CAPÍTULO 21

Tan pronto como Joseph puso un pie en el vestíbulo de Alvesley, el mayordomo lo informó de que el duque de Anburey solicitaba su presencia en la biblioteca. No fue inmediatamente. Subió a su dormitorio y ahí encontró a Anne y Sydnam velando el sueño de Lizzie, que no había despertado desde que él se marchó a Lindsey Hall, según le informaron.

– Mi padre desea hablar conmigo -les dijo.

Sydnam lo miró compasivo.

– Vaya -dijo Anne, sonriéndole-. Sólo hará una media hora que relevamos a Susanna y a Peter. Nos quedaremos el tiempo que haga falta.

– Gracias.

Se acercó a la cama a acariciarle la mejilla a Lizzie con el dorso de la mano. Ella tenía una esquina de la almohada sujeta ante la nariz con una mano. Cuánto lo alegraba que se hubiera acabado el secreto del parentesco entre ellos. Se inclinó a besarla. Ella musitó algo ininteligible, sin despertarse, y dejó los labios quietos otra vez.

Cuando entró en la biblioteca le cayó encima una tremenda bronca. Su padre echó pestes, vociferando. Al parecer había hecho entrar en razón a Portia, convenciéndola de que su hijo se portaría correctamente y ella no volvería a ver ni a oír hablar de la niña nunca más. Ella estaba dispuesta a continuar con el compromiso.

Pero él no estaba dispuesto a aceptar órdenes. Informó a su padre que no estaba dispuesto a continuar ocultando a Lizzie; que esperaba trasladarla a Willowgreen para pasar gran parte de su tiempo ahí con ella. Y puesto que Portia lo había liberado, ahora debía aceptar esa nueva realidad si quería reanudar el compromiso.

Se mantuvo firme incluso cuando su padre lo amenazó con echarlo de Willowgreen, que seguía siendo oficialmente suyo. Y él le contestó que entonces viviría con su hija en otra parte. Al fin y al cabo no dependía económicamente de él. Se compraría otra casa en el campo.

Discutieron un largo rato, o, mejor dicho, su padre no dejó de despotricar mientras él guardaba un obstinado silencio. Su madre, que estaba presente, lo soportó todo en silencio.

Finalmente los dos salieron juntos de la biblioteca y le enviaron a Portia.

Ella entró, muy serena y hermosa, ataviada con un vestido azul hielo. Él se mantuvo donde estaba, junto al hogar sin fuego, con las manos cogidas a la espalda. Ella avanzó hacia él, tomó asiento y se arregló primorosamente los pliegues de la falda. Después lo miró, con su hermosa cara desprovista de toda emoción discernible.

– De verdad lamento mucho todo esto Portia -dijo él entonces-. Yo tengo toda la culpa. Desde que murió su madre he sabido que mi hija debe ocupar un lugar más importante en mi vida que antes. He sabido que debo ofrecerle un hogar y dedicarle mi tiempo, mi atención y mi cariño. Sin embargo, hasta hoy no se me había ocurrido que no podría continuar haciendo eso mientras siguiera viviendo esa especie de doble vida que me exigía la sociedad. Si se me hubiera ocurrido a tiempo, habría podido hablar francamente del asunto con mi padre y con el tuyo, antes de exponerte al tipo de aflicción que has soportado hoy.

– He venido aquí, lord Attingsborough, porque había entendido que no se me iba a volver a mencionar a esa horrenda niña ciega. Acepté reanudar el compromiso con usted e impedir su absoluta deshonra a los ojos de la alta sociedad con la condición de que todo volvería a ser como antes que usted hablara tan desacertadamente esta tarde en la merienda. Y «eso» no habría ocurrido si esa incompetente maestra de escuela no hubiera puesto su mira en cazar por marido a un «duque» y descuidado sus responsabilidades. Él hizo una lenta inspiración.

– Veo que esto no va a acabar bien. Si bien entiendo tu razonamiento, Portia, no puedo aceptar tus condiciones. Debo tener a mi hija conmigo. Debo ser un padre para ella. El deber lo ordena y la inclinación lo hace imperioso. La «quiero». Si no puedes aceptar eso, entonces creo que no será viable un matrimonio entre nosotros.

Ella se puso de pie.

– ¿Está dispuesto a romper nuestro compromiso? ¿A renegar de todas sus promesas y de un contrato de matrimonio debidamente redactado? Ah, creo que no, lord Attingsborough. No le liberaré. Mi padre no le liberará. Y el duque de Anburey lo desheredará.

Ah, o sea, que se había tomado el tiempo para reflexionar desde ese atardecer, tal como él había supuesto. No era una mujer joven en lo que al mercado del matrimonio se refería. Aunque era de buena cuna, rica y hermosa, le resultaría desagradable conformarse con continuar soltera, otra vez, con dos compromisos de matrimonio rotos en su haber. Tal vez nunca más volvería a tener otra oportunidad para obtener un matrimonio tan ventajoso. Y él sabía que ella tenía la mira puesta en ser duquesa en algún momento en el futuro.

Pero que estuviera dispuesta a obligarlo a llevar a cabo un matrimonio que sin duda les produciría sufrimiento a los dos le resultaba increíble.

Cerró los ojos y los mantuvo cerrados un instante.

– Creo que lo que necesitamos hacer, Portia -dijo-, es hablar con tu padre. Es una pena que no se haya quedado con tu madre un poco más. Debe de haber sido terrible para ti estar sin ellos hoy. ¿Acordamos una tregua? ¿Ponemos cara amable a las cosas mañana para la celebración del aniversario y nos marchamos pasado mañana? Te llevaré a tu casa y hablaremos de todo esto con tu padre.

– Él no le liberará -dijo ella-. No lo espere. Le obligará a casarse conmigo y le obligará a renunciar a esa horrenda criatura.

– La importancia de Lizzie en mi vida ya no es negociable -dijo él tranquilamente-. Pero dejemos eso por ahora, ¿eh? Muy pronto tendrás a tu madre para que te dé apoyo moral y a tu padre para discutir y negociar en tu nombre. Mientras tanto, ¿me permites acompañarte al salón?

Le ofreció el brazo, ella puso la mano en su manga y se dejó llevar fuera de la biblioteca.

De ese modo, volvía a estar comprometido oficialmente. Y tal vez, ¿quién podía saberlo?, jamás volvería a ser libre. Tenía la fuerte impresión de que Balderston podría aceptar sus condiciones y Portia casarse con él y luego no cumplirlas.

Todo eso lo afrontaría cuando llegara el momento, porque no tenía otra opción.

Por el momento no estaba libre, y era posible que nunca lo estuviera.

¡Ah, Claudia!

No se había atrevido a pensar en ella desde el momento en que puso el pie en esa casa al volver.

¡Ah, mi amor!


A la mañana siguiente, Lizzie estaba sentada ante una mesa pequeña en el dormitorio de Joseph, vestida pulcramente con el vestido que se puso para la merienda, que le había traído una criada, bien limpio y planchado, y con el pelo recién cepillado y recogido con la cinta blanca, también limpia y planchada. Estaba tomando el desayuno y atendiendo a las visitas.

Después del desayuno volvería a Lindsey Hall, pero mientras tanto, había recibido una visita tras otra. Primero llegaron Kit y Lauren con Sydnam, Anne y su hijo; después entraron Gwen con tía Clara, Lily y Neville, seguidos de cerca por Susanna y Whitleaf. Todos deseaban darle los buenos días, abrazarla y preguntarle si había dormido bien.

Todos tenían sonrisas para Joseph.

Tal vez sólo eran sonrisas de triste compasión, claro, porque todos sabían el suplicio por el que había pasado el día anterior, aun cuando todas las discusiones fueron a puerta cerrada. De todos modos, él no paraba de preguntarse por qué había guardado tanto tiempo el secreto. La sociedad tenía sus reglas, cierto, pero en su familia siempre había habido amor de sobra.

Entonces llegó su madre. Después de abrazarlo en silencio fue a sentarse en una silla junto a la mesa y Lizzie levantó la cara, comprendiendo que otra vez había alguien ahí, que no estaban solos su padre y ella.

Su abuela le cogió una mano entre las suyas.

– Lizzie. ¿Diminutivo de Elizabeth? Me gustan los dos nombres. Mi querida niña. Te pareces mucho a tu padre. Yo soy su madre. Tu abuela.

– ¿Mi abuela? Ayer oí su voz.

– Sí, querida -dijo ella dándole una palmadita en la mano.

– Fue después que fui a caminar con Horace y me perdí -dijo Lizzie-. Pero mi papá y la señorita Martin me encontraron. Mi papá va a adiestrar a Horace para que no vuelva a perderse conmigo otra vez.

– Pero qué aventurera eres -dijo su abuela-. Igual que tu padre cuando era niño. Siempre estaba subiéndose a los árboles más altos, bañándose en los lagos más profundos y desapareciendo horas y horas en viajes de descubrimiento sin decirle ni una palabra a nadie. Es un milagro que no me hayan dado unos cuantos ataques al corazón un montón de veces.

Lizzie sonrió y luego se echó a reír regocijada.

Su madre le dio otra palmadita a su nieta en la mano y él vio lágrimas en sus ojos. No carecía de valor, al venir ahí desafiando a su padre. Los besó y abrazó, tanto a él como a Lizzie, pues ya era la hora de marcharse en dirección a Lindsey Hall. Ella y lady Redfield salieron a la terraza a despedirlos.

Joseph cabalgó acompañado por McLeith, con Lizzie sentada delante en la silla y el perro corriendo al lado, hasta que se cansó y tuvo que subirlo al caballo también, para gran placer de la pequeña. McLeith, lógicamente, iba a ver a Claudia, como hacía casi todos los días. Joseph pensó si ese hombre la convencería finalmente de casarse con él, aunque lo dudaba mucho.

Cuando llegaron a Lindsey Hall, Joseph entró en el vestíbulo para enviarle a Claudia con un lacayo la nota que le había escrito esa noche. Pero después salió. Fuera estaban la duquesa de Bewcastle y lord y lady Hallmere conversando con Lizzie. McLeith entró a ver a Claudia. Pasado un momento él tomó el camino hacia el lago con Lizzie y el perro.

– Papá -dijo ella, cogiéndole la mano-. No quiero ir a la escuela.

– No irás. Te quedarás conmigo hasta que crezcas, te enamores, te cases y me abandones.

– Tonto -rió ella-. Eso no ocurrirá nunca. Pero si no voy a la escuela perderé a la señorita Martin.

– ¿Te cae bien, entonces?

– La quiero. ¿Es malo eso, papá? Yo quería a mi madre también. Cuando murió pensé que se me iba a romper el corazón. Y creí que nadie aparte de ti podría hacerme sonreír o sentirme segura otra vez.

– Pero ¿la señorita Martin puede?

– Sí.

– Eso no es malo, cariño -dijo él, apretándole la mano-. Tu madre siempre será tu madre. Siempre habrá un rincón en tu corazón donde seguirá viviendo. Pero el amor crece, Lizzie. Cuando más amas más puedes amar. No tienes por qué sentirte culpable por querer a la señorita Martin. A diferencia de él.

– Tal vez la señorita Martin podría ir a visitarnos, papá.

– Tal vez.

– La echaré de menos -suspiró ella cuando se detuvieron junto a la orilla del lago y él miró hacia los árboles del bosque que llegaban casi hasta la orilla; el lugar donde…-. Y a Molly, a Agnes y a la señorita Thompson.

– Pronto te llevaré a casa.

– Casa -dijo ella, suspirando otra vez y apoyando el lado de la cabeza en su brazo-. Pero, papá, ¿la señorita Martin se llevará a Horace?

– Creo que la hará feliz que se quede contigo.

Vio que Claudia iba caminando con McLeith a cierta distancia. Debieron dar una vuelta por la colina de atrás de la casa y bajaron por el bosque.

Resueltamente volvió la atención a su hija. Qué feliz lo hacía poder estar con ella así, a la vista de todos, por fin, después de tanto tiempo.

– Al final no dimos el paseo en barca ayer, ¿verdad, cariño? ¿Buscamos un bote para darlo ahora?

– Ooh, síii -exclamó ella, con la cara iluminada por el placer y el entusiasmo.


– No me habría sorprendido si te hubiera encontrado lista para marcharte esta mañana, Claudia -dijo Charlie-, tan pronto como llegara la niña y pudieras llevártela contigo. Me habría enfadado, eso sí. Es a Attingsborough a quien le corresponde llevársela, y debería hacerlo tan pronto como sea posible. No debería haberla hecho traer aquí, para empezar. Ha puesto a Bewcastle en una posición incómoda y es un horroroso insulto a la señorita Hunt y a Anburey.

– No fue idea de él traer a Lizzie aquí -dijo Claudia-. Fue idea mía.

– No debería ni haberte hablado de la existencia de la niña. Eres una «dama».

– Y Lizzie es una persona.

– La señorita Hunt ha estado terriblemente molesta aunque tiene tanta dignidad que no lo demuestra. Fue humillada delante de todos los huéspedes de Alvesley y de Lindsey Hall, por no mencionar a todos los aristócratas rurales que vinieron a la merienda. Yo medio suponía que se negaría a continuar con sus planes de casarse con Attingsborough, pero parece que le ha perdonado.

Sí. Ella no necesitaba que se lo dijera. Había leído el escueto mensaje que le envió Joseph poco después que ella lo vio venir por la ventana del aula. Apenas se fijó que venía con Charlie y Lizzie. Había esperado el desenlace sin hacerse esperanzas, aunque, después de leer la nota comprendió que en realidad se había estado engañando; sí que había tenido esperanzas. Y, de repente, todas desaparecieron, toda posibilidad de dicha.

Cuando salieron del bosque para continuar caminando hasta el final del lago, miró atrás, hacia el lugar donde esa noche se había acostado con Joseph, y entonces lo vio, en la distancia, a la orilla del lago con Lizzie. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, se obligó a volver la atención a lo que habían estado hablando.

– Charlie -dijo-, Lizzie fue concebida hace más de doce años, cuando el marqués de Attingsborough era muy joven, y mucho antes que conociera a la señorita Hunt. ¿Por qué tendría ella que sentirse amenazada por la existencia de Lizzie?

– Pero es que no se trata de su existencia, Claudia. Es que ahora la señorita Hunt y muchísimas otras personas «saben» de ella, y pronto lo sabrán todas las personas que tienen alguna importancia. Eso no es correcto. Un caballero se guarda esas cosas para sí. Conozco las expectativas de la sociedad, tuve que aprenderlas cuando tenía dieciocho años. No es extraño que tú no las sepas. Has llevado una vida mucho más protegida.

– Charlie -dijo ella, al captar de repente su atención por algo que le pasó por la cabeza-, ¿tienes otros hijos además de Charles?

– ¡Claudia! -exclamó él; era evidente que estaba azorado-. Esa no es una pregunta que le hace una dama a un caballero.

– Los tienes. Tienes otros hijos, ¿verdad?

– No contestaré a eso. De verdad, Claudia, siempre dices lo que te pasa por la cabeza con más libertad de la que debieras. Eso es una de las cosas que siempre he admirado en ti, y sigo admirando. Pero hay límites…

– ¡Tienes hijos! ¿Los quieres y cuidas de ellos?

Él se echó a reír y movió la cabeza, pesaroso.

– ¡Eres desesperante! Soy un caballero, Claudia. Hago lo que debe hacer un caballero.

La pobre duquesa difunta, pensó ella. Porque, a diferencia de Lizzie, los hijos ilegítimos de Charlie tenían que haber sido engendrados cuando él ya estaba casado. ¿Cuántos serían? ¿Y qué tipo de vida llevarían? Pero no podía preguntarlo. Era algo de lo que una especie de código de honor le prohibía al caballero hablar con una dama.

– Esto ha estropeado un tanto la atmósfera que esperaba crear esta mañana -dijo él, suspirando-. El aniversario se celebra hoy, Claudia. Mañana o pasado mañana a más tardar debo marcharme. Sé muy bien que soy el único huésped de Alvesley que no tiene ninguna relación de parentesco con la familia. No sé cuándo volveré a verte.

– Nos escribiremos, Charlie.

– Sabes que eso no me basta.

Ella giró la cabeza para mirarlo con más atención. Volvían a ser amigos, ¿no? Resueltamente ella había dejado atrás las heridas del pasado y consentido en tenerle aprecio otra vez, aun cuando había cosas en él que no aprobaba particularmente. Era de esperar que no continuara con la idea…

– Claudia, quiero que te cases conmigo. Te amo, y creo que tú me tienes más afecto del que quieres reconocer. Dime ahora que te casarás conmigo y el baile de esta noche será un cielo para mí. No lo anunciaré ahí, supongo, puesto que es en honor de los Redfield y, además, ninguno de los dos tiene un lazo íntimo con la familia. Pero podremos darlo a conocer de modo informal. Seré el más feliz de los hombres. Sé que esa es una frase horrorosamente manida, pero sería cierta de todos modos. ¿Qué me dices?

Ella estuvo un buen rato sin poder decir nada. La había tomado totalmente por sorpresa, otra vez. Lo que para él había sido el avance de un romance, para ella había sido simplemente la renovación de una amistad. Y justamente ese día no estaba preparada para arreglárselas con eso.

– Charlie, no te amo -dijo finalmente.

A eso siguió un largo e incómodo silencio. Casi habían dejado de caminar. Ella vio en la distancia una pequeña barca alejándose de la orilla: en ella iba Joseph con Lizzie. La golpeó el recuerdo de cuando él la llevó por el río durante la fiesta de jardín de la señora Corbette-Hythe. Pero no debía dejar vagar los pensamientos. Volvió a mirar a Charlie.

– Has dicho lo único para lo cual no tengo ningún argumento -dijo él-. Me amaste, Claudia. Hiciste el amor conmigo. ¿No lo recuerdas?

Ella cerró los ojos y los mantuvo cerrados un instante. En realidad no era mucho lo que recordaba, aparte de los torpes manoseos, el dolor y la feliz convicción posterior de que ya eran el uno del otro para siempre.

– Fue hace mucho tiempo -dijo amablemente-. Ahora somos personas diferentes, Charlie. Te tengo cariño, pero…

– Maldito sea tu cariño -dijo él, y le sonrió triste-. Y maldita tú. Y ahora acepta mis más humildes disculpas por haber empleado ese atroz lenguaje en tu presencia.

– Pero ¿no por los atroces sentimientos?

– No, por esos no. Mi castigo es para toda la vida, entonces, ¿verdad?

– Vamos, Charlie, esto no es un castigo. Te perdoné cuando me lo pediste, pero…

– Cásate conmigo de todos modos, y al diablo el amor. Pero me amas. Estoy seguro.

– Como a un amigo. Él frunció el ceño.

– ¡Córcholis! Piénsalo. Piénsalo largo y tendido. Y te lo pediré otra vez esta noche. Después de eso no volveré a darte la lata. ¿Me prometes que lo pensarás y tratarás de cambiar de opinión?

Ella suspiró y negó con la cabeza.

– No cambiaré de opinión entre ahora y esta noche. Es demasiado tarde para nosotros, Charlie.

– Piénsalo de todas maneras. Esta noche te lo volveré a pedir. Baila el primer conjunto de contradanzas conmigo.

– Muy bien.

Descendió un silencio sobre ellos. Pasado un momento, él lo rompió:

– Ojalá a los dieciocho años hubiera sabido lo que sé ahora, que hay cosas en las que uno no transige. Será mejor que volvamos a la casa, supongo. He hecho el idiota, ¿verdad? Tú sólo puedes ver en mí a un amigo. No me basta. Tal vez esta noche hayas cambiado de opinión. Aunque eso no ocurrirá simplemente porque yo lo deseo, creo.

Sin embargo, pensó ella caminando a su lado, si no se hubieran encontrado en Londres ese año, lo más probable es que él no le hubiera dedicado ni un solo pensamiento en todo el resto de su vida.

Vio que Lizzie iba deslizando la mano por el agua, tal como hiciera ella en el Támesis no hacía mucho. Entonces oyó el sonido de risas: la de él mezclada con la de Lizzie.

Se sintió sola, muy sola, como no se había sentido desde hacía mucho, mucho tiempo; era como si en su interior hubiera un agujero negro sin fondo.


Portia Hunt no tenía a ningún pariente en Alvesley Park. Tampoco tenía ninguna amiga especial, aparte de Wilma. Y Joseph había ido a Lindsey Hall a pasar la mañana.

Pero ellas no eran crueles. Y aunque toda la familia, a excepción del padre y la hermana de Joseph, no aprobaban la elección de Portia Hunt como su futura esposa, sentían verdadera compasión por ella. Se había llevado una desagradable conmoción durante la merienda, aun cuando en gran parte se la había buscado ella misma. Era comprensible que se sintiera humillada. Y estaba claro que se había llevado un gran disgusto a última hora de la tarde y después nuevamente por la noche, cuando Joseph volvió de acompañar a la señorita Martin a Lindsey Hall. Pero, por el motivo que fuera, el compromiso había sobrevivido, según había informado Wilma a todos.

Entonces Susanna y Anne le comentaron a Lauren, Gwen y Lily que era una gran lástima porque Claudia Martin estaba enamorada de Joseph, y les parecía que él de ella también. Además, fue con ella a buscar a Lizzie, ¿no? Y fue a ella a quien le pidió que entrara en la casa para que acompañara a Lizzie mientras él hablaba con su padre y con la señorita Hunt. Y después insistió en llevarla de vuelta a Lindsey Hall, aun cuando Kit se había ofrecido a hacerlo. Y no volvió inmediatamente.

Pero como eran unas damas amables, aunque hubiera un montón de cosas que podrían hacer entre los preparativos para el solemne baile de aniversario de esa noche, invitaron a la señorita Hunt a caminar con ellas, y a Wilma también. Las llevaron por el sendero agreste que discurría más allá del jardín formal y el puente pequeño. Lily le preguntó a la señorita Hunt acerca de sus planes para la boda y ella se lanzó a hablar del tema, que sin duda era muy querido de su corazón.

– Qué maravilloso -dijo Susanna suspirando cuando tomaron un desvío del sendero en abrupta pendiente que subía a lo alto de la colina, para seguir por terreno llano-, estar tan enamorada y haciendo planes para la boda.

– Ah -dijo Portia-, yo no soñaría con ser tan vulgar, lady Whitleaf, como para imaginarme enamorada. Una dama escoge a su marido con mucho más sentido común y juicio.

– Desde luego -dijo Wilma-, uno no desearía encontrarse casada con un molinero, un banquero o un maestro de escuela simplemente porque lo «amara», ¿verdad?

Susanna miró a Anne y Lauren miró a Gwen. Lily sonrió.

– Creo que lo mejor -dijo- es casarse con un hombre que tenga título, riqueza, propiedad, buena apariencia, encanto y carácter, y que una esté locamente enamorada de él también. Siempre que él sienta lo mismo, claro.

Todas se rieron, a excepción de Portia. Incluso Wilma se rió. Aunque la familia encontraba estirado y pesado al conde de Sutton, también sabían que él y Wilma se tenían afecto.

– Lo que es «mejor» -dijo Portia-, es estar al mando de las propias emociones en todo momento.

Regresaron en dirección a la casa bastante antes de lo que tenían pensado; aunque el cielo seguía azul y sin nubes y el follaje de los árboles no era tan denso que tapara la luz del sol, parecía que el aire se había vuelto frío.

El duque de McLeith estaba en el puente pequeño, con los brazos apoyados en la barandilla de madera de un lado contemplando el agua. Cuando las vio caminando hacia él se enderezó y sonrió.

– ¿Ya ha vuelto de Lindsey Hall? -preguntó Susanna, innecesariamente-. ¿Ha visto a Claudia?

– Sí -contestó él con expresión lúgubre-. Parece que es una profesora consagrada y una solterona empedernida.

Susanna y Anne se miraron.

– Creo que debería estarle agradecida, excelencia -dijo Wilma-, por haber condescendido a fijarse en ella.

– Ah, pero es que nos criamos juntos, lady Sutton -dijo él-. Siempre ha tenido una mente muy suya. Si hubiera sido hombre habría triunfado en lo que fuera que se hubiera propuesto. Y aun siendo mujer, ha tenido un éxito extraordinario. Me siento orgulloso de ella. Pero estoy un poco…

– ¿Un poco…? -lo alentó Gwen.

– Triste.

– ¿Joseph volvió con usted? -preguntó Lauren.

– No -contestó él-. Llevó a su…, fue a dar un paseo en barca con alguien. Yo decidí no esperarlo.

– ¡Es incorregible! -exclamó Wilma, contrariada-. Ayer tuvo mucha suerte de que la señorita Hunt fuera tan generosa y le perdonara haber dicho lo que era imperdonable, en mi opinión, aunque sea mi hermano. Pero hoy está tentando a su suerte. Debería haber vuelto «inmediatamente».

– Bueno -dijo Lauren en tono enérgico-, ahora tengo que volver a la casa. Hay mil y una cosas que hacer para esta noche. Gwen, tú y Lily me ibais ayudar en los arreglos florales.

– Harry va a necesitar pronto que lo alimente -dijo Susanna.

– Y yo les prometí a Sydnam y David que los acompañaría para verlos pintar -dijo Anne-. Megan estará esperando para ir conmigo.

– Wilma -dijo Lauren-, tus fiestas siempre se caracterizan por su buen gusto. ¿Nos harías el favor de acompañarnos para darnos tu opinión sobre la decoración del salón de baile y la distribución de las mesas en el salón comedor? -Pasó la atención a Portia-. Señorita Hunt, ¿tal vez usted podría hacerle compañía a su excelencia un rato? Le va a parecer que lo abandonamos demasiado pronto después de encontrarnos con él.

– Nada de eso, lady Ravensberg -la tranquilizó él-. Pero me han dicho, señorita Hunt, que las vistas desde la cima de esa colina de ahí son maravillosas, que valen la pena el esfuerzo de subir la abrupta pendiente. ¿Le apetecería acompañarme a verlas?

– Por supuesto, encantada -dijo ella.

Cuando ya estaban lo bastante lejos para no ser oídas, Wilma dijo:

– Joseph tendrá mucha suerte si el duque de McLeith no le birla a la señorita Hunt bajo sus mismas narices. ¿Y quién no lo comprendería? ¿Ya ella? Nunca pensé que me avergonzaría de mi hermano, pero, francamente…

– Yo he estado bastante enfadada con él -dijo Gwen, cogiéndose de su brazo-. Ocultarnos un secreto así a nosotras, como si todas fuéramos severos jueces y no parte de la familia. Y estoy enfadada con Neville. Lo ha sabido siempre, ¿verdad, Lily?

– Sí, pero ni siquiera a mí me lo había dicho. Hay que admirar su lealtad, Gwen. Pero me gustaría haberlo sabido antes. Lizzie es una niña encantadora, ¿verdad?

– Se parece a Joseph -dijo Lauren-. Va a ser una beldad.

– Pero es ciega -protestó Wilma.

– Tengo la impresión de que ella no va a permitir que eso sea un infortunio en su vida -dijo Anne-. Ahora que todos sabemos de su existencia será muy interesante observar su desarrollo.

Wilma guardó silencio.

Cuando llegaron a la casa se dirigieron inmediatamente a ocuparse de sus diversas tareas, dejando al duque de McLeith la de consolar a la señorita Hunt.

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