La velada que Tanya pasó en la casa de Bel Air de Douglas Wayne resultó tan interesante, glamurosa y misteriosa como el anfitrión. La casa era una mansión de una belleza extraordinaria. Douglas la había adquirido bastantes años atrás, después de su primera película importante, y había ido haciendo reformas y añadiendo espacios, hasta convertirla en lo que era: una inmensa finca, llena de habitaciones para diferentes usos, todas elegantemente decoradas con antigüedades exquisitas y pinturas de un valor incalculable. Douglas tenía un gusto magnífico. Tanya se quedó prácticamente sin respiración cuando entró en el salón y se encontró frente a frente con uno de los famosos cuadros de Monet que representaba unos nenúfares. La escena que se estaba desarrollando en el jardín parecía un reflejo del cuadro: los miembros del reparto estaban sentados alrededor de una enorme piscina en la que flotaban gardenias y nenúfares, todo bajo la luz de las velas. En el segundo salón, había otro Monet aún más impresionante, dos Mary Cassatt y un imponente cuadro flamenco. Los muebles eran lujosos y masculinos, una interesante combinación de elementos británicos, franceses y rusos. En un rincón había una exquisita pantalla china y también era de origen chino el secreter vertical que había a su lado. Parecían piezas de museo. Aunque todos los invitados iban con vaqueros, Tanya se sintió ridícula y fuera de lugar con aquella prenda. Enseguida reconoció a dos de las estrellas del reparto: Jean Amber y Ned Bright. Jean había participado en una docena de importantes películas de Hollywood y con solo veinticinco años ya había sido nominada a tres Osear. Su rostro era tan perfecto que parecía modelado. Llevaba un top de gasa transparente de color azul pálido, vaqueros y unas altísimas sandalias de color plata sujetas al tobillo por una cinta. Parecía que los vaqueros estuvieran pintados sobre su esbelto y largo cuerpo y su belleza era espectacular. Se estaba riendo de algo que le explicaba Max. El director hizo las presentaciones y Jean dirigió a Tanya una amplia sonrisa. Por un instante, le recordó a Molly. Tenía su misma mirada dulce e inocente y una larga y brillante melena de color ébano. La calidez de sus ojos hacía pensar que la fama todavía no la había echado a perder. Tendió delicada y amablemente la mano a Tanya.
– Me encantó tu libro. Se lo regalé a mi madre para su cumpleaños. Le gustan mucho los relatos.
– Gracias -respondió Tanya con una sonrisa e intentando no dejarse impresionar por la belleza de Jean, algo que no resultaba nada fácil.
Era muy emocionante conocer a una estrella tan importante y más aún trabajar con ella y escribir diálogos a los que ella daría vida. Tanya se sintió conmovida por la referencia a su libro y le sorprendió que a alguien tan joven le interesara su trabajo, máxime cuando la mayoría de los jóvenes eran más aficionados a las novelas que a los relatos.
– Eres muy amable. Tanto mis hijas como yo adoramos tus películas -dijo Tanya sintiéndose algo estúpida.
Pero Jean parecía encantada. A todo el mundo le gustan los halagos.
– Estoy muy emocionada por trabajar contigo en la película. Tengo muchas ganas de ver el guión -le comentó la joven.
Pronto comenzarían con las reuniones para discutir el guión. Todos los actores tenían derecho a aportar sus comentarios, que se añadirían a los que Douglas, Max y la propia Tanya ya habían hecho. El trabajo se hacía siempre en equipo.
– Estoy trabajando mucho -le aseguró Tanya, algo intimidada-. Es un honor escribir un guión para ti.
En ese momento, se acercaron dos de los actores de la película y Max se los presentó tanto a Tanya como a Jean. El director les trataba a todos como si fueran hijos de los que estaba orgulloso. De algún modo, al iniciar el rodaje de una película, se creaba una nueva familia: nacían relaciones personales, se establecían vínculos, surgían breves romances, y, de vez en cuando, surgían amistades que duraban toda la vida. Se generaba un microcosmos del cual podía llegar a quedar algo, aunque casi todo desaparecía. Pero durante el rodaje de la película, parecía que fuera a durar para siempre y que aquello fuera la vida de verdad. Se asemejaba a la cuidadosa arquitectura que sostendría una mágica torre de naipes parecida al Taj Mahal: hermosa, delicada, impresionante, hechizadora. Cuando la película terminaba, se derrumbaba como un castillo de arena y todos los personajes se dispersaban e iniciaban otra construcción en algún otro sitio.
Pero aquel mundo poseía una magia increíble que a Tanya le parecía fascinante. Todo tenía una apariencia real, trabajarían juntos con toda su energía y creatividad y creerían con fuerza en lo que estaban construyendo. Después, cuando todo aquello se convirtiese en celuloide, se desvanecería en la niebla y dejaría de existir. Pero en aquel momento, era absolutamente real para todos los presentes y la película sería la prueba imperecedera de aquella magia.
Era muy emocionante formar parte de todo aquello. Mientras Tanya observaba a la gente que la rodeaba charlando, riendo, todos con una copa de champán en la mano, se acordó de lo que Douglas le había dicho por teléfono sobre la adicción que generaba el cine y cómo después de una temporada en Hollywood y de saborear sus tentaciones, querría más, sería incapaz de volver a su antigua vida y convertiría aquel lugar en su casa. Tanya no quería que aquellas palabras del productor fueran ciertas. Sin embargo, mientras paseaba la vista por la fiesta, podía sentir esa atracción.
A pesar de que al principio se sintió un poco al margen, conforme Max le fue presentando al resto de asistentes a la fiesta -estrellas jóvenes y bellas, hombres jóvenes y maduros muy atractivos-, empezó a estar más cómoda en su compañía. Era sorprendente lo fácil que resultaba hablar con ellos.
Tanya sentía la emoción y el vértigo del momento, pero no sabía si se debía a la excitación o era consecuencia del champán. El aire estaba cargado de un fuerte aroma a gardenias y nenúfares. La casa estaba profusamente adornada con orquídeas blancas e impresionantes jarrones chinos en los que se exhibían unas flores que Tanya no reconoció; tenían tonos amarillos y marrones, largos tallos y diminutos pétalos. Sonaba una tenue y sensual melodía. En realidad, todo el conjunto, desde los cuadros, pasando por los invitados, las ostras y el caviar, era una explosión de sensualidad.
Tanya se moría de ganas de volver a casa y sentarse a escribir sobre la fiesta. Era como si estuviera participando en un rito de iniciación del glamour. Estaba de pie, sola, admirando a la gente que la rodeaba, cuando Doug se le acercó sin que ella se diera cuenta. De pronto, lo vio delante de ella, a tan solo unos milímetros de distancia, sonriéndole. Tanya iba vestida con un jersey de seda blanco, vaqueros y unas sandalias doradas con poco tacón a juego con un bolso que se había comprado antes de regresar al hotel. Se había puesto los vaqueros, tal como él le había pedido, y se alegraba de haberle hecho caso pues lo cierto era que todo el mundo iba vestido igual.
Doug, por su parte, llevaba unos pantalones de franela de color gris con la raya perfectamente planchada, una camisa blanca exquisitamente almidonada confeccionada en París, y unos mocasines negros de piel de cocodrilo de Hermés.
– Inmejorable, ¿verdad? -le comentó con su aterciopelado tono de voz.
A Douglas, más que oírsele, se le sentía. Todavía no sabía muy bien por qué, pero cada vez que oía su voz o estaba cerca de él, la embargaba simultáneamente una sensación de atracción y de rechazo; una reacción contradictoria que la invitaba a acercarse a él pero que también la advertía que no debía hacerlo. Algo así como la reacción que provocaría una antigua tumba egipcia abarrotada de resplandecientes riquezas pero sobre la que pesara una maldición que prohibiera acceder a ella.
Por un instante, Douglas miró a Tanya directamente a los ojos sin decir nada. Parecía estar admirándola y disfrutando de ese momento de silencio. Le bastaba la mirada para acariciarla; ni siquiera necesitaba utilizar palabras. Se dirigía a Tanya en un tono de voz suave y tenue como si la conociera muy bien, aunque nada más lejos de la realidad. De ella, solo tenía la información que podía haberle dado su obra. Sin embargo, para Douglas parecía una información más que suficiente.
Frente a él, se sintió desnuda y, aunque apartó la vista, en esta ocasión no tuvo la necesidad imperiosa de huir. Se repitió que Doug no podía controlarla, ni tampoco invadir su espacio. Solo obtendría lo que ella estuviera dispuesta a darle. O eso creía. No era un mago. Tan solo un productor de cine, un hombre que compraba historias y guiones como el que Tanya estaba escribiendo para él y hacía que cobrasen vida.
– ¿Te están presentando a la gente? -se interesó.
Se notaba que se preocupaba de que todos disfrutasen de la velada y eso era aún más evidente en el caso de Tanya, una recién llegada. Gracias a las cálidas atenciones de Max, Tanya había conocido ya a prácticamente todos los actores. Le faltaba Ned Bright, pero el joven actor estaba demasiado ocupado rodeado de un montón de chicas guapas que, a pesar de haber llegado del brazo de otros hombres, en cuanto entraron en la fiesta no hicieron otra cosa que dar vueltas alrededor de Ned. En aquel momento, Ned Bright era la estrella masculina de moda en Hollywood y la razón era obvia: era encantador e increíblemente guapo. Las chicas que le rodeaban no hacían otra cosa que reírse como quinceañeras.
– Sí, efectivamente -respondió Tanya mirando al productor directamente a los ojos, decidida a no dejarse intimidar ni amedrentar por él-. Me encantan tus cuadros, es como si estuviera en un museo.
Acababa de descubrir otro famoso cuadro iluminado espléndidamente en un pequeño salón junto a la piscina en el que no había reparado. Era la sala de música, donde Douglas solía tocar el piano. En su infancia y adolescencia, Doug había estudiado piano con la intención de convertirse en concertista. Según le habían explicado a Tanya había sido una auténtica promesa y tenía un talento indiscutible. Ahora seguía tocando por afición y para sus amigos más íntimos.
– Espero que la casa no parezca un museo. Sería tan triste como contemplar a los animales en el zoo en lugar de en su medio natural. Quiero que la gente se sienta a gusto con el arte, no que le tenga miedo. Los cuadros deberían formar parte de nuestra experiencia vital y deberíamos convivir con ellos como con un viejo amigo y no como con un extraño. Mis cuadros son mis viejos amigos.
Era una interesante forma de entender el arte. Tanya se dio cuenta de que mientras escuchaba a Douglas se había quedado mirando fijamente el pequeño Monet de la sala de música. Estaba iluminado de tal forma que adquiría vida propia y casi parecía un espejo en el que se reflejase la imagen de la piscina, donde la gente continuaba charlando animadamente. Las numerosas botellas de champán estaban cumpliendo su cometido. Tanto los invitados como Doug parecían relajados y felices. Era evidente que el productor estaba en su terreno y se sentía más a gusto que en el Polo Lounge del hotel. Podía desplegar su elegancia, su cortesía y su control sobre las cosas. Nada escapaba a su atención y parecía estar vigilando cada detalle y cada invitado.
Douglas le estaba explicando a Tanya sus aventuras como coleccionista de antigüedades europeas y su reciente viaje por Dinamarca y Holanda, donde había descubierto auténticos tesoros -en concreto, un fabuloso escritorio danés que le indicó con un gesto- cuando se les acercó Max.
– Menos mal que no montamos en mi casa estas fiestas del equipo -dijo Max riendo abiertamente.
Para Tanya, con su gran barriga, la calva y la barba, Max continuaba pareciendo un elfo o uno de los ayudantes de Santa Claus. Al lado de Max, Douglas parecía una estrella de cine. De hecho, Douglas Wayne había querido ser actor al principio de su carrera en Hollywood, pero no lo había intentado con demasiada determinación. Prefería el poderoso papel de productor. Desde su posición, era quien realmente controlaba y organizaba todos los elementos de la película.
Douglas se echó a reír y comentó:
– Serían bastante distintas.
– Yo vivo en Hollywood Hills -le explicó Max a Tanya-, en una casa que parece un establo y que en su día debió de serlo. Los sofás están cubiertos con viejas mantas y en la mesa de centro siempre hay restos de comida con dos semanas de antigüedad. Además, mi ex mujer se llevó el aspirador hará unos catorce años y he estado demasiado ocupado para comprar otro. Las paredes están repletas de carteles de mis viejas películas y la antigüedad de más valor es la televisión. Lleva conmigo desde los años ochenta y realmente me costó una fortuna. El resto de muebles son del mercadillo, así que es una casa bastante distinta de la de Douglas.
Los tres se echaron a reír. Max no pretendía en absoluto lamentarse o excusarse. Adoraba su casa y, a pesar de su amor por el arte, habría sido tremendamente desgraciado en una vivienda como la de Douglas.
– Tengo que buscar una mujer de la limpieza un día de estos. A la última la deportaron. Fue espantoso. La adoraba. Era una magnífica cocinera y preparaba unos combinados de ginebra y ron increíbles. Ahora las bolas de polvo tienen ya el tamaño de mi perro.
Max explicó que tenía un gran danés llamado Harry y que era su mejor amigo. Le prometió a Tanya que se lo presentaría durante el rodaje. El perro siempre iba con él al trabajo y, aunque no podía llevar ni collar ni correa porque el ruido interfería en la labor del técnico de sonido, estaba perfectamente adiestrado. El perro pesaba casi setenta y cinco kilos.
– Le encanta venir a trabajar conmigo y los del catering siempre le dan su comida preferida -añadió Max-. Cuando no estamos rodando, se deprime y pierde mucho peso.
Mientras charlaban, Tanya volvió a fijarse en la sorprendente diferencia entre el director y el productor. Uno era dulce, cálido y acogedor; el otro, a pesar de estar perfectamente pulido, parecía estar hecho de aristas y bordes afilados.
Max parecía que se comprara la ropa en el mismo mercadillo en el que había adquirido los muebles de su casa. Douglas, en cambio, podría salir en la portada de GQ. Para Tanya, era fascinante estar charlando con ellos. Se preguntó cuánto tiempo pasaría Douglas en el rodaje de la película, puesto que su trabajo principal consistía en recaudar el dinero y controlar el presupuesto, mientras el de Max era lograr sacar lo mejor del reparto. No cabía duda de que ambos adoraban sus respectivos trabajos y a Tanya le entraron unas enormes ganas de empezar ya la película.
A las nueve en punto, se sirvió la cena en unas largas mesas dispuestas junto a la piscina. Cada mesa ofrecía un tipo de comida: en una había sushi de un famoso restaurante de la ciudad; otra estaba repleta de langosta, cangrejos y ostras, y la tercera mesa ofrecía ensaladas exóticas y comida mexicana tradicional. Así que había cena para todos los gustos. Las jóvenes estrellas masculinas llenaron sus platos con montones de comida. En ese momento, Douglas consiguió presentarle a Ned Bright, que se acercaba seguido de cuatro mujeres. A Tanya le recordó a su hijo Jason.
– Hola -le dijo Ned con aspecto relajado y una amplia sonrisa, al tiempo que le pedía disculpas por no darle la mano. Llevaba un plato en cada mano, uno repleto de sushi y el otro a rebosar de comida mexicana-. No me des muchas líneas, soy disléxico.
El joven actor se echó a reír y Tanya no supo si hablaba en serio. Después, se lo preguntó a Max. Era importante saber si era cierto, pero el director le sacó de dudas.
– No es disléxico, solo perezoso. Dice lo mismo a todos los guionistas. Pero es buen chico.
En aquellos momentos, Ned Bright era el nuevo descubrimiento de Hollywood y causaba sensación. Con solo veintitrés años, iba a tener el papel masculino principal, dando réplica a Jean Amber. En la última película que había rodado, había interpretado el papel de un chico ciego de dieciséis años, pero su aspecto era más bien el de alguien en la treintena. Aquel último papel había merecido entusiastas críticas y gracias a él había logrado un Globo de Oro. Al mismo tiempo, proseguía con su carrera como batería y solista de un grupo de música de Hollywood, formado por jóvenes actores. Recientemente el grupo había sacado al mercado un CD de enorme éxito. Tanya estaba segura de que sus hijos se volverían locos de alegría cuando les dijera que había conocido a Ned Bright. Cuando más tarde se lo contó a Molly, casi se desmayó de la emoción.
– Es un buen chico -insistió Max. Tanya no lo dudó, se le notaba-. Su madre siempre se pasa algunos días por el rodaje para comprobar que le tratamos bien y que se porta como es debido. El chico acaba de terminar la carrera de cine en la Universidad de Santa Bárbara; su intención es ser director después de interpretar algunas películas más. Es algo que suelen decir muchos actores, pero pocos acaban haciéndolo. Sin embargo, me parece que él habla muy en serio, así que será mejor que vigile mi puesto.
Douglas y Tanya se echaron a reír.
Buscaron tres sillas y una mesa libre y se sentaron juntos a cenar. El resto de invitados se había ido acomodando alrededor de la piscina, mientras sonaba la suave y sensual música, ideal para la ocasión. Douglas se había ocupado de que la música, la comida y el ambiente en general fueran perfectos. De ese modo, los invitados se relajaban y se relacionaban los unos con los otros abiertamente.
– Estás muy guapa, Tanya -comentó Douglas después de cenar.
Tanya estaba tumbada en una chaise longue observando las estrellas y se había cubierto los hombros con un chal de cachemir de color azul pálido -un tono que resaltaba el color de sus ojos.
– Se te ve relajada y feliz. Pareces una Madona -continuó Douglas admirándola como si fuera un cuadro-. Los momentos antes de empezar una película me encantan. Todo está a punto pero todavía no sabemos qué filmaremos ni cuál será la magia que nos rodeará. Ahora mismo, no podemos saber lo que nos aguarda. Pero una vez arranquemos, los días se convertirán en una sucesión de sorpresas. Lo adoro. Es como la vida misma, pero mucho mejor, porque aquí podemos controlar lo que sucede.
Douglas confirmaba con sus palabras lo que Tanya ya intuía: el control era algo esencial para él.
Con un helado de chocolate y un barquillo, Jean Amber se acercó a Douglas y a Tanya para charlar con ellos. Acababan de servir suflés recién hechos y pastelitos Alaska. A Max le encantaba tostar las «nubes» en las llamas de los suflés pero se quejaba de que nunca duraban tanto como él quería. El director hacía gala de un enorme sentido del humor y tenía fama de gastar todo tipo de bromas durante los momentos de descanso del rodaje. A su lado, Douglas parecía representar el papel de hombre serio y controlador y, ciertamente, prefería los rodajes tranquilos. También era de la opinión de que los descansos en el rodaje debían aprovecharse para estudiar el guión y las escenas pendientes. Douglas podría ser el director de un colegio y Max el profesor divertido, cálido y extravertido que adora a sus alumnos. Para el director, los actores siempre eran sus niños -fuera cual fuese su edad-, y esa faceta paternal de su carácter era muy valorada por los que participaban en sus películas. Su categoría extraordinaria como director y su incomparable bondad hacían que lo adoraran y lo respetaran.
Por su parte, Douglas era el que debía mostrar más rigidez y estar pendiente de los seguros y los presupuestos. Debía reconducir al director y a los actores cuando las cosas se descontrolaban y vigilar que todo se llevara a cabo según el programa previsto. La verdad era que nunca dejaba que las cosas se torciesen: llevaba las riendas de sus películas con mano firme y supervisaba meticulosamente el presupuesto. Aunque eso no impedía que disfrutase mimando a los actores. Consideraba que se lo merecían y que era el premio a un trabajo exigente. De ahí que pusiera particular interés en celebrar ese tipo de fiestas para el equipo de rodaje antes de comenzar la película, ya que era una forma de dar el pistoletazo de salida y empezar a trabajar.
En la fiesta volvían a encontrarse personas que habían trabajado juntas en anteriores filmes y que se mostraban encantadas ante la perspectiva de compartir reparto de nuevo. Parecían niños recién llegados a un campamento de verano, felices de ver a sus amiguitos del verano anterior, o asiduos viajeros de crucero que descubren que han coincidido con amigos que hicieron en otro crucero.
De hecho, coincidir con las mismas personas en el rodaje de una película era una cuestión de suerte. Sin embargo, tanto a Douglas como a Max se les daba bien reunir a un buen equipo donde primara el talento y la compatibilidad de caracteres, de tal modo que el ambiente de trabajo fuera bueno. Ambos creían que ese era un buen equipo y consideraban que Tanya era un excelente fichaje.
La mayoría de la gente que le habían presentado se mostraba emocionada de tenerla entre ellos y algunos incluso habían leído su libro. Tanya estaba conmovida. Hubo quienes incluso citaron los relatos que más les habían gustado, así que la guionista pudo comprobar que lo habían leído realmente y que no lo decían solo por quedar bien.
Se respiraba un ambiente cordial y de entusiasmo. Todos se mostraban encantados con la película, con el gran número de estrellas y con la presencia de Max como director. Se sentían afortunados por formar parte de aquel equipo y por haber sido invitados a casa de Douglas y a aquella fiesta previa al rodaje. Aquel era el reino de los sueños y ellos eran los elegidos, los que más fortuna habían tenido, los que habían llegado a la cumbre de Hollywood y tenían la oportunidad de acariciar la suerte de mantenerse en ella. De cualquier modo, por el momento, todos ellos estaban en la cima.
Todos los actores y actrices más famosos del momento participaban en aquel filme y no habría llegadas imprevistas más tarde. A Max le gustaba que el equipo del reparto estuviera cohesionado y que, de principio a fin, trabajasen juntos y armónicamente. Solo si el equipo se mantenía unido y se conocía a fondo, podía darse un ambiente de solidaria colaboración. Tanya podía percibir que se estaban convirtiendo en una gran familia. Como si alguien hubiera lanzado unos polvos mágicos sobre sus cabezas, allí, delante de sus ojos, esa familia se estaba construyendo. Estaba empezando. Ya había empezado.
Cerca de la una de la madrugada, cuando la fiesta llegó a su fin, Max se ofreció a acompañar a Tanya en su coche hasta el hotel Beverly Hills. Aunque a Tanya le habían ofrecido la limusina para que dispusiera de ella durante toda su estancia, se habría sentido culpable por tener al conductor pendiente de ella toda la noche cuando iba a limitarse a ir del hotel a la fiesta, y de allí, de vuelta al hotel. Había pensado coger un taxi de regreso, pero cuando se lo comentó a Max, este le colocó el dedo sobre los labios y la reprendió.
– No digas eso. Si te oye Douglas, te quitará la limusina y siempre puede ir bien tenerla.
Tanya fue a despedirse de Douglas y a darle las gracias por la cena y por la hermosa velada. Se sentía como una colegiala que tiene que despedirse del director. Douglas y Jean Amber estaban en ese momento manteniendo una acalorada discusión en la que la actriz le llevaba la contraria al productor con vehemencia pero también con simpatía y le decía lo equivocado que estaba.
– ¿Queréis que os ayude a llegar a un acuerdo? -se ofreció Max, siempre con ganas de colaborar.
– Sí -dijo Jean con resolución-. Yo opino que Venecia es mucho más bonita y más romántica que Florencia o Roma.
– Yo no voy a Italia en plan romántico -bromeó Douglas, encantado de meterse con la joven actriz. No le planteaba ningún problema estar rodeado de mujeres hermosas, ya que así había construido su carrera-. Voy a Italia para disfrutar de su arte. La galería de los Uffizi es el paraíso para mí, así que Florencia gana por goleada.
– Tuve que permanecer en Florencia tres semanas sin moverme durante el rodaje de una película y estábamos en un hotel horrible -explicó Jean.
La actriz contaba con la amplia experiencia de una joven de veinticinco años que ha viajado mucho más que el resto de la gente de su edad. Pero el motivo de sus viajes siempre era el rodaje de alguna película, así que tenía muy poco tiempo para disfrutar de los lugares en los que trabajaba. Llegaban a un lugar y, en cuanto acababan, se trasladaban al siguiente destino, sin tiempo para visitas turísticas. Era una perspectiva reducida del mundo, pero por lo menos tenía esa. Tanya pensó en lo mucho que le gustaría que sus hijos la conocieran y en lo impresionados que se quedarían. Confiaba en que lo hicieran en el futuro. Parecía una jovencita encantadora.
– Yo prefiero Roma -comentó Max complicando más la discusión-. Hay unas cafeterías estupendas, buena pasta, un montón de turistas japoneses y es la ciudad de Italia donde más monjas se ven. A mí me encantan las viejas costumbres y ya no se ven monjas en ningún sitio.
Tanya se echó a reír.
– A mí las monjas me dan miedo -terció Jean-. De pequeña fui a un colegio católico y no me gustó nada. En Venecia, en cambio, no vi a una sola monja.
– Supongo que para ti eso es algo favorable. Yo besé a una chica bajo el Puente de los Suspiros cuando tenía veintiún años -añadió Max-. Cuando el gondolero me dijo que eso significaba que estaríamos juntos para siempre, casi me dio un ataque. La chica tenía una piel horrible y unos dientes de conejo; acababa de conocerla. Creo que desde entonces Venecia me da grima. Es curioso lo que determina tus sentimientos hacia una ciudad. En Nueva Orleans tuve un ataque de vesícula y nunca más he regresado.
– Yo rodé una película allí -comentó Jean-. No me gustó. Es tan húmedo… Tenía todo el día el pelo encrespado.
– Yo perdí el mío en Des Moines -bromeó Max tocándose la calva ante el regocijo de todos los presentes.
Tanya volvió a agradecer a Douglas la invitación y se fue con Max. Tenía que reconocer que estaba sorprendida de lo bien que se lo había pasado.
– Y bien, ¿qué te parece Hollywood? -le preguntó Max en el viaje de vuelta.
El director encontraba a Tanya muy atractiva y de no ser porque estaba casada le habría echado los tejos. Pero Max sentía un enorme respeto por la sagrada institución del matrimonio; además, no le parecía una mujer proclive a la infidelidad. Le parecía una persona seria y tenía ganas de trabajar con ella. Sentía, al igual que el productor, un enorme respeto por el trabajo de Tanya y había descubierto que también le gustaba como persona.
– Por lo que he hablado con algunos de los invitados esta noche, me parece un ambiente un poco excéntrico, pero divertido al mismo tiempo -le respondió Tanya con sinceridad-. A causa de mis telenovelas, había venido varias veces a Los Ángeles. Pero esto es otra cosa.
Hasta entonces, Tanya solo había conocido a los actores habituales de las telenovelas que, en su ámbito, eran auténticas celebridades. Pero eran un campo más reducido. Aquella noche, sin embargo, Tanya había conocido a un sinfín de impresionantes figuras, a los verdaderamente grandes.
– Es un pequeño universo muy especial y tiene algo de incestuoso. El cine en Hollywood es como un microcosmos que no tiene nada que ver con la vida real, y el rodaje de una película es un poco como hacer un crucero: la gente se conoce, se convierten en íntimos amigos en un instante, se enamoran, se lían, la película se rueda, todo termina y se pasa a otra cosa. Durante un brevísimo espacio de tiempo, parece que es real. Pero no es así. Lo descubrirás cuando empecemos a rodar. Ya verás cómo durante la primera semana habrá cinco apasionados romances. Es una vida de locos, pero nunca es aburrida.
A Tanya no le cabía ninguna duda. Durante la fiesta, se había fijado en que varios actores y actrices jóvenes estaban tonteando los unos con los otros. Entre ellos, por supuesto, los dos protagonistas, Jean Amber y Ned Bright, quienes se habían estado observando durante la velada y apenas habían intercambiado unas palabras. Tanya se preguntó en qué acabaría aquello.
– Por lo que comentas, si estás en el mundo del cine, debe de ser muy difícil tener una relación de verdad -dijo Tanya cuando ya se acercaban al hotel.
– Lo es, por eso la mayoría de la gente no la tiene. Juegan y simulan tener una vida de verdad, pero no la tienen, aunque a veces ni se den cuenta de ello. Solo creen tenerla. Es el caso de Douglas. Me parece que no ha tenido una relación seria desde la Edad de Hielo. De vez en cuando sale durante una temporada con alguna mujer importante, pero tampoco deja que entre demasiado en su vida. No es su estilo. Para él, todo gira alrededor del poder, de los grandes negocios o de la adquisición de importantes obras de arte. Pero no le interesa el amor, o eso creo. Hay hombres así. -Y con una sonrisa, añadió-: Yo, en cambio, todavía estoy buscando el Santo Grial.
Era imposible que Max no despertase afecto en los demás. Tenía un corazón de oro y se le notaba.
– Nunca salgo con actrices -continuó el director-. Busco una buena mujer a la que le gusten los hombres calvos y con barba y que quiera acariciarme la espalda por la noche. Estuve saliendo con la misma mujer durante dieciséis años y éramos el uno para el otro. No recuerdo que tuviéramos una sola pelea.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Tanya al tiempo que se detenían bajo el toldo del hotel Beverly Hills, su hogar en aquellos momentos.
Tanya todavía no podía sentir que aquel bungalow fuese su casa; todavía le parecía que no le correspondía alojarse allí y que estaba fuera de lugar. No se consideraba una estrella en absoluto y a menudo le parecía que en cualquier momento le dirían que tenía que marcharse.
– Murió -musitó Max sin dejar de sonreír. El recuerdo de aquel amor todavía enternecía su mirada-. Cáncer de mama, una mierda. Nunca encontraré otra mujer como ella. Era el amor de mi vida. Después de aquello he salido con otras, pero no es lo mismo. Sin embargo, no estoy mal, voy tirando. Era escritora, como tú. Escribía guiones para las miniseries en una época en que estas tenían muchísimo éxito. Hablábamos siempre de casarnos, pero nunca fue necesario. En nuestro corazón, ya estábamos casados. Cada año, entre un rodaje y otro, suelo ir de vacaciones con sus hijos. Son dos chicos estupendos. Ambos están casados y viven en Chicago. Me recuerdan a su madre. Mis hijas también les adoran.
– Por lo que cuentas, era una gran mujer -comentó Tanya en tono cariñoso todavía dentro del coche.
A pesar de la enorme cantidad de dinero que ganaba Max con sus películas, el director seguía conduciendo un viejo Honda algo destartalado. Era evidente que la ostentación no iba con él. Por el contrario, Douglas alardeaba de una casa fabulosa y unos cuadros increíbles. Como cualquier invitado que iba allí por primera vez, Tanya se había quedado muy impresionada. Jamás había visto cuadros tan fabulosos fuera de un museo.
– Era una buena mujer -continuó Max. Miró a Tanya con una sonrisa y añadió-: Tú también lo eres.
A Max le agradaba Tanya; todo en ella dejaba traslucir lo que era realmente. Nada más conocerla le había gustado y aquella noche confirmaba su opinión. La veía como una mujer genuina y sólida, algo muy poco habitual en Hollywood.
– Tu marido es un tipo con suerte.
– Yo soy una mujer con suerte -dijo ella sonriendo melancólicamente.
Echaba mucho de menos a Peter. Habían perdido el contacto físico diario y la calidez del lecho compartido. Habían perdido mucho y tenía unas ganas enormes de llegar a su habitación para llamarle, a pesar de la hora. Le había prometido que así lo haría aunque ello supusiera despertarle. Antes de ir a la fiesta, había llamado a su casa y su marido le había dicho que se las estaban arreglando bastante bien. Solo faltaban dos días para volver a Marin. Se moría de ganas.
– Mi marido es un gran hombre.
– Tanto mejor. Espero conocerle algún día. Debería venir durante el rodaje y traerse a los chicos.
– Lo hará -afirmó Tanya.
Dio las gracias a Max por acompañarla y se bajó del coche. En ese momento, se acordó de que al día siguiente había quedado para almorzar con Douglas en el Polo Lounge, un sitio idóneo para Tanya.
– ¿Vendrás mañana a comer con nosotros? -le preguntó a Max.
– No, he quedado con los cámaras para hablar del equipo que necesitamos.
Max utilizaba unos objetivos complicados y poco habituales con los que conseguía los efectos cinematográficos que le habían hecho famoso y quería estar seguro de que todo estaba en orden.
– A Douglas le gusta conocer a la gente individualmente. Nos veremos la semana que viene, cuando empecemos con las reuniones. Disfruta del fin de semana en casa.
Mientras se alejaba con el coche, Tanya agitó la mano en señal de despedida y se encaminó deprisa hacia el bungalow con una sonrisa en el rostro. Iba a ser fantástico trabajar con Max. Pero no estaba tan segura de poder decir lo mismo de Douglas. Tenía que reconocer que aquella noche le había encontrado más agradable -imponía menos con la actitud relajada que había mostrado en su casa-, pero todavía la ponía nerviosa.
Telefoneó a Peter nada más entrar en el bungalow y, aunque estaba medio dormido -era la una y media de la madrugada-, esperaba su llamada.
– Siento llamar tan tarde. No se acababa nunca -dijo casi sin aliento, después del rápido trayecto hasta la habitación.
– No te preocupes, ¿qué tal ha ido? -preguntó Peter con un bostezo.
Tanya podía imaginarle perfectamente en la cama, lo que hizo que le echara aún más de menos.
– Divertido, extraño e interesante. Douglas Wayne tiene unos cuadros impresionantes: Renoir, Monet, alucinante. Y en la fiesta estaban todas las nuevas estrellas, Jean Amber, Ned Bright -Tanya nombró una retahíla de actores-. Parecen buenos chicos. Me he acordado tanto de Molly, de Megan y de ti… Te echo de menos. Ah, y el director, Max Blum, es muy agradable. Esta noche he estado hablándole de ti, creo que te gustaría.
– Dios mío, no querrás volver a Ross después de esto, Tanny. Demasiado glamour para nosotros.
Sabía que no hablaba en serio, pero, de todos modos, a Tanya no le gustó el comentario. Era lo mismo que Douglas le había dicho por teléfono aquella tarde, y precisamente era lo último que Tanya quería que ocurriera. No quería formar parte de Hollywood, sino seguir con su vida en Ross.
– No seas bobo, no me importan lo más mínimo todas estas chorradas. Pagarían por tener una vida como la nuestra.
– Sí, seguro -ironizó Peter soltando una carcajada que hizo que Tanya pensara en sus hijos-. No estoy tan seguro. Te echarán a perder.
– No, no es verdad -musitó Tanya algo alicaída, tumbada ya en la cama después de descalzarse-. Te echo de menos y me gustaría que estuvieras aquí.
– Dentro de dos días estarás en casa. Yo también te echo de menos. Esto está muerto sin ti. Hoy se me ha quemado la cena.
– Este fin de semana os prepararé un manjar -prometió Tanya.
El sentimiento de culpabilidad no remitía y ardía en deseos de volver a casa para estar con Peter y las chicas. Llevaba solo tres días fuera, pero tenía la sensación de haber pasado media vida en Hollywood. Qué largos se le iban a hacer aquellos nueve meses… Asistir a la fiesta aquella noche había sido una obligación -tenía que conocer al resto del equipo-, pero se le había hecho muy raro salir sin Peter. Había sido una velada agradable, pero no dejaba de ser una imposición y sabía que con Peter se habría divertido más. Cuando su marido estaba fuera -algo muy poco habitual- jamás salía por la noche sin él. A Tanya no le interesaba tener vida social propia, y menos allí. No tenía nada en común con la gente que la rodeaba en Los Ángeles ni tampoco con Douglas Wayne. En cambio, podía imaginarse saliendo a cenar una hamburguesa con Max Blum. Tanya no sabía si existirían los amigos verdaderos en Hollywood, pero, de haberlos, Max Blum era el candidato idóneo.
– Tengo muchas ganas de verte. Es tan raro estar aquí sola… Os echo mucho de menos a todos.
No le gustaba en absoluto dormir sin Peter y llevaba tres noches sintiéndose muy sola y triste. A Peter también se le estaba haciendo duro; se dormía abrazado a la almohada.
– Nosotros también te echamos de menos -dijo Peter bostezando de nuevo-. Será mejor que intente dormir. Mañana tendré que sacar a las niñas de la cama y Meg tiene natación a las siete y media.
Peter echó un vistazo al reloj y, a pesar de que era él quien no había querido dormirse sin haber hablado antes con Tanya, añadió con un gruñido:
– Tengo que estar en pie dentro de cuatro horas y media. Hablaremos mañana. Que duermas bien, cariño. Te echo de menos.
– Yo también -dijo Tanya dulcemente-. Buenas noches, dulces sueños.
– Lo mismo digo -le deseó Peter y colgó.
Tanya se quedó tumbada en la cama del bungalow pensando en su marido con añoranza. Después, se levantó a lavarse los dientes con el corazón encogido. Qué ganas tenía de volver a casa. Se dijo a sí misma que tanto Peter como Douglas se equivocaban al afirmar que no iba a querer volver a Ross, pues era lo que más deseaba. Echaba de menos su cama, a su marido, a sus hijos. No podía imaginar nada en aquella ciudad que fuera comparable a lo que tenía en su casa. Habría cambiado todos los lujos de su bungalow por una noche con Peter en su cama. Como siempre, no había nada para ella mejor que el hogar.