El fin de semana pasó demasiado deprisa para todos. El domingo por la mañana, Tanya se levantó deprimida y Peter tampoco parecía feliz. Aunque ella no se marchaba hasta la noche, solo de pensar que tenía que irse hacía que todos estuvieran alicaídos.
A la hora de comer, Megan perdió el control y discutió con su madre en la cocina por una camiseta que la lavadora había estropeado, una mera excusa para transmitir a su madre su enfado por que volviera a irse a Los Ángeles. Sabiendo que ese era el motivo de la furiosa reacción de Megan, Tanya intentó no perder los nervios, pero finalmente tuvo que pedirle que se comportara.
– Esto no tiene nada que ver con la camiseta, Meg -dijo Tanya sin rodeos-. A mí tampoco me apetece irme. Hago lo que puedo.
– No, no lo haces -le recriminó Megan-. Lo que estás haciendo es egoísta y estúpido. No tenías por qué escribir el guión para esa película. Reconócelo, mamá, eres una mala madre. Nos has abandonado a todos para poder escribir eso. No te importamos ni nosotras ni papá. Solo piensas en ti.
Tanya se quedó sin habla durante un rato y después notó que las lágrimas le nublaban la visión. Era duro tener que defenderse ante semejantes acusaciones y se preguntó si Megan tendría razón. Irse a Los Ángeles a escribir un guión era un acto de completo egoísmo.
– Lamento que veas así las cosas -dijo Tanya con tristeza-. Sé que es un mal año para hacerlo, pero ha sido ahora cuando he tenido la oferta y quizá no vuelva a tener una oportunidad así.
Confiaba en que lo entendieran y le perdonasen, pero quizá Megan era incapaz de hacerlo. Su rabia seguía sin amainar. Allí estaban las dos, en medio de la cocina, retándose con la mirada -la de Megan desafiante y la de Tanya desesperada-, cuando entró Peter. Había oído las palabras de Megan y venía desde el salón para exigirle que se disculpase con su madre. Pero Megan no solo no quiso hacerlo sino que afirmó que creía en cada una de las palabras que había dicho y, sin más, se marchó dando grandes zancadas escaleras arriba. Tanya miró a su marido y rompió a llorar. Peter la rodeó con los brazos.
– Solo está desahogando su rabia.
– No la culpo. Yo me sentiría igual que ella si mi madre me abandonase en mi último año de instituto.
– Estás en casa los fines de semana. Además, entre semana apenas están; llegan para cenar, llaman a sus amigas y se meten en la cama. En realidad no te necesitan -insistió intentando convencerla.
Pero Tanya siguió llorando, y a su tristeza se unía el dolor de tener que separarse de Peter.
– Les gusta saber que estoy aquí-dijo Tanya sonándose la nariz.
– A mí también. Pero estás aquí los fines de semana. Y no va a ser para siempre. Esta semana nos hemos organizado bien y antes de que te des cuenta, la película habrá terminado. ¿Y si ganaras un Oscar, Tan? Piensa en ello. Haciendo una película con Douglas Wayne, podría pasar. -El ya había ganado al menos una docena-. Por cierto, ¿qué tal es?
Aquel fin de semana, Peter le había preguntado en varias ocasiones cómo era el productor. Sabía que era un hombre atractivo y no quería pensar en que pretendiera conquistar a Tanya. Peter no era un hombre celoso, pero Hollywood era otro mundo, así que confiaba en que las intenciones del productor fueran honestas. A pesar de todo, se fiaba de su esposa.
– Es extraño. Egoísta, muy cerrado, casi diría que hermético. Odia a los niños, tiene un yate, un montón de cuadros y una casa maravillosa. Eso es todo lo que sé de él. Eso y que estuvo casado con una estrella de rock que murió en un accidente de aviación cuando ya estaban divorciados. No es precisamente un hombre afable y acogedor, pero es muy inteligente. El que me gusta mucho es el director, Max Blum. Parece Santa Claus y es muy dulce. Su novia murió de cáncer de pecho y tiene un gran danés llamado Harry.
– Realmente sabes cómo sacarles información personal, ¿eh? -comentó Peter riéndose. Había hecho una descripción muy detallada de cada uno de ellos-. Debe de ser porque eres escritora. La gente siempre te confiesa cosas que a mí tardaría un millón de años en contarme. Y además, sin que les preguntes.
La gente siempre le contaba a Tanya sus secretos más íntimos, algo que a Peter le fascinaba y había comprobado en innumerables ocasiones.
– Debo de ser empática. Además, soy madre, aunque últimamente parece que no se me da muy bien.
– No es verdad. Meg es muy dura.
Sus padres lo sabían muy bien. Megan exigía mucho de las personas a las que quería y juzgaba con mucha severidad a aquellos que le fallaban, incluidas sus amigas. Megan no solo era exigente con los demás, sino también consigo misma. Tanya creía que lo había heredado de su madre. En cambio, Molly era mucho más comprensiva y amable.
Tanya preparó la comida para todos pero Megan no se sentó a la mesa. Se despidió de su madre y se marchó a comer fuera. Probablemente no quería estar presente cuando Tanya tuviese que volver a marcharse. Cada persona se despide a su manera y a Megan no se le daban bien los adioses. Le resultaba más fácil enfadarse y salir dando un portazo que mostrar su pena entre lágrimas. Molly estuvo abrazada a Tanya hasta el último minuto y, camino del aeropuerto, la dejaron en casa de una amiga, no sin antes darle un último abrazo a su madre.
– Te quiero mucho… Pásatelo bien y saluda a Ned Bright de mi parte. Dile que le adoro… ¡Pero a ti más! -exclamó después de bajarse del coche, darse la vuelta ligeramente y salir corriendo hacia casa de su amiga.
Tanya y Peter disfrutaron de unos minutos de soledad y tranquilidad antes de llegar al aeropuerto. Peter le contó a su mujer el caso en el que estaba trabajando; Tanya le habló de los cambios que había hecho en el guión; después, se quedaron en silencio, felices de estar juntos. Aquel fin de semana habían hecho el amor mucho más de lo habitual y Peter bromeó al respecto.
– A lo mejor este asunto de Los Ángeles mejora nuestra vida sexual.
Parecía como si los días que estaban separados, se dedicaran a almacenar el amor que se profesaban y eso les ayudara a la hora del reencuentro.
Tuvieron que despedirse antes de pasar el control de seguridad -Peter no tenía tarjeta de embarque, claro está- y Tanya volvió a ponerse triste en el momento en el que su marido le daba un beso de despedida.
– Ya te echo de menos -musitó sintiéndose muy desgraciada.
Peter volvió a besarla con gran entereza y dijo:
– Yo también, nos vemos el viernes. Llámame cuando llegues.
– Lo haré. ¿Qué harás para cenar?
Las mellizas cenarían con sus amigas y Tanya había olvidado dejarle algo preparado para que pudiera calentárselo en el microondas.
– Le he dicho a Alice que pasaré por su casa. Esta semana ha venido un par de veces para ver cómo estaban las chicas, así que, como agradecimiento, encargaré un poco de sushi y cenaré con ella.
– Salúdala de mi parte. Quería llamarla durante el fin de semana, pero al final se me ha pasado. Dile que lo siento y dale las gracias por vigilar a las chicas.
– Me parece que lo hace encantada. Creo que echa de menos a sus hijos y que le resulta menos duro si tiene que venir a echar un vistazo a las nuestras camino de su casa. Se queda apenas un par de minutos. Está demasiado ocupada con la galería.
Era una suerte para Alice tener una empresa propia. La muerte de Jim había sido un duro golpe y, aunque había mostrado una fortaleza impresionante, Tanya conocía su dolor. Ella la había ayudado a salir adelante durante el primer año, el peor. Y ahora, en la medida de sus posibilidades, Alice estaba intentando corresponder. Era un justo intercambio entre amigas que siempre se habían prestado ayuda. Tanya agradecía la presencia de Alice en aquellos momentos.
Antes de pasar el control, Tanya dio la vuelta y corrió hacia Peter para darle un último beso. Después, se apresuró para llegar a la puerta de embarque con la bolsa de viaje al hombro. Fue la última en entrar en el avión y, nada más sentarse, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos pensando en el fin de semana. Había sido maravilloso estar en casa con Peter y las chicas y detestaba tener que marcharse de nuevo.
Cuando el avión enfiló la pista de aterrizaje, apagó el teléfono y, una vez en el aire, se quedó medio dormida. Había sido un fin de semana intenso emocionalmente y Tanya estaba cansada. Además, la pelea con Meg la había dejado exhausta. ¿La perdonaría algún día? ¿Volverían las cosas a ser como antes? Confiaba en que así fuera. Pero a Megan le costaba tanto perdonar… su rencor podía ser eterno.
Seguía pensando en su hija cuando bajó del avión, salió de la terminal y cogió un taxi. La idea de que la recogiese una limusina en el aeropuerto no le apetecía en absoluto, así que no había avisado a su chófer de su regreso. Todavía le resultaba extraño aprovecharse de las ventajas de su contrato.
Entró en el bungalow y, sorprendida, descubrió que le parecía un lugar agradable y familiar. Había cogido más fotos de su familia para distribuir por las habitaciones: de Peter, de los chicos y una de Alice con James y Jason. El fin de semana, había podido hablar con su hijo y se le notaba feliz. Estaba tan ocupado con su nueva vida universitaria que no tenía tiempo de llamar a su familia, para disgusto de sus hermanas.
En cuanto se sentó, llamó a Peter al móvil. Todavía estaba cenando en casa de Alice, así que Tanya habló también con ella. Aquella conversación hizo que se sintiera aún más sola. Le habría gustado poder estar con ellos cenando sushi. Alice le aclaró que sin ella la cena no era lo mismo y que la echaban mucho de menos. Tanya le explicó que se había llevado una foto de ella para que le hiciera compañía en Los Ángeles.
Después de colgar, Tanya encendió la tele y se sintió terriblemente sola. Para relajarse, decidió darse un buen baño, por lo que puso en funcionamiento el jacuzzi de la enorme bañera. Más tarde, conectó el ordenador y trabajó un poco más en el guión. Tenía programada una reunión con el director y el productor a las ocho y media de la mañana del día siguiente y una con los actores al cabo de dos días. Iba a ser una semana de duro trabajo, ya que tendría que recoger los comentarios sobre el guión de todos ellos y tratar de incorporar los cambios necesarios. Pero, por supuesto, tenía muchas ganas de seguir todo el proceso y de oír sus opiniones. Tanya trabajó hasta las dos de la madrugada y pidió que la despertasen a las siete.
Cuando sonó el teléfono, se incorporó de golpe, pero inmediatamente dejó caer la cabeza sobre la almohada con un gruñido. Le parecía que acababa de cerrar los ojos. Llamó a Peter inmediatamente. Ya le echaba de menos. Su marido se había levantado, se había arreglado y estaba a punto de preparar el desayuno para las mellizas. Al hablar con su marido, su sentimiento de culpa afloró de nuevo. Ella no estaba con las chicas y él sí. Pero se abría un largo período en el que sería él quien prepararía el desayuno y quien estaría largas noches sin ella en su cama de Marín. Un curso escolar completo sin Tanya. Ella lo vivía como si fuera una pena de cárcel.
Mantuvieron una breve conversación antes de afrontar sus respectivos días de trabajo.
– Te echo mucho de menos -lamentó Tanya con tristeza-. Me siento fatal al pensar que tienes que encargarte tú de todo.
– Tú lo has estado haciendo durante dieciocho años, así que no creo que importe demasiado que yo me ocupe durante unos meses -dijo Peter con dulzura pero con prisas.
– Tengo un marido que es un santo -afirmó Tanya, agradecida. Era un hombre increíble.
– No, tienes un marido que no consigue poner a la vez sobre la mesa los huevos, el zumo y los cereales. Soy un cocinero disléxico, así que tengo que dejarte. Que te vaya bien el día.
– Eso espero -dijo Tanya nerviosa.
Era su primera verdadera reunión de trabajo; por fin iban a entrar en materia. Tal vez rechazarían sus cambios, y no podía saber lo que iban a decirle o cómo actuarían. Todo era nuevo para ella.
– Todo irá bien, no dejes que impongan sus tonterías. Lo que he leído hasta ahora es genial.
– Gracias, te llamaré cuando salga de la reunión. Buena suerte con el desayuno y… Peter -musitó Tanya con ojos llorosos-, lamento todo esto. Me siento tan mala madre y tan mala esposa… Eres un héroe por dejarme hacer esto.
En aquellos momentos Tanya seguía sintiéndose culpable por haber transferido todas las responsabilidades domésticas -de las que llevaba ocupándose veinte años- a su marido.
– Eres una esposa inmejorable. Y para mí, eres una estrella.
– Tú eres la estrella, Peter -le rectificó Tanya dulcemente.
Tenía unas ganas enormes de que llegara el fin de semana para poder volver a casa.
– Adiós, pórtate bien… te quiero -se despidió Peter, y colgó rápidamente.
Tanya se lavó los dientes y se cepilló el pelo. Pidió el desayuno en la habitación, un menú muy diferente al que Peter y sus hijas engullirían. El chófer y la limusina la esperaban fuera. Tanya llegó al estudio a las ocho y media en punto. Douglas todavía no había llegado pero Max Blum ya estaba allí.
– Buenos días, Tanya, ¿qué tal el fin de semana? -le preguntó amablemente.
Iba cargado con una pesada maleta que parecía a punto de estallar. Se dirigieron hacia la sala de reuniones y Max se dejó caer en una silla. Durante todo el proceso de preproducción, habían alquilado unas oficinas a una de las cadenas de televisión y a Tanya le habían asignado un despacho. Ella había asegurado que prefería trabajar en el hotel. Sabía que en el bungalow tendría más tranquilidad y no habría distracciones.
– Demasiado corto -contestó Tanya, que aquella mañana echaba de menos a Peter y a sus hijos más que nunca-. ¿Y el tuyo?
– Bueno, no ha estado mal. He ido a ver un par de partidos de béisbol, he leído The Wall Street Journal, el Variety y The New York Times. También he tenido varias conversaciones intelectuales con mi perro. Nos acostamos bastante tarde ayer, así que hoy estaba demasiado cansado para venir a trabajar. Vida de perro -comentó Max mientras una secretaria les ofrecía un café que ambos rechazaron.
Max llevaba en la mano un capuchino de Starbucks y Tanya ya había tomado bastante té en el hotel. Estaban charlando animadamente cuando llegó Douglas, con su aspecto habitual de portada de GQ. Olía estupendamente y se había cortado el pelo durante el fin de semana. Incluso a esa hora de la mañana, estaba impecable. Max, por el contrario, iba de lo más desaliñado: parecía que había olvidado peinarse el poco pelo que le quedaba, llevaba los vaqueros medio rotos, las zapatillas deportivas estaban usadas y viejas y se veía un agujero en los calcetines. Iba limpio, pero hecho un desastre. Tanya iba vestida con vaqueros, una sudadera y zapatillas deportivas. No se había molestado en maquillarse. Se disponía a trabajar.
Se pusieron manos a la obra inmediatamente. Había varias escenas que Douglas quería cambiar y Max tenía problemas con una en particular que le parecía demasiado rápida, lo que imposibilitaba que los actores mostraran sus emociones en profundidad. Quería que Tanya la reescribiera para que los espectadores se dieran un hartón de llorar.
– Hazles sangrar -comentó.
A media mañana, Douglas y Tanya se enzarzaron en una discusión sobre uno de los personajes y el modo como Tanya lo había caracterizado. Para el productor, el personaje resultaba aburrido.
– La odio -dijo con rotundidad y sin molestarse en suavizar sus palabras-. Y al público le pasará lo mismo.
– Se supone que es aburrida -replicó Tanya defendiendo su trabajo ardientemente-. Es una mujer terriblemente aburrida. No me molesta que la odies. No es alguien agradable. Es tediosa, una llorica y traiciona a su mejor amiga. ¿Por qué demonios tendría que gustarte?
– No quiero que me guste. Pero si tiene las narices de traicionar a su mejor amiga, debe tener algo de personalidad. Concédele por lo menos eso. La has retratado como si estuviera muerta -insistió Douglas en un tono insultante.
Tanya finalmente cedió y aceptó cambiar el personaje, pero seguía sin estar de acuerdo con Douglas. Max intercedió y propuso una solución intermedia para satisfacer a ambas partes. Podía seguir siendo aburrida y desagradable, pero debía parecer envidiosa y amargada; con eso bastaría para que la traición final tuviera más sentido. Tanya lo aceptó. Cuando acabaron de repasar todas las observaciones y la reunión tocó a su fin, eran cerca de las tres de la tarde y Tanya estaba agotada. No habían hecho una pausa ni siquiera para almorzar, porque para Douglas la comida era una distracción. Cuando se levantaron, Tanya podía sentir la falta de azúcar en la sangre y la ausencia de energía en todo su cuerpo.
– Una buena reunión -dijo Douglas, de un humor excelente.
Max había estado mordisqueando barritas de chocolate y algunas nueces que había llevado consigo. Había trabajado ya en muchas películas con Douglas y conocía su forma de trabajar.
Tanya, por el contrario, no sabía nada y se sentía agotada y herida por algunos de los comentarios del productor. Después de haber estado lanzándole dardos, no se había disculpado. A Douglas solo le interesaba hacer la mejor película posible, sin importarle a costa de quién. En aquella ocasión, le había tocado recibir a Tanya. No estaba acostumbrada ni a su estilo ni a tener que justificar hasta tal punto su trabajo o a defenderlo de aquel modo. Los productores de las telenovelas eran de trato más fácil.
– ¿Estás bien? -le preguntó Max cuando salieron del edificio.
Douglas había salido disparado porque tenía una cita; habían quedado en volver a reunirse todos allí al día siguiente, esta vez también con los actores. Tanya estaba aterrorizada. Aquello era más duro de lo que esperaba; además, no tenía ni idea de cómo afrontar el personaje que Douglas tanto odiaba. Iba a pasarse la tarde y la noche trabajando en ello. Se sentía como si tuviera que preparar un examen. Sus palabras habían sido muy duras.
– Sí, estoy bien. Solo me siento cansada. No he desayunado demasiado, así que hace una hora que he empezado a derrumbarme.
– Cuando nos reunamos con Douglas, tráete siempre comida. Trabaja como un maníaco y nunca hace pausas para comer. Por eso está tan delgado. Para él, la comida es un simple acontecimiento social. Si no lo tiene en su agenda, no come, y los que le rodean van cayendo como moscas -le comentó Max riéndose.
– Para mañana ya lo sé -dijo Tanya mientras Max la acompañaba a su limusina.
– Oh, no, mañana será diferente. Mañana estaremos con las estrellas y a ellas hay que alimentarlas, y generalmente con caterings carísimos. Pero los directores y los guionistas no necesitamos comer. Podrás mendigar un poquito del plato de los actores. A lo mejor te lanzan un poco de caviar o un muslo de pollo. -Max estaba bromeando y exagerando, pero tampoco demasiado-. Siempre está bien que haya un par de actores en las reuniones. Suelo pedirlo, así puedo comer.
Tanya se echó a reír. Era como si un alumno veterano le estuviera explicando cómo funcionaba el colegio. Agradecía su ayuda y su buen humor.
– Mañana también traeré a Harry. Nadie quiere alimentar a un director con sobrepeso pero sí a un perro. Tiene un aspecto totalmente famélico y además gime y babea un montón. Una vez, hace tiempo, me puse a gemir como él, pero me echaron de la sala y amenazaron con llamar al sindicato, así que prefiero traer a Harry.
Tanya siguió riéndose. Max la animó para que no se sintiera decaída por tener que reescribir el personaje ni por los duros comentarios de Douglas. Era su forma de trabajar. Había productores mucho más duros, que incluso obligaban a reescribir el guión mil veces. Tanya se preguntó cuáles serían los comentarios de los actores y con cuánto detenimiento se habrían leído el guión. En las telenovelas en las que había trabajado, los actores se limitaban a salir a escena y soltar la parrafada. Pero estaba claro que en una película el trabajo era mucho más preciso.
Aquella tarde se pasó siete horas trabajando e incorporando todos los comentarios que habían hecho Douglas y Max. Pidió que le llevaran a la habitación unos huevos escalfados y una ensalada y a medianoche seguía trabajando. Cuando terminó, llamó a Peter. Se le había pasado la tarde volando y no había tenido un minuto para hablar con sus hijas, aunque a esa hora sabía que estarían ya durmiendo. Peter, sin embargo, estaba todavía despierto esperando su llamada. No había querido molestarla, ya que, al no saber nada de ella, había dado por sentado que estaba ocupada escribiendo y había optado por esperar.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó con interés y curiosidad, convencido de que si Tanya no había llamado hasta la medianoche era porque había tenido un día intenso.
– Pues no lo sé -contestó Tanya, dejándose caer sobre la cama-. Creo que bien. Douglas odia a uno de mis personajes femeninos y me ha dicho que es muy aburrida. Así que me he pasado toda la noche reescribiendo sus escenas. Pero me temo que la he empeorado. Hemos tenido una reunión hasta las tres de la tarde sin parar ni un momento, ni siquiera para comer; pensé que me moría. Y, desde entonces, he estado trabajando como una burra en la habitación. Sin embargo, no estoy segura de haberlo arreglado. Mañana hemos quedado con los actores para repasar sus comentarios.
– Suena agotador -dijo Peter comprensivo.
Pero también sabía que Tanya ya había sospechado que sería de ese modo y también que era una trabajadora incansable. No paraba hasta que resolvía el problema, ya fuese a la hora de escribir o en cualquier otra faceta de su vida. Era una de las muchas cosas que admiraba en su esposa.
– Y tú, ¿qué tal el día? -preguntó ella relajándose al oír su voz.
A pesar de haber estado concentrada trabajando, le había echado terriblemente de menos durante todo el día. Qué larga se le haría la semana que la esperaba…
– Se me ha olvidado llamar a las chicas -continuó Tanya-. Estaba trabajando y no me di cuenta de la hora. Las llamaré mañana.
– Están bien. Alice nos ha traído lasaña y su famoso bizcocho. Nos lo hemos zampado entero. Yo me he encargado de preparar una ensalada. Hoy he optado por algo sencillo.
Y tenía todo el derecho después de un duro día trabajando con un cliente cuyos problemas acabarían probablemente en litigio.
– ¿Se ha quedado Alice a cenar? -preguntó Tanya despreocupadamente.
Se sorprendió al oír la respuesta afirmativa de Peter. Era de agradecer que les llevase comida. Probablemente, después del apoyo de Tanya durante el largo año después de la muerte de Jim, Alice se sentía en deuda con ella.
– Después de esto voy a deberle un montón de favores. Si sigue así, tendré que cocinar para ella durante los próximos diez años.
– Tengo que admitir que es una ayuda. También acompañó a Meg a su partido de fútbol porque Molly necesitaba el coche. No podía salir antes de la oficina, así que la llamé y estaba justo saliendo de la galería. Pudo hacerme el favor. Me ha salvado la vida.
Tanya había hecho lo mismo por los hijos de Alice durante muchos años, pero no por ello dejaba de estar menos agradecida. El hecho de que Alice les estuviera echando una mano aliviaba la culpa de Tanya, aunque, por otro lado, la acentuaba. La tranquilizaba saber que había alguien ayudando a Peter con las mellizas, pero, al mismo tiempo, hacía que se sintiera aún más culpable por no estar allí. Sin embargo, no le quedaba más remedio que asumir la situación mientras durase la película. Por encima de todo, la presencia de Alice era de gran ayuda para Peter y había que agradecérselo. Su marido tenía mucho trabajo y no podía ocuparse de todo.
Charlaron de un montón de cosas pero, aunque se habrían pasado horas al teléfono, los dos tenían que madrugar y debían descansar para afrontar el duro día de trabajo que les aguardaba, así que se despidieron. Tanya prometió a Peter que le llamaría más temprano al día siguiente y le mandó un fuerte abrazo para las niñas. Casi se sintió como una extraña al decirlo. Para ella, era inaudito mandar un beso en lugar de estar allí para dárselo. De acuerdo con la mentalidad de Tanya, aunque para Peter no fuera así, era ella quien debía estar junto a la cama de sus hijos para dar ese beso.
A la mañana siguiente, Tanya se encontró de nuevo en la sala de reuniones del día anterior. Max llegó acompañado de su perro, si es que podía dársele tal nombre a semejante animal. Harry parecía un caballo pequeño, pero era un perro muy bien educado: se instaló en un rincón y apoyó su gigantesca cabeza en las pezuñas. Pasada la sorpresa inicial que causaba su tamaño, todos olvidaron su presencia. Hasta que apareció la comida. En ese momento, Harry se levantó alertado y empezó a lanzar lastimeros aullidos y a babear como un loco. Max le dio algunos trozos de comida de las fuentes que había repartidas por toda la mesa y el resto de los presentes le imitó. Seguidamente, el perro se echó a dormir. A media reunión, Tanya felicitó a Max por el increíble buen comportamiento del animal.
– No es un perro, es mi compañero de piso -bromeó Max-. Una vez rodó un anuncio e invertí el dinero que ganó en la Bolsa. Me ha dado grandes beneficios, con los que puedo pagar la mitad del alquiler. Yo lo veo más bien como un hijo.
A Tanya no le cabía ninguna duda.
La reunión fue larga, y difícil, aunque Douglas, con la ayuda de Max, la dirigió bastante bien. Tanya se quedó muy sorprendida al ver las numerosas notas que aportaban los actores. Algunas eran muy sensatas y útiles para el guión; otras eran totalmente irrelevantes y poco elaboradas. Pero, en general, la mayoría de ellos tenían algo que decir y querían que se cambiasen algunas cosas. Lo más complicado era cambiar los diálogos que los actores no sentían «suyos». Tanya tuvo que esmerarse y trabajar con cada uno de los actores para escoger las expresiones que más se adecuasen a su manera de hablar y con las que se sintieran más a gusto. Era un proceso largo y tedioso y el estrés de Douglas iba en aumento. En algún momento, llegó a mostrarse irritado con todos y cada uno de los reunidos. Con Tanya volvió a enfrascarse en una discusión a propósito de una escena en la que aparecía el personaje que tanto desagradaba a Douglas y por el que ya habían discutido el día anterior.
– ¡Por el amor de Dios, Tanya! -le gritó-. Deja de defender a esa zorra. ¡Cámbiala de una puta vez!
Tanya se quedó anonadada. Estuvo un buen rato sin hablar, a pesar de las miradas de apoyo de Max, muy consciente de que la guionista se había ofendido y que las palabras de Douglas habían herido sus sentimientos.
Cuando los actores empezaron a marcharse eran casi las seis de la tarde; las bandejas de comida habían ido entrando en la sala de reuniones sin descanso. Max estaba en lo cierto. Habían comido durante todo el día sushi y tofu, y por la tarde, para merendar, pastelitos de nata y fresas. Después de la reunión, todos los actores tenían planes para ir al gimnasio o a sesiones con sus entrenadores personales. Tanya, por su parte, solo quería volver al bungalow y dejarse caer rendida sobre la cama. Después de pasar todo el día concentrada en lo que los demás tenían que decirle y en trabajar con ellos cada uno de los cambios, estaba exhausta.
Cuando ya salían de la sala, Douglas se detuvo junto a ella como si nada hubiera ocurrido y le comentó en tono agradable:
– Siento haber sido un poco duro contigo hoy.
Tanya se sentía como si le hubiera atropellado un autobús y Douglas se había dado cuenta de ello.
– Estas reuniones con los actores me sacan de quicio -añadió-. Cogen cada palabra y cada detalle y solo se preocupan de cómo sonará en sus bocas. Según sus contratos tienen derecho a exigir cambios en el guión, pero me da la impresión de que si no piden al guionista que reescriba cada línea creen que no han hecho su trabajo. Al cabo de unas horas, me entran ganas de estrangular a todo el mundo. Además, estas reuniones no se acaban nunca. En fin, siento que te hayas llevado la peor parte.
– Tranquilo -dijo Tanya con calma-. Yo también estaba cansada. Son muchos los detalles, y lo único que intento es preservar la integridad del guión y que todo el mundo esté contento.
No siempre era fácil y Douglas lo sabía. Llevaba años haciéndolo, cientos de veces con cientos de guiones.
– He estado trabajando en el personaje que tanto odias y no creo haber resuelto el problema, pero sigo intentándolo. Lo que ocurre es que veo el trasfondo del personaje, sus intenciones y pensamientos ocultos, y entonces no la veo tan aburrida como parece. O quizá es que me identifico con ella y yo soy igual de aburrida -bromeó Tanya.
Douglas negó con la cabeza y sonrió. Tanya agradeció que el productor se hubiera parado a charlar con ella para aliviar un poco la tensión. La había intimidado mucho durante las últimas horas y no era una sensación agradable. Ahora estaba mejor.
– No es así como yo te describiría, Tanya. Eres cualquier cosa menos aburrida, y espero que lo sepas.
– Solo soy un ama de casa de Marin -dijo con honestidad, y Douglas se echó a reír.
– Esa cantilena se la vendes a otro. A Helen Keller quizá. Lo de ser un ama de casa es tu juego o tu máscara, aún no sé por qué decidirme. Pero estoy seguro de que no eres eso. Si lo fueras, no estarías aquí. No habrías aguantado ni un minuto.
– Soy un ama de casa en excedencia para escribir un guión -insistió Tanya sin convencer a Douglas en absoluto.
– Tonterías. Ni por asomo. No sé a quién pretendes engañar, pero yo no me lo trago, Tanya. Eres una mujer refinada con una mente fascinante. Encasillarte como ama de casa en Marin es más o menos como si un alienígena trabajara en un McDonald's. Puede que sean capaces de hacerlo, pero ¿por qué echar a perder tanto cerebro y tanto talento?
– No es echarlo a perder. Están mis hijos.
A Tanya no solo no le gustaba lo que Douglas decía o cómo la veía, sino que le molestaba. Ella era exactamente quien decía ser y lo que aparentaba. Además, estaba orgullosa de ello. Siempre le había gustado ser madre y ama de casa y le seguía gustando. También disfrutaba con su escritura, sobre todo en aquellos momentos. Para ella, era un desafío. Pero no tenía ningún interés en formar parte de Hollywood, aunque parecía que lo que Douglas insinuaba era que su lugar estaba allí y no en Ross. Tanya no solo no quería que así fuera, sino que sabía a ciencia cierta que aquel no era su sitio y que únicamente estaba de paso. Después, volvería a casa y se quedaría allí. Era una decisión firme.
– La dirección de la corriente ha cambiado, Tanya, te guste o no. No puedes volver. No funcionará. Solo llevas aquí una semana y aquello ya se te ha quedado pequeño. Se había quedado pequeño antes de que vinieras. El día en el que decidiste qué harías la película, la suerte ya estaba echada.
Tanya sintió un escalofrío. Era como si con sus palabras, Douglas borrara el camino de regreso a su casa. Tanya quería asegurarse de que no era cierto, y cada vez que hablaba con el productor de ello tenía unas ganas locas de correr a los brazos de Peter. Se sentía como la protagonista de la ópera Porgy y Bess, intentando escapar de las garras del malvado Crown. Douglas transmitía algo aterrador e hipnotizador a un tiempo y Tanya solo quería huir de él.
– Has tenido mucha paciencia con los actores -la felicitó Douglas-. Son terriblemente difíciles.
– Creo que los comentarios de Jean sobre su personaje eran muy interesantes. Y los de Ned también tenían sentido -dijo Tanya mostrándose justa y haciendo caso omiso de las críticas del productor.
No iba a ponerse a discutir con él sobre si era o no un ama de casa. En realidad, solo convivirían durante el rodaje de la película, así que su opinión no importaba. Aquel hombre no tenía poder alguno sobre su vida, y tampoco era un adivino o un psiquiatra. Él estaba obsesionado con Hollywood y ella no. Tanya estaba empezando a darse cuenta de que era un hombre borracho de poder, una faceta de su carácter que unas veces se hacía evidente y otras disimulaba con sutileza. Dependía de lo que más le conviniese en cada momento. En eso era todo un profesional y era tan interesante observarle como asistir a una final del torneo de Wimbledon.
Después de la reunión, Tanya volvió al hotel y se pasó horas trabajando en el guión. Introdujo algunos cambios, aunque otros le resultaron más difíciles. Al día siguiente, llamó varias veces a Max para discutir algunos aspectos, pero él le aseguró que no debía preocuparse demasiado. Le explicó que más adelante, durante el rodaje, habría más cambios, sutiles variaciones. De todos los profesionales del cine con los que trabajaba, Max era el más dúctil; Tanya apreciaba su buen talante ante cualquier cuestión. Era sabio y de trato fácil; la combinación perfecta. Por el contrario, Douglas transmitía tensión y obsesión por el control; algo que acababa siendo, a menudo, incómodo.
Fue una semana intensa para Tanya. Peter, por su parte, estaba a las puertas de un juicio y también tenía mucho trabajo. Tanya siguió reuniéndose con Max, Douglas y el resto del equipo y dando vueltas al guión. Muy a su pesar, programaron varias reuniones para el sábado y le dijeron que era importante que estuviera presente. Así que el jueves por la tarde no tuvo más remedio que llamar a su marido y decirle que no podría ir a casa el fin de semana. Le pidió que fueran ellos a Los Ángeles.
– Mierda, Tan… Me encantaría ir, pero Molly tiene un partido de fútbol importante y sé que Megan había pensado ir a la ciudad con John White. Tenían algo programado, así que no querrá irse. Y yo pensaba llevarme un montón de trabajo a casa el fin de semana. Si fuese, me pasaría todo el día trabajando en el hotel y estaría muy nervioso. No creo que sea el fin de semana más apropiado.
– Yo también me pasaré el fin de semana trabajando -dijo Tanya con pesar-. Me da una rabia terrible no veros. A lo mejor podría volar el viernes a última hora y pasar la noche en casa. Tengo que estar a las nueve de la mañana del sábado en una reunión, pero tal vez podría coger el avión de las seis de la mañana.
– Es una locura -dijo Peter, con razón-. Estarás agotada. Déjalo. Ya vendrás a casa el fin de semana siguiente.
Aunque se lo habían advertido, Tanya no esperaba que organizaran reuniones de fin de semana tan pronto y, a pesar de todo el trabajo que tenía por delante, le deprimía enormemente no poder ir a casa.
Aquella noche llamó a sus hijas para disculparse. El móvil de Megan estaba apagado, así que le dejó un mensaje en el buzón de voz. Molly tenía prisa, por lo que se limitó a decirle que no se preocupara. Tanya se sintió fatal y, para colmo, Peter estaba hablando por teléfono cuando le llamó y tampoco pudo hablar con él. Tres intentos, todos fallidos. Incluso llamó a Jason para decirle si quería ir a pasar la noche a Los Angeles. Pero su hijo tenía una cita bastante interesante, así que le dio las gracias por la idea y le dijo que le encantaría ir otro fin de semana, pero no ese precisamente.
Se pasó el viernes y el sábado de reunión en reunión con Max, Douglas y los actores. También tuvo una reunión a solas con Jean para discutir los entresijos de su personaje. Jean se tomaba su papel muy en serio y quería meterse por completo en la mente y en la piel del personaje. Cuando Tanya llegó al hotel el sábado a las ocho de la tarde, estaba agotada.
Se sintió aún más cansada cuando oyó un mensaje de Douglas pidiéndole que le llamara.
– Mierda, ¿qué querrá ahora? -murmuró.
Llevaba toda la semana con él y ya había tenido más que suficiente. Su personalidad era tan fuerte que bastaba una pizca de Douglas para saturarla. Pero era el productor de la película, así que no había elección. Le había dado su teléfono particular, el de casa, algo que introducía automáticamente a Tanya en Hollywood. Precisamente, lo que menos le importaba. Marcó aquel número que tanto significaba para cualquiera.
– Hola, acabo de llegar y he oído tu mensaje -dijo simulando una alegría que estaba muy lejos de sentir, sobre todo después de haber intentado hablar con toda su familia y haber descubierto que todos estaban ocupados.
Fue directa al grano:
– ¿Qué quieres?
Deseaba tumbarse en la bañera y relajarse. Si no le hubiera parecido muy extravagante, incluso habría pedido un masaje. Se lo merecía, desde luego, pero le parecía un gasto demasiado frívolo y no quería aprovecharse de su contrato. Un buen baño era suficiente.
– He supuesto que estarías triste por no haber podido ir a casa este fin de semana, y me preguntaba si te gustaría venir mañana a mi piscina a tomar el sol, si es que sueles hacerlo -dijo Douglas riéndose y demostrando que se había fijado en el ligero bronceado que lucía Tanya-. Será algo totalmente informal. Puedes leer el periódico y, si quieres, no tienes ni que dirigirme la palabra. Resulta un poco triste pasar el domingo en un hotel.
Tenía toda la razón del mundo, pero Tanya no estaba segura de querer pasar el domingo con él. Al fin y al cabo, era su jefe y no podía tumbarse al sol y no hacerle caso. Pero también era cierto que un día en su jardín resultaba de lo más apetecible, mucho más que pasarse el domingo en la piscina del hotel, rodeada de aspirantes a estrella y modelos a la caza de algún hombre poderoso. Además, se sentiría totalmente fuera de lugar sin un tanga y unos tacones de seis centímetros, y parecería una paleta. Aunque aquella semana -pagando de su bolsillo- se había hecho la manicura y la pedicura y se había sentido un poco mejor. Además, le habían hecho la manicura mientras ella repasaba los cambios en el guión, de modo que no perdiera ni un minuto de trabajo. En Los Ángeles, todas las mujeres llevaban las uñas de los pies y de las manos impecables, así que se había sentido más animada y más acorde con el lugar.
– Es muy amable por tu parte -le agradeció a Douglas-. Pero no quiero interferir en tus planes.
No sabía si aceptar o rechazar el ofrecimiento. Mientras Max, poco a poco, se iba convirtiendo en una especie de hermano mayor para Tanya, con Douglas nunca lograba sentirse relajada. Era un hombre muy controlador y nunca estaba segura de sus intenciones, así que su compañía era muy estresante. Tanya no podía imaginar al productor pasando un domingo -o cualquier otro día de la semana- relajado y sin hacer nada.
– No serás ninguna interferencia. No nos haremos ni caso. Nunca hablo con nadie los domingos. Tráete algo para leer, lo que quieras; yo pongo la comida y la piscina. Y, sobre todo, no te maquilles ni te arregles demasiado.
Parecía haberle leído el pensamiento, porque lo último que le apetecía a Tanya era tener que arreglarse en domingo. Sin embargo, tampoco lograba imaginarlo despeinado. A Max, sí. A Douglas, ni por asomo.
– Si voy, te tomo la palabra -aceptó Tanya con cautela-. Ha sido una semana muy larga y estoy cansada.
– Esto es solo el principio, Tanya. Reserva fuerzas para más adelante, porque las necesitarás. En enero y febrero, estos días te parecerán de chiste.
– Quizá debería volver a casa y saltar de un puente ahora mismo -dijo Tanya, asustada y deprimida al mismo tiempo.
Le resultaba muy duro no ver a su familia, pero, además, empezaba a preguntarse si estaría a la altura del trabajo que le habían encomendado.
– Para entonces ya te habrás acostumbrado. Te lo tomarás con calma, créeme. Y cuando acabe, lo único que querrás es volver a empezar.
Siempre decía lo mismo y parecía estar convencido de ello. Era su verdad.
– ¿Por qué será que no te creo cuando dices eso? -preguntó Tanya.
– Créeme, lo sé. Quizá trabajemos juntos en otra película -dijo él con voz segura y esperanzada, como si fuera algo fácil de prever.
No habían empezado ni siquiera la primera, pero todo el mundo en Hollywood quería trabajar en las películas de Douglas Wayne. Actores y guionistas le acosaban para que los incluyera en su equipo, porque Douglas significaba, casi con seguridad, un premio de la Academia y el Oscar era lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera en aquella profesión. Por supuesto, para Tanya también tenía cierto atractivo, pero en aquellos momentos solo aspiraba a aprender cómo funcionaba una película, sobrevivir, no hacer el ridículo y lograr un resultado decente. Toda la semana había sido un constante desafío y, en más de una ocasión, el desánimo había hecho mella en ella.
– Bueno, entonces ¿vienes mañana? ¿A las once?
Tanya vaciló por un instante y luego claudicó. Era demasiado complicado decir que no, así que aceptó.
– Muy bien. De acuerdo -respondió educadamente.
– Te veo mañana entonces, y no lo olvides: nada de maquillaje. Y si no quieres, ni te peines.
«Sí, seguro -pensó Tanya utilizando una habitual expresión de Megan-. Y yo me lo creo.»
Pero le hizo caso. Al día siguiente se recogió el pelo en una simple coleta y no se puso ni pizca de maquillaje. Aunque durante toda la semana tampoco había invertido mucho tiempo en arreglarse, era agradable no tener que hacer ningún esfuerzo. Para las reuniones, ni tan siquiera los actores se arreglaban demasiado. Pero aquella mañana de domingo, desde luego, no perdió ni un minuto delante del espejo. Se puso una camiseta gastada de Molly, unas chancletas y sus vaqueros más viejos. Cargó un montón de folios que quería repasar, un libro que llevaba un año queriendo empezar y el crucigrama de The New York Times, uno de sus pasatiempos favoritos. Había dado el día libre a su chófer -al fin y al cabo, era domingo-, así que cogió un taxi hasta la casa de Douglas.
Fue el productor mismo quien le abrió la puerta y se fijó en que había llegado en taxi. Llevaba una camisa inmaculada, unos vaqueros perfectamente planchados, unas sandalias de cocodrilo de color negro y ni un solo mechón de pelo fuera de lugar. En la casa se respiraba una tranquilidad absoluta. El día de la fiesta había habido una legión de camareros atendiendo a los invitados, pero aquel domingo no había un solo sirviente en toda la finca. Se respiraba silencio y paz.
Douglas condujo a Tanya hasta la piscina y la invitó a sentarse, tumbarse o hacer lo que le apeteciera. Junto a la chaise longue en la que estaba instalado, él también tenía un montón de papeles. Desapareció al instante y volvió al cabo de un momento con una bebida que depositó en la mano de Tanya, a pesar de que ella no había pedido nada. Era un Bellini -champán con zumo de melocotón-, una de sus bebidas favoritas. Un poco temprano para Tanya, pero la probó y descubrió que estaba muy suave.
– Gracias -dijo Tanya, sorprendida y sonriente.
Él se llevó un dedo a los labios y la miró con el ceño fruncido.
– ¡Chis! -la riñó con gravedad-. Ni una palabra. Has venido a relajarte. Luego, si quieres, hablamos.
El productor se instaló en una silla al otro lado de la piscina y estuvo leyendo un rato el periódico. Después se puso crema protectora en el rostro y los brazos y se tumbó a tomar el sol. No le dirigió ni una sola palabra, así que, finalmente, Tanya logró relajarse. Leyó plácidamente e hizo el crucigrama mientras daba pequeños sorbos de vez en cuando al Bellini. Sorprendentemente, resultó una maravillosa manera de pasar el domingo. Douglas seguía tumbado sin moverse y Tanya supuso que se habría dormido. Después, ella también se tumbó a tomar el sol. Era una hermosa tarde de septiembre y hacía un calor agradable. Se oía el piar de los pájaros y Tanya se sintió completamente relajada.
Más tarde, cuando abrió los ojos, se sorprendió al ver a Douglas cerca de ella mirándola con una cálida sonrisa. Tenía la sensación de haber dormido durante horas.
– ¿He roncado? -preguntó somnolienta.
Él se echó a reír. Era la primera vez que Tanya había conseguido relajarse junto a Douglas, una sensación agradable que había propiciado la amable actitud del productor. Tanya se preguntó si podrían llegar a ser amigos. Hasta entonces, no se le había pasado por la cabeza, pero en esos momentos estaba viendo otro aspecto de su persona.
– Muchísimo -dijo bromeando-. No solo me has despertado sino que han venido los vecinos a quejarse.
Tanya se echó a reír. Douglas le tendió un plato donde había dispuesto fruta en rodajas, ensalada, un poco de queso y tostadas.
– Pensé que tendrías hambre al despertarte.
Douglas se mostraba tan atento que Tanya empezó a sentirse como una holgazana niña mimada. Era un anfitrión fantástico y había cumplido estrictamente su palabra: la había dejado sola y apenas habían conversado.
Douglas desapareció de nuevo y, al cabo de un instante, Tanya oyó el piano. El instrumento estaba instalado en la salita de música que había junto a la piscina y que se cerraba con una cristalera corredera. Cuando terminó de comer, Tanya se levantó y se dirigió hacia allí. Douglas estaba tocando una complicada pieza de Bach y no se fijó en su presencia. Tanya se sentó y se dejó llevar por su maestría y talento. Finalmente, él levantó la vista y la miró.
– Siempre procuro tocar el piano los domingos -dijo con una amplia sonrisa-. Es el mejor momento de la semana, y cuando no puedo hacerlo, lo echo de menos.
Tanya se acordó de lo que le habían contado sobre los estudios de piano de Douglas. Se preguntó por qué no habría seguido su carrera. Estaba claro que le encantaba tocar y que tenía un talento extraordinario.
– ¿Tocas algún instrumento? -preguntó él.
– Mi ordenador -contestó ella con una sonrisa tímida.
Era un hombre de lo más peculiar, con una gran variedad de habilidades e intereses.
– Una vez yo mismo monté un piano, una experiencia divertidísima -dijo apartando los dedos del teclado-. Logré hacerlo funcionar y ahora está en el barco.
– ¿Hay algo que no sepas hacer?
– Sí-dijo él asintiendo con énfasis-. No sé cocinar. Me aburre comer, me parece una pérdida de tiempo.
Eso explicaba por qué estaba tan delgado y por qué nunca hacía un descanso en sus reuniones.
– Como porque no me queda más remedio, para sobrevivir. Sé que para cierta gente es una afición, pero yo no lo soporto. No tengo paciencia ni para pasarme un montón de rato cocinando ni para estar cinco horas sentado a la mesa degustando platos. Aparte de la cocina, tampoco juego al golf, aunque sé jugar. Pero también me aburre. Antes solía jugar al bridge, pero ahora ya no. La gente se vuelve mezquina y malvada con el juego. Si tengo que pelearme con alguien o insultarle, prefiero hacerlo por algo que me importe de verdad, no por un juego de naipes.
Tanya se echó a reír ante su razonamiento.
– A mí me pasa lo mismo con el bridge. Jugaba en la universidad, pero precisamente por la misma razón que tú comentas, no he vuelto a jugar. ¿Juegas a tenis? -preguntó Tanya, solo por seguir con la conversación.
Douglas comenzó a tocar otra pieza menos exigente y contestó:
– Sí, pero me gusta más el squash. Es más rápido.
Estaba claro que era un hombre con poca paciencia; un hombre al que le gustaba que las cosas se movieran deprisa. Era una persona interesante, alguien a quien estudiar, y Tanya pensó en que estaría bien incluir un personaje como él en alguno de sus relatos. Podría hacer algo increíble con alguien tan polifacético.
– He jugado a squash alguna vez pero no soy muy buena. Mi marido también juega. Se me da mejor el tenis.
– Tendríamos que jugar algún día -dijo concentrándose de nuevo en la música, mientras Tanya le escuchaba complacida.
Al cabo de un rato, Tanya volvió a salir al jardín y se tumbó a tomar el sol. No quería molestar a Douglas. Parecía abstraído en la pieza de música; se pasó una hora tocando. Cuando salió, Tanya le dijo con admiración:
– Me encanta oírte tocar.
Douglas parecía renovado y lleno de energía. Tenía los ojos brillantes, por lo que era fácil adivinar los beneficios que le aportaba el instrumento. Era muy bueno tocando y un auténtico placer escucharle.
– Tocar el piano alimenta mi espíritu -dijo él con sencillez-. No podría vivir sin tocar.
– Yo siento lo mismo con la escritura -confesó Tanya.
– Se puede adivinar leyendo lo que escribes -dijo él observándola.
Tanya estaba relajada y cómoda, algo que no había creído posible el día anterior, cuando recibió su invitación. La había sorprendido; estaba resultando un día agradable y totalmente relajante.
– Por eso quise trabajar contigo. Al leerte supe que sentías auténtica pasión por tu trabajo, como me ocurre a mí con el piano. La mayoría de la gente no goza tanto de las cosas. Con las primeras líneas que leí de tu trabajo, supe que tú sí. Es un don poco común.
Tanya asintió, halagada, pero no respondió. Se quedaron sentados en silencio un rato y después ella echó un vistazo a su reloj. Sorprendida, descubrió que eran ya las cinco de la tarde y que las seis horas que llevaba con él habían pasado volando.
– Debería irme. Si llamas a un taxi, volveré al hotel -dijo a la vez que empezaba a recoger sus cosas y las metía en la bolsa.
Douglas movió la cabeza con un gesto negativo y afirmó:
– Te llevo yo.
No estaban lejos, pero Tanya no quería molestarle. Ya había hecho bastante por ella. Había sido un día perfecto y la pena y la culpa que sentía por no haber podido ver a su familia se habían esfumado.
– Puedo coger un taxi.
– Ya sé que puedes. Pero me encantaría poder acompañarte -insistió Douglas.
Entró en casa a coger las llaves y salió al instante. Fueron juntos al garaje, tan impoluto como una sala de operaciones, y le abrió la puerta de un Ferrari plateado. Tanya se sentó en el asiento del copiloto y Douglas puso el coche en marcha. Se dirigieron hacia el hotel compartiendo un silencio que, después de aquella tranquila tarde de domingo, ya no era incómodo. Aunque no habían hablado mucho, Tanya sentía que se habían hecho amigos. Aquella tarde, había conocido cosas de él que no habría adivinado, y le había encantado escuchar cómo tocaba el piano en el momento culminante del día.
El Ferrari se deslizó por el camino que conducía al hotel y se paró bajo el alero de la entrada del Beverly Hills. Douglas miró a Tanya, sonrió y dijo:
– Ha sido un día estupendo, Tanya, ¿verdad?
– Me ha encantado -dijo ella con sinceridad-. Me ha parecido que estaba de vacaciones.
Sorprendentemente, aquel había sido el mejor plan posible, una vez descartada la posibilidad de volver a casa. Siempre había estado tensa a su lado; hoy, en cambio, se había quedado dormida en su piscina y se había pasado horas leyendo junto a él sin decir palabra. Aparte de Peter, había muy poca gente con la que pudiera estar así. Era una sensación extraña.
– A mí también. Eres la invitada ideal de domingo, dejando de lado los ronquidos, claro -dijo echándose a reír.
– ¿De verdad he roncado? -preguntó Tanya, avergonzada.
– No te lo diré -contestó Douglas haciéndose el misterioso-. La próxima vez te sacudiré un poco. Dicen que funciona.
Tanya se echó a reír y de pronto, por increíble que pareciese, le dio igual haber roncado o no. Aquella tarde había logrado sentirse cómoda al lado de Douglas y eso haría que el trabajo junto a él fuese mucho más agradable.
– ¿Quieres que cenemos juntos? -preguntó él de pronto, como si acabase de ocurrírsele la idea-. Iba a coger algo de comida china para llevar. Podíamos comerla en el restaurante o traerla aquí al hotel. Ambos tenemos que comer y es mucho menos aburrido cenar con un amigo. ¿Te apetece?
Tanya aceptó. Su plan inicial era pedir cualquier cosa para seguir trabajando, pero cenar comida china le parecía más divertido.
– Sí, me parece bien. ¿Por qué no la traes aquí?
– Perfecto. ¿A las siete y media? Tengo que hacer algunas llamadas y siempre nado un rato por la tarde.
Estaba claro que era un hombre activo y atlético, lo que una vez más explicaba por qué estaba tan esbelto y en forma.
– Estupendo -respondió Tanya.
– ¿Qué es lo que te gusta? -preguntó.
– Los rollitos de primavera, cosas agridulces, ternera, gambas, lo que quieras.
– Pediré un poco de todo -prometió él.
Tanya le dio las gracias y después se bajó del coche. Douglas salió disparado en su brillante coche plateado saludándola con la mano. Al llegar al bungalow, comprobó si había mensajes. Tenía una llamada de Jean Amber acerca del guión, pero cuando Tanya le devolvió la llamada, había salido ya. Después llamó a Peter y a las chicas. Acababan de llegar de un partido de béisbol. Eran seguidores de los Giants y tenían abonos de temporada. Estaban todos de buen humor y no parecían muy molestos por su ausencia. Se sintió aliviada y triste al mismo tiempo.
– ¿Qué tal el partido? -preguntó con interés.
– ¡Genial! Hemos ganado, por si no lo has visto en la tele -le contó Peter, exultante.
– No, no lo he visto. He pasado el día en casa de Douglas Wayne.
– ¿Y cómo ha ido? -preguntó Peter, sorprendido.
– Bien, muy bien, la verdad. Espero que sea positivo para el trabajo. Ha sido muy amable y apenas hemos intercambiado diez palabras en todo el día.
Iba a contarle que habían estado solos, pero en ese momento Molly cogió el teléfono.
– Hola, mamá. Un partido fantástico. Te hemos echado de menos. Hemos ido con Alice, en agradecimiento por todas las cenas que nos ha preparado. Y Jason ha venido a casa para ver el partido.
– Creía que estaba ocupado -dijo Tanya sintiéndose repentinamente excluida-. Le llamé el jueves y me dijo que tenía una cita.
– La chica la anuló, así que ha venido a ver el partido.
Tanya no pudo evitar pensar que su hijo, en lugar de llamarla a ella, después de la anulación de la cita, había preferido ir a casa a ver el partido de béisbol. Habían estado todos juntos con Alice y ella había estado sola en Los Ángeles.
– Se ha ido después del partido, así que esta noche ya estará de vuelta en Santa Bárbara.
Se le hacía muy extraño que toda su familia hubiera ido a ver el partido y se lo hubieran pasado en grande sin ella. Se sintió como una niña a la que no invitan a una fiesta de cumpleaños. Sin embargo, era una tontería exigirles que se quedasen en casa en su ausencia, cuando ella estaba trabajando en Los Ángeles. Ellos no eran los responsables de la situación.
Molly le pasó a Megan, que se mostró bastante correcta; después, Alice cogió el teléfono y le contó que todo iba de maravilla y que su familia la echaba de menos. Le confesó que ella también la echaba de menos y la animó a viajar a casa el fin de semana siguiente para poder sentarse las dos a charlar un buen rato. Las dos amigas conversaron animadamente y, antes de colgar, volvió a ponerse Peter un momento. Estaban a punto de pedir una pizza, una tradición del domingo por la noche.
– Te echo de menos -le recordó Tanya.
Peter le dijo que él también la echaba de menos. Cuando colgó, Tanya se dio cuenta de que no le había mencionado a su marido que iba a cenar con Douglas aquella noche. No era importante, pero le gustaba contarle a Peter todo lo que hacía, para que él se sintiera parte de su vida. Se dijo a sí misma que era una tontería y lo olvidó.
Se dio una ducha rápida. Apenas se había vestido, cuando apareció Douglas con la cena. Tanya se había puesto unos vaqueros limpios y otra camiseta. Cuando abrió la puerta del bungalow para dejarle entrar, todavía iba descalza. Tanya se hizo a un lado y el productor entró en la habitación.
– Conozco este bungalow. Estuve alojado aquí en una ocasión, cuando estaban haciendo reformas en mi casa. Me gusta -dijo él echando un vistazo a su alrededor.
– Es muy cómodo -corroboró Tanya-. Cuando vengan mis hijos, será una gozada.
Tanya cogió dos platos de la cocina y se sirvieron directamente de los cinco recipientes que Douglas había traído del restaurante. El menú consistía en todo lo que le gustaba a Tanya y, además, langosta y arroz frito con gambas. Se sentaron a la mesa y cenaron relajada y amigablemente.
– Gracias. Ha sido magnífico. Realmente hoy me has mimado mucho.
– Tengo que cuidar de mi guionista estrella -dijo Douglas sonriendo-. No podemos permitir que te pongas nostálgica y te pases el día suspirando o decidas volver corriendo a Marín.
Tanya se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo, pero no le importó.
– Pensé que estaría bien que supieras que en Los Ángeles también tenemos comida china para llevar -bromeó Douglas, tendiéndole una de las galletas de la fortuna.
Cuando leyó la suya, lanzó un gruñido de sorpresa y preguntó a Tanya:
– ¿Has puesto esto aquí dentro cuando no estaba mirando?
Tanya negó con la cabeza y Douglas le tendió la nota.
– Hoy la fortuna te sonríe con una nueva amistad -leyó Tanya en voz alta, y después, sonriendo a Douglas, dijo-: Qué bien. Parece que han acertado.
– Siempre espero que ponga algo más excitante. ¿Qué pone en la tuya? -preguntó Douglas, divertido.
Tanya lo leyó y arqueó las cejas.
– ¿Qué pone? -insistió Douglas.
– La recompensa es un trabajo bien hecho. Tampoco suena muy excitante. Me gusta más la tuya.
– A mí también -dijo él sonriendo de nuevo-. A lo mejor ganas un Oscar con tu guión.
Era lo que Douglas deseaba, claro, además del Oscar a la mejor película para él. Esa era su meta, siempre.
– No es eso lo que dice la nota de la fortuna -señaló Tanya, mientras recogía la mesa.
– La próxima vez las escribiremos nosotros -decidió Douglas.
Ayudó a Tanya a recoger los restos de la cena y al cabo de un rato se marchó. Antes de despedirse, ella le dio las gracias y él le dijo que había disfrutado de un día excelente.
Tanya también. La galleta de la fortuna de Douglas había acertado. La buena noticia del día había sido el nacimiento de una nueva amistad. Por primera vez desde que se conocían, Tanya sentía que Douglas podía llegar a ser su amigo, y un amigo muy interesante.