– ¿Qué diablos he hecho para merecer este verano tan alborotado? -se preguntó Claudia.
Era una pregunta al aire, pero Eleanor intentó contestarla de todos modos:
– Decidiste ir a Londres y yo te alenté. Incluso te insté a quedarte más tiempo del que tenías pensado.
– El señor Hatchard fue evasivo acerca de las empleadoras de Edna y Flora -dijo Claudia-. Susanna persuadió a Frances de cantar en su casa y me invitó a quedarme más tiempo para asistir al concierto. Me envió al marqués de Attingsborough a ofrecerme su coche y compañía para ir a Londres porque estaba en Bath en ese momento, y dio la casualidad que él tenía una hija a la que quería colocar en la escuela. Charlie eligió esta determinada primavera para salir de Escocia por primera vez en años. Y después tú, que eres la hermana de la duquesa de Bewcastle, aceptaste su invitación a traer a las niñas de régimen gratuito aquí, con lo que yo me he andado tropezando con diversos Bedwyn a cada paso desde que salí de Bath. Y… y… la lista sigue. ¿Cómo podemos descubrir la causa primera de un efecto, Eleanor? ¿Nos remontamos a Adán y Eva? Ellos fueron los causantes de toda catástrofe imaginable.
– No, no, Claudia -dijo Eleanor, situándose detrás de ella ante el tocador-. Te vas a arrancar el pelo de raíz si sigues estirándotelo de esa manera. Dame. -Le quitó el cepillo y le aflojó el moño en la nuca de forma que le quedara más ahuecado sobre la cabeza, y luego le hizo unas cuantas modificaciones-. Así está mejor. Ahora tienes más aspecto de ir a un baile. Me gusta ese vestido de muselina verde. Es muy elegante. Me lo enseñaste en Bath, pero hasta esta noche no te lo había visto puesto.
– ¿Y por qué voy a ir al baile? ¿Por qué no eres tú la que va y yo la que me quedo aquí?
Eleanor la miró a los ojos en el espejo y le hizo un guiño.
– Porque fue a ti a quien insultaron esas mujeres ayer, y para lady Redfield y su nuera es importante que hagas acto de presencia. Y porque jamás te has escondido de un reto. Porque le prometiste el primer baile al duque de McLeith, aun cuando esta mañana le dejaste claro que no te vas a casar con él, pobre hombre. Porque alguien tiene que quedarse con las niñas y todos saben y aceptan que yo jamás asisto a un baile ni a fiestas suntuosas.
– Me has convencido -dijo Claudia, sarcástica, levantándose-. Además, yo asisto a ese tipo de fiestas porque a veces las considero «obligaciones», a diferencia de algunas personas que conozco pero no quiero nombrar.
– Y vas a ir -añadió Eleanor-, porque es posible que esta sea la última vez que lo verás.
Claudia la miró fijamente.
– ¿Lo?
Eleanor cogió el chal de cachemira de la cama, lo abrió y se lo puso delante.
– Lo he interpretado mal todo el verano -dijo-. Creía que era el duque de McLeith, pero ahora sé que estaba equivocada. Lo siento, de verdad que lo lamento. Todo el mundo lo lamenta.
– ¿Todo el mundo?
– Christine, Eve, Morgan, Freyja…
– ¿Lady Hallmere?
¿Era posible que todas esas personas «lo supieran»? Pero cuando cogió el chal que le pasaba Eleanor, comprendió que sí, que tenían que saberlo. Todos lo habían adivinado. Qué absolutamente espantoso.
– No puedo ir -dijo-. Enviaré una disculpa. Eleanor, ve a decirle…
– Irás, por supuesto. Eres Claudia Martin.
Sí, lo era. Y Claudia Martin no era el tipo de mujer que se escondería en un rincón oscuro con la cabeza metida debajo de un cojín sólo por sentirse azorada, humillada, con el corazón destrozado y toda una cantidad de cosas feas y negativas, si se paraba a pensar cuáles eran.
Enderezó la espalda, cuadró los hombros, alzó el mentón, apretó los labios y miró a su amiga con un destello marcial en los ojos.
– El cielo ampare al que se interponga en tu camino esta noche -dijo Eleanor riendo y acercándose a abrazarla-. Ve a demostrar a esas dos arpías que a una directora de escuela de Bath no la amilana la ojeriza aristocrática.
– Mañana regreso a Bath -dijo Claudia-. Mañana vuelvo a la cordura de mi mundo conocido. Mañana cojo el resto de mi vida en el punto en que lo dejé aquella mañana en que subí al coche del marqués de Attingsborough hace unos mil años. Pero esta noche, Eleanor… Bueno, esta noche.
Se rió a su pesar.
Con pasos firmes salió de la habitación delante de Eleanor. Lo único que necesitaba, pensó tristemente, eran un escudo en una mano, una lanza en la otra y un yelmo con cuernos en la cabeza.
Antes del baile hubo una espléndida cena para los familiares y los huéspedes de la casa. Durante la cena se pronunciaron discursos y se propusieron y bebieron brindis. El conde y la condesa de Redfield se veían muy complacidos y felices.
Cuando terminó la cena, Joseph debería haber llevado a Portia directamente al salón de baile, pues ahí se estaban reuniendo los huéspedes y los invitados de fuera que comenzaban a llegar. Pero ella necesitaba ir a su habitación para que su doncella le hiciera algunos arreglos en el peinado y a coger su abanico, por lo que él se dirigió solo al salón de baile.
Allí se mezcló con los demás invitados. En realidad, no le resultaba difícil ser sociable y cordial, y aparentar que lo estaba pasando muy bien; todo eso lo hacía con la misma naturalidad con que respiraba.
Los condes de Redfield, ante el placer de todos, bailaron el primer conjunto de danzas con sus invitados, una cuadrilla lenta, majestuosa y anticuada.
Portia quería castigarlo, pensó Joseph cuando comenzó la cuadrilla, llegando tarde y dejándolo plantado. La había invitado, cómo no, a bailar esa primera contradanza con él. Así pues, fue a conversar con su madre, la tía Clara y un par de tías de Kit; no tardó en hacerlas reír.
Claudia tampoco estaba bailando, observó. Había intentado mantenerse alejado de ella desde que la vio llegar junto con el grupo de Lindsey Hall. Pero no había logrado apartarla de su mente. Y al estar ahí detenido en un lugar, conversando y escuchando, no podía apartar los ojos de ella tampoco.
Se veía muy severa, aunque llevaba el más bonito de sus vestidos de noche. Estaba de pie, sola, mirando el baile. Lo sorprendía no haberla visto a través de su disfraz la primera vez que posó los ojos en ella en Bath. Porque ese cuerpo tan erguido y disciplinado era cálido, flexible y todo pasión, y esa cara, con sus rasgos regulares y severos e inteligentes ojos grises, hermosa. Toda ella era hermosa.
De hecho, la noche pasada, más o menos a esa hora…
Adrede cambió de posición para darle la espalda, y miró hacia la puerta del salón. Todavía no había señales de Portia.
El segundo conjunto de contradanzas lo bailó con Gwen, que a pesar de su cojera le encantaba bailar, y lo alegró ver que Claudia estaba bailando con Rosthorn. Cuando terminó el baile llevó a Gwen a unirse al grupo en que estaban Lauren y los Whitleaf. Felicitó a Lauren por los festivos adornos que decoraban el salón de baile y por el éxito que estaba teniendo la celebración. Tal vez, pensaba mientras tanto, debería pedir que enviaran a una criada a la habitación de Portia, no fuera que le hubiera sentado mal algo que comió o le hubiera ocurrido algún accidente. Era extrañísimo que se hubiera perdido toda una hora del baile.
Pero antes que lograra decidirse a actuar, sintió un leve contacto en el hombro; al girarse se encontró ante un lacayo, que haciéndole una venia le tendió un papel doblado.
– Me pidieron que le entregara esto, milord -dijo el lacayo-, después del segundo conjunto de contradanzas.
– Gracias -dijo él, cogiéndolo.
¿Sería la respuesta de Claudia a su nota?
Disculpándose, dio la espalda al grupo, se apartó un poco, rompió el sello y desdobló el papel. Sus ojos se dirigieron antes que nada a la firma. Era de Portia. Deseó sinceramente que no estuviera enferma, ya pensando en maneras de hacer llamar a un médico, sin trastornar el baile, era de esperar. Leyó:
Lord Attingsborough, debo informarle con pesar que, tras una madura reflexión, he comprendido que no puedo ni quiero tolerar la insultante conducta de mi prometido en matrimonio al alardear ante mí de su hija bastarda. Tampoco tengo el menor deseo de continuar en una casa en la que sólo el duque de Anburey y lord y lady Sutton se han mostrado correctamente horrorizados por su vulgaridad y dispuestos a reprenderlo por ella. Por lo tanto, me marcharé antes que comience el baile. Me marcho con el duque de McLeith, que ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme a Escocia para casarse conmigo. No le halagaré declarándome su obediente servidora.
Y la firma. Dobló el papel.
Claudia, observó al mirar de reojo, estaba haciendo exactamente lo mismo a cierta distancia.
– ¿Ha ocurrido algo, Joseph? -le preguntó Lauren, poniéndole una mano en el brazo.
– Nada -contestó, girando la cabeza y sonriéndole-. Portia se ha marchado, nada más. Se ha fugado con McLeith. -Extraña manera de contestar la pregunta, comprendió ya mientras hablaba. Pero le zumbaba la cabeza-. ¿Me disculpas? -añadió, al tiempo que ella abría la boca formando una O.
Salió a toda prisa del salón y subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Al llegar a la puerta de Portia, golpeó, y al no oír respuesta, la abrió con cautela. La habitación estaba a oscuras, pero a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana se veía claramente que ella no estaba. Nada adornaba la superficie del tocador ni de la mesilla de noche. El ropero estaba vacío.
Será tonta, pensó. ¡La muy tonta! Fugarse no era la manera correcta ni conveniente de actuar. A los ojos del mundo habría roto su compromiso con él para fugarse a Escocia con otro hombre. Sería inaceptable ante la sociedad, la aislarían, la rechazarían en todas partes. Portia nada menos, inimaginable, tan correcta y formal en su comportamiento social.
¡Y McLeith!
¿Debería seguirlos? Pero ya llevaban una hora de ventaja. ¿Y qué sentido tendría, aun en el caso de que les diera alcance? Los dos eran adultos, maduros. Tal vez ella encontraría cierta felicidad con McLeith. Al fin y al cabo se casaría con un hombre que ya era duque, en lugar de tener que esperar a que muriera su padre. Y era de suponer que vivirían en Escocia, donde tal vez las reglas no eran tan rígidas que consideraran un estigma social tan grave lo de haberse fugado.
Pero qué tonta, pensó, asomándose a la ventana a mirar la terraza de césped oscurecida. Podría haber roto el compromiso y vuelto a la casa de sus padres, y después anunciar su próximo matrimonio con McLeith. Era muy impropio de ella mostrarse impulsiva o precipitada.
Le gustaba más por eso.
La carta que recibió Claudia era de McLeith, supuso.
Se permitió pensar en ella libremente por primera vez desde su regreso a Alvesley la noche anterior.
No se atrevía a creer que estaba libre. Era posible incluso que al bajar al salón de baile encontrara a Portia ahí, habiendo recuperado la sensatez y vuelto a Alvesley y a él.
Sólo había una manera de saberlo, claro.
En realidad Claudia se sintió bastante aliviada cuando Charlie no se presentó a reclamarle el primer baile que ella le había prometido; no deseaba que le renovara la proposición de esa mañana. Pero una vez que comenzó el baile se sintió molesta. Un caballero al que conoció durante la merienda le había solicitado ese baile, y ella declinó la invitación explicando que ya lo tenía prometido.
Y encontró humillante verse obligada a estar ahí sola mirando mientras todas las personas menores de cincuenta años bailaban. Y tal vez ese caballero habría pensado que ella simplemente no deseaba bailar con él.
Charlie no debería haberla puesto en esa incómoda situación; eso no era cortés, y se lo diría cuando llegara. Le pasó por la cabeza, por supuesto, que él quería castigarla por haber rechazado su proposición esa mañana. Pero él le pidió el primer baile «después» que ella dijera su rotundo no.
El siguiente baile, un conjunto de vigorosas contradanzas, lo bailó con el conde de Rosthorn, y al terminar este, acababa de llegar junto a Anne y Sydnam cuando alguien le tocó suavemente el hombro. Era un lacayo, que le entregó una nota. ¿De Charlie? ¿De Joseph? Charlie aún no había hecho acto de presencia.
– Disculpadme -dijo, apartándose un poco para leerla a solas.
Rompió el sello y desdobló el papel. Era de Charlie. Desentendiéndose de la leve desilusión que sintió, la leyó:
Mi queridísima Claudia, me parece bastante justo que yo sufra ahora como tal vez sufriste tú dieciocho años atrás. Porque si bien yo también sufrí entonces, yo fui el que te rechazó, como ahora lo haces tú. Y es terrible el sufrimiento de amar y ser rechazado. No esperaré a oír tu respuesta esta noche; ya me la diste y no quiero causarte molestia obligándote a repetirla. La señorita Hunt también se siente desdichada. Piensa, con toda razón, que ha sido muy maltratada aquí. Hoy hemos podido ofrecernos cierto consuelo mutuamente. Y tal vez podamos continuar haciéndolo toda la vida. Cuando leas esto ya tendríamos que ir bien avanzados en nuestro trayecto a Escocia, donde nos casaremos sin tardanza. Ella será, creo, una concienzuda esposa y duquesa, y yo seré un sumiso marido. Te deseo todo lo mejor, Claudia. Siempre serás para mí la hermana que nunca tuve, la amiga que hizo felices mis años de infancia y primera juventud, y la amante que podrías haber sido si no hubiera intervenido el destino. Perdóname, por favor, que no haya cumplido mi promesa de bailar contigo esta noche.
Tu humilde y obediente servidor.
McLeith (Charlie)
Vaya, caramba.
Dobló la misiva de nuevo.
Ooh, vaya por Dios.
– ¿Pasa algo, Claudia? -le preguntó Anne, poniéndole una mano en el brazo.
– Nada. -Le sonrió-. Charlie se ha marchado. Se ha fugado con la señorita Hunt.
Estaba agitando la carta como si fuera un abanico; no sabía qué hacer con ella.
– Supongo -dijo Sydnam, cogiendo la carta y metiéndosela en un bolsillo- que están sirviendo té en el salón de refrigerios. Ven con Anne y conmigo y te iré a buscar una taza.
– Ah, caramba -dijo ella-. Gracias. Sí. Eso será justo lo que necesito. Gracias.
Él le ofreció el brazo y ella se lo cogió, y sólo entonces recordó que él no tenía otro para ofrecerle a Anne. Paseó la mirada por el salón de baile. Charlie no estaba. Tampoco estaba la señorita Hunt.
Joseph también había desaparecido.
¿Lo sabría ya?
Decididamente Portia no estaba en el salón de baile. Tampoco estaba McLeith. Ni Claudia.
Se estaban formando las filas para la siguiente contradanza, y la mayor de las dos hijas del párroco no tenía pareja, aunque sonreía radiante al lado de su madre como si ser una de las feas del baile fuera la suerte más feliz que se pudiera imaginar. Fue ahí, le hizo una venia a la madre y le preguntó si podía tener el honor de sacar a bailar a su hija.
Mientras bailaba e intentaba sacarle risas y sonrisas a la hija del párroco, vio a Claudia volver al salón acompañada por Anne y Sydnam Butler. Entonces, después de devolver la chica al lado de su madre y de haber estado con ellas un rato haciéndose el simpático, observó que al grupo de Claudia se habían unido Susanna, Whitleaf, Gwen, Lily y Neville. Y por la forma como se giraron a mirarlo cuando se les acercaba, comprendió que Lauren había logrado encontrar su voz después que él la dejó para salir del salón.
– Bueno, Joe -dijo Neville, dándole una palmada en el hombro.
– Bueno, Nev -contestó él, haciéndole una venia a Claudia, que se inclinó en una leve reverencia-. Veo que se ha corrido la voz.
– Sólo entre unos pocos de nosotros -lo tranquilizó Gwen-. Lauren y Kit no quieren que se enteren los condes todavía. Esta es su noche y no hay que estropeársela de ninguna manera.
– No voy a subirme a la tarima de la orquesta a hacer un anuncio público -dijo Joseph.
– Este es un baile maravilloso -dijo Susanna-, y el próximo va a ser un vals.
Whitleaf le cogió la mano, se la puso en su brazo y le dio una palmadita.
– Entonces será mejor que vayamos a ocupar nuestros lugares -dijo.
Nadie se movió, ni siquiera los Whitleaf. Joseph se inclinó ante Claudia.
– Señorita Martin, ¿me haría el honor de bailar este vals conmigo?
Aunque estaban rodeados por el ruido de conversaciones y risas, Joseph tuvo la clara impresión de que cada miembro del grupo se quedó inmóvil y reteniendo el aliento, en suspenso, todos pendientes de la petición de él y de la respuesta que recibiría.
– Sí -dijo Claudia-. Gracias, lord Attingsborough.
En otra circunstancia él se habría echado a reír de buena gana: ella habló con su voz de maestra de escuela. Pero simplemente le sonrió y le ofreció el brazo, y ella colocó la mano en él. Entonces todos se movieron para dirigirse a la pista de baile. Uno de los primos de Kit vino a pedirle el baile a Gwen, Whitleaf echó a andar con Susanna, Neville con Lily y Sydnam con Anne; estaba claro que estos dos iban a bailar el vals, aun cuando a Sydnam le faltaba un brazo y un ojo. Él los siguió con Claudia.
Mientras las demás parejas se iban situando alrededor, se giró hacia ella. Se miraron a los ojos y se sostuvieron la mirada.
– ¿Estás afectada?
Como siempre, ella pensó la respuesta antes de hablar.
– Sí. Lo quise muchísimo cuando era niña, y en las últimas semanas, inesperadamente, había llegado a tomarle cariño otra vez. Pensé que podríamos ser amigos toda la vida. Ahora supongo que eso no será posible. Él no es perfecto, como yo lo veía de pequeña. Tiene defectos de carácter, entre otros una cierta debilidad moral, y la incapacidad de mantenerse firme ante un cambio o decepción. Pero todos tenemos debilidades. Es la naturaleza humana. Estoy disgustada con él y por él. Creo que no será feliz. -Eso lo dijo muy seria, ceñuda, pensativa-. ¿Y tú, estás afectado?
– Yo me porté mal. Debería haberle dicho lo de Lizzie antes de pedirle que se casara conmigo; y debería habérselo dicho en privado. Pero en lugar de eso lo mantuve en secreto y la humillé declarándolo en público. Y después no acepté sus exigencias, que ella consideraba muy lógicas y razonables, y probablemente así las consideraría gran parte de la buena sociedad. Estaba aquí sin sus padres ni otros familiares, a los que podría haber recurrido en busca de consejo, apoyo o consuelo. Y por lo tanto ha hecho algo precipitado, lo que no es propio de ella. Sí, estoy afectado. Tal vez he sido la causa de su deshonra permanente.
Ese no era el momento ni el lugar para tener una conversación tan seria. Estaban rodeados por colores, perfumes, voces y risas, todos los elementos festivos de una gran celebración. Entonces comenzó la música, él le rodeó la cintura con un brazo, le cogió la mano mientras ella ponía la otra en su hombro, y comenzó a girar con ella al ritmo del vals.
Pasaron varios minutos y a él no lo abandonaba la sensación de que eran el foco de mucha atención. Casi todos estaban bailando. Cuando desvió la mirada de Claudia, vio a Bewcastle bailando con la duquesa y a Hallmere con la marquesa; ninguno de los cuatro los estaban mirando. Tampoco Lauren ni Kit, ni los Rosthorn, ni Aidan Bedwyn ni su esposa. Aparentemente todos estaban absortos en la dicha de estar juntos y en el vals, como también lo estaban las parejas con las que había estado hablando antes del vals.
Y sin embargo…
Sin embargo tenía la extraña sensación de que todos estaban muy pendientes de él. No sólo de él, y no sólo de Claudia, sino de los dos; de él y de Claudia. No era sólo a él a quien miraban, como si les interesara ver su reacción ante la fuga de su prometida con otro hombre, ni a Claudia, interesados en su reacción ante la fuga de su amigo con otra mujer. Los miraban a los dos, como si pensaran qué les ocurriría ahora a ellos, «ellos dos»: Joseph y Claudia.
Como si todos «lo supieran».
– Me siento muy cohibida -dijo ella, con su expresión severa, y los labios algo tirantes.
– ¿Por el vals?
– Porque tengo la sensación de que todos nos están mirando, lo cual es ridículo. Nadie nos está mirando. ¿Y por qué tendrían que mirarnos?
– ¿Porque saben que los dos acabamos de quedar libres? -sugirió él.
Ella volvió a mirarlo a los ojos e hizo una inspiración para hablar. Pero sólo dijo:
– Ah.
Él le sonrió.
– Claudia, disfrutemos del vals, ¿quieres? Y al diablo quien sea que nos esté mirando.
– Sí -dijo ella, remilgadamente-. Al diablo todos ellos.
Él ensanchó la sonrisa y ella echó atrás la cabeza y se rió, fuerte, atrayendo hacia ellos varias francas miradas.
Después de eso se entregaron a la emoción y al placer puro del baile, girando, girando, casi sin dejar de mirarse a los ojos, sólo en parte conscientes del caleidoscopio de colores y luces de velas que giraban alrededor. No dejaron de sonreír.
– Ooh -dijo ella cuando acabó el vals, como si se sintiera medio pesarosa y medio sorprendida por haber salido del mundo en que habían habitado juntos casi media hora.
– Salgamos de aquí -dijo él. Vio que ella agrandaba los ojos-. Todavía falta media hora para la cena, y habrá más baile después. Nadie va a volver a Lindsey Hall hasta pasadas, como mínimo, dos horas.
– Entonces, ¿no es sólo una corta caminata por la terraza lo que propones?
– No. -La soltó y se cogió las manos a la espalda; alrededor suyo todos ya estaban conversando, habiendo terminado el baile-. La alternativa es pasar el resto de la fiesta bailando con otras parejas y siendo sociables con otras personas.
Ella lo miró y a su cara le volvió algo de severidad.
– Iré a buscar mi chal -dijo.
Él se quedó mirándola alejarse. No iba a ser cómodo, pensó. Para ninguno de los dos. Estar enamorado sabiendo que eso no puede llevar a ninguna parte es una cosa; estar libre para hacer algo al respecto es otra. Pero la libertad puede ser engañosa. Incluso estando Portia fuera del cuadro, había obstáculos a manta, de una milla de altura y dos de ancho.
¿Bastaría el amor para superarlos todos?
Pero todos los obstáculos, le había enseñado su experiencia de la vida en treinta y cinco años, por grandes o pequeños que sean, sólo se pueden superar uno a uno, con paciencia y obstinada resolución.
Si es que se pueden superar.
Echó a caminar hacia la puerta del salón, haciendo como que no veía la mano que agitaba hacia él Wilma, que por suerte estaba bien alejada de la puerta. Ahí esperaría a Claudia.