PRÓLOGO

Warren Hall, una mansión campestre emplazada en Hampshire que llevaba siglos siendo la casa solariega de los condes de Merton, estaba rodeada por una extensa propiedad cuidadosamente atendida. En uno de sus rincones se alzaba una pequeña capilla de uso casi exclusivo para las bodas, los bautizos y los funerales familiares, ya que las misas se celebraban en la iglesia del pueblo. Era un lugar precioso, sobre todo en primavera y en verano, cuando los árboles se cuajaban de hojas y flores, el suelo se cubría de hierba verde y las florecillas silvestres adornaban las cercas y los parterres que flanqueaban el camino de acceso a la capilla.

Sin embargo, corrían los primeros días de febrero, demasiado pronto para que asomaran las primeras campanillas blancas y las prímulas. Y para colmo, llovía. El viento gélido agitaba las ramas desnudas de los árboles bajo un cielo plomizo. Era de esos días en los que las personas sensatas preferían quedarse en casa a menos que tuvieran algún asunto urgente que atender.

El hombre que permanecía inmóvil en el cementerio parecía ajeno al frío, a la lluvia y a la tentación que representaba quedarse en casa. Y tampoco estaba admirando el paisaje. Tenía el sombrero de copa en una mano, y la lluvia le aplastaba el pelo, oscuro y más largo de la cuenta, sobre la cabeza y la frente. El agua resbalaba por su cara y por su cuello antes de que la absorbiera la tela de su gabán negro. De hecho, todo en él era negro, salvo su rostro, aunque su tez era morena, detalle poco habitual en un inglés.

Dado el lugar donde se encontraba, su apariencia resultaba un tanto siniestra.

Era un hombre joven, alto, de piernas y brazos largos, y de complexión atlética. Sus rasgos eran demasiados toscos para calificarlo de apuesto. Tenía la cara alargada, los pómulos afilados, los ojos muy oscuros y la nariz un poco torcida a consecuencia de una fractura que debió de sufrir en algún momento de su vida. Mostraba una expresión severa y hosca. En la mano libre llevaba una fusta con la que se golpeaba repetidamente el muslo.

Si alguna persona que no lo conociera hubiera pasado por allí, habría dado un rodeo para no acercarse a él.

Pero no había nadie, salvo su caballo, que pastaba suelto en las cercanías, al parecer tan ajeno al frío y a la lluvia como su dueño.

El individuo se encontraba a los pies de una tumba, la tumba más nueva del cementerio, aunque el viento y las heladas invernales habían oscurecido la tierra, otorgándole un aspecto apenas diferente a las restantes. La lápida gris sí conservaba su aspecto, y parecía recién colocada.

Los ojos del hombre estaban clavados en la segunda línea de la lápida: «Muerto a los dieciséis años». Y debajo: «Descanse en paz».

– Ha encontrado al hombre que estaba buscando, Jon -dijo en voz baja, dirigiéndose a la lápida-. Y lo más extraño de todo es que la noticia te habría encantado, ¿verdad? Te habrías alegrado y emocionado muchísimo. Habrías exigido conocerlo, habrías deseado hacerte su amigo y quererlo. Pero nadie pensó en buscarlo hasta después de tu muerte.

La lápida no le ofreció ninguna réplica, y sus labios esbozaron un gesto más parecido a una mueca que a una sonrisa.

– Porque tú querías a todo el mundo -continuó-. Hasta a mí. Sobre todo a mí.

Siguió contemplando con gesto meditabundo el suave montículo de tierra que se alzaba a los pies de la lápida mientras recordaba a su hermano, enterrado a dos metros bajo tierra.

Habían celebrado el decimosexto cumpleaños de Jon, los dos, con los platos preferidos de su hermano, que incluían hojaldres rellenos con natillas y tartaletas de fruta, y con sus juegos de cartas preferidos, y después habían jugado animosamente al escondite durante dos horas hasta que Jon estuvo exhausto y muerto de la risa, detalle que facilitaba la tarea de encontrarlo cuando le tocaba esconderse. Una hora más tarde estaba acostado y sonriéndole a su hermano mientras este apagaba la vela antes de retirarse a su dormitorio.

– Gracias por una fiesta de cumpleaños divertidísima, Con -le había dicho con su nueva voz, mucho más ronca que la de antes, y que resultaba incongruente por el uso infantil que hacía de las palabras y las expresiones-. Ha sido la mejor de la mejor de la historia del mundo.

Todos los años decía lo mismo.

– Te quiero, Con -dijo mientras su hermano se inclinaba para apagar la vela-. Te quiero más a que a nadie en el mundo. Te quiero mucho, mucho, muchísimo. Amén. -Se echó a reír después de pronunciar la consabida coletilla-. ¿Podemos jugar mañana?

Sin embargo, cuando su hermano volvió por la mañana para mofarse porque se le habían pegado las sábanas a sus flamantes dieciséis años, descubrió a Jon frío. Llevaba muerto varias horas.

Fue un golpe demoledor. Pero no una sorpresa.

Los niños como Jon, según le advirtió el médico a su padre después de su nacimiento, no solían vivir más de doce años. El niño tenía una cabeza más grande de lo normal y sus rasgos parecían estar aplastados, lo que le otorgaba un aspecto mongólico. Siempre había sido regordete y desmañado. Le había costado mucho aprender los conceptos básicos que los niños normalmente adquirían sin dificultad durante sus primeros años de vida. Siempre fue lento de entendederas, pero no imbécil, ni mucho menos.

Como era de esperar, casi todo aquel que lo veía lo tildaba de idiota, incluso su padre.

Tal vez solo hubiera una cosa en la que Jon había destacado, y en eso había destacado por encima del resto del mundo: en su capacidad para amar. Porque Jon amaba a todos de forma incondicional.

Mucho, mucho, muchísimo.

Amén.

Y había muerto.

Y Con tendría que hacer de tripas corazón y marcharse de casa… por fin. Se había marchado muchas veces, claro estaba, si bien sus ausencias nunca habían sido muy prolongadas. Algo lo instaba a regresar siempre, sobre todo porque no confiaba en que le prestasen a Jon el tiempo y la paciencia necesarios para que fuera feliz, aunque en realidad lograrlo era lo más fácil del mundo. Además, Jon se ponía muy triste y nervioso si estaba fuera más de la cuenta, y volvía loca a la servidumbre con sus incesantes preguntas sobre la fecha de su regreso.

Pero la primavera se acercaba y ya no había nada que lo retuviera en Warren Hall.

En esa ocasión se marcharía para siempre.

¿Por qué había prolongado tanto su estancia? ¿Por qué no se había marchado al día siguiente del entierro? ¿Por qué había ido al cementerio todos los días desde entonces? Su hermano estaba muerto y no lo necesitaba.

¿Sería él quien necesitaba a Jon?

Su sonrisa, o su mueca, se tornó más irónica.

No necesitaba nada ni tampoco necesitaba a nadie. Había pasado toda la vida cultivando ese desapego. Su instinto de supervivencia se lo había exigido. Había vivido en Warren Hall casi toda su vida. Sus padres, que lo habían educado en la casa solariega como el primogénito que era, también yacían en sus tumbas al lado de la de Jon No las miró siquiera. Tampoco miró las demás, las de sus numerosos hermanos que no habían logrado sobrevivir a la infancia. Solo él, el primogénito, y Jon, el benjamín. Una extraña ironía. Los dos indeseables habían sobrevivido.

Pero Jon también se había ido.

Otro ocuparía su lugar en breve.

– ¿Estarás bien sin mí, Jon? -murmuró.

Se inclinó y colocó sobre la lápida la mano con la que sujetaba la fusta. La piedra estaba fría y húmeda, su tacto era duro e implacable.

Oyó que se acercaba otro caballo y el suyo relinchó a modo de saludo. Apretó la mandíbula. Debía de ser él. Ni siquiera en el cementerio lo dejaba tranquilo. No se volvió. No reconocería su presencia.

Sin embargo, fue otra voz la que lo saludó.

– ¡Aquí estás, Con! -exclamó el recién llegado con voz alegre-. Debí haberlo supuesto. Te he estado buscando por todos lados. ¿Molesto?

– No. -Con se enderezó y se volvió para mirar a Phillip Grainger, su vecino y amigo-. He venido para compartir las buenas noticias con Jon La búsqueda ha sido fructífera.

– ¡Ah! -Phillip no preguntó a qué búsqueda se refería. Se inclinó para darle unas palmaditas en el cuello a su montura a fin de tranquilizarla-. Bueno, supongo que era inevitable. Pero hace un día espantoso para que estés aquí en el cementerio. Vamos a Las Tres Plumas, te invito a una pinta de cerveza. O a dos. O a veinte. Eso sí, la vigésima primera la pagas tú.

– Una invitación imposible de rechazar. -Con se colocó el sombrero y silbó para que se acercara su caballo, que acudió al trote.

– ¿Te vas, entonces? -le preguntó Phillip.

– Ya me han dado el aviso para que lo haga -respondió Con, mostrando una sonrisa feroz-. Tengo que marcharme antes de que acabe la semana.

– ¡Caray! -Su amigo hizo una mueca.

– En fin… -repuso Con-, no pienso darle la satisfacción. Me iré cuando lo estime conveniente.

Se quedaría desoyendo a su propia voluntad y también desoyendo una orden con tal de fastidiar. Llevaba un año fastidiando a ciertas personas con bastante éxito.

De hecho, llevaba toda su vida haciéndolo. Porque era la forma más rápida de lograr la atención de su padre. Un motivo muy inmaduro si se paraba a analizarlo.

Phillip rió entre dientes.

– ¡La madre que te…! -Exclamó su amigo, que no completó la frase-. Voy a echarte de menos. Aunque esta mañana me habría encantado no tener que buscarte por todo el campo después de que me dijeran que no estabas en casa.

Mientras cabalgaban, Con volvió la cabeza por última vez para mirar la tumba de su hermano.

Por absurdo que pareciera, se preguntó si Jon se sentiría solo cuando se marchara.

Y si él mismo también se sentiría solo.

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