CAPÍTULO 18

Joseph llevaba una media hora sentado en el salón de Alvesley, conversando con Portia, George y los Vreemont, primos de Kit. Tenía que reconocer que ahí estaba más fresco y mucho más tranquilo y calmado, pero se sentía molesto de todos modos.

En primer lugar, Portia no había dicho que se sintiera a punto de desmayarse de calor, y pareció algo sorprendida cuando él le preguntó solícitamente si se sentía mal. Todo había sido un ardid de Wilma, lógicamente, para alejarlo; su hermana consideró que él tenía el deber de prestar más atención a su prometida, aun cuando todo se había pensado para divertir a los niños y la mayoría de los otros adultos se esforzaban en entretenerlos.

En segundo lugar, había tenido que incumplir la promesa que le había hecho a Lizzie de llevarla a dar un paseo en barca por el lago. Lo haría tan pronto como volvieran, pero de todos modos eso le recordaba que ella siempre iba a tener que estar en segundo lugar, después de sus hijos legítimos y sólo podría recibir su atención cuando estos no lo necesitaran.

En tercer lugar, había tenido ganas de plantarle cara a McLeith cuando se había llevado a caminar a Claudia Martin. El hombre iba a poder con su resistencia y la persuadiría de que se casara con él, conclusión que debería regocijarlo. Cuanto más lo pensaba, más comprendía que a pesar de todo lo que decía sobre que era feliz con su escuela y su existencia solitaria como directora, ella deseaba amor, matrimonio, un hogar y un marido.

Pero aun así, él había deseado plantarle cara a McLeith.

Finalmente volvieron al lugar de la merienda. Llevaría en bote a Lizzie tan pronto como le fuera posible. A nadie le extrañaría que lo hiciera, pues un buen número de adultos habían estado entreteniéndola, llevándola a participar en diversas actividades, procurando que lo pasara bien.

Pero justo cuando se acercaban a la explanada, él buscando ansioso a su hija, una voz se elevó por encima del bullicio de voces; era la voz estridente de una maestra de escuela acostumbrada a hacerse oír por encima de la cháchara de escolares:

– ¿Dónde está Lizzie? -preguntó la señorita Martin. Joseph vio que estaba al lado de McLeith, levantándose de una silla.

Se espabiló al instante.

– ¿Dónde está Lizzie? -repitió ella.

Su voz sonó más fuerte, menos controlada, más aterrada.

– ¡Buen Dios! -exclamó él, soltándose del brazo de Portia y echando a correr-. ¿Dónde está?

Echó una rápida mirada alrededor y no la encontró. Miró otra vez y no la encontró.

Todos se habían alertado ante la pregunta, y todos estaban mirando alrededor y hablando.

Está jugando al corro con Christine.

Eso fue hace rato.

– Está con Susanna y el bebé.

– No. Estuvo hace mucho rato. Yo tuve que ir a amamantar a Harry.

– Tal vez ha ido a dar un paseo en barca.

– Lady Rosthorn la tuvo entre su grupo de arqueros.

– Debe de haber ido a caminar con Eleanor y un grupo de niñas y niños.

– No, no fue. Vino conmigo a examinar los arcos y las flechas. Después fue a reunirse con unas amigas.

– No está con la señorita Thompson. Ahí vienen de vuelta y no está con ellas.

– Debe de haber entrado en la casa.

– Debe de…

– Debe de…

Cada vez que alguien hablaba, Joseph miraba, desesperado. ¿Dónde estaba Lizzie?

El terror se apoderó de él, corriendo por sus venas, quitándole el aliento y la capacidad de pensar. Estaba al lado de Claudia, sin saber cómo había llegado hasta ella, y le tenía cogida la muñeca.

– Yo estaba en la casa -le dijo.

– Yo fui a caminar -repuso ella, mirándolo.

Le había desaparecido todo el color de las mejillas.

Habían dejado sola a Lizzie.

Llegó Bewcastle y tomó el mando de la situación, seguido de cerca por Kit.

– No puede haber ido muy lejos -dijo, materializándose de repente en el centro, con tal autoridad que todos se quedaron callados, incluso la mayoría de los niños, aunque no había hablado en voz muy alta-. La niña se ha alejado y no logra encontrar el camino de vuelta. Tenemos que repartirnos: dos por ese lado del lago, dos por el otro, dos deben ir al establo, dos a la casa, dos a…

Continuó dándoles órdenes como un general a sus soldados.

– Syd -dijo Kit-, ve directo al establo y busca ahí. Conoces todos los escondites. Lauren y yo iremos a la casa, la conocemos mejor. Aidan, ve a…

Joseph caminó hasta la orilla del lago y miró hacia un bote que venía de regreso, haciéndose visera con una mano. Pero ninguno de los dos niños era Lizzie. Echó atrás la cabeza y gritó:

– ¡Lizzie!

– No puede haber ido muy lejos.

La voz, baja y temblorosa, sonó al lado de él, y cayó en la cuenta de que seguía teniéndola sujeta por la muñeca.

– No puede haber ido muy lejos -repitió Claudia, y él notó claramente que intentaba dominar el miedo, una maestra acostumbrada a enfrentar crisis-. Y Horace tiene que estar con ella, pues no se le ve por ninguna parte. Ella lo cree capaz de llevarla dondequiera que desee ir.

Todos, adultos y niños, ya iban de camino hacia diferentes lugares, muchos de ellos llamándola. Joseph vio que incluso los Redfield, sus padres y su tía Clara se habían unido a la búsqueda.

Estaba paralizado por el terror y la indecisión. Deseaba más que nadie comenzar la búsqueda, pero ¿adónde debía ir? Deseaba hacerlo en todas las direcciones.

¿Dónde estaría? ¿Dónde estaba?

Entonces el corazón le dio un vuelco al comprender lo que iban a hacer Bewcastle y Hallmere. Los dos se habían quitado las botas y también las chaquetas y el resto de la ropa hasta la cintura. Después se zambulleron en el agua.

La implicación fue tan aterradora que acabó con su parálisis.

– No puede estar ahí -dijo Claudia, con la voz tan temblorosa que era casi irreconocible-. Horace andaría corriendo suelto.

Él le cogió la mano.

– Debemos buscarla -dijo, dándole resueltamente la espalda al lago.

Wilma y Portia estaban justo delante de ellos.

– Lo siento mucho, señorita Martin -dijo Portia-, pero en realidad usted debería haber estado vigilándola con más atención. Usted está a cargo de todas esas niñas que mantiene por caridad, ¿verdad?

– Una niña ciega no tenía por qué estar aquí -añadió Wilma.

– ¡Callad la boca! -exclamó Joseph, secamente-. Las dos.

No esperó a ver sus reacciones ni a oír sus respuestas. Echó a caminar a toda prisa con Claudia.

Pero ¿adónde dirigirse con tanta prisa?

– ¿Adonde podría haber ido? -preguntó Claudia, aunque estaba claro que no esperaba respuesta. Le tenía cogida la mano con tanta fuerza como él a ella-. ¿Adónde podría haber intentado ir? Pensemos. ¿A buscarle a usted en la casa?

– Lo dudo -dijo él, viendo que Lauren y Kit, también cogidos de la mano, iban a toda prisa hacia allí.

– ¿A buscar a Eleanor y las otras, entonces?

Pasaron por delante de la casa cuando yo estaba ahí. Iban en dirección al puente pequeño, hacia el sendero agreste de más allá.

La habrían visto si iba en esa dirección. Y usted también. En todo caso, cuatro personas van en esa dirección a buscar. No tiene sentido seguirlas.

Habían llegado al camino de entrada y se detuvieron ahí, horrorosamente indecisos. El nombre Lizzie sonaba desde todas partes. Pero no se oía ningún grito que indicara que alguien la hubiera encontrado.

Joseph hizo unas cuantas respiraciones para serenarse. Continuar aterrado no lo llevaría a ninguna parte.

– La única dirección que nadie ha tomado -dijo-, es la que sale de Alvesley.

Ella miró a la derecha, hacia la larga extensión de césped por el que discurría el camino de entrada, con el puente palladiano cubierto que cruzaba el río, y más allá el bosque.

– Ella no habría ido por ahí -dijo.

– Probablemente no -concedió él-, pero, ¿el perro?

– Oh, Dios mío. Dios mío, ¿dónde está? -Se le llenaron los ojos de lágrimas y se mordió el labio-. ¿Dónde está?

– Vamos -dijo él, girándola y llevándola por el camino de entrada-. No hay ningún otro lugar donde podamos buscar.

– ¿Cómo ha podido ocurrir esto?

– Yo me fui a la casa.

– Y yo a caminar.

– No debería haberla dejado salir de la casa de Londres. Siempre ha estado segura ahí.

– Yo no debería haber apartado los ojos de ella. Ella fue el único motivo por el que vine aquí esta tarde. Era mi responsabilidad. La señorita Hunt tenía razón al reprenderme.

– No empecemos a echarnos la culpa -dijo él-. Ha tenido numerosos cuidadores esta tarde. Todos la vigilaban.

– Ese fue el problema. Cuando todos están vigilando, nadie lo hace de verdad. Todos suponen que está con otra persona. Yo debería haberlo sabido por mis experiencias en la escuela. Ay, Lizzie, Lizzie, ¿dónde estás?

Se detuvieron en el puente un momento, mirando hacia todos lados, con la esperanza de ver alguna señal de la desaparecida Lizzie.

Pero ¿por qué no contesta a ninguna de las llamadas?, pensó él. Seguían oyéndose ahí donde estaban.

– ¡Lizzie! -gritó por un lado del puente, haciéndose bocina con las manos.

– ¡Lizzie! -gritó Claudia por el otro lado.

Nada.

De repente a él le flaquearon las piernas y casi se cayó.

– ¿Continuamos? -Preguntó, mirando más allá del puente, donde el camino de entrada hacía una curva y se internaba en el bosque-. No creo que llegara tan lejos.

Tal vez ya estaba de vuelta junto al lago. Sintió una avasalladora necesidad de volver ahí para comprobarlo.

– Debemos continuar -dijo ella, atravesando el ancho del puente y cogiéndole la mano otra vez-. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Se miraron a los ojos y ella apoyó la frente en su pecho y la dejó ahí un breve momento.

– La encontraremos -dijo-. La encontraremos.

Pero ¿cómo? ¿Y dónde? Si había seguido ese camino, ¿llegaría finalmente a la aldea? ¿Alguien de ahí la detendría y cuidaría de ella hasta que pudiera enviar un mensaje a Alvesley?

¿Y si había salido del camino y estaba perdida en el bosque?

– ¡Lizzie! -volvió a gritar él.

Se había detenido en un momento sorprendentemente afortunado. Ella giró la cabeza y entonces emitió una exclamación y le tironeó la mano.

– ¿Qué es eso? -preguntó, apuntando. Cuando estaban cerca de una serpentina blanca cogida en una rama baja, exclamó jubilosa-: ¡Es la cinta del pelo de Lizzie! Pasó por aquí.

Él desenredó la cinta y se la llevó a los labios, cerrando fuertemente los ojos.

– Gracias a Dios -dijo ella-. Oh, gracias a Dios. No está en el fondo del lago.

Él abrió los ojos y se miraron. Los dos habían tenido el mismo miedo desde que vieron zambullirse a Bewcastle y a Hallmere.

– ¡Lizzie! -gritó él hacia el bosque.

– ¡Lizzie! -gritó ella.

No hubo respuesta. ¿Cómo podían saber hacia dónde había ido? ¿Cómo buscarla sin perderse ellos? Pero claro, no tenía ningún sentido quedarse quietos ahí, y no se les ocurrió volver a buscar más ayuda, en especial de Kit o Sydnam, que conocían el bosque.

Continuaron, deteniéndose con frecuencia a llamarla.

Finalmente oyeron crujidos de hojas por entre los árboles que tenían delante, después un alegre ladrido y entonces apareció Horace, meneándose todo él, agitando la cola y con la lengua fuera.

– ¡Horace! -Claudia se arrodilló a abrazarlo y él le lamió la cara-. ¿Dónde está Lizzie? ¿Por qué la has dejado sola? Llévanos hasta ella inmediatamente.

Al parecer el perro sólo deseaba saltar sobre su falda y jugar, pero ella movió un dedo severa ante su nariz, luego cogió la cinta de la mano de Joseph y se la puso delante para que la oliera.

– Encuéntrala, Horace. Llévanos hasta ella -le ordenó.

El perro se dio media vuelta ladrando alegremente, como si ese fuera el mejor juego de la tarde, y echó a correr por entre los árboles. Joseph volvió a coger de la mano a Claudia y echaron a correr detrás de él. No muy lejos se encontraron ante una casita, una cabaña de guardabosques. Se veía en buen estado. La puerta estaba entreabierta. Horace entró corriendo.

Joseph subió el peldaño hasta la puerta, casi con miedo de tener esperanzas. Claudia lo siguió y, sin soltarle la mano, se arrimó a su costado para asomarse también cuando él abrió más la puerta. El interior estaba oscuro, pero la luz de fuera bastaba para ver que la habitación estaba decentemente amueblada y que en una estrecha cama adosada a una pared estaba Lizzie acurrucada durmiendo, y Horace a sus pies jadeando y sonriendo.

Joseph giró la cabeza, cogió a Claudia por la cintura, la apretó a él y, hundiendo la cara en el hueco entre su cuello y hombro, lloró. Ella lo abrazó, cuando él se apartó, se miraron a los ojos un breve instante y entonces él posó los labios sobre los de ella, un instante después él ya estaba arrodillado junto a la cama pasándole una mano temblorosa por la cabeza a Lizzie, y apartándole suavemente el pelo de la cara. Si había estado durmiendo, ya no lo estaba; tenía fuertemente cerrados los ojos y se estaba chupando los nudillos de la mano cerrada. Tenía los hombros hundidos y tensos.

– Cariño -musitó.

– ¿Papá? -Bajó la mano e inspiró-. ¿Papá?

– Sí, te hemos encontrado, la señorita Martin y yo. Ya estás muy segura otra vez.

– ¿Papá?

Emitiendo un gemido largo y agudo, como un lamento, se incorporó y le echó los brazos al cuello, apretándoselo fuertemente. Él la levantó en brazos, girándose se sentó en la cama, y la acunó en el regazo. Sin pensarlo le cogió una mano a Claudia y la hizo sentarse a su lado. Ella pasó las manos por las piernas de la niña.

– Estás a salvo -dijo.

– La señorita Thompson llevó a Molly y a otras niñas a caminar -explicó ella, atropellándose con las palabras, casi sin respirar-. Me pidieron que fuera pero yo dije no, pero después deseé haber dicho sí, porque tú habías entrado en la casa, papá, y la señorita Martin había ido a caminar. Pensé que Horace podría darles alcance. Pensé que estarías orgulloso de mí. Pensé que la señorita Martin estaría orgullosa de mí. Pero Horace no pudo encontrarlas. Entonces pasamos por un puente, yo me caí y después no supe hacia qué lado ir y más allá había árboles, y Horace se fue corriendo y yo intenté ser valiente y pensé en brujas pero sabía que no había ninguna, y entonces Horace volvió y llegamos aquí, pero no sabía quiénes vivían aquí ni si serían amables o crueles, y cuando llegaste creí que eran ellos y tal vez me comerían viva, aunque sé que eso es tonto y…

– Cariño -le interrumpió él. Le besó la mejilla y la meció mientras ella volvía a chuparse los nudillos de la mano cerrada, algo que no hacía, que supiera él, desde que tenía cuatro o cinco años-. Sólo estamos contigo la señorita Martin y yo.

– Pero qué valiente has sido, Lizzie -dijo Claudia-, al aventurarte sola y luego no aterrarte cuando te encontraste perdida. Tendremos que adiestrar más a Horace y sólo después de eso podrás intentar algo así otra vez, pero de todos modos estoy inmensamente orgullosa de ti.

– Yo siempre estoy orgulloso de ti -dijo Joseph-, pero en especial hoy. Mi niñita está creciendo y haciéndose independiente.

Ella había dejado de chuparse el dorso de la mano. Se acurrucó apretándose más a él y dio un largo bostezo. Había tomado mucho aire fresco y hecho mucho ejercicio; no era de extrañar que estuviera agotada, y eso aparte del susto que se había llevado.

Él continuó meciéndola, como hacía cuando era un bebé, una niña pequeña. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Le brotaron lágrimas otra vez y sintió bajar una por la mejilla.

Entonces sintió un suave roce en esa mejilla y al abrir los ojos vio que Claudia le estaba pasando el dorso de la mano para secarle la lágrima.

Se miraron y a él le pareció que en la profundidad de sus ojos le podía leer la mente, su ser más profundo, su alma. Y descansó ahí.

– Te amo -dijo, intentando hablar, pero no le salió el sonido por los labios.

Pero ella le leyó las palabras en los labios. Echó atrás la cabeza, tal vez uno o dos dedos, alzó un poquitín el mentón y apretó los labios formando una línea casi severa. Pero sus ojos no cambiaron; sus ojos «no podían» cambiar. Eran la ventana de la armadura con que ella intentaba revestirse. Sus ojos le contestaron aun cuando el resto de ella negaba lo que decían:

«Yo también te amo».

– Será mejor que llevemos de vuelta a Lizzie al lugar de la merienda y tranquilicemos a los demás -dijo entonces él-. Todos continúan buscándola.

– ¿A mí? -Preguntó Lizzie-. ¿Me andan buscando a mí?

– Todos te han tomado muchísimo cariño, mi amor -dijo él, besándole la mejilla otra vez y levantándose con ella en los brazos-. Y he de decir que los comprendo.

Cuando salieron de la cabaña y Claudia cerró la puerta, él vio que de ella salía un sendero simplemente formado por pisadas sobre la hierba. La habitación de la cabaña estaba amueblada y limpia, y era cómoda. Era lógico pensar que se usaba con frecuencia y que las pisadas del usuario o de los usuarios hubieran formado ese sendero, tal vez desde el camino de entrada. Lo siguieron y en un momento se encontraron en el camino, con el puente ante ellos.

Cuando llegaron a él, Claudia se adelantó, agitó las manos y gritó a los grupos de personas que estaban a la vista. Y le quedó claro que ellas entendieron el mensaje. La búsqueda se había acabado, habían encontrado a Lizzie.

Mientras se acercaban al lago, Lizzie medio dormida en los brazos de él, vieron que todos los esperaban expectantes. Horace corrió por delante jadeando y ladrando.

Recibieron la bienvenida que se le da a un héroe. Todos deseaban tocar a Lizzie, preguntar si se había hecho daño, preguntar qué le había ocurrido y explicar cómo la habían buscado y buscado y casi perdido la esperanza.

– Debes de tener cansados los brazos, Attingsborough -dijo Rosthorn-. Permíteme que la coja. Ven conmigo, chérie.

– No -dijo Joseph, aumentando la presión de sus brazos-. Gracias, pero está muy bien donde está.

– Deberían llevársela inmediatamente a Lindsey Hall -dijo Wilma-. Vaya alboroto que ha armado, y ha estado a punto de estropear esta espléndida merienda. Debería haber cumplido con su deber, señorita Martin, y vigilar a la niña en lugar de irse a caminar con sus superiores.

– Calla, Wilma, haz el favor -dijo Neville.

– ¡Vamos, francamente! Exijo una dis…

– Este no es momento para crueldades ni recriminaciones -dijo Gwen-. Cállate, Wilma.

– Pero de verdad es necesario decir -dijo Portia- que es una falta de respeto a lady Redfield y a lady Ravensberg haber traído a alumnas «de caridad» a mezclarse en una reunión como esta y haberlas dejado al cuidado de otros. Y traer a una niña de caridad «ciega» es francamente el colmo de los colmos. De verdad, deberíamos…

– Lizzie Pickford es mi hija -interrumpió Joseph, con voz clara y firme, ante un atento público formado por sus padres, su hermana, su prometida, numerosos parientes y personas conocidas y desconocidas-. Y la quiero más que a mi vida.

Sintió la mano de Claudia en el brazo. Bajó la cabeza para besar la cara de Lizzie, levantada hacia él. Sintió el fuerte apretón de la mano de Neville en el hombro.

Y entonces tomó conciencia del horroroso silencio que parecía ahogar el bullicio que hacían los niños jugando en la explanada.

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