Eran prácticamente las siete de la tarde cuando la limusina de Tanya enfiló la entrada del hotel Beverly Hills y se detuvo en el porche. Al instante, apareció un portero que la saludó educadamente mientras ella bajaba del vehículo y se hizo cargo de su equipaje. Tanya vestía unos vaqueros, una camiseta y calzaba unas sandalias. Enseguida se sintió demasiado informal. Se cruzó con varias chicas espectaculares que parecían sacadas de una pasarela de moda. Todas llevaban melenas rubias, una pedicura impecable, sandalias con tacones de vértigos y minúsculos shorts. Tanya, con el pelo recogido en una cola de caballo, se sintió como una auténtica extraña, totalmente fuera de lugar y embarazosamente vulgar. En aquel lugar, su aspecto de ama de casa de Marin no era precisamente el colmo de lo refinado. Por el contrario, las mujeres con las que se cruzaba, aunque algunas de ellas iban a medio vestir o ataviadas con camisetas que dejaban al descubierto la espalda o que eran prácticamente transparentes, le parecía que desprendían glamour a raudales. A Tanya le daba la sensación de que su aspecto se correspondía más con el de alguien que acaba de salir a rastras del patio trasero de su casa. Si añadía a todo aquello la fuerte impresión de haber tenido que decir adiós a Peter y a sus hijos, se sintió como si acabara de atropellarla un autobús o la hubieran arrastrado a campo traviesa, una expresión que le encantaba utilizar en sus telenovelas porque era muy descriptiva. Así se sentía Tanya en aquellos momentos: atacada, triste, aislada, perdida, sola.
El portero del hotel recogió su equipaje y le entregó una ficha con un número que Tanya a su vez debía dar al recepcionista. Tanya se situó discretamente detrás de una pareja de japoneses y de un grupo de Nueva York, sin perder de vista a la gente que paseaba por el recibidor del hotel y que, según ella, tenían todos un aspecto muy hollywoodiense. Cuando le llegó el turno, estaba tan distraída que no se dio cuenta de que el recepcionista estaba esperando detrás del mostrador a que se decidiese a acercarse.
– Oh… lo siento -se disculpó.
Tanya se sentía como una turista en medio de aquel vestíbulo majestuosamente reconstruido. Había comido en el restaurante del hotel un par de veces con los productores de una de sus más exitosas telenovelas, por lo que apreció los cambios decorativos.
– ¿Se quedará mucho tiempo? -preguntó el joven cuando ella le dio su nombre.
– Nueve meses -respondió conteniendo las lágrimas y con gesto adusto-. Más o menos.
El recepcionista volvió a preguntarle su nombre y se disculpó de inmediato cuando se dio cuenta de quién era.
– Claro, señorita Harris, lo siento mucho. No me di cuenta de que era usted. El bungalow 2 está listo para usted.
– Señora Harris -le corrigió Tanya como si le hubiesen arrebatado algo.
– Claro. Tomo nota. ¿Tiene el número de sus maletas?
Tanya le tendió la ficha y el joven salió de detrás del mostrador para acompañarla hasta el bungalow. Sin saber por qué, sentía miedo, un deseo enorme de volver a casa y un rechazo absoluto a estar allí. Era como un niño en su primer día de campamentos. Tanya se preguntó si Jason se sentiría igual que ella en su residencia de estudiantes. Sospechaba que no y que, con toda seguridad, se lo estaría pasando en grande con sus nuevos compañeros. Probablemente era ella la que se sentía como la niña nueva de clase. En eso iba pensando mientras seguía al joven recepcionista por un estrecho camino rodeado de una frondosa vegetación. De pronto, se encontró frente al bungalow que iba a ser su hogar durante ¿cuánto tiempo? Como mínimo hasta que la posproducción estuviera acabada, es decir, hasta el mes de junio. Un total de nueve meses que a Tanya, sin Peter y sin sus hijos, se le antojaba una eternidad. Los nueve meses de espera de sus embarazos habían sido, sin duda, más divertidos. Ahora tenía que dar a luz un guión.
Al entrar en el bungalow se encontró en una salita de estar, presidida por un inmenso jarrón de flores casi tan alto como ella. El ramo -el más impresionante que Tanya había visto nunca y que perfumaba toda la estancia con su exótico aroma- estaba compuesto de rosas, lirios, orquídeas y unas gigantescas flores que jamás había visto. La sala parecía recién pintada de un rosa pálido y había cómodos muebles y una enorme televisión. Más allá, vio la pequeña cocina y el comedor. El dormitorio hizo que se sintiera una estrella de cine, pero rápidamente se dio cuenta de que aquello era el dormitorio de invitados, porque el suyo era aún más grande, había una gigantesca cama, tenía las paredes pintadas de un rosa palidísimo y los muebles que acompañaban al lecho eran enormemente elegantes. En una de las paredes se abría la puerta que conducía a un espectacular baño de mármol rosa con una inmensa bañera con jacuzzi. Junto a la bañera, había un montón de toallas, un albornoz con las iniciales de Tanya en el bolsillo y una inmensa cesta con todo tipo de lociones y cremas.
En una cubitera plateada, en medio de la sala de estar, esperaban a Tanya una botella de champán y una enorme caja de sus bombones favoritos. No sabía cómo habrían averiguado cuál era su marca preferida, como tampoco supo, al abrir la nevera, cómo habían sido capaces de atiborrarla con su comida predilecta. Era como si su hada madrina hubiera estado preparando su llegada. Sobre el escritorio había una carta que abrió inmediatamente. Era breve y estaba escrita a mano con un trazo fuerte y masculino:
Bienvenida a casa, Tanya. Te estábamos esperando. Nos vemos en el desayuno.
Douglas
Douglas había logrado averiguar los gustos de Tanya, quizá hablando con Walt, o incluso con Peter, o probablemente a través de su secretaria. Todo había sido preparado con exquisita perfección. En el dormitorio principal le habían dejado un albornoz de cachemir de Pratesi a juego con unas zapatillas también de cachemir de su número, todo obsequio de Douglas. Pero la mayor sorpresa para Tanya fue descubrir que habían colocado fotos enmarcadas de sus hijos en el bungalow. No cabía duda de que Peter y Douglas habían estado en contacto y que su marido era el responsable de que las fotos estuvieran junto a ella en esos momentos. Para no estropear la sorpresa, Peter no le había dicho ni una palabra. Estaba claro que él y Douglas habían hecho todo lo posible para que Tanya se sintiera en casa. Descubrió incluso un enorme cuenco de caramelos M8cM's y barritas de chocolate Snickers. En uno de los cajones del escritorio, encontró un montón de bolígrafos y lápices y varios paquetes de folios, algo indispensable para su trabajo. Aunque Tanya llevaba ya dos meses trabajando en el guión, quería añadir algunos retoques aquella noche antes de la reunión del día siguiente en la que hablarían del proyecto. Todavía estaba admirando lo que veía a su alrededor cuando llegaron sus maletas; al mismo tiempo, sonó el móvil. Era Peter, todavía en el coche camino de casa.
– Bueno, ¿qué tal todo? -le preguntó, divertido.
– Así que te llamaron, ¿no?
Solo su marido y sus hijos… -ni siquiera Walt- conocían sus gustos con tanto detalle.
– ¿Llamarme? Me mandaron un cuestionario exhaustivo. Ni siquiera para donar sangre había respondido a tantas preguntas. Querían saberlo absolutamente todo, hasta el pie que calzas.
Era evidente que Peter se sentía feliz por su esposa y que estaba contento al saber que estaban mimándola. Consideraba que merecía aquel trato y quería que tuviera una experiencia muy especial. Llevaba la situación con elegancia y con cariño.
– Me han obsequiado con una bata y unas zapatillas de cachemir, caramelos M &M, todos los potingues que utilizo y mi perfume favorito… ¡por Dios! -comentó Tanya riéndose-. Y la comida que más me gusta.
Tanya se sentía como una cazadora de tesoros que iba descubriendo todo lo que le habían dejado exclusivamente para ella. Sobre la cama, había un camisón de tirantes de satén y una bata a juego. Y sobre la mesilla de noche, varios libros de sus autores preferidos.
– Me gustaría que estuvieras aquí -musitó Tanya al teléfono sintiendo que la invadía de nuevo la tristeza-, y también los niños. Les encantaría. Me muero de ganas de que vengáis y lo veáis con vuestros propios ojos.
– Cuando tú quieras, cariño. ¿Crees que necesitarán también mi número de pie? -preguntó Peter bromeando.
– Deberían. Tú eres el verdadero héroe. Si no fuera por ti, no estaría aquí.
– Me alegro de que te estén tratando bien. La vida en Ross te parecerá muy gris después de eso. A lo mejor debería empezar a comprarte chocolatinas y perfumes yo también, no vaya a ser que no quieras volver a casa.
Aunque Peter estaba feliz por lo que le estaba ocurriendo a Tanya, en su voz se notaba que la echaba de menos. Había actuado por pura empatía, pero ahora él también se daba cuenta de lo dura que era la separación.
– Me gustaría poder ir a casa ahora mismo -continuó Tanya yendo de una habitación a otra con el móvil en la mano-. Dejaría todo esto sin dudarlo un instante a cambio de poder estar en Ross. Y no tienes que comprarme nada. Solo te quiero a ti.
– Yo también, cariño. Disfrútalo. Siéntete un poco Cenicienta.
– Sí, pero me resulta tan extraño. Entiendo que la gente pierda la cabeza después de vivir así un tiempo. Es todo tan irreal… Tienes a tu alcance todo lo que te gusta, champán, bombones, flores… Supongo que es como tratan a las estrellas de cine. A mí los productores de las telenovelas no me cuidaban así. Si me invitaban a comer un par de veces, podía darme por satisfecha.
Aunque Tanya no tenía necesidad de ninguno de esos regalos, le resultaba divertido descubrir lo que habían preparado para ella.
– ¿Cómo va el viaje? -preguntó a su marido.
– Bien, sé que las chicas están dormidas porque al apagar la radio nadie se ha puesto a dar alaridos.
Tanya se echó a reír pero, al mismo tiempo, sintió una punzada de tristeza.
– No vayas a dormirte tú también. ¿No te iría bien volver a poner la radio o algo de música?
– Nada de eso -gruñó Peter-. Me gusta el silencio. Estos chavales estarán todos sordos antes de cumplir los veintiuno. Creo que yo ya lo estoy.
– Si estás cansado, para o pide a una de las chicas que conduzca.
– Estoy bien, Tan. ¿Qué vas a hacer ahora?
Tanya sabía que Peter estaba intentando imaginarla en aquella nueva vida. Pero también sabía que no podría acercarse ni remotamente a la realidad de todo lo que la rodeaba. Era como una película. Porque de repente, alojada en aquel magnífico bungalow del hotel Beverly Hills y a pesar de seguir con sus vaqueros y su camiseta, Tanya se sentía muy refinada.
– No lo sé, a lo mejor me doy un baño en el jacuzzi como una reina -comentó Tanya riéndose.
Como una niña con zapatos nuevos, le fue contando a su marido cómo era el cuarto de baño, por supuesto mucho más lujoso que el de su casa, que además, después de dieciséis años, estaba ya bastante ajado. Siempre hablaban de reformarlo, pero nunca encontraban la ocasión. El del bungalow era totalmente nuevo y mucho más lujoso del que ellos podrían llegar a tener nunca.
– También me probaré mis zapatillas y el albornoz nuevos. Y llamaré al servicio de habitaciones.
No tenía hambre pero le apetecía que le sirvieran la cena. El cuidado por los detalles y los extravagantes regalos le parecían divertidos. Acababa de descubrir una cajita de plata con sus iniciales, dentro de la cual habían guardado clips de los que utilizaba ella para sujetar los folios exactamente del tamaño que a ella le gustaban. No habían descuidado un solo detalle, pero de todos, el que más enternecía a Tanya eran las fotos enmarcadas de Peter y los niños, ya que hacían que se sintiera como en casa. Además, Tanya llevaba en la maleta media docena más de fotografías. Colocó varias de ellas junto a la cama y otras en el escritorio, de tal modo que pudiera ver a su familia en todas las habitaciones del bungalow.
– Qué ganas tengo de que vengas a verme. Podríamos ir a cenar a Spago o a algún sitio así, o quedarnos aquí en la cama. Creo que sería mejor esto último, ¿no crees?
Había un restaurante excelente en el hotel pero lo que más deseaba era estar en la cama con su marido. Habían hecho el amor aquella misma mañana, tierna y maravillosamente, como siempre. Así había sido desde el principio, pero con los años, sus relaciones sexuales habían mejorado y Tanya disfrutaba de la confortable familiaridad del sexo matrimonial. Llevaban juntos la mitad de la vida de Tanya y casi la mitad de la de Peter.
– Cuando vengas, será como una luna de miel -dijo ella riéndose con picardía.
– Me parece una buena idea -replicó Peter-. Esta semana mi vida no será precisamente una luna de miel. Margarita se ocupará de la colada de las chicas, ¿verdad?
Cuando Tanya tomó la decisión de marcharse a Los Ángeles, pidió a la mujer que la ayudaba con las tareas de la casa que fuera más horas. Si Peter estaba muy ocupado, ella se encargaría también de hacerles la cena y dejarla en la nevera. No porque las chicas no fueran capaces de ocuparse de la cena, pero en ocasiones volvían tarde de sus partidos y Peter llegaba tan cansado que no podía ni probar bocado, así que menos aún cocinar. Las mellizas se habían comprometido a ocuparse de su padre en noches como aquellas.
Por el contrario, Tanya podría disfrutar cuando quisiera del servicio de habitaciones. De repente, se vio como una niña mimada y se sintió muy culpable. En realidad, no había hecho nada para merecer aquello y era impresionante empezar de aquel modo.
– Te llamaré cuando lleguemos a casa -le prometió Peter.
Después de colgar, Tanya se dirigió al baño. Por un momento y después de hablar con Peter, hasta se sintió feliz. Aceptaba ser una niña consentida. Pero cómo le habría gustado mostrar aquel baño a las chicas o compartir la gigantesca bañera con Peter. De vez en cuando se daban un baño juntos y en aquel espacio gigantesco sería fantástico.
Se preparó un baño con sales perfumadas y disfrutó de él y del relajante vapor durante casi una hora. Al salir, se puso el camisón de satén y, encima, la bata de cachemir de un tono rosa muy suave. Las zapatillas eran de un color idéntico. Cuando llamó al servicio de habitaciones, eran ya las nueve. En la cocina del bungalow tenía todas sus marcas preferidas de té, pero de todos modos pidió uno, una tortilla y una ensalada verde. La cena le llegó con una rapidez pasmosa y Tanya se instaló a cenar frente al televisor. Para su enorme felicidad, descubrió que había un grabador TiVo en el bungalow.
Después de cenar, Tanya apagó la televisión y colocó su portátil sobre el escritorio. Quería repasar algunas notas que había tomado aquella última semana para introducir cambios en el guión y, además, quería refrescarse la memoria antes de la reunión del día siguiente. Llevaba el guión bastante adelantado y el borrador que había enviado al director y al productor parecía gustarles. Hasta el momento, sus exigencias habían sido más que razonables.
Cuando terminó de trabajar, eran más de las doce. Después de apagar el ordenador, se quedó tumbada en la cama. Se le hacía extraño pensar que aquel iba a ser su hogar durante varios meses. No podía negar que lo habían transformado en un lugar realmente agradable y que habían hecho todo lo imaginable, y más, para convertirlo en un lugar de cuento de hadas. Mientras esperaba a que Peter y las niñas llegasen a casa, volvió a encender la televisión. No quería dormirse sin asegurarse de que habían llegado sanos y salvos a casa. Cuando, sobre las doce y media, llamó al móvil de Peter estaban ya en el Golden Gate, a menos de media hora de casa. El viaje había transcurrido sin problemas y las mellizas volvían a estar despiertas. Habían hecho una parada para cenar algo en un McDonald's de carretera. De nuevo, Tanya se sintió culpable por el lujo que la rodeaba. Arropada en su nueva bata de cachemir rosa, relajada y cómodamente tumbada en su gigantesca cama, se sentía como uña reina, o al menos como una princesa. Así se lo explicó a Molly cuando habló con ella. Aunque también quiso hablar con su otra hija, Megan estaba charlando con una amiga por el móvil y ella no quiso interrumpir la conversación.
Tanya se preguntó cuánto tardaría Megan en volver a tratarla con normalidad. Llevaban ya dos meses de tormento y no parecía que su enfado fuese a aflojar en breve. Aunque Peter estaba convencido de que pronto cambiaría de actitud, Tanya no estaba tan segura. Megan era capaz de guardar rencor eternamente y, además, estaba deseando hacerlo. Después de una traición -o lo que ella sentía como tal- no perdonaba jamás. Se regía por un código ético propio y aquella exigencia para con su madre era fruto de la gran cantidad de tiempo que Tanya le había dedicado siempre. Aquel cambio inesperado y sin preaviso la había dejado fuera de combate y no podía tomárselo bien. Molly la había acusado de comportarse como una arpía, pero Tanya sabía que debajo de aquella actitud de abierta hostilidad, Megan era una niña asustada y apenada. Así que sistemáticamente le perdonaba sus ariscas palabras. Si Megan consideraba que su madre les había traicionado, no se trataba de ninguna nimiedad y Tanya sospechaba que pasaría mucho tiempo antes de que Megan y ella volvieran a tener una relación cordial. Si es que volvían a tenerla algún día.
Tanya estuvo hablando con Peter hasta que su familia llegó a casa y su marido tuvo que colgar para bajar del coche y ayudar a las chicas a sacar el equipaje. De nuevo Tanya se sintió culpable por no poder estar allí con ellos y Peter le repitió una vez más que se las arreglarían. Le dio un beso de buenas noches y le prometió que la llamaría a la mañana siguiente para que le contase cómo había ido la reunión.
Tanya llamó a recepción para que la despertaran a las seis y media. A la una y media de la madrugada, apagó la luz y se quedó despierta en la oscuridad preguntándose qué estarían haciendo sus hijos. Se imaginó a las mellizas en su dormitorio y a Peter picando algo antes de acostarse. Cuánto deseaba estar con ellos. Qué extraño le parecía estar en aquella habitación del hotel Beverly Hills sola, vestida con un camisón nuevo de satén y con la sensación de que estaba rehuyendo todas sus responsabilidades y obligaciones. Se quedó despierta mucho rato, incapaz de dormirse sin los brazos de Peter alrededor de su cuerpo. Hacía siglos que no pasaban una noche separados, ya que solo se separaban cuando Peter tenía que viajar por motivos de trabajo y, en esas ocasiones, Tanya solía acompañarle. Aquello era algo muy insólito en sus vidas.
A las tres y con la televisión encendida, finalmente se durmió. El teléfono la despertó de golpe a las seis y media. Había dormido poco y estaba cansada, pero quería levantarse con tiempo suficiente para repasar algunas partes del guión y para estar completamente despejada en la reunión. Se había citado con Douglas y con el director en el Polo Lounge.
Se vistió con unos pantalones deportivos de color negro, una camiseta y sandalias. Antes de salir, se puso una chaqueta vaquera. Iba vestida como si fuera una de sus hijas, o como habría ido vestida en Marin; se preguntó si las mellizas aprobarían un atuendo tan sencillo. Echaba de menos no poder pedirles su opinión. Se recordó a sí misma que no era una actriz y que a nadie le importaba su aspecto. Estaba en Hollywood para hacer un buen guión y no para que la gente se fijara en ella. Lo que de verdad importaba era la calidad del guión y Tanya estaba segura de que era bastante bueno. Metió en su enorme bolso de Prada una copia del trabajo y, en el último momento, decidió lucir unos diminutos pendientes de diamantes que Peter le había regalado en Navidad. Eran unos pendientes preciosos y aunque en Marin no habrían sido el complemento apropiado para una reunión de primera hora de la mañana, allí en Los Ángeles quedaban bien. En cuanto entró en el restaurante supo que había hecho bien al ponérselos. Sin ellos, aún se habría sentido más fuera de lugar de lo que ya se sentía. Porque al observar a la gente que ocupaba las mesas del desayuno, se sintió como una auténtica paleta.
En el restaurante solo se veía a hombres con aspecto importante y a mujeres hermosas, algunas de ellas, famosas. Varias mujeres despampanantes estaban sentadas en grupo o en parejas, disfrutando del desayuno. Había algunas mesas ocupadas por grupos únicamente masculinos y otras por alguna pareja formada por un hombre de mediana edad acompañado de una chica bastante más joven. En un rincón apartado y tranquilo estaba Sharon Osbourne con una mujer más joven. Ambas iban vestidas con ropa de grandes firmas y lucían anillos y pendientes con enormes diamantes. Un poco más allá, estaba Bárbara Walters acompañada de tres caballeros. Todo el comedor estaba lleno de gentes del mundo cinematográfico y era evidente que en muchas de las mesas se estaban haciendo negocios, intercambiando ideas, contratos y dinero. Aquella sala desprendía poder y todo el Polo Lounge transmitía éxito.
En cuanto Tanya echó un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que iba vestida de una forma llamativamente informal. Bárbara Walters vestía un traje de lino de color beige de Chanel y perlas a juego con el tono del vestido y Sharon Osbourne llevaba un vestido negro muy escotado. Los rostros de la mayoría de las mujeres evidenciaban la intervención del bisturí y el resto parecían anuncios de colágeno y Botox. A Tanya le pareció que el suyo era el único rostro sin retocar de todo el restaurante. Se recordó de nuevo que no estaba allí por su aspecto sino por su forma de escribir. Pero a pesar de ello, resultaba abrumador estar en medio de todas aquellas mujeres hermosas y exquisitamente arregladas. Era imposible competir con ellas, así que era mejor que ni lo intentara y se limitara a ser ella misma.
Tanya dio al maître los nombres del productor y del director de la película y este la acompañó inmediatamente hasta una mesa en un rincón. Reconoció a Douglas Wayne al instante y, nada más verle, también reconoció a Max Blum, el director, un profesional con cinco Oscar en su haber. Cuando Max le dijo que era un honor trabajar con ella y que le encantaba su trabajo, a Tanya casi se le cortó la respiración. Enseguida descubrió que Max había estado leyendo todo lo que Tanya había publicado en The New Yorker, desde sus comienzos, así como todos sus ensayos, sin olvidar su libro de relatos. También había repasado prácticamente todas sus telenovelas, ya que el director quería estar al corriente de toda su producción, su registro, su estilo, su sistema de trabajo, su sentido del humor y del drama y su punto de vista. Comentó que, hasta el momento, le había gustado todo lo que había visto, así que, en su opinión, la elección de Douglas había sido un acierto y consideraba un éxito haber cerrado el contrato con ella como guionista. Douglas compartía enteramente la opinión de Max.
Al verles de pie junto a la mesa para recibirla, Tanya se había fijado inmediatamente en lo distintos que eran. Max era bajito, regordete y alegre; tenía unos cálidos ojos color castaño, era calvo y llevaba barba. Tenía unos sesenta y tantos años y llevaba cuarenta como ilustre director de Hollywood. Era solo un poco más alto que Tanya y tenía cara de fraile, o más bien parecía un elfo de cuento de hadas. Era amable, cordial y poco ceremonioso. Iba vestido con unos vaqueros, una camiseta y zapatillas de deporte. Probablemente el adjetivo que mejor le describiría era «acogedor», una de esas personas junto a las que uno quiere sentarse, tomarle las manos y contarle sus secretos más íntimos.
Douglas era completamente distinto. Recordaba a Gary Cooper en su madurez. Tanya sabía que tenía cincuenta y cuatro años. Era alto, delgado, enjuto, con un rostro de facciones angulares, ojos que parecían de acero y de un penetrante azul, una buena mata de cabello plateado perfectamente cortado, e iba impecablemente afeitado. El adjetivo que mejor le describía era «frío». Llevaba unos pantalones color gris perfectamente planchados, una camisa azul y un jersey de cachemir en los hombros. Cuando Tanya bajó la vista, se dio cuenta de que calzaba unos mocasines de piel de cocodrilo marrón. Todo en Douglas reflejaba dinero y estilo pero, sobre todo, poder. No había duda alguna de que era alguien importante. Daba la sensación de que pudiera comprar y vender todo el comedor del restaurante. Cuando miró a Tanya, pareció que la atravesara con la mirada. Mientras la intrascendente cháchara con Max resultaba cómoda y el director se las ingeniaba para hacer que se sintiera como en casa, Douglas parecía estar diseccionándola, lo que le causaba una sensación enormemente incómoda.
– Tienes unos pies muy pequeños -fue lo primero que le dijo Douglas una vez se hubo sentado.
Tanya se preguntó si tendría rayos X en los ojos para poder ver sus pies a través de la mesa. No se le ocurrió pensar que, en realidad, Douglas había estado estudiando atentamente el cuestionario que su secretaria había estado rellenando con la ayuda de Peter y de Walt para poder comprarle los regalos de bienvenida. Antes de comprar las zapatillas Pratesi y el albornoz a juego, se había fijado en el número de pie de Tanya. Él había sido quien había decidido que fueran de color rosa y era él quien tenía la última palabra en todo, hasta en los detalles más nimios o en las cosas más triviales. Aunque para Douglas, nada era trivial. También había sido él quien había dado la aprobación final al camisón y a la bata de color rosa, después de indicar que debían comprar algo hermoso pero no demasiado sexy. Sabía por su agente que Tanya estaba casada y era madre de familia; Walt incluso le había confesado que la guionista había estado a punto de dejar pasar la oportunidad para quedarse en casa a cuidar de sus dos hijas. También le había explicado que había sido finalmente Peter quien la había convencido para que tomara la decisión correcta, pero que no había resultado fácil. Así que Douglas sabía que no era el tipo de mujer a la que se le podía regalar un salto de cama sexy, sino que era alguien a quien debía tratar con respeto y con elegancia.
– Gracias por los regalos. Son preciosos -dijo Tanya con timidez.
Eran dos hombres tan importantes que se sentía intimidada e insignificante en su presencia.
– Todo me quedaba bien -añadió con precaución y sonriendo.
– Me alegra oírlo.
De no ser así, habrían rodado cabezas; aunque Tanya no lo sabía, claro está. Viendo a Douglas, resultaba difícil creer que fuera un adicto a las telenovelas como las que escribía Tanya. Se lo imaginaba enganchado a otro tipo de programas más experimentales. Se preguntó cuánta gente le habría dicho ya que se parecía a Gary Cooper. Aunque no tenía confianza suficiente para comentar su aspecto físico, el parecido era impresionante. Por su parte, Max le recordaba cada vez más al enanito bonachón de Blancanieves.
En aquellos primeros momentos de la conversación, Tanya se dio cuenta de que Douglas no le quitaba los ojos de encima; tenía la impresión de que la estaban analizando al microscopio. Y, en efecto, así era. Nada escapaba a su sagaz mirada.
Cuando empezaron a hablar del guión, Douglas se relajó y se mostró más amable, animado y entusiasmado. Y cuando Tanya empezó a explicar los cambios del guión, empezó a reírse.
– Me encanta tu forma de entender la comedia, Tanya. Siempre adivino si eres tú quien está detrás del guión de mis telenovelas favoritas. Si empiezo a partirme de risa, sé que lo has escrito tú.
Ni el guión ni la película ofrecían espacio para grandes dosis de humor, pero Tanya había introducido alguna nota humorística y los tres consideraban que funcionaba bien. Era característico de su estilo esa combinación de humor y calidez, que añadía en su justa medida. Hasta en las escenas más humorísticas que escribía, Tanya lograba introducir un elemento que tocaba la fibra sensible y transmitía su calidez innata.
Cuando terminaron el desayuno, Douglas estaba mucho más relajado. Tanya se dijo que tal vez era un hombre muy tímido. Parecía que se hubiera derretido el hielo que le rodeaba al principio de la reunión. Y es que tal como Max, maravillado, le comentó después a un amigo, Tanya tenía a Douglas comiendo de la palma de su mano. Así era: el productor parecía totalmente obnubilado.
– Eres una mujer fascinante -dijo observándola intensamente de nuevo-. Tu agente me comentó que estuviste a punto de no hacer la película porque no querías dejar a tu marido y a tus hijos. Me parecía tal locura, que imaginé que te presentarías en el hotel como una madre naturaleza, con trenzas y zuecos. Sin embargo, eres una persona totalmente normal. -Era una mujer hermosa, juvenil y discretamente vestida-. Ni siquiera tienes aspecto de madre. Y has sido lo bastante inteligente como para dejar a tu marido y a tus hijos en casa y tomar la decisión correcta para tu carrera.
– En realidad, no fue exactamente así -confesó Tanya algo aturdida por los comentarios de Douglas.
Era evidente que Douglas no se mordía la lengua y decía las cosas tal como las pensaba. El poder y el dinero daban esas ventajas.
– Mi agente te dijo la verdad. Iba a rechazar la oferta; fue mi marido quien tomó la decisión por mí. Me convenció de que todo iría bien y se ha quedado él en casa con mis hijas.
– Oh, Dios mío, eso me suena demasiado casero -dijo Douglas casi con una mueca de desdén.
Max sonrió y asintió.
– ¿Cuántos años tienen las gemelas? -preguntó Max con interés.
– Diecisiete. Son mellizas. Y tengo un hijo de dieciocho años que hoy mismo empieza en la universidad, en Santa Bárbara -explicó Tanya con una orgullosa sonrisa.
– Me alegro -dijo Max con un gesto de aprobación-. Yo tengo dos hijas que viven en Nueva York -continuó el director con satisfacción-. Una tiene treinta y cinco años y la otra treinta, abogada y psiquiatra, las dos casadas. Tengo tres nietos.
– Me alegro -dijo Tanya devolviéndole el cumplido.
Ambos, de manera inconsciente se volvieron hacia Douglas, que les miró con un gesto de incomprensión y luego, con una sonrisa, explicó:
– A mí no me miréis, yo no tengo hijos. Me he casado dos veces, pero no hay niños. Ni perro, y tampoco lo quiero. Trabajo mucho, siempre he trabajado demasiado, así que no he tenido tiempo para criaturas. En cierto modo, puedo llegar a admirar ese sentimiento que hizo que estuvieras a punto de quedarte en casa con tus hijos en lugar de escribir el guión. Pero no puedo decirte que lo entienda. A mí me parece que hay algo noble en este trabajo. Piensa en toda la gente que verá la película, en todas las vidas que recibirán la influencia de lo que escribas en ese guión, en la cantidad de gente que va a recordarlo.
A Tanya le pareció que daba excesiva importancia a su trabajo o a las películas en sí. Para ella, un niño era mucho más importante que mil películas. Era una vida. Sin embargo, esa idea de un ser humano destinado a influir en los demás… Tanya nunca había concedido semejante trascendencia a su escritura. Para ella, era algo con lo que disfrutaba y que hasta entonces había significado muchísimo. Pero siempre habían significado mucho más Peter y sus hijos. Douglas, en cambio, vivía para su trabajo. En cierto modo, sintió lástima por él.
A Tanya le pareció que a Douglas le faltaba algo, como si hubieran olvidado instalarle alguna pieza humana vital. Y sin embargo, era un hombre interesante, brillante, con una mente muy rápida. No podía saber qué le motivaba y Tanya pensó que quizá no lo sabría nunca. Parecía guiado y dirigido por un fuego interior que se reflejaba en sus ojos y que ella no comprendía. Era más agradable la amabilidad innata de Max. De cualquier modo, ambos eran hombres interesantes y sería excitante trabajar con ellos.
Estuvieron dos horas discutiendo acerca del guión. El productor le explicó lo que deseaba que hiciera después, los cambios que quería que introdujera, las sutilezas que todavía había que incluir. Tenía un afinado sentido de lo que hacía falta para convertir una película en algo extraordinario. Mientras le escuchaba, Tanya empezó a intuir cómo funcionaba su cerebro. Douglas era el fuego y la brillantez pura, mientras que Max era el complemento tranquilo que atemperaba la agudeza del productor. Había algo increíblemente fascinante en la personalidad de Douglas Wayne.
Estuvieron hasta casi mediodía trabajando en el Polo Lounge. Después, Tanya regresó al bungalow para hacer los cambios acordados. Douglas la había inspirado para trabajar con más profundidad el guión. Cuando Peter la llamó más tarde, Tanya intentó, sin éxito, explicarle aquellas sensaciones. Sin embargo, lo que el productor y el director le habían aportado le facilitó continuar trabajando; aquel día añadió algunas escenas maravillosas a la historia. A las seis seguía sentada a su mesa, satisfecha por un buen día de trabajo.
Por la noche, estaba tumbada en la cama mirando la televisión sin prestar demasiada atención, cuando recibió la sorprendente llamada de Douglas. Tanya le informó sobre todos los cambios que había hecho en el guión durante el día y el productor pareció encantado de comprobar que se había puesto en acción con tanta rapidez. Era como si Tanya en lugar de escuchar, hubiera absorbido sus palabras y estas hubieran penetrado en ella de manera inmediata.
– Ha sido una buena reunión. Me parece que has sacado la inspiración adecuada del libro, sin dejar que te condicione. Tengo muchas ganas de ver lo que has hecho hoy -le comentó Douglas.
– Trabajaré un poco más mañana -prometió Tanya. Había estado pensando en volver a repasar el guión aquella noche pero sabía que estaría demasiado cansada-. Si lo veo bien, te lo mandaré el miércoles por la mañana.
– ¿Por qué no comemos juntos y me lo enseñas? ¿Qué tal el jueves?
Aunque durante la reunión de la mañana, Tanya ya había tenido la sensación de que iban a trabajar codo con codo, la invitación le dejó anonadada. Se había sentido muy cómoda con Max, pero no con Douglas, ya que, mientras el primero era de trato fácil, el segundo era duro como el acero y frío como el hielo. Sin embargo, al mismo tiempo, le parecía una persona interesante e intuiría, de forma puramente instintiva, que debajo del hielo había algo más cálido y que la parte racional escondía otra más humana.
– El jueves me parece perfecto -contestó Tanya sintiéndose algo extraña.
No le iba a resultar tan cómodo estar con Douglas sin la compañía de Max. El director era afable, cordial y todo en él invitaba a la comodidad. Además, tenían más cosas en común: a ambos les gustaban los niños, por ejemplo. Douglas era como un baúl sellado y aunque era tentador arriesgarse a descubrir quién era, Tanya tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que nadie escalaba los muros que rodeaban a aquel hombre; quizá nunca nadie los había escalado. De cualquier modo, eran muros bien custodiados y Douglas no dejaba que los intrusos salvasen el cerco que rodeaba a su persona, ya que mostraba muy poco de sí mismo.
Durante la reunión del desayuno, Tanya se había dado cuenta de que el productor la había estado analizando, buscando sus puntos débiles. Todo en él era poder, control y posesión de los demás. Sin embargo, Tanya tenía las cosas claras: Douglas había comprado sus servicios como guionista, pero no era su dueño. También se había percatado de que acercarse demasiado a él podía ser peligroso. Por el contrario, Max la había recibido con los brazos abiertos.
– Daré una cena en mi casa para el equipo el miércoles por la noche -añadió Douglas. Tanya se dio cuenta de que la estaba tanteando, como si diera vueltas a su alrededor evaluando las posibilidades de abordarla-. Me gustaría que vinieras. Se trata de una fiesta para las grandes estrellas y los actores de reparto.
Era un reparto de lo más glamuroso y Tanya tenía muchas ganas de conocer a todos los integrantes del equipo. Además, conocer su forma de moverse y su estilo la ayudaría a perfeccionar el guión. Aunque los conocía prácticamente a todos por sus películas, no era lo mismo que verles en carne y hueso. Sería divertido y emocionante. Aquel era un mundo totalmente nuevo para ella. Se acordó del vestido de noche negro que había metido en la maleta y se alegró de haberlo cogido. De no ser por aquella prenda, no habría tenido más remedio que asistir a la fiesta con los pantalones negros que se había puesto aquella mañana o con los vaqueros. Si Douglas había asistido al desayuno vestido con tanta elegancia, una cena en su casa sería aún más formal.
– Mandaré mi coche a recogerte. Ah, y no hace falta que te arregles demasiado. Es una fiesta informal y la gente vendrá en vaqueros.
– Gracias -respondió Tanya sonriendo-. Me acabas de solucionar un tremendo problema de vestuario. No he traído mucha ropa. Pensé que iba a estar casi todo el día trabajando y tengo la intención de volver a casa los fines de semana.
– Lo sé -dijo él con una risa un poco desdeñosa-. Con tu marido y tus hijos.
Lo decía como si fuera algo de lo que tuviera que sentirse avergonzada, como un mal hábito del que tuviera que aprender a prescindir. Así era como lo veía él, a pesar de que tenía dos matrimonios a sus espaldas. Además, había dejado muy claro que sentía aversión por los críos. Cuando había oído hablar de ellos a Tanya y a Max aquella mañana, se había puesto nervioso.
– ¿Eres realmente tan normal como pretendes aparentar? -preguntó Douglas, divertido e intentando provocarla-. Por las cosas que escribes y la forma como tu mente funciona, tienes que ser mucho más profunda. No puedo imaginarte en el papel de ama de casa en una urbanización preparando el desayuno a tus hijos.
– Eso hago en la vida real -dijo ella sin mostrar vergüenza alguna, consciente de que Douglas la estaba presionando para ver cómo lo encajaba y cuál era su reacción-. Me encanta. He pasado así los últimos veinte años de mi vida y por nada renunciaría a un solo minuto con ellos.
Tanya pronunció esas palabras con orgullosa satisfacción, sabedora de que en su vida había hecho lo que tenía que hacer.
– Entonces, ¿por qué estás aquí? -preguntó Douglas sin rodeos y guardando silencio a la espera de su respuesta.
– Para mí, esto es una oportunidad de oro -respondió Tanya con sinceridad. La pregunta de Douglas era razonable; ella misma se la había hecho en varias ocasiones-. Pensé que no volvería a tener una oportunidad así. Quería escribir este guión.
– Y has dejado a tu marido y a tus hijos para hacerlo -afirmó Douglas haciendo de abogado del diablo e intentando llevarla a su terreno-. Quizá no estés tan aburguesada como crees.
– ¿Es que no puedo serlo todo? ¿Mujer, madre y escritora? No son excluyentes.
– ¿Te sientes culpable por estar aquí, Tanya? -preguntó él haciendo caso omiso de su respuesta y con poco disimulado interés.
El productor quería saber más de ella y Tanya también estaba interesada en él. No era un interés sexual, pero no podía ocultar que le parecía alguien intrigante y un constante desafío. Cuando hablaba, lanzaba la piedra y escondía rápidamente la mano, como una sibilina serpiente.
– A veces me siento culpable -admitió Tanya-. Sobre todo antes de venir. Pero ahora que estoy trabajando, me siento mejor. Estar en Los Ángeles empieza a tener sentido.
– En cuanto empecemos a rodar te sentirás todavía mejor, ya lo verás. Es adictivo, como una droga que necesitas consumir una y otra vez. Cuando acabemos la película, querrás más. Es lo que nos ocurre a todos y es la razón por la que seguimos en esto. No podemos soportar que un rodaje acabe. Ni siquiera hemos empezado, pero me parece que a ti ya te está pasando.
El comentario de Douglas tocó una fibra sensible en Tanya y sintió miedo. ¿Y si tenía razón y era adictivo incluso para ella?
– Cuando acabe, no querrás volver, Tanya. Buscarás a alguien que te consiga otra película. Creo que nos lo pasaremos bien trabajando juntos -concluyó el productor en un tono que a Tanya le hizo pensar en Rasputin.
Lamentó haber aceptado su invitación para comer. Aunque quizá solo la estaba poniendo a prueba para ver cómo era en realidad.
– Aunque espero disfrutar con la película -dijo ella con serenidad-, espero que no sea tan adictivo como dices. Mi intención es volver a la vida real en cuanto esto acabe, así que estoy aquí de prestado, no en venta.
Tanya sentía que Douglas era un entrenador de un deporte de alto riesgo en el que ella solo era una aficionada y él un manipulador redomado.
– Todos estamos en venta -afirmó él con rotundidad-, y aunque a los demás les parezca una fantasía, para nosotros, esto es la vida real. Por eso la llaman la ciudad de los sueños. Es embriagador, ya lo verás, no querrás volver a tu antigua vida.
Lo repetía, convencido de su afirmación.
– Sí, querré. Tengo un marido y unos hijos que me están esperando. No me bastaría con esto. Pero sé que mientras esté aquí, aprenderé mucho. Doy gracias por haber tenido esta oportunidad -afirmó Tanya con la misma rotundidad que su interlocutor y en un tono que a Douglas le pareció de cabezonería.
– No tienes que agradecer nada, Tanya. No te he hecho un favor al traerte aquí. Tu trabajo es muy bueno y me gusta tu forma de ver el mundo, tus vueltas de tuerca y tus giros, la forma irónica con la que enfocas las cosas. Me gusta lo que pasa dentro de tu cabeza.
El productor comprendía el fondo de la escritura de Tanya. Había hecho sus deberes. Llevaba años leyendo su producción y Tanya, algo aterrorizada, se sentía como si estuvieran intentando penetrar en su cerebro. ¿O quizá solo estaba jugando con ella para ponerla nerviosa? Tal vez para él la vida era un juego, nada era auténtico y las películas eran la única realidad, razón por la que se le daba tan bien hacerlas.
– Creo que lo pasaremos bien trabajando juntos -repitió pensativo, como si saborease la idea-. Eres una mujer interesante, Tanya. Tengo la sensación de que todos estos años has estado representando el papel de ama de casa con marido y niños, pero sin serlo de verdad. Puede que no sepas siquiera quién eres y lo averigües estando aquí.
Las palabras de Douglas transmitieron a Tanya algo siniestro. Le resultaba incómodo que creyese que podía mirar en su interior y emitir juicios. Al fin y al cabo, lo que ella pensara o quién fuese realmente, no era de la incumbencia de aquel hombre.
– Creo que tengo una buena percepción de quién soy -replicó con calma.
Tanya también era consciente de lo distintos que eran. Douglas era un hombre seductor, lleno de glamour y tentador; encarnaba el atractivo de Hollywood. Frente a todo lo que él representaba, Tanya era la inocencia, una recién llegada proveniente de una vida que ella adoraba pero que a él le parecería tremendamente aburrida. Tanya solo quería formar parte del mundo de Douglas temporalmente, sin dejar de lado sus valores ni renunciar a su alma. Al igual que Dorothy en El mago de Oz, al acabar la película, quería volver a casa. No iba a dejar que las tentaciones de Hollywood la sedujeran. No olvidaría quién era: la madre de sus hijos y la esposa de Peter.
Douglas Wayne pertenecía a otro mundo, pero le había ofrecido a Tanya la extraordinaria oportunidad de entrar en él durante un período de tiempo limitado. Aunque Tanya quería de verdad escribir aquel guión, no pretendía dejar de lado ni su vida ni su esencia. Quería aprender todo lo que él pudiera enseñarle y, después, regresar a Marin. Se alegraba de poder regresar a casa los fines de semana y así respirar el aire puro de su cotidianidad familiar cada viernes. No quería tener que elegir entre una vida y la otra. Quería las dos.
– Crees que sabes quién eres -insistió Douglas provocándola de nuevo-. Pero opino que no has empezado siquiera a conocer quién habita tu cerebro. Lo descubrirás aquí, Tanya, en estos meses. Para ti, esto es un viaje iniciático, una entrada en los sagrados ritos de tu nueva tribu.
Y modulando las palabras lentamente, continuó:
– Cuando te marches, nosotros seremos tan familia tuya como la que tienes ahora. El peligro está en que te enamores de esta vida y te sea difícil volver a la de antes.
Aunque algo asustada, Tanya no creía en sus palabras. Ella sabía a quién pertenecía y de quién era su corazón. No tenía dudas sobre su lealtad hacia Peter y sus hijos y estaba convencida de que podía trabajar allí sin perjudicar la relación que tenía con ellos. Sin embargo, Douglas había visto cómo mucha gente perdía la cabeza en Hollywood.
– Son palabras muy fuertes, señor Wayne -dijo despacio al tiempo que, mentalmente, levantaba muros para protegerse de las tentaciones que él le describía.
Tanya sentía el peligro y el poder del productor. Sin embargo, ella solo estaba trabajando para él, no le pertenecía.
– Este es un lugar muy fuerte -repitió él con la misma lentitud.
Tanya se preguntó si Douglas estaba intentando asustarla. Pero en realidad, solo la estaba advirtiendo de los peligros y de las trampas que escondía Hollywood, algo de cuya existencia Tanya ya estaba informada.
– Y tú eres un hombre fuerte -le concedió Tanya.
Estaba convencida de que ni él ni Hollywood iban a ser capaces de dominarla. Él era un hombre brillante y un genio en su trabajo. Pero ella era una mujer sólida, no una chiquilla deslumbrada por las luces de neón.
– Algo me dice que somos muy parecidos -admitió Douglas.
A Tanya aquello le sonó extraño, así que replicó:
– No lo creo. De hecho, creo que somos como la noche y el día.
Él era un hombre de mundo y ella no; él tenía poder, ella ninguno; la forma de vida que para Tanya era maravillosa, para Douglas era anatema. Pero la pureza y la claridad de Tanya constituían un desafío para el productor y la convertían en una mujer atractiva.
– Puede que tengas razón -dijo meditabundo-. Supongo que quería decir que somos complementarios, no iguales. Dos mitades de un todo. Llevo años fascinado por tu trabajo y siempre he sabido que algún día nos encontraríamos y trabajaríamos juntos. Finalmente ese momento ha llegado.
La estaba arrastrando a un terreno desconocido, algo que la inquietaba y la intrigaba a un tiempo.
– Creo que tuve una premonición con tu trabajo -continuó Douglas-. Me atrajo como las mariposas se sienten atraídas por la luz.
La luz de Tanya, recién llegada a Hollywood, brillaba con más fuerza que nunca. Tenía unas ganas enormes de empezar a trabajar con ella.
– Sabes lo que significa complementario, ¿verdad, Tanya? Dos mitades de un todo. Encajan perfectamente, se dan la una a la otra lo que les falta, como un condimento. Creo que, de algún modo, ambos podríamos aportar algo el uno al otro: yo podría añadir algo de salsa a tu vida y tú podrías aportar un poco de paz a la mía. Me parece que eres una persona muy plácida.
Nunca nadie le había dicho algo tan extraño en su vida y Tanya se sintió turbada. ¿Qué era lo que quería de ella? ¿Por qué le estaba diciendo aquellas cosas? Lo único que deseaba era colgar el teléfono y llamar a Peter.
– Soy una persona plácida -dijo Tanya con calma-. Lo que quiero, y por eso estoy aquí, es escribir un guión que funcione a la perfección.
Con una seguridad más aparente que real, concluyó:
– Todos trabajaremos juntos para que esta película sea especial.
Eso era cierto: Tanya quería hacer el trabajo lo mejor posible.
– No tengo ninguna duda de ello, Tanya -afirmó él con rotundidad-. Lo supe en cuanto aceptaste la oferta. Pero lo más importante es que sé que siendo tú la que escribes el guión, será perfecto.
– Gracias -respondió Tanya con seriedad, halagada ante la alabanza de Douglas-. Espero que el guión responda a tus expectativas.
Hablaba con formalidad y con sinceridad a la vez. Había algo en aquel hombre que la incomodaba y la atraía al mismo tiempo. Podía adivinar que era alguien que siempre conseguía lo que quería, y eso le hacía muy atractivo. Eso y su incansable determinación le habían convertido en el hombre que era.
Por lo demás, Tanya ya podía afirmar sin asomo de duda que Douglas Wayne era todo poder y control. Quería tenerlo todo controlado en todo momento. Y además, salir victorioso. No contemplaba otra opción. Douglas Wayne tenía un control completo, total y absoluto sobre todo lo que tocaba. Pero lo que Tanya sabía a ciencia cierta era que por muy poderoso, importante o brillante que fuera, jamás tendría control sobre ella.