mayo?
– Y esta mañana haciendo punto, aunque creo que se le soltaron más puntos que los que trabajó.
– ¿Cómo podré agradecérselo jamás? -preguntó él, mirándola.
– ¿O yo a usted? -Dijo ella correspondiéndole la sonrisa-. Usted me ha presentado un reto. A veces uno se ciega por la rutina, el juego de palabras no ha sido intencionado.
Iban caminando, vio él, hacia un lago bastante grande. Alargó el paso, pero ella le cogió el brazo.
– Veamos qué ocurre -dijo-. Creo que es muy improbable que Horace se meta en el agua, pero si lo hiciera, seguro que Molly no.
Pero el perro se detuvo a un buen trecho de la orilla, y las niñas también. Entonces la niña llamada Molly llevó a Lizzie hasta la orilla, las dos se arrodillaron y tocaron el agua, Lizzie tímidamente al principio.
Joseph llegó hasta ellas y se acuclilló al lado de su hija.
– Hay piedras a lo largo de la orilla -dijo, cogiendo una-. Si las arrojáis al agua, cuanto más lejos mejor, oiréis el plop cuando caigan al agua. Escuchad.
Hizo la demostración, mientras Molly lo miraba asustada y Lizzie giraba la cara hacia él. La oyó inspirar de una manera que le dijo que estaba aspirando su conocido olor. Pero ella sonrió cuando oyó el chapoteo de la piedra al entrar en el agua, y buscó su mano.
– Ayúdeme a encontrar una piedra -dijo.
Él le apretó la mano, ella también se la apretó a él, pero por la sonrisa traviesa que tenía en la cara él comprendió que estaba disfrutando del juego del secreto.
Durante unos cuantos minutos arrojó las piedras que él le encontraba. La otra niña superó su miedo y arrojó unas cuantas también. Las dos se reían cuando una piedra hacía un plop particularmente fuerte al caer en el agua. Pero finalmente Lizzie se cansó.
– ¿Volvemos con las demás, Molly? Tal vez quieras jugar a la pelota. A mí no me importa. Me sentaré a escuchar.
– No, yo miraré contigo -dijo Molly-. Jamás logro coger una pelota.
– Señorita Martin -dijo Lizzie-, ¿le parece que usted y mi… y este señor se queden aquí un rato? Quiero que vean que podemos ir solas. ¿Cree que podemos, señor?
– Me impresionará inmensamente verlo -dijo él-. En marcha, entonces. La señorita Martin y yo miraremos. Y echaron a caminar, el perro delante.
– ¿Ha echado alas tan rápido? -preguntó él, cuando ellas ya no podían oírlo.
– Creo que sí -contestó ella-. Espero que no se vuelva excesivamente osada muy pronto. Aunque supongo que no. Sabe que necesita a Molly, Agnes o a alguna de las otras niñas. Y a Horace, por supuesto. Este verano será una muy buena experiencia para ella.
– ¿Nos sentamos un ratito? -sugirió él.
Se sentaron uno al lado del otro a la orilla del lago. Ella levantó las rodillas y se las rodeó con los brazos.
Él cogió una piedra y la arrojó lejos botando por el agua.
– Ah, yo era capaz de hacer eso cuando era niña. Todavía recuerdo la memorable ocasión en que logré que una piedra botara seis veces. Pero no hubo ningún testigo, ay de mí, y nadie me creyó jamás.
Él se rió.
– Sus alumnas tienen mucha suerte en realidad por tenerla de directora.
– Ah, pero tiene que recordar que estamos de vacaciones. Soy bastante diferente durante el periodo escolar. Soy una maestra estricta y exigente, lord Attingsborough. Tengo que serlo.
Él recordó cómo todas las alumnas mayores se quedaron en silencio en el instante en que ella salió a la acera justo antes de partir de Bath con él.
– La disciplina se puede conseguir sin humor ni sentimiento -dijo-, o con las dos cosas. Usted la consigue «con». Estoy seguro de eso.
Ella se abrazó las rodillas y no contestó.
– ¿Alguna vez ha deseado llevar una vida diferente?
– Podría haber tenido una. Justamente esta mañana me han hecho una proposición de matrimonio.
¡McLeith! Esa mañana había venido a visitarla.
– ¿McLeith? -dijo-. ¿Y podría haber…? ¿Ha dicho que no, entonces?
– Sí.
Él se sintió condenadamente contento.
– ¿No lo puede perdonar?
– El perdón no es algo sencillo. Algunas cosas se pueden perdonar pero nunca olvidar del todo. Le he perdonado, pero nada volverá a ser igual entre nosotros. Puedo ser su amiga, tal vez, pero nunca algo más que eso. Jamás podría fiarme de que él no volviera a hacerme algo similar.
– Pero ¿sigue amándolo?
– No.
– ¿El amor no dura eternamente, entonces?
– Él me ha preguntado lo mismo esta mañana. No, no el amor que ha sido traicionado. Uno comprende que ha amado a un espejismo, a una persona que en realidad no existía. Incluso así, el amor no muere inmediatamente ni pronto. Pero muere, y no se puede revivir.
– Yo creía que nunca dejaría de amar a Barbara -dijo él-, pero dejé de amarla. La miro con afecto siempre que la veo, pero dudo que pudiera volver a amarla aun en el caso de que los dos estuviéramos libres.
Notó que ella lo estaba mirando, y giró la cabeza para mirarla también.
– Es un consuelo saber que el amor finalmente muere -dijo ella-. No es un gran consuelo al principio, es verdad, pero sí un consuelo de todos modos.
– ¿Lo es? -preguntó él en voz baja.
No sabía si ella se refería a ellos dos, pero de repente el aire entre ambos pareció muy cargado.
– No -contestó ella, apenas en un susurro-. No lo es en realidad. Qué tonterías decimos a veces. La indiferencia futura no es consuelo para el sufrimiento presente.
Y cuando él le acercó la cara y posó los labios en los de ella, no se apartó. Le temblaron, pero luego los presionó y los abrió al sentir la lengua de él entre ellos; la introdujo en el cálido interior de su boca.
– Claudia -dijo, un momento después, apoyando la frente en la de ella.
– ¡No! -exclamó ella, apartándose e incorporándose. Se quedó ahí inmóvil mirando hacia el lago.
– Lo siento -dijo él.
Y lo sentía. Lamentaba lo que le había hecho a ella y la falta de respeto a Portia, con la que estaba comprometido. Lamentaba su falta de autodominio.
– Pienso si no será esto una pauta condenada a repetirse cada dieciocho años en mi vida o algo así -dijo ella-. Un duque y otro que espera serlo eligen esposa por su conveniencia para el puesto y me dejan a mí atrás para que lo sufra.
¡Condenación! Hizo una lenta inspiración.
– Pero ¿qué acabo de decir? -continuó ella-. ¿Qué acabo de reconocer? Aunque no importa, ¿verdad? Usted debe de haberlo adivinado. Qué patética debo parecerle.
– ¡Buen Dios! -exclamó él, levantándose también y situándose detrás de ella, cerca-. ¿Crees que te he besado porque te tengo lástima? Te he besado porque…
– ¡No! -exclamó ella, girándose y levantando una mano abierta-. No lo diga. Por favor no lo diga, ni aunque sea en serio. Sea en serio o no, no soportaría oírlo dicho en voz alta.
– Claudia…
– Señorita Martin para usted, lord Attingsborough -dijo ella, alzando el mentón, muy parecida a la maestra de escuela otra vez, a pesar de su apariencia, toda despeinada-. Olvidaremos lo ocurrido aquí y lo que ocurrió en Vauxhall y en el baile de los Kingston. Olvidaremos.
– ¿Olvidaremos? -dijo él-. Lo siento, lamento haberte causado este trastorno. Es imperdonable.
– No le culpo. Soy lo bastante mayor para saber qué debo y qué no debo hacer. Nunca lograré convencerme de que caí presa de los encantos de un libertino experimentado, aunque eso fue lo que supuse que era usted cuando le vi por primera vez. Usted es un caballero al que admiro. Eso ha sido todo el problema, supongo. Y estoy parloteando. Volvamos, porque si no, todos, y la señorita Hunt en particular, pensarán que me propongo hacer algo.
Y, sin embargo, pensó él mientras iban caminando de vuelta a la extensión de césped, no podían estar a más de unos minutos detrás de las niñas.
Minutos que habían hecho un daño infinito a la vida de ambos. Él ya no podía fingir que no la amaba. Y ella ya no podía fingir que no lo amaba.
Y ya no podían fiarse de estar a solas.
Sintió esa pérdida como un fuerte puñetazo en el estómago.