Capítulo 1

Era un hermoso y caluroso día de julio en el condado de Marin, al otro lado del puente Golden Gate de San Francisco. Tanya Harris trajinaba en la cocina mientras organizaba el día. Era una persona de una minuciosidad absoluta. Necesitaba que todo estuviera en su sitio, ordenado y bajo control. Amante de la planificación, eran contadas las ocasiones en las que se le acababa alguna cosa o se olvidaba de algo. Era feliz llevando una vida eficiente y previsible.

Tanya era una mujer menuda, ágil, estaba en buena forma, y aunque ya había cumplido los cuarenta y dos años, no los aparentaba. Peter, su esposo, tenía cuarenta y seis. Era abogado procesalista en un respetable bufete de abogados de San Francisco, pero no le importaba tener que desplazarse cada mañana desde Ross, al otro lado del río. Ross era una urbanización próspera, segura y muy recomendable. Se habían trasladado allí desde San Francisco dieciséis años atrás, principalmente por la excelente fama de sus colegios, los mejores de Marin, según mucha gente.

Tanya y Peter tenían tres hijos. Jason, de dieciocho años, se marcharía a la Universidad de Santa Bárbara a finales de agosto. El chico se moría de ganas, pero Tanya sabía que le echaría terriblemente de menos. Después venían las dos mellizas, Megan y Molly, que acababan de cumplir diecisiete años.

Tanya había disfrutado plenamente de cada uno de los últimos dieciocho años dedicándose por completo a su labor de madre. Para ella, habían sido unos años maravillosos. Nunca se le había hecho pesado ni aburrido. Las múltiples y tediosas idas y venidas en coche jamás le habían resultado insoportables. A diferencia de otras madres -que solían quejarse- Tanya adoraba estar con sus hijos, dejarles, recogerles, llevarles a Cub Scouts y a Brownies. Había sido la presidenta de la asociación de padres del colegio de los niños durante varios años. Se enorgullecía de hacer cosas por ellos; adoraba ver a Jason jugando en la liga infantil o en los partidos de baloncesto, o asistir a cualquier actividad que hicieran las mellizas. Jason había formado parte del equipo del instituto y su ilusión era ingresar en el equipo de baloncesto o de tenis en la Universidad de Santa Bárbara.

Sus dos hermanas pequeñas, Megan y Molly, a pesar de ser mellizas, eran tan diferentes como el día y la noche. Megan era menuda y rubia como su madre. Cuando tenía diez años, sus facultades como gimnasta parecían augurarle un futuro olímpico, pero abandonó la competición cuando se dio cuenta de que perjudicaba sus estudios. Molly era alta, delgada y tenía las piernas largas y el cabello castaño de Peter. Era el único miembro de la familia que nunca había participado en competiciones deportivas. Le gustaba la música, el arte, la fotografía y era voluble e independiente. Las mellizas, con diecisiete años cumplidos, iban a comenzar su último año escolar. Megan quería ir a la Universidad de Berkeley, como su madre, o quizá a la de Santa Bárbara. Molly estaba pensando en ir a alguna universidad del Este o tal vez a una escuela de California donde pudiera desarrollar su vena artística. Caso de quedarse en el Oeste, había considerado seriamente matricularse en la Universidad de California en Los Ángeles. Las mellizas estaban muy unidas pero también estaban convencidas de que no debían ir a la misma universidad. Habían ido siempre a la misma clase y al mismo colegio y, en aquel momento, ambas estaban preparadas para seguir cada una su camino. Sus padres consideraban que era una actitud beneficiosa y Peter animaba a Molly para que se decidiese a pedir plaza en alguna de las excelentes universidades de la Ivy League. Sus calificaciones eran más que suficientes y su padre creía que se desenvolvería bien en un ambiente académico de máxima exigencia. Así que Molly le estaba dando vueltas a la posibilidad de ir a Brown. Allí podría diseñar un programa de créditos de fotografía a su medida. Otra posibilidad era ir a la escuela de cine de la Universidad de California. Los tres hermanos Harris habían sido alumnos brillantes en el colegio.

Tanya estaba orgullosa de sus hijos, amaba a su marido, disfrutaba de su vida y, a lo largo de sus veinte años de matrimonio, había crecido como persona. Desde su boda con Peter, justo al acabar los estudios universitarios, los años habían volado como si fueran segundos. Cuando se casaron, él acababa de licenciarse en derecho por la Universidad de Stanford y ya había entrado en el despacho de abogados donde todavía seguía trabajando. Prácticamente todo en sus vidas había salido según lo previsto. No había habido grandes sobresaltos, sorpresas o desilusiones en su matrimonio. Tampoco traumas con ninguno de los tres chicos cuando entraron en la adolescencia. A Tanya y a Peter les gustaba pasar mucho tiempo con Jason, Megan y Molly. No había reproches y eran muy conscientes de lo afortunados que eran. Tanya colaboraba en una casa de acogida para personas sin techo una vez por semana en la ciudad y, siempre que podía y que sus horarios se lo permitían, llevaba a las chicas con ella. Ambas realizaban actividades extraescolares y colaboraban con la comunidad a través de la escuela. A Peter le gustaba tomarle el pelo a Tanya bromeando sobre lo aburridos que eran y lo previsibles que eran sus rutinas. Sin embargo, Tanya se sentía enormemente orgullosa de que así fuera. Su vida era cómoda y segura.

La infancia de Tanya no había sido ni tan perfecta ni tan plácida; por ello quería que todo estuviera en orden. Algunos podrían considerar su vida con Peter demasiado estéril y controlada, pero a Tanya le encantaba que así fuera y a él también. La infancia y la adolescencia de Peter habían sido muy similares a la vida que Tanya y él habían construido para sus hijos: un mundo aparentemente perfecto. Por el contrario, la infancia de Tanya había sido difícil, solitaria y, en ocasiones, aterradora. Su padre había sido alcohólico, y cuando ella tenía tres años él y su madre se divorciaron. Después del divorcio, Tanya vio a su padre en contadas ocasiones hasta que este murió cuando ella tenía catorce años. Su madre, secretaria en un bufete de abogados, trabajó muy duro para pagar la mejor educación para su hija. Tanya, sin hermanos e hija única de hijos únicos, solo tenía una familia: Peter, Jason y las mellizas. Eran el centro de su vida y apreciaba cada momento que pasaba con ellos. Incluso después de veinte años de matrimonio, siempre esperaba con impaciencia que Peter llegara a casa por la noche. Le encantaba contarle lo que había hecho durante el día, compartir con él las historias de los chicos y escuchar lo que él quisiera explicarle de su jornada. Seguía encontrando fascinantes sus casos y las anécdotas de los tribunales. Y también disfrutaba compartiendo con él lo que ella hacía. Peter siempre le daba entusiastas ánimos en todo.

Tanya había empezado su carrera de escritora al acabar la universidad y la había continuado durante todos aquellos años de matrimonio. Su trabajo le encantaba porque hacía que se sintiera realizada, suponía una contribución económica a la familia y le permitía trabajar en casa sin que interfiriese en el cuidado de los hijos. Debido a todo ello, llevaba una especie de doble vida. Durante el día era una madre y esposa devota, además de cuidadora y, por la noche, era una resuelta escritora. Tanya solía decir que para ella escribir era tan necesario como el aire que respiraba, por lo que su ocupación resultaba perfectamente adecuada. Sus artículos y cuentos habían recibido buenas críticas y una calurosa acogida a lo largo de los años. Peter siempre decía que estaba enormemente orgulloso de ella y le mostraba todo su apoyo, aunque de vez en cuando se quejaba de lo mucho que trabajaba por las noches y de lo tarde que se iba a la cama. Pero también apreciaba que el trabajo nunca se interpusiera en sus ocupaciones de madre o en su dedicación como esposa. Tanya era una de esas pocas mujeres con talento que todavía anteponían su familia a su trabajo, y así había sido siempre.

El primer libro de Tanya fue una recopilación de ensayos que giraban principalmente en torno a cuestiones femeninas. Había sido publicado por una pequeña editorial de Marin a finales de los ochenta y quienes lo habían reseñado eran mayoritariamente desconocidas críticas literarias feministas que estaban de acuerdo con sus teorías, planteamientos e ideas. El libro de Tanya no era rabiosamente feminista, pero estaba escrito desde una perspectiva lúcida e independiente; era el tipo de libro que se espera de una mujer joven. Su segundo libro, publicado al cumplir los cuarenta, es decir, dos años atrás y dieciocho años después del primero, era una antología de cuentos que había publicado una editorial de primera línea. Había obtenido una crítica excepcional en The New York Times Book Review. Para Tanya supuso una inmensa alegría.

Entre ambos libros, su obra había sido publicada en The New Yorker y también en revistas literarias. En ellas habían aparecido ensayos, artículos y cuentos. Tenía una obra prolífica y consistente y, si era necesario, dormía poco o no dormía. Las ventas de su último libro de cuentos indicaban que debía de tener un público fiel tanto entre lectores medios que disfrutaban de su literatura como entre los más exigentes. Algunos escritores famosos y de gran prestigio le habían escrito alabando su obra y habían hecho elogiosos comentarios de su libro en la prensa. Como en todo lo demás, Tanya era extremadamente meticulosa y cuidadosa con su trabajo. Había logrado tener una familia y mantenerse activa en su profesión. Durante veinte años se había reservado siempre algo de tiempo para escribir. Era una persona diligente y enormemente disciplinada; solo dejaba de dedicar las mañanas a la escritura durante las vacaciones escolares o cuando los niños estaban enfermos y no podían ir al colegio. En esas ocasiones, ellos eran lo primero. De lo contrario, nada podía alejarla de su trabajo. Durante las horas en las que no estaba con Peter o con los niños, se volvía una fanática de la escritura. Una vez los chicos estaban en clase, conectaba el contestador automático, apagaba el móvil y, cada mañana, después de su segunda taza de té, se sentaba a escribir.

También disfrutaba cultivando un estilo más comercial. Esos eran sus trabajos más rentables, que Peter también valoraba. De vez en cuando escribía artículos para los periódicos de Marin y, a petición del editor, también para el Chronicle. Le gustaba escribir artículos divertidos y con un estilo irónico e ingenioso. Tenía vis cómica. Cuando describía la vida de un ama de casa con niños, el resultado eran auténticas astracanadas. Peter opinaba que era el género que se le daba mejor y a Tanya le divertía. Le gustaba escribir cosas graciosas.

Aunque los artículos y los ensayos generaban ingresos, donde realmente había ganado dinero era escribiendo ocasionalmente guiones para telecomedias. A lo largo de los años había escrito unos cuantos. No le suponían un gran esfuerzo literario y Tanya tampoco se lo tomaba como tal. Pero pagaban estupendamente y a los productores de las series para las que escribía les gustaba su trabajo y la llamaban a menudo. No se enorgullecía de lo que escribía, pero sí del dinero que ganaba; un dinero del que Peter también disfrutaba. Solía escribir una docena de guiones al año y a ellos había que agradecer el nuevo monovolumen Mercedes y el alquiler de la casa de verano en el lago Tahoe. Peter siempre le agradecía su colaboración económica en la educación de sus hijos. Aquella faceta como escritora comercial le había permitido hacerse con unos buenos ahorros. También había escrito en colaboración con otros guionistas para algunas teleseries, pero eso había sido antes de que el mercado de las teleseries y de los telefilmes sufriera el impacto de los reality shows. Ahora, para la pequeña pantalla, solo le encargaban guiones de telenovelas. Su agente solía llamarla como mínimo una vez al mes para encargarle alguno de esos guiones. Tanya se los quitaba de encima en pocos días, trabajando hasta tarde por la noche mientras el resto de la familia dormía. Afortunadamente para su agente, tenía la suerte de necesitar pocas horas de sueño. Nunca había ganado enormes sumas por su trabajo, pero durante años había generado unos ingresos regulares. Realmente era un ama de casa y una escritora resistente y con talento; una combinación que funcionaba muy bien.

A lo largo de los años, la profesión de Tanya se había convertido en una forma satisfactoria, continuada y lucrativa de ganarse la vida y tenía la intención de dedicar más tiempo a la escritura conforme los niños se fueran haciendo mayores. El único sueño que todavía no había podido cumplir era el de escribir un guión para una película de cine. Le insistía a su agente sobre ello constantemente, pero su trabajo para la televisión le restaba posibilidades, ya que apenas había trasvase de guionistas entre la televisión y el cine. Era algo que la irritaba. Ella sabía que tenía cualidades como guionista cinematográfica. Sin embargo, hasta la fecha, no había llegado ninguna oferta y no creía que fuese a llegar nunca. Era una oportunidad que llevaba esperando veinte años. Mientras tanto, se sentía satisfecha con su trabajo y sus malabarismos para combinar horarios funcionaban para todos. Escribía con la mano izquierda, mientras con la derecha se ocupaba de su familia y atendía todas sus necesidades. Peter siempre decía que Tanya era una mujer increíble, además de una maravillosa madre y esposa. Para ella eso era más importante que las buenas críticas de sus libros. La familia siempre había sido su prioridad y, en su opinión, había hecho lo correcto, incluso si ello significaba tener que rechazar algún encargo de vez en cuando, algo que, por otro lado, no solía hacer. Normalmente encontraba la forma de encajarlo en su vida y estaba orgullosa de ello. Nunca había dejado de lado a nadie; ni a Peter ni a los niños, ni tampoco a la gente que le pagaba por su trabajo.

Acababa de sentarse frente al ordenador con una taza de té y estaba repasando el borrador de un relato que había comenzado el día anterior, cuando sonó el teléfono. Oyó cómo saltaba el contestador automático. Jason había pasado la noche en San Francisco, las niñas estaban fuera y Peter se había marchado a trabajar temprano porque estaba preparando un juicio para la semana siguiente. Tanya tenía por delante una tranquila y hermosa mañana de trabajo, algo poco habitual cuando los chicos estaban de vacaciones. En verano escribía mucho menos que en los meses de invierno. Le resultaba muy difícil concentrarse con sus hijos paseándose por la casa continuamente. Pero hacía varios días que una idea para un relato le rondaba la cabeza; estaba batallando con esa historia cuando oyó que su agente dejaba un mensaje en el contestador. Cruzó la cocina rápidamente para coger el teléfono. Sabía que todas las telenovelas para las que escribía en aquellos momentos estaban en temporada de descanso, así que era poco probable que la llamada fuese para encargarle un guión. Quizá se trataría de un artículo para una revista o para The New Yorker.

Su agente acababa de dejarle un mensaje pidiéndole que la llamara, pero Tanya cogió el teléfono justo antes de que colgara. La agencia -que le representaba desde hacía quince años- llevaba mucho tiempo instalada en Nueva York, pero también tenía una oficina en Hollywood. A Tanya le llegaba más trabajo desde esta última que desde la costa Este. Disfrutaba con todos los aspectos de su profesión y por ello durante los años de crianza de sus hijos había mostrado una obstinada perseverancia para continuar adelante con ella. Los chicos estaban orgullosos de ella y de vez en cuando incluso veían sus telenovelas. Aunque no se libraba de que le tomasen el pelo o le comentasen lo cursis que eran, delante de sus amigos presumían de madre. Para Tanya era sumamente importante que Peter y sus hijos respetasen su trabajo. Y le gustaba saber que lo hacía bien sin tener que sacrificar el tiempo que compartía con ellos. En su oficina, había un cartel donde podía leerse: ¿Qué tiene que ver la noche con el sueño?

– Pensé que estarías escribiendo -comentó Walter Drucker, su agente, más conocido como Walt, cuando Tanya descolgó el teléfono.

– Así es -dijo ella apoyándose en un alto taburete que había junto al teléfono.

La cocina era el alma de la casa y Tanya la utilizaba también como oficina. Tenía el ordenador instalado en un rincón, junto a dos archivos abarrotados con sus escritos.

– ¿Qué me cuentas? Estoy trabajando en un relato corto pero creo que conforme vaya escribiendo, acabará convirtiéndose en parte de una trilogía.

Walt admiraba la infalible profesionalidad de Tanya y su forma concienzuda de afrontar todo lo que hacía. Sabía lo importante que eran sus hijos para ella, pero era capaz, al mismo tiempo, de tener su trabajo al día. Se lo tomaba muy en serio, como todo lo que acometía. Era un placer trabajar con ella. Walt jamás tenía que disculparse por un artículo retrasado, una historia olvidada o porque su autora estuviera en rehabilitación o hubiera destrozado un guión. Era una escritora de pies a cabeza y, además, muy buena. Una auténtica profesional. Tenía talento, energía y empuje. Walt no era muy aficionado a los relatos cortos, pero le gustaba el trabajo de Tanya y, en su opinión, sus cuentos eran buenos ya que siempre tenían un giro interesante, una sorpresa. En su forma de escribir había algo verdaderamente original y diferente. Cuando el lector menos se lo esperaba, ella se sacaba de la manga un giro inesperado, otra vuelta de tuerca o un final sorprendente. También le gustaba su vis cómica; había llegado a llorar de risa con sus historias más divertidas.

– Tengo trabajo -dijo él en tono vago, casi críptico.

Tanya seguía pensando en su relato y todavía no se había centrado en la conversación.

– Bueno, no puede ser una telenovela, gracias a Dios todas han parado hasta el mes próximo. No había tenido una sola idea en todo el mes, hasta ayer. He estado demasiado ocupada con los chicos y preparando el viaje a Tahoe. Nos vamos la semana que viene y allí seré jefa de cocina, chófer, asistenta social y sirvienta.

De una manera u otra, cuando estaban en Tahoe, Tanya siempre acababa ocupándose de todo el trabajo doméstico, mientras el resto de la familia nadaba, practicaba el esquí náutico o, simplemente, se divertía. Finalmente había acabado aceptando que las cosas eran así. Los chicos llevaban a sus amigos y, por más que Tanya suplicaba, rogaba o incluso amenazaba, nadie la ayudaba. A esas alturas, ya se había acostumbrado. Cuanto más mayores se hacían, menos eran las tareas de las que se ocupaban. Y Peter no se portaba mucho mejor. Cuando estaban en Tahoe, le gustaba relajarse y tomarse las cosas con calma; no estaba para lavar los platos, poner lavadoras o hacer las camas. Tanya lo aceptaba como uno de los pocos inconvenientes de su vida y sabía que si aquello era lo peor que podía ocurrirle es que tenía suerte, mucha, mucha suerte. Además, se enorgullecía de ocuparse de todos ella sola, sin contratar a nadie para que la ayudase. Era una auténtica perfeccionista y cuidar de su familia en todo era motivo de orgullo para Tanya.

– ¿Qué tipo de trabajo? -preguntó finalmente centrándose en las palabras de Walt.

– Un guión basado en un libro de Jane Barney, fue un best seller el año pasado. Ya sabes cuál: Mantra. Se mantuvo nueve millones de semanas en el número uno. Douglas Wayne acaba de comprar los derechos y necesitan un guionista.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué yo? ¿No lo escribirá la autora?

– Parece ser que no. Nunca ha escrito ninguno y no quiere hacer un mal trabajo. Por contrato, tiene que dar la aprobación final, pero ha dicho que no quiere escribir el guión. Tiene muchos compromisos con la editorial. Va a publicar un nuevo libro en otoño y tiene una gira de promoción en septiembre. Así que no tiene ni tiempo ni interés en escribir el guión. A Douglas le gusta tu trabajo. Al parecer, es adicto a una de tus telenovelas. Dice que quiere hablar contigo sobre ello, que le has arruinado muchas tardes de trabajo reteniéndole en el sofá frente a la pequeña pantalla. Según él, tú eres quien hace la telenovela, aunque no sé qué querrá decir con eso. No le he explicado que la escribes entre idas y venidas al colegio o mientras los chicos duermen.

– ¿Es para la televisión? -preguntó dándolo por hecho.

Sin embargo, le parecía extraño que Douglas Wayne se dedicara a las producciones televisivas. Era un hombre de cine y no se lo imaginaba en televisión ni siquiera para el estreno de una película. A pesar de que era un productor muy conocido, el mercado de los telefilmes era prácticamente inexistente. Últimamente, el medio estaba más interesado en abandonar a gente corriente en islas desiertas, o en instalar cámaras ocultas para observar cómo las personas se engañaban las unas a las otras. O en los reality shows de gente famosa, como el caso de The Osbournes, que aquellos días reunía a la crème de la crème de la televisión. En uno de esos programas, el sobrino de un amigo había ganado cincuenta mil dólares por ser el concursante con la presión arterial más baja mientras un caimán vivo se retorcía encima de su cabeza. Era una forma de ganarse la vida, pero no del gusto de Tanya. Y los reality no necesitaban guiones.

– ¿Desde cuándo se ha pasado Douglas Wayne a la televisión?

Era uno de los productores más importantes de Hollywood y la autora del libro era mundialmente famosa. Mantra era una novela conmovedora y muy deprimente que había ganado el National Book Award en la categoría de ficción.

– No se ha pasado a la televisión -continuó Walt con cierta condescendencia.

Cuanto más importante era el proyecto, más tranquilidad aparentaba, pero la procesión iba por dentro. En aquel momento parecía casi medio dormido. Eran las doce del mediodía en Nueva York y debía de estar a punto de salir a almorzar. Solía pasar pocas horas en la oficina, ya que la mayoría de los negocios los hacía comiendo. Casi siempre que Tanya le llamaba, le encontraba en algún restaurante y siempre acompañado de grandes nombres artísticos: editores, autores, productores o estrellas.

– No es para televisión -continuó-. Es para una película, una de las grandes y están buscando un guionista de renombre.

Tanya no era una guionista de renombre; sí respetada, pero no importante. En su opinión, era sólida, fiable y formal.

– Te quiere a ti -siguió explicándole Walt-. Adora las escenas que haces para las telenovelas. Dice que son las mejores y que estás muy por encima del resto de guionistas de la serie. También le encantan tus comedias. Al parecer, lee todo lo que escribes para The New Yorker. Así que estamos ante un auténtico fan.

– Yo también soy fan de él -dijo Tanya con sinceridad.

Había visto todas sus películas. ¿De verdad le estaba pasando aquello?, se preguntó. ¿A Douglas Wayne le gustaba su trabajo y quería que escribiera un guión para una de sus películas? ¡Diantre, era demasiado bueno para ser verdad!

– Bueno, ahora que ya ha quedado claro que os adoráis mutuamente, permíteme que te hable de la película. El presupuesto es de entre ochenta y cien millones de dólares y en el reparto hay tres grandes estrellas. El director es alguien que ha ganado un Oscar y no se rodarán escenas en ningún lugar rocambolesco. Toda la película se filmará en Los Ángeles. Evidentemente, tu nombre saldrá en los créditos como guionista. Van a empezar la preproducción en septiembre. Empezarán a rodar el 5 de noviembre y calculan que el rodaje durará alrededor de cinco meses, a menos que se produzca algún contratiempo serio. Después, de seis a ocho semanas de posproducción. Con suerte, un buen guión (algo de lo que te creo perfectamente capaz) y trabajando para Douglas Wayne, acabarás con un premio de la Academia.

Tal como se lo estaba planteando, era el sueño de Tanya hecho realidad, de ella y de cualquiera que escribiese para Hollywood. No podía haber nada mejor y ambos lo sabían. Era lo que Tanya llevaba soñando toda su vida y todavía no había logrado.

– ¿Y yo me limito a sentarme aquí, a escribir mi guión y a mandárselo? ¿Tan fácil como eso?

Tanya tenía dibujada en la cara una sonrisa de oreja a oreja. Así era como trabajaba con los guiones para las telenovelas; después, ellos editaban el material con bastante libertad, aunque siempre utilizaban gran parte de lo escrito por Tanya. Era una guionista de la que aprovechaban mucho, y siempre querían más. Los índices de audiencia les daban la razón, ya que subían como la espuma con sus historias. Era un valor seguro.

– No es tan sencillo -dijo Walt riéndose-. Se me había olvidado que nunca has trabajado en una película. No, cariño, no te quedarás ahí sentada y le irás dando a la manivela entre idas y venidas al colegio y visitas al veterinario.

Walt conocía a Tanya desde hacía quince años y sabía cómo era su vida. Siempre le había parecido extraordinario que llevara una vida tan normal y que se enorgulleciera de ser un ama de casa de Marin al mismo tiempo que escribía obras excelentes con una constancia sorprendente. Walt llevaba ganando dinero con ella todos esos años y siempre había sido así. Tenía una carrera modesta pero sólida y las críticas que recibía eran mejores que las de la mayoría. De ahí que Douglas Wayne hubiera preguntado por ella. Wayne había afirmado que la quería a cualquier precio, lo que resultaba increíble teniendo en cuenta que Tanya nunca había escrito un guión cinematográfico. Pero la calidad de su trabajo era de primera. Teniendo en cuenta su inexperiencia, era un extraordinario voto de confianza por parte del productor y Tanya se sentía enormemente halagada.

– Douglas Wayne ha dicho que quiere algo fresco, alguien que entienda el libro y que no lleve veinte años escribiendo para Hollywood.

Walt casi se había caído de la silla al recibir la llamada y a Tanya le estaba sucediendo algo parecido.

– Tendrás que vivir en Los Ángeles -continuó-. Probablemente podrás volver a casa los fines de semana, si no durante el rodaje, al menos durante la pre y la posproducción. Ofrecen pagarte la residencia durante todo el tiempo que estés allí: una casa, un apartamento o un bungalow en el hotel Beverly Hills. Con todos los gastos pagados, claro.

Cuando Walt le informó de la cantidad que le ofrecían por escribir el guión hubo un silencio sepulcral al otro lado del teléfono.

– ¿Estás bromeando? -preguntó Tanya con repentina desconfianza.

No podía estar hablando en serio. No había ganado tanto dinero en toda su carrera como escritora. Era más de lo que ganaba Peter en dos años, y era socio de un bufete muy importante.

– No es una broma -dijo Walt sonriendo.

Se alegraba por ella. Era una escritora fantástica y estaba convencido de que podía hacer un buen trabajo aunque fuese algo nuevo para ella. Tenía talento y era una profesional. El quid de la cuestión era si iba a querer trasladarse a Los Ángeles durante nueve meses. Pero en su opinión, ninguna mujer podía estar tan entregada a su marido y a sus hijos como para rechazar una oferta como aquella. Era una oportunidad que se presentaba una vez en la vida, y Tanya también era consciente de ello. Nunca, ni en sus sueños más disparatados, había creído que podría sucederle algo así, y no tenía ni idea de qué hacer. Había dejado a un lado su sueño de escribir un guión cinematográfico y se había conformado con telenovelas, artículos, cuentos y encargos periodísticos. Y ahora ahí estaba, le ofrecían el sueño de su vida en bandeja de plata. Casi se puso a llorar.

– Llevas quince años diciéndome que esto es lo que quieres. Tienes la oportunidad de mostrar tu trabajo. Sé que puedes hacerlo. Decídete, cariño, no volverás a tener una oferta como esta. Wayne ha estado pensando en otros tres guionistas; uno de ellos ha ganado dos Oscar. Pero quiere a alguien nuevo. Y quiere una respuesta esta semana, Tanya. Si tú no lo coges, contratará a alguno de los otros dos candidatos rápidamente. No creo que puedas permitirte rechazarlo si lo que llevas haciendo todos estos años iba en serio. Te harás un nombre en la profesión para siempre. Un trabajo así transforma una afición en una gran carrera.

– Yo no escribo por afición -dijo, ofendida.

– Ya lo sé. Pero nunca podría haber soñado una mejor propuesta para ti o para nadie. Tanya, es esto. Esto es el éxito. Cógelo y echa a correr como una fiera.

Tanya quería decir que sí, ¿y quién no? Sin embargo, no podía. Quizá al año siguiente, cuando las chicas ya estuvieran en la universidad, pero incluso entonces, no podía dejar a Peter y marcharse a Los Ángeles durante nueve meses solo porque le hubieran ofrecido un guión para una película. Estaban casados, ella le amaba, tenía responsabilidades para con él y compartían una vida. Además, las gemelas todavía pasarían otro año en casa. No podía abandonarlo todo y marcharse a Los Ángeles durante el último año escolar de sus hijas. Quizá un mes o dos si era necesario. Pero no nueve meses. Era inviable.

– No puedo hacerlo -dijo con voz queda, con las emociones a flor de piel y sincero pesar-. No puedo, Walt. Todavía tengo a las chicas en casa.

La voz casi se le quebró. Era mucho lo que estaba rechazando, pero Tanya sabía que debía hacerlo. No había elección, no para ella. Nunca había dejado de lado sus prioridades y sabía cuáles eran: Peter y los chicos.

– No son niñas -dijo Walt secamente-. Por el amor de Dios, son mayores. Jason se va a la universidad y Megan y Molly son ya mujeres hechas y derechas. Pueden cuidarse solas entre semana y tú irás a casa los fines de semana.

Walt parecía empeñado en no dejar que rechazara aquella oportunidad.

– ¿Puedes garantizarme que podré volver a casa cada fin de semana? -preguntó Tanya sabiendo que no podía.

Tal como funcionaban los rodajes, era imposible y Walt también lo sabía. Si contestaba que sí, estaría mintiendo. Tanya no veía ninguna solución. Las chicas la necesitaban entre semana. ¿Quién iba a cocinar para ellas, ayudarlas con los trabajos escolares, asegurarse de que hacían los deberes, de que cumplían con sus horarios, y cuidar de ellas cuando estuvieran enfermas? Por no hablar de los novios, los acontecimientos sociales, las solicitudes para la universidad, y el baile de fin de curso en primavera. Después de haber estado constantemente junto a sus hijos, ahora no podía perderse aquel último año tan importante. ¿Y qué pasaba con Peter? ¿Quién iba a cuidar de él? Todos estaban acostumbrados a que ella estuviera siempre disponible y no haciendo su vida en Los Ángeles. No iba con ella. Ni siquiera podía imaginar hacerle algo así a Peter aunque las niñas se hubieran marchado de casa. Ese no era el trato. El trato era que ella era una madre y esposa a tiempo completo y que se dedicaba a su trabajo discretamente y cuando tenía ocasión, de tal modo que no interfiriera con el resto de miembros de la familia, ni con el papel que desempeñaba cuidando de todos ellos.

Hubo una larga pausa al otro lado del teléfono.

– No, no puedo garantizártelo -reconoció en tono alicaído-. Pero probablemente podrás ir a casa casi todas las semanas.

– ¿Y si no puedo? ¿Vendrás tú a cuidar de los chicos?

– Tanya, con todo ese dinero puedes contratar a una canguro. A diez si hace falta. No pagan esa cantidad astronómica para que te quedes sentada en Marín y les mandes los guiones por correo. Te quieren al pie del cañón mientras ruedan la película. Es lógico, ¿no crees?

– Lo entiendo. Pero no sé cómo encajarlo con mi vida real.

– Esta es también tu vida real. Es dinero de verdad, trabajo de verdad. Y una de las películas más importantes que se ha rodado en Hollywood en los últimos diez años, y quizá en los próximos diez. Trabajarías con los nombres más importantes del mundo del espectáculo. Si querías una película, esta es la película. No tendrás otra oportunidad así nunca más.

– Lo sé, lo sé -dijo Tanya totalmente abatida.

Era una elección que nunca había creído que tendría que hacer. Además era impensable según los valores por los que se regía su vida. La familia primero, y la escritura después, a una enorme distancia, sin importar lo mucho que disfrutase escribiendo o la cantidad de dinero que pudiera ganar. Su prioridad siempre había sido Peter y los niños. Y su trabajo se había organizado siempre alrededor de ellos.

– ¿Por qué no te lo piensas y lo consultas con Peter? Podemos volver a hablar mañana -dijo Walt con calma.

No podía imaginar que un hombre razonable permitiera que su esposa rechazase semejante cantidad de dinero, y confiaba en que la convenciera de aprovechar la oportunidad. ¿Cómo no iba a hacerlo? En el mundo en el que se movía Walt, nadie rechazaba una oportunidad o una suma económica como aquella. Al fin y al cabo, él era un agente, no un psiquiatra. Pero Tanya ni siquiera estaba segura de contárselo a Peter. Sentía que era ella quien debía tomar la decisión y rechazar la oferta. Aunque no cabía duda de que era halagadora e increíblemente tentadora. Y era emocionante pensar en ello.

– Te llamaré mañana -dijo con tristeza.

– No estés tan deprimida. Esto es lo mejor que te ha pasado en la vida, Tanya.

– Lo sé… Lo siento… Ansiaba tanto que ocurriera algo así, y es una decisión tan dura… Hasta ahora mi trabajo nunca había interferido en mi familia.

Y no quería que aquella fuese la primera vez. Era el último año de Megan y Molly en casa y no quería perdérselo. Jamás podría perdonárselo. Y ellas probablemente tampoco; ni Peter. No era justo exigirle que se hiciera cargo de las niñas él solo con la cantidad de trabajo que ya tenía en la oficina.

– Creo que podrías arreglarlo si te organizas. Y piensa en lo bien que te lo pasarías trabajando en esta película -la animó Walt, sin éxito.

– Sí -respondió ella en tono melancólico-, sería divertido.

Y sería hermoso escribir algo así. Por un lado, se moría de ganas de hacerlo. Por otro, sabía que tenía que decir que no.

– Piénsatelo con calma, y no tomes una decisión a la ligera. Háblalo con Peter.

– Lo haré -dijo bajándose de un salto del taburete y pensando en el montón de recados que tenía que hacer-. Te llamaré mañana por la mañana.

– Les diré que no te he localizado, que estás fuera de la ciudad hasta mañana. Y Tanya -dijo Walt con dulzura-, no seas severa contigo misma. Eres una escritora extraordinaria y la mejor esposa y madre que conozco. Las dos cosas no son excluyentes. Hay otras personas que lo hacen. Además, tus hijos ya no son unos niños.

– Lo sé -dijo Tanya sonriendo-. Pero a veces me gusta pensar que todavía lo son. Seguramente se las arreglarían sin mí. Tal como están las cosas ahora, casi estoy obsoleta.

Los tres chicos se habían vuelto muy independientes últimamente. Pero Tanya sabía que aquel iba a ser un curso muy importante para las mellizas, y para ella también. Era su último año como madre a tiempo completo antes de que se marcharan a la universidad. Todavía era necesaria su presencia, o por lo menos eso creía, y estaba segura de que Peter estaría de acuerdo con ella. No podía imaginar que él aceptara que ella se marchase a Hollywood para trabajar allí durante todo un curso escolar. Realmente era una idea deslumbrante irse a Hollywood a escribir un guión, pero no era algo que entrara en los planes de su familia, y mucho menos, en los suyos personales.

– Relájate y disfrútalo. Es un gran logro para ti que un tipo como Douglas Wayne te quiera como guionista. La gran mayoría de escritores venderían a sus hijos al instante por algo así.

Pero Walt sabía que Tanya no era así, y precisamente era una de las cosas que apreciaba en ella. Era una buena mujer con valores familiares sólidos y vigorosos. Pero ahora confiaba en que los aparcase por unos meses.

– Esperaré tu llamada. Buena suerte con Peter.

– Gracias -contestó Tanya, apesadumbrada.

Pero para Tanya no se trataba tanto de lo que Peter esperaba de ella cuanto de lo que ella se exigía a sí misma. Un minuto después de colgar, estaba de pie en medio de la cocina como un pasmarote. Era mucho lo que tenía que digerir y mucho lo que la familia tendría que asumir.

Seguía de pie en medio de la cocina con la mirada perdida y dando vueltas a la conversación cuando entró Jason, que volvía de la ciudad acompañado de dos amigos.

– ¿Estás bien, mamá?

Era un chico alto y bien parecido que había entrado en la edad adulta sin estridencias. Tenía los hombros anchos, una voz profunda, ojos verdes y el mismo cabello oscuro que su padre. No solo era guapísimo sino que, aún más importante, era un buen chico. Nunca les había dado problemas. Era un buen estudiante, un atleta excelente y su intención era seguir los pasos de su padre y estudiar derecho.

– Tienes un aspecto un poco extraño ahí de pie mirando por la ventana. ¿Sucede algo? -insistió.

– No, solo estaba pensando en mis tareas de hoy. ¿Qué vas a hacer tú? -le preguntó con interés intentando apartar de su mente la oferta.

– Iremos a casa de Sally a limpiar la piscina. No es un trabajo muy agradable en verano, pero alguien tiene que hacerlo.

Lanzó una carcajada y su madre se puso de puntillas para darle un beso. Le iba a echar terriblemente de menos a partir de septiembre. Detestaba que se marchase. Había disfrutado con la infancia de sus hijos y la casa iba a parecerle vacía sin él, aunque lo peor de todo era que al siguiente año los tres se habrían ido. Se aferraba a los últimos momentos que iban a pasar todos juntos, por ello era imposible que ni tan siquiera considerara la oferta de Douglas Wayne. ¿Cómo podía perderse aquellos últimos días tan valiosos con sus hijos? No podía. Sabía que nunca se lo perdonaría.

Media hora más tarde, Jason y sus amigos se marcharon. Tanya se puso a dar vueltas por la cocina, confundida y despistada, sin fijarse en lo que hacía. Cuando estuvo sola, se sentó frente al ordenador y contestó algunos correos electrónicos. No lograba concentrarse. Una hora más tarde, cuando llegaron las mellizas, estaba con la mirada perdida en el teclado. Entraron en la cocina charlando animadamente y echaron un vistazo a su madre.

– Hola, mamá. ¿Qué estás haciendo? Parece como si te hubieras quedado dormida frente al ordenador. ¿Estás escribiendo?

Tanya se echó a reír y salió de su ensimismamiento. Miró a las chicas. Eran tan diferentes que ni siquiera parecía que tuvieran algún parentesco, aunque aquello les hacía más llevadero ser mellizas. Habría sido más duro si la gente las confundiera constantemente.

– No, normalmente procuro estar despierta cuando escribo.

Su intención de dedicarse a escribir el relato aquella mañana se había ido al traste.

– No es fácil, pero lo intento -continuó riéndose mientras sus hijas se sentaban con ella a la mesa de la cocina. Megan quería saber si podía llevar a su novio a Tahoe en agosto; una cuestión delicada. Tanya solía aconsejar a sus hijos que no llevasen a sus novios con ellos durante las vacaciones de verano. Habían hecho algunas excepciones, pero por lo general era algo que ni a ella ni a Peter les gustaba.

– Creo que sería mejor que estuviéramos solo la familia este verano. Jason no traerá a nadie y tampoco Molly -dijo Tanya en tono conciliador.

– A ellos no les importa, ya se lo he preguntado -replicó Megan mirando a su madre fijamente a los ojos.

No era una muchacha que se rindiera fácilmente. Molly era mucho más tímida. Tanya siempre prefería que en los viajes fuesen con amigos de su mismo sexo en lugar de ir acompañados de los chicos o las chicas con los que estuvieran saliendo. Era más sencillo. En algunos aspectos, Tanya era bastante conservadora.

– Hablaré con tu padre.

Estaba intentando ganar tiempo con todo. De pronto, tenía muchas cosas en las que pensar; demasiadas. Walt le había alterado toda la mañana con su llamada. De hecho, toda su vida. De un modo agradable, pero inquietante.

– ¿Ocurre algo, mamá? -le preguntó Molly-. Parece que estés preocupada por algo.

Molly había tenido la misma sensación que Jason y Tanya estaba realmente preocupada. La llamada de Walt la había trastornado. Le había puesto en las manos el sueño de su vida, pero sabía que no tenía otra elección que rechazarlo. En su manual de instrucciones, las buenas madres no abandonaban a sus hijos en el último curso escolar. Ni nunca. Lo correcto era que los hijos crecieran y abandonasen a sus padres, pero no al revés. Aquella situación le recordaba demasiado al abandono de su propio padre.

– No, cariño, no pasa nada. Solo estaba trabajando en un relato.

– Qué bien.

Tanya sabía que estaban orgullosos de ella y su respeto, al igual que el de Peter, significaba mucho para ella. No podía ni imaginar qué pensarían de la oferta de Douglas Wayne que le había hecho llegar Walt.

– ¿Queréis almorzar?

– No, nos vamos.

Iban a Milli Valley a comer con unos amigos.

Media hora más tarde, también ellas se habían marchado y Tanya estaba de nuevo en medio de la cocina, con la mirada perdida. Por primera vez, se sentía como si estuviera dividida entre dos mundos, dos vidas: la gente que amaba y el trabajo con el que siempre había disfrutado. Incluso deseaba que Walt no la hubiera llamado. Se sentía estúpida pero, al apagar el ordenador, se secó una lágrima. Después, se marchó a hacer recados. Regresaba a casa cuando Peter la llamó para decirle que llegaría tarde y que no le preparase la cena. Comería un bocadillo en la oficina.

– ¿Qué tal el día? -le preguntó en tono afectuoso pero con prisas-. El mío ha sido de locos.

– El mío también ha sido un poco ajetreado -dijo Tanya vagamente.

Le molestaba que no fuese a cenar. Quería hablar con él y sabía que estaría agotado después de preparar el juicio.

– ¿A qué hora crees que llegarás a casa?

– Intentaré llegar a las diez. Siento no ir a cenar. Quiero adelantar todo el trabajo posible con los demás.

– De acuerdo -respondió Tanya, comprensiva, ya que sabía lo duro que era preparar los juicios.

– ¿Estás bien? Te noto ausente.

– Solo estoy liada. Lo normal, nada especial.

– ¿Los chicos bien?

– Todos fuera. Megan quiere traer a Ian a Tahoe. Le he dicho que lo hablaré contigo. No creo que sea una buena idea; empezarán a discutir el segundo día y nos volverán a todos locos.

Peter se rió. Era la descripción exacta de los viajes que habían hecho juntos con anterioridad. Se habían llevado a Ian a esquiar el invierno anterior, pero el muchacho se marchó dos días antes de lo previsto, después de cortar con Megan. Sin embargo, en cuanto regresaron, volvieron a salir juntos. En la familia, Megan tenía fama de llevar una vida amorosa turbulenta. Molly todavía no había tenido ninguna relación seria y Jason había estado saliendo con la misma chica durante los años de instituto pero habían cortado poco antes de las vacaciones de verano. Ninguno de los dos quería tener un noviazgo por correspondencia en su primer año en la universidad.

– A mí me da igual que venga Ian -comentó Peter-, pero no me importa si quieres que haga de poli malo.

Peter siempre se mostraba comprensivo y ambos hacían causa común frente a los hijos aunque estos, como todos los jóvenes, solían intentar dividirles y conquistarles con el fin de salirse con la suya. Pero casi siempre fracasaban. Peter y Tanya estaban muy unidos y generalmente compartían opiniones. Era raro que no estuvieran de acuerdo en todo lo concerniente a sus hijos o en cualquier otra cosa.

A Peter le entró otra llamada por lo que se despidió hasta la noche. Siempre era reconfortante hablar con él. Adoraba sus conversaciones, el tiempo que pasaban juntos, cómo se acurrucaban el uno junto al otro por la noche. No había nada en su relación que se hubiera convertido en banal o se diera por sentado. El suyo era uno de esos pocos matrimonios que no había sufrido serios desafíos. Y, después de veinte años, seguían enamorados. Tanya no podía ni imaginarse estar sin Peter. La idea de vivir en Los Ángeles durante nueve meses, sola cinco noches por semana, era inconcebible. Solo de pensarlo, ya se sentía sola. No importaba cuánto dinero le ofreciesen ni lo importante que fuese la película. Su marido y sus hijos eran más importantes para ella. Al enfilar el camino de entrada a casa supo que había tomado una decisión. Ya no sintió pena, quizá cierta desilusión, pero no tenía ninguna duda. Aquella era la vida que quería. Ni siquiera estaba segura de que fuera a contárselo a Peter. Lo único que tenía que hacer era llamar a Walt por la mañana y decirle que rechazaba la oferta. Era halagador haberla recibido, pero no la aceptaría. Ya tenía todo lo que quería. Lo único que necesitaba era a Peter, a sus hijos y la vida que compartían juntos.

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