Elliott había tomado una decisión irrevocable.
Iba a casarse con la señorita Huxtable. Si lo aceptaba, por supuesto, aunque no se le ocurría ningún motivo para que lo rechazara.
Una boda entre ellos sería muy lógica. Y su madre aprobaba su elección. De hecho, le caían bien todas las hermanas. Las encontraba muy agradables y de trato sencillo.
– Elliott, estoy convencida de que si te casas con la señorita Huxtable, podrás contar con su lealtad y su devoción -le dijo su madre-. Y esos dos atributos suelen convertirse en cariño y amor con el tiempo. Preveo un futuro dichoso para ambos.
Lo dijo mirándolo con expresión esperanzada. Por supuesto, en el fondo le estaba diciendo que la lealtad y la devoción de su esposa lograrían despertar cariño y afecto en él.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo, mamá.
En cuanto al amor… Nunca había estado enamorado, significara lo que eso significase. No estaba enamorado de la señorita Huxtable. Ni tampoco de Anna, ni de ninguna de las amantes que la habían precedido, ni de ninguna de las damas que de vez en cuando habían despertado su interés. Al menos, no creía haberlo estado. Si en alguna ocasión había soñado con encontrar ese algo tan escurridizo y mágico que podría, después de todo, darle cierto atractivo a la idea de casarse, no esperaba que sucediera. Nunca sucedería. Aunque no por ello se había cuestionado la idea de casarse, cosa que siempre había sabido que haría cuando llegara el momento. Era uno de sus principales deberes.
El momento había llegado, simple y llanamente.
Y cumpliría con su deber. Y lo haría de la forma más lógica.
Cabalgó de nuevo hacia Warren Hall el día posterior a la visita de su madre, pero en esa ocasión para ver a la señorita Huxtable. A decir verdad, se sentía muy deprimido. Porque apenas la conocía, ¿no? ¿Y si…?
Sin embargo, nunca había sido de los que mareaban demasiado la perdiz con una infinidad de posibilidades. Solo podía lidiar con la realidad del presente.
Había tomado una decisión, de modo que allí estaba.
Llegó al patio de los establos y dejó su caballo al cuidado de uno de los mozos de cuadra, sintiéndose muy apesadumbrado, algo nada aconsejable cuando se estaba a punto de proponer matrimonio. Avanzó con decisión hacia la casa. No estaba dispuesto a dar media vuelta a esas alturas.
Dobló la esquina del patio y estuvo a punto de darse de bruces con la señora Dew… justo tenía que encontrársela cuando se sentía tan molesto. Los dos se detuvieron de golpe y él retrocedió un paso para que al menos los separasen diez centímetros.
– ¡Oh! -exclamó ella.
– Le pido disculpas, señora.
Hablaron al unísono.
– Le he visto llegar por el camino -dijo ella-. He salido a buscarle.
Elliott enarcó las cejas al escucharla.
– Me siento halagado -confesó-. Creo. ¿Ha pasado algo? Parece nerviosa.
– No ha pasado nada. -Sonrió… y pareció muchísimo más nerviosa-. Me preguntaba si podría hablar con usted en privado.
¿Para echarle otro sermón? ¿Para qué le enumerase sus faltas? ¿Para irritarlo todavía más? ¿Para empeorar su malhumor?
– Por supuesto.
La cogió del codo y la invitó a pasear, alejándola de la casa y de los establos. Tomaron el sendero que cruzaba el amplio prado en dirección al lago.
– Gracias -dijo ella.
Se percató de que llevaba un vestido azul claro con una capa a juego. Su bonete era de un azul más intenso. Era la primera vez que la veía con ropa que no fuera de luto. Estaba un poco más atractiva que de costumbre.
– ¿En qué puedo ayudarla, señora? -le preguntó con sequedad cuando se alejaron de los establos lo suficiente para que nadie los escuchara.
– En fin -dijo ella tras respirar hondo-, me preguntaba si querría casarse conmigo.
Menos mal que en ese momento ya le había soltado el codo, porque podría haberle roto unos cuantos huesos cuando apretó la mano sin querer. Sin embargo… ¿la había oído bien?
– ¿Casarme con usted? -preguntó con una voz que, por sorprendente que pareciera, sonaba muy normal.
– Sí -contestó ella. Parecía haberse quedado sin aliento, como si acabara de correr varios kilómetros sin detenerse-. Si no tiene inconveniente, por supuesto. Creo que su requisito más importante es casarse con alguien adecuado, y yo cumplo con dicho requisito. Soy la hermana de un conde y la viuda del hijo de un baronet. Y tengo entendido que también quiere casarse con una de nosotras para facilitar de esa manera nuestra entrada en la alta sociedad. Sé que cree que Meg es la mejor solución. Sé que no le caigo bien porque he discutido con usted en más de una ocasión. Pero le aseguro que no suelo discutir mucho. Todo lo contrario, suelo ser la que alegra a los demás. Y no me importa…
El discurso, que había pronunciado sin apenas tomar aire, quedó en suspenso y se hizo el silencio.
No, no había escuchado mal. Ni había malinterpretado sus palabras.
Se detuvo en seco y se volvió para mirarla. La señora Dew también se detuvo y enfrentó su mirada con los ojos desorbitados. Tenía las mejillas sonrojadas.
Y había razones de peso para que así fuera.
No se le ocurría ninguna otra persona que pudiera dejarlo sin palabras con tanta facilidad.
– Diga algo, por favor -le pidió ella cuando vio que el silencio se alargaba-. Sé que esto debe de ser una sorpresa para usted. No se lo esperaba. Pero piénselo bien. No puede estar enamorado de Meg, ¿verdad? Apenas la conoce. La ha elegido porque es la mayor, y porque es hermosa. Tampoco me conoce a mí, por supuesto, aunque pueda creer que sí. Pero la verdad es que a usted le da igual con cuál de nosotras se case, ¿no es cierto?
«Sé que esto debe de ser una sorpresa para usted», repitió Elliott en silencio. ¿Alguna vez había escuchado unas palabras más certeras? ¿Casarse con ella? ¿Con la señora Dew? ¿Estaría loca de atar?
La vio morderse el labio y sus ojos se le antojaron aún más grandes mientras esperaba su respuesta.
– Dejemos una cosa clara, señora Dew -dijo con el ceño fruncido-. ¿He interpretado su galante proposición correctamente? ¿Por casualidad se está ofreciendo usted como el cordero del sacrificio?
– ¡Por Dios! -Por un momento, Vanessa dejó de mirar al vizconde-. No, la verdad es que no. No sería ningún sacrificio. Creo que me gustaría estar casada de nuevo, y no tendría inconveniente en casarme por conveniencia, lo mismo que usted. Porque sería muy conveniente que nos casáramos, ¿no cree? Eso facilitaría mucho las cosas a Meg y a Kate, y también a Stephen. Y tal vez a su madre no le importe mucho que no se case con Meg, aunque yo no soy tan guapa, claro… De hecho, no soy nada guapa. Pero haré todo lo que esté en mi mano para ganarme su aprobación en cuanto se acostumbre a la idea.
– ¿Mi madre? -repitió él con un hilo de voz. -Ayer dejó muy claro que aprobaba a Meg como futura nuera -dijo la señora Dew-. No lo dijo abiertamente, por supuesto, porque eso le correspondía a usted. Pero lo entendimos a la perfección.
¡Maldición!
– Señora Dew… -Entrelazó las manos a la espalda y se inclinó un poco más hacia ella-, ¿por casualidad fue así como se casó con su difunto esposo?
Por un instante tuvo la sensación de quedar atrapado en esos ojos. Pero después ella entornó los párpados y ocultó su alma, de modo que él clavó la vista en la parte superior de su bonete.
– Bueno… -dijo ella-. La verdad es que sí. Verá, se estaba muriendo. Pero era muy joven y quería hacer muchas cosas en la vida, entre ellas, casarse conmigo. Me amaba. Me deseaba. Yo lo sabía. De modo que insistí en que nos casáramos aunque él no quería encadenarme, según sus propias palabras. -Volvió a abrir los ojos, a mirarlo a la cara-. Conseguí que su último año de vida fuera muy feliz. Y sé que lo que digo es cierto. Sé cómo hacer feliz a un hombre.
¡Por el amor de Dios! ¿Lo que sentía era una punzada de deseo sexual?, se preguntó el vizconde. ¡Imposible! Aunque no podía ser otra cosa, claro estaba.
Meneó la cabeza ligeramente y se apartó de ella para echar a andar hacia el lago. La señora Dew lo siguió.
– Lo siento. -Parecía desolada-. Me he expresado fatal, ¿verdad? Claro que tal vez no tuviera otra manera de hacerle esta proposición ni de explicar mis motivos.
– ¿Debo entender que la señorita Huxtable no se llevará una decepción si usted le arrebata el caramelo delante de las narices? -preguntó de forma desabrida.
– ¡No, en absoluto! -le aseguró-. Meg no quiere casarse con usted, pero me temo que lo hará si se lo pide, porque tiene un tremendo sentido del deber e insistirá en hacer lo que cree mejor para los demás, aunque no sea necesario que lo siga haciendo.
– Entiendo -repuso él mientras reprimía el impulso de ponerse a gritar de rabia… o tal vez de doblarse de la risa-. Y no quiere casarse conmigo porque…
Aminoró el paso y volvió la cabeza para mirarla una vez más. Empezaba a preguntarse si se despertaría en cualquier momento y descubriría que ese extraño encuentro solo había sido un sueño. Porque era imposible que fuera real.
– Porque está enamorada locamente de Crispin -explicó ella.
– ¿Crispin? -El nombre le resultaba conocido.
– Crispin Dew -aclaró ella-. El hermano mayor de Hedley. Se habría casado con él hace cuatro años, cuando se alistó en el ejército y se unió a su regimiento, pero no estaba dispuesta a dejarnos. Aunque entre ellos existe una especie de acuerdo.
– Si están comprometidos, ¿por qué teme que acepte mi proposición?
– Porque no lo están -contestó-, y Crispin lleva casi cuatro años sin aparecer por casa y sin comunicarse con Meg.
– ¿Se me está escapando algo? -preguntó tras un corto silencio. Habían llegado a la orilla del lago y se habían detenido. El sol brillaba. Sus rayos se reflejaban en el agua.
– Sí -contestó ella-. El corazón femenino. El de Meg está dolido, puede que incluso destrozado. Sabe que Crispin nunca volverá a por ella, pero mientras siga soltera, siempre hay esperanza. La esperanza es lo único que le queda. Preferiría que no le hiciera una proposición. Estoy segura de que lo aceptaría y sería una buena esposa, una esposa fiel, durante el resto de sus vidas. Pero jamás existiría ningún tipo de emoción en su matrimonio.
Se inclinó otra vez hacia ella.
– ¿Y podría haberla entre nosotros dos? -quiso saber.
No tenía claro si esa ridícula conversación lo estaba poniendo furioso o si le provocaba una extraña hilaridad. Sin embargo, mucho se temía que una cosa u otra acabaría haciendo acto de presencia en cualquier momento.
La vio ponerse colorada una vez más mientras lo miraba a los ojos.
– Sé cómo complacer a un hombre -afirmó ella con un hilo de voz antes de morderse el labio inferior.
De no ser por el rubor y por la expresión desorbitada de sus ojos, habría pensado que eran las palabras y los gestos de una coqueta redomada. ¡Por Dios! Seguramente fuera tan inocente como un bebé pese a su corto matrimonio con un moribundo. ¿De verdad creía lo que le estaba diciendo? ¿Acaso ignoraba que estaba jugando con fuego?
– ¿En la cama? -le preguntó de forma premeditada.
La vio humedecerse los labios, otro gesto provocativo que supuso que era inconsciente.
– Sí -respondió ella-. No soy virgen, si es eso lo que se estaba preguntando. Hedley era capaz de… Bueno, da igual. Sí, sabría cómo complacerlo en la cama. Y fuera de ella también. Sé cómo alegrar a las personas. Sé cómo hacerlas reír.
– ¿Y yo necesito que me alegren y me hagan reír? -preguntó con los ojos entrecerrados-. ¿Y será usted capaz de lograrlo aunque yo carezca de sentido del humor?
– ¡Vaya por Dios! -Apartó la mirada para clavarla en el lago-. Le dolió mi comentario, ¿verdad? A veces ese parece ser el peor de los insultos que se le puede dedicar a otra persona. La gente es capaz de admitir todo tipo de vicios y de faltas menos la carencia de sentido del humor. Pero yo no dije que usted careciera por completo de sentido del humor, ¿no? Me limité a señalar que nunca sonríe. Quería decir que se toma la vida demasiado en serio.
– La vida es un asunto serio -le recordó.
– No, no lo es. -Volvió a mirarlo a la cara-. No siempre, ni siquiera a menudo. Siempre hay algo por lo que maravillarse. Siempre hay algo por lo que alegrarse. Siempre hay algo de lo que reírse en casi todas las situaciones.
– Y sin embargo usted perdió a su marido de un modo muy cruel -fue su réplica-. ¿No le parece que eso es serio?
– No pasó ni un solo día durante el cual no nos alegráramos del mundo que nos rodeaba y de nuestra vida en común -explicó ella-. No pasó ni un solo día en el que no nos riéramos. Salvo el último. Pero incluso entonces él sonrió. Murió con una sonrisa en los labios.
¡Por Dios! A Elliott no le hacía falta escuchar esas cosas.
Esperaba con impaciencia despertarse y encontrarse todavía en su cama, a salvo, al amanecer, preparándose para presentar una proposición de matrimonio a la señorita Huxtable.
– Pero nos hemos desviado del tema -prosiguió ella-. ¿Se casará conmigo en vez de hacerlo con Meg?
– ¿Por qué casarme con una de las dos? -le preguntó-. ¿No preferiría ser libre si le aseguro que no le propondré matrimonio a su hermana?
La señora Dew volvió a mirarlo fijamente.
– ¡Vaya! Veo que no quiere casarse conmigo de ninguna de las maneras, ¿no es así?
Por supuesto que no quería casarse con ella. ¡Por el amor de Dios! Seguramente fuera la última mujer de la tierra con la que querría casarse. No tenía nada, absolutamente nada, a su favor.
Abrió la boca para darle la razón.
Sin embargo, sí que tenía algo a su favor. ¿Cómo lo había descrito su madre? «Lealtad y devoción.» Eran dos cosas, pues. Porque contaba con ambas; no hacia él, pero sí hacia su propia familia.
Algún comentario pronunciado por su madre el día anterior la había llevado a creer que él pensaba proponerle matrimonio a su hermana mayor, y la señorita Huxtable también se había dado cuenta. La señora Dew sabía que su hermana aceptaría su proposición aunque al hacerlo se le partiera su ya maltrecho corazón. De modo que había buscado a la desesperada un modo de evitar semejante desastre. Y se le había ocurrido ese plan, en vez de hacer lo más sencillo y directo: salir a su encuentro y explicarle la situación. Tal vez lo creía un bruto (¡o un arrogante de tomo y lomo!) que no atendía a razones. Fuera como fuese, había decidido ofrecerse como el sacrificio familiar. Y lo había hecho a pesar de que nunca había ocultado que no le caía bien y que desaprobaba su carácter.
Y en ese momento estaba a punto de humillarla, tal vez de la peor manera posible. Le había propuesto matrimonio y él estaba a punto de rechazarla, sin pelos en la lengua y de forma brutal.
Se lo tenía bien merecido, pensó al tiempo que la miraba con el ceño fruncido.
No obstante, cerró la boca.
– Ni siquiera soy guapa, ¿no es verdad? -continuó ella-. Y ya he estado casada. He sito una tonta al pensar que mi plan podría funcionar y que usted estaría dispuesto a aceptarme. Sin embargo, ¿promete no proponerle matrimonio a Meg? Ni a Kate. Necesita a un hombre distinto.
– ¿Alguien que sea más humano? -le preguntó. Volvió a entrecerrar los ojos.
Y ella cerró los suyos un momento.
– No lo he dicho con esa intención -le aclaró ella-. Solo me refería a que necesita a alguien más joven y… y…
– ¿Con sentido del humor? -sugirió.
En ese momento la señora Dew lo miró y le sonrió de forma inesperada con una expresión traviesa y alegre.
– ¿Sigue deseando despertarse y descubrir que aún es de noche? -le preguntó-. Porque yo sí. Jamás en la vida me había puesto tan en ridículo. Y ni siquiera puedo pedirle que olvide todo este asunto. Sería imposible olvidarlo.
Cierto, lo sería. La furia lo consumió de nuevo.
Se inclinó hacia ella y la besó en la boca.
Al ver que ella echaba la cabeza hacia atrás como un conejillo asustado, enarcó las cejas.
– Me gustaría constatar algo de lo que ya ha alardeado dos veces. Quiero saber si hay algo de verdad en sus palabras.
Ella lo miró sin comprender un instante.
– ¿Se refiere a mi afirmación de que sé cómo complacer a un hombre? -Sus ojos parecían enormes de nuevo y volvía a estar colorada.
– Sí-respondió Elliott en voz baja-. A eso.
– No estaba alardeando.
Al ver que él no se movía, ella levantó las manos enguantadas, se las colocó en las mejillas y frunció los labios exageradamente para besarlo con mucha dulzura en la boca.
Era el beso más lamentable que le había dado una mujer que no fuera ni su madre ni sus hermanas.
Sin embargo, lo que sentía era definitivamente una punzada de deseo sexual, concluyó cuando ella lo soltó, lo miró expectante a los ojos, y él notó la ya conocida sensación en la entrepierna. Muchísimo más que una punzada, a decir verdad.
¡Por el amor de Dios!
– Los sombreros y los guantes son un impedimento, ¿no cree? -comentó el vizconde, al tiempo que se quitaba el sombrero y los guantes, los arrojaba a la hierba y se desataba el bonete para tirarlo también al suelo.
La señora Dew se quitó los guantes mientras se mordía el labio inferior.
– Ahora ya puede hacerme una demostración menos cohibida.
La señora Dew volvió a colocarle las manos, que eran cálidas y suaves, en las mejillas y lo miró a los ojos hasta que lo besó.
Su boca seguía un tanto fruncida, pero en esa ocasión movió los labios sobre los suyos, entreabriéndolos ligeramente, lo bastante para que él pudiera detectar la humedad de su boca. Y le enterró los dedos en el pelo. Le besó la barbilla, las mejillas, los párpados cerrados, las sienes, muy suavemente, con ternura. Y después regresó a su boca para lamerle los labios con la punta de la lengua, que desplazó de comisura a comisura.
Sus cuerpos no se tocaron en ningún otro punto.
El permaneció inmóvil, con los brazos a los costados y los puños ligeramente cerrados.
Hasta que la demostración concluyó. La señora Dew se apartó de él y dejó caer los brazos a los costados.
– Debe tener en cuenta que Hedley carecía de experiencia cuando nos casamos -adujo-. Por supuesto, yo también. Y estuvo muy enfermo durante gran parte de nuestro matrimonio. Yo no… lo siento. Creo que, después de todo, estaba alardeando.
Elliott bajó la mirada, se agachó para recoger un guijarro plano y se volvió hacia el lago. Lanzó el guijarro, que rebotó varias veces sobre la superficie y dejó a su paso una estela de ondas concéntricas.
Acababa de comprender algo. Era demasiado tarde para rechazar su ridícula proposición con el desdén que se merecía. La había invitado a besarlo, y ella lo había hecho. Si bien no la había comprometido en el más estricto sentido de la palabra, sí que había jugado con su sensibilidad.
De modo que tendría que comportarse de forma honorable.
– Sí, solo era un farol -convino al tiempo que se volvía para mirarla, con un deje casi cruel-. Verá, señora Dew, yo sí tengo experiencia, y le exigiría a una esposa muchísimo más de lo que un hombre enfermo podría exigirle. Estoy seguro de que retiraría su proposición de matrimonio enseguida si yo le hiciera una demostración.
– No lo haría -le aseguró ella con mirada desafiante-. No soy una niña. Y no tiene motivos para estar enfadado. Le he hecho una propuesta muy sensata y es libre de rechazarla… aunque espero que no le pida matrimonio a Meg, después de todo. Haga su demostración y ya le diré yo si quiero o no retractarme. -Y resopló con fuerza por la nariz. Estaba enfadada.
Elliott extendió la mano y le desabrochó la capa a la altura del cuello. Echó la prenda hacia atrás, dejándola caer sobre la hierba junto con su bonete y sus guantes.
– El frío le durará poco -le prometió con voz desabrida mientras se desabrochaba el abrigo, aunque no se lo quitó.
La rodeó con los brazos, pasándole uno por encima de los hombros y otro por la cintura, y la pegó a él. La envolvió con su abrigo mientras desplazaba una mano hacia su trasero para pegarla todavía más.
– ¡Oh! -exclamó ella al tiempo que lo miraba a la cara, con los ojos como platos y una expresión sorprendida.
– Lo mismo digo.
Era muy delgada. Tenía muy pocas curvas, pero por extraño que pareciera le resultaba muy femenina.
Inclinó la cabeza y la besó en la boca. Se topó con esa especie de mueca, pero ni se inmutó. Separó los labios, presionó con la lengua e invadió su boca antes de que a ella se le ocurriera siquiera apretar los dientes.
Escuchó el gemido que brotó de su garganta.
Sin embargo, no había terminado con la demostración ni mucho menos. Exploró el interior de su boca, acariciando con la lengua las zonas que sabía que la excitarían mientras la aferraba con fuerza por la nuca para que no pudiera separarse de él.
Con la mano libre le desabrochó los botones de la espalda de su vestido hasta poder dejarle los hombros al descubierto. Acto seguido, le recorrió la espalda con las manos y fue acariciándola hasta llegar a sus pechos, pequeños, firmes y realzados por el corsé. Le acarició los pezones con el índice y el pulgar de cada mano hasta que se le endurecieron.
Le besó la barbilla y el cuello mientras seguía acariciándola hasta llegar a su trasero, y una vez allí volvió a pegarla a su cuerpo para poder frotarse contra ella.
Sin dejar de mover las caderas, la besó de nuevo en la boca, imitando la cópula con su lengua y logrando que ella le enterrara los dedos en el pelo con fuerza.
Su intención era la de hacerle una demostración en toda regla para poner en su sitio a una inocente muy impertinente que había jugado con fuego. Pero el episodio no había tenido el final esperado porque no esperaba excitarse. Y si no ponía fin enseguida a lo que estaba sucediendo, la tumbaría en la hierba, sin importarle ni el frío de febrero ni la humedad del suelo, y le demostraría otra cosa bien distinta.
Porque ella no estaba haciendo el menor esfuerzo para poner fin al abrazo, así de peligrosa era su inocencia.
¡Por el amor de Dios! ¡Era la señora Nessie Dew! Y no era ni de noche ni estaban viviendo un extraño sueño. Habían ido demasiado lejos.
Le colocó las manos en la cintura y levantó la cabeza.
Ella lo miró a la cara, con los ojos oscurecidos por la pasión y una mirada más intensa que de costumbre. Se dio cuenta de que definitivamente eran muy azules. Y su mejor rasgo, sin duda alguna.
– Siempre debería tener esa expresión -le aconsejó ella.
– ¿Cuál? -preguntó con el ceño fruncido.
– Esa expresión apasionada -contestó-. Tiene unas facciones muy marcadas. Que piden a gritos mucha pasión, no orgullo ni desdén como suele ser lo habitual.
– Ah, así que volvemos a lo mismo, ¿no? -replicó.
– Sigo sin querer retractarme -afirmó ella-. No me ha asustado. Solo es un hombre.
La vio agacharse para recoger sus prendas, tras lo cual se colocó la capa sobre los hombros. Se percató de que ella estaba temblando, aunque no tenía muy claro si se debía al frío.
– Pero sé que usted no desea casarse conmigo -prosiguió ella-. Cosa que no me sorprende. Debería haberme mirado en el espejo cuando se me ocurrió la idea. Claro que da igual. No creo que vaya a proponerle matrimonio a Meg, después de todo, y eso es lo único que importa.
Elliott la observó mientras se colocaba el bonete y se ataba las cintas por debajo de la barbilla, y luego se volvió hacia el lago.
– Ahora regresaré a la casa -la oyó decir-. Perdóneme si lo he ofendido. No lo he hecho porque Meg no lo soporte, sino porque está enamorada de Crispin. Estoy segura de que no le costará encontrar a una mujer más que dispuesta a casarse con usted durante la próxima temporada social en Londres.
Elliott enarcó las cejas y volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro. La señora Dew seguía allí de pie, poniéndose los guantes, ruborizada y con el pelo ligeramente alborotado por el beso.
De repente, se preguntó si estaría al tanto de un hecho muy importante sobre su persona.
– Aspiraba a ser una duquesa, ¿no es verdad? -le preguntó.
Ella lo miró sin comprender.
– Pues la verdad es que no -respondió-. Ni mucho menos. ¿Qué iba a hacer yo con un duque? Además, no conozco a ninguno.
– Conoce al heredero de un duque -le aseguró.
– ¿De verdad?
Siguió mirándola por encima del hombro hasta que su expresión le dijo que lo había entendido.
– Mi título de vizconde es de cortesía -le explicó-. Es el título menor de mi abuelo, que heredó mi padre y, a su muerte, lo heredé yo. Si sobrevivo a mi abuelo, me convertiré en el duque de Moreland.
La señora Dew entreabrió los labios, aunque no salió sonido alguno de su garganta. De pronto, se percató de que se había puesto muy blanca.
No, no lo sabía.
– ¿Por fin la he asustado? -quiso saber.
– Por supuesto que no -respondió ella tras observarlo en silencio unos instantes-. Sigue siendo solo un hombre. Pero me voy ya. -Y se volvió para marcharse.
– ¡Espere! -le dijo-. Si va a casarse por segunda vez en la vida, al menos debería contar con el recuerdo de una proposición matrimonial como Dios manda. Soy un hombre orgulloso, señora Dew, como me ha señalado en numerosas ocasiones. No soportaría casarme con una mujer después de que ella me hubiera propuesto matrimonio.
La vio volverse de nuevo, con expresión arrobada.
Puestos a hacerlo, mejor hacerlo bien, se dijo, aunque en el caso de la señorita Huxtable no habría llegado a esos extremos. Hincó una rodilla en el suelo y la miró a los ojos.
– Señora Dew, ¿me concede el honor de casarse conmigo? -le preguntó.
Ella lo miró un momento y después…
Y después el color, la vida y la expresión risueña regresaron a su rostro tan de golpe que por un instante se quedó obnubilado.
– ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué romántico! Pero ¿está seguro?
– Si no lo estuviera, ¿cree que me pondría en ridículo de esta manera? -le soltó, irritado-. Además, ¿no cree que en ese caso estaría temblando de miedo por si se le ocurriera aceptar mi proposición? ¿Le parece que estoy temblando?
– No -contestó ella-, pero sí me parece que se le va a mojar el pantalón. Anoche llovió. Levántese, por favor.
– No hasta que me haya dado una respuesta -insistió-. ¿Quiere casarse conmigo?
– Por supuesto que sí. ¿No he sido yo quien se lo ha propuesto? No se arrepentirá. Se lo prometo. Sé cómo…
– Hacer feliz a un hombre -la interrumpió al tiempo que se levantaba y se miraba con expresión burlona la mancha de humedad de la rodilla derecha-. ¿Y qué me dice de usted, señora Dew? ¿Cree que yo podré hacerla feliz?
– No veo por qué no -respondió-. No es muy difícil complacerme.
La vio ponerse colorada.
– Muy bien. -Se agachó para recoger sus propias prendas de la hierba-. Supongo que deberíamos regresar a la casa y comunicarles a todos las noticias.
– Sí.
La señora Dew volvió a sonreírle. Pero justo antes de que aceptara el brazo que él le tendía, parpadeó y apartó la mirada. Aunque Elliott alcanzó a ver algo en las profundidades de sus ojos que se parecía mucho al miedo.
No podía ser peor de lo que él sentía. ¿Qué demonios acababa de hacer?
Fuera lo que fuese, ya era irrevocable.
Se había comprometido con la señora Nessie Dew, por el amor de Dios.
Una mujer que le colmaba la paciencia cada vez que estaba en su compañía.
Una mujer cuyo nombre, Nessie, le provocaba escalofríos.
Una mujer que no encontraba nada agradable en su persona, aunque el sentimiento era mutuo.
Parecía un matrimonio acordado en el infierno.
Echó a andar junto a ella hacia la casa.