CAPÍTULO 19

Todo salió a las mil maravillas durante la presentación de Vanessa en la corte. No llamó la atención indebida de nadie. Hizo una reverencia perfecta sin perder el equilibrio y sin desaparecer por completo, tragada por el miriñaque. Y retrocedió para alejarse de la reina sin tropezarse ni una sola vez con la cola.

Realizó todo el proceso sin dejar de mirar a la reina, conteniéndose para no pellizcarse y comprobar de esa forma que era real y no un sueño. Estaba en la misma habitación que la reina de Inglaterra. La reina la miró a la cara cuando fue presentada y le dirigió unas cuantas palabras, aunque no recordaba lo que le dijo exactamente.

Fue un alivio que todo acabara. Aunque la experiencia perduraría para siempre en su memoria.

Mientras tanto Stephen había sido presentado al príncipe de Gales, quien charló con él unos minutos. Claro que eso no tenía nada de excepcional. Al fin y al cabo, Stephen era el conde de Merton. Pero todavía le costaba trabajo asimilarlo.

¿Cómo podían haber cambiado tanto sus vidas en tan poco tiempo?

Vanessa se repetía esa pregunta una y otra vez mientras se preparaba para el baile de esa noche, un baile de la alta sociedad durante la temporada londinense. El salón de baile de Moreland House estaba decorado con innumerables flores rosadas y blancas, y con plantas de hojas verdes a fin de otorgarle la apariencia de un jardín. Las arañas que pendían del techo, con sus bóvedas pintadas de dorado, relucían con sus velas nuevas. El ambiente se había ido llenando de suculentos aromas a lo largo del día, mientras se preparaba el banquete. La orquesta, formada por músicos profesionales, ocupaba su lugar en el estrado cuando ella bajó la escalera del salón de baile después de la cena, para reunirse con Elliott, con su suegra y con Cecily a fin de recibir a los invitados.

Sus hermanos habían cenado con ellos. Margaret y Katherine ya estaban en el salón de baile. Margaret llevaba un vestido verde esmeralda y Katherine iba ataviada con un delicado vestido de muselina blanca con florecillas azules bordadas. Su aspecto era muy diferente al habitual: estaban mucho más elegantes, más refinadas y más… espléndidas.

– Ojalá hubiera una palabra más poderosa que «guapa» -deseó mientras miraba a sus hermanas con afecto-. Porque así la usaría para describiros a las dos.

– ¡Ay, Nessie! -Exclamó Katherine-. ¿No echas a veces de menos Rundle Parle como yo echo de menos a los niños a los que daba clase? Creo que esto es lo más aterrador, y también lo más emocionante, que he hecho en toda mi vida.

Vanessa soltó una carcajada. Sí, a veces echaba de menos su hogar, aunque ya no tenía claro dónde estaba. ¿En la casita de Throckbridge? ¿En Rundle Park? ¿En Warren Hall? ¿En Finchley Park? ¿En la residencia de la viuda? Tal vez el hogar no fuese un lugar concreto, sino que se encontraba allí donde uno estuviera a gusto. Tal vez su hogar se encontrara a esas alturas al lado de Elliott, estuvieran donde estuviesen.

¡Oh, vaya, debía de estar muy enamorada!

– Me alegro muchísimo por ti, Nessie -dijo Meg-. Todo esto es tuyo, y además disfrutas de un buen matrimonio. Porque las cosas van bien, ¿verdad? -Y la miró como si le suplicase que la respuesta fuera afirmativa.

– Muy bien -contestó con una sonrisa, con la esperanza de estar diciéndole la verdad.

Sin duda alguna su relación con Elliott sufriría otros muchos altibajos, pero estaba convencida de que lo peor había pasado. La posibilidad de ser feliz o al menos de estar contenta con la situación estaba al alcance de su mano.

No hubo más tiempo para pensar ni para charlar. Comenzaban a llegar los primeros invitados y Vanessa tuvo que reunirse a toda prisa con Elliott para recibirlos.

Durante la siguiente media hora estuvo sonriendo y saludando a lo que le parecía una interminable cola de invitados, la mayoría de los cuales no conocía de nada. Eran la flor y nata de la alta sociedad. Intentó con desesperación asociar las caras con los nombres y recordarlos todos, aunque mucho se temía que fuera un imposible.

– Ya verás como los recuerdas todos enseguida -la tranquilizó Elliott, y se inclinó un poco hacia ella durante una breve pausa entre la afluencia de invitados-. Te encontrarás con las mismas personas en todos los eventos a los que asistas en las próximas semanas.

Vanessa le dio las gracias con una sonrisa. Era evidente que no esperaba lo imposible de ella. Elliott estaba guapísimo vestido de blanco y negro una vez más. Así se lo habría dicho cuando se presentó en su vestidor para acompañarla a la cena, pero él se le adelantó. Le había dicho que estaba preciosa de rosa. Así tal cual, «preciosa».

Claro que no le creía; ni siquiera era guapa. Pero le había gustado mucho escuchar esas palabras. Comenzaba a sentirse ambas cosas en presencia de Elliott: guapa y preciosa.

Si le hubiera dicho en ese momento que estaba guapísimo, habría parecido que se sentía obligada a devolverle el cumplido.

– Ojalá pudiera bailar contigo la primera pieza, Vanessa, pero tengo que hacerlo con Cecily -le dijo Elliott.

– Claro que tienes que bailar con ella -repuso-. Es su presentación, no la mía. Ya lo hemos hablado. Puedo esperar hasta después.

Sin embargo, aquello habría sido maravilloso… Elliott y ella habían bailado juntos la primera pieza del baile de San Valentín.

– Ven -la instó Elliott cuando por fin llegaron todos los invitados-, voy a presentarles a tus hermanas a lord Bretby y a su hermano.

– ¿Y después les preguntarás a Meg y a Kate si tienen reservada la primera pieza mientras te escuchan ambos caballeros? -le preguntó.

Elliott la miró con expresión desconcertada un momento, pero no tardó en comprender lo que le decía e incluso se lo tomó con cierto humor.

– Vaya, recuerdo a sir Humphrey Dew en cierto baile celebrado en Throckbridge.

– En aquel momento deseé que me tragara la tierra -comentó ella.

– ¡Por Dios! ¿Tan mala pareja de baile parecía? Vanessa soltó una carcajada y aceptó el brazo que él le ofrecía.

Lord Bretby y el señor Ames no necesitaron ninguna indirecta. Lord Bretby invitó a Meg a bailar la primera pieza y el señor Ames hizo lo propio con Kate.

Había sido sencillísimo, pensó. Sus hermanas ya estaban introducidas en la alta sociedad, y solo había hecho falta que se casara con Elliott.

Stephen también asistía al baile. Todo el mundo había llegado a la conclusión de que era muy normal que asistiera a un baile en casa de su cuñado pese a su corta edad. Estaba guapísimo y rodeado por un aura muy intensa, pensó Vanessa mientras se acercaba a él del brazo de Elliott. Se había convertido en el centro de atención de muchas miradas. Un buen número de jovencitas lo observaba con considerable interés.

Sin embargo, tal vez hubieran abandonado el comité de bienvenida demasiado pronto, ya que en ese momento se percató de la llegada de otra pareja.

– ¡Qué alegría! -exclamó Stephen cuando ella se volvió para mirar-. Ahí está el primo Constantine. Y viene acompañado por la señora Bromley Hayes.

Vanessa notó que Elliott contenía el aliento y lo miró a la cara. Tenía los ojos clavados en la entrada. Rebosantes de ira. Y tenía los dientes apretados.

– Bueno, tú sabías que iba a venir, Elliott -le dijo al tiempo que le sujetaba el brazo con más fuerza-. Cecily quería que asistiera. Ha sido invitado.

– Pero ella no -apostilló Elliott con sequedad.

La señora Bromley Hayes llevaba un deslumbrante vestido dorado tan diáfano que se amoldaba a sus curvas y parecía casi transparente. Tenía un escote muy revelador… tal como dictaba la moda, por supuesto. Tal vez fuera la generosidad de su busto lo que hacía que su escote pareciera mucho más llamativo que el del resto de las damas presentes. Su lustroso pelo rubio estaba recogido en un sencillo moño, sin adornos. No le hacían falta.

Contuvo un suspiro al verla. ¿Cómo había podido sentirse preciosa vestida de rosa?

– Debemos ir a saludarlos -le dijo a Elliott, dándole un pequeño tirón para que echase a andar hacia la puerta. Esbozó una radiante sonrisa de bienvenida. Constantine era su primo y le caía bien, pese a las advertencias de su marido.

– ¡Hola, primos! -los saludó Constantine con una reverencia muy formal-. Siento haber llegado tarde. Me ha costado bastante convencer a Anna de que sería bienvenida aunque, por algún motivo, no haya recibido la invitación.

– Por supuesto que es bienvenida -le aseguró ella, y extendió una mano hacia la dama. La señora Bromley Hayes tenía unos preciosos ojos verdosos, y sospechaba que utilizaba cosméticos para intensificar el negro de sus pestañas-. Pase y diviértase. El baile está a punto de comenzar. Elliott va a bailar la primera pieza con Cecily, dado que es su presentación. Yo iba a pedirle a Stephen que…

Sin embargo, Constantine levantó una mano con la palma hacia arriba.

– Vanessa, te ruego que no bailes con tu hermano. Baila conmigo.

Miró a la señora Bromley Hayes y a su primo con sorpresa, pero la dama no parecía molesta. Al contrario, estaba mirando a Elliott con una sonrisa.

– Gracias, Constantine -dijo Vanessa-. Será un placer. Pero ¿vas a sentirte obligado a pasarte media velada bailando con todas tus primas? Pobrecillo. Sé que le has prometido un baile a Cecily y también a Kate, y no creo que vayan a permitir que lo olvides.

– Y también está Margaret -le recordó su primo-. Soy el hombre más afortunado de todo el salón de baile, porque no necesito que me presenten a ninguna de las damas más encantadoras. ¿Te ha hecho Elliott algún cumplido? Porque estás estupenda.

– Lo ha hecho -respondió-. Me ha dicho que estoy preciosa de rosa.

Soltó una carcajada, fruto del buen humor y de la vergüenza por haber dicho algo semejante delante de una mujer que no necesitaba cumplidos sobre su apariencia.

– Y me gusta cómo llevas el pelo -dijo Constantine.

– Disculpadme -los interrumpió Elliott con brusquedad-. Debo marcharme en busca de Cecily para que dé comienzo el baile.

Vanessa volvió la cabeza para sonreírle, pero su esposo ya se había ido.

La señora Bromley Hayes se alejó en ese momento en dirección a un grupo cercano.

– Mi suegra ha tenido un olvido imperdonable al no invitarla -le dijo a Constantine mientras se dirigían a la pista de baile-. Me aseguró que había invitado a todo el mundo.

– Tal vez no haya sido lo que se dice un olvido -comentó Constantine-. Aunque Anna es una viuda muy respetable, también tiene la reputación de ser demasiado… amistosa con ciertos caballeros de vez en cuando.

En un primer momento no entendió lo que Con quería decirle, pero cuando lo hizo se sintió muy incómoda.

– ¡Oh! -exclamó.

«Demasiado amistosa.» ¿Eso quería decir que tenía amantes? Una razón de peso para que las damas más estrictas, como la vizcondesa viuda, se olvidaran de enviarle invitaciones.

¿Era consciente Elliott de su reputación? Claro que debía de serlo. ¿Por eso se había enfadado? Al fin y al cabo, ese baile se celebraba en honor a su hermana pequeña, que solo tenía dieciocho años.

– Pues entonces has sido un poco malo al convencerla de que te acompañara, Constantine. Tal vez deberías disculparte con mi suegra.

– Tal vez debería hacerlo -convino él con expresión risueña.

– Pero no lo harás -concluyó. -Pero no lo haré.

Ladeó la cabeza y lo miró fijamente. Constantine seguía sonriendo, aunque con ese gesto un tanto desdeñoso del que ya se había percatado en otras ocasiones. Y también con un brillo acerado en los ojos, si bien de eso no se había dado cuenta antes. Sospechaba que Constantine Huxtable era un hombre muy complejo al que no conocía en absoluto y al que nunca llegaría a conocer. Sin embargo, era su primo y nunca había sido desagradable ni con sus hermanos ni con ella.

– ¿Por qué os odiáis tanto Elliott y tú? -le preguntó con la esperanza de que Constantine sí se lo dijera.

– No lo odio -contestó él-. Pero resulta que lo ofendí en vida de Jon. Yo solía animar a mi hermano a gastarle bromas, sin darme cuenta de que Elliott se lo tomaría todo muy en serio. Antes de que mi tío muriera y le dejara tantas responsabilidades, tu esposo tenía sentido del humor. Solía ser el instigador de un sinfín de travesuras. Pero en algún punto del camino perdió la habilidad de reírse de sí mismo… y de cualquier otra cosa, ya que estamos. Tal vez tú lo ayudes a recuperar su sentido del humor. No lo odio.

Su respuesta parecía muy razonable. Sin embargo, mientras lo observaba ocupar su puesto en la fila de los caballeros una vez que ella se colocó en la de las damas, fue incapaz de desprenderse de la sensación de que debía de haber algo más. Elliott era un hombre taciturno, quisquilloso y malhumorado. Ella misma lo había acusado de no tener sentido del humor. Pero era imposible que odiara a Constantine con tanta intensidad solo porque hubiera animado a Jonathan a gastarle bromas y a dejarlo en ridículo.

En ese momento comenzó la música y se dejó llevar por la alegría indescriptible de bailar en un evento de la alta sociedad. Miró a su alrededor y sonrió a los invitados, recreándose con los arreglos florales y respirando su aroma.

Sus ojos se encontraron con los de Elliott, que encabezaba la fila de caballeros, y tuvo la sensación de que la miraba con la intensidad de… En fin, no del amor. Pero sí de algo… ¿De afecto tal vez? Le lanzó una sonrisa deslumbrante.

Ah, sí, pensó, las cosas parecían ir bien en su matrimonio.

Era feliz.

Elliott estaba tan furioso que le sorprendía no haber perdido el control.

Su primer impulso fue el de pedirle a Anna que se fuera… y que se llevara a Con. De exigírselo más bien. De hacer que los echasen. De echarlos él mismo.

Sin embargo, ¿cómo hacer algo así sin crear un sonoro escándalo? La pareja había programado muy bien su entrada: habían llegado tarde, pero no demasiado. Sabían que no harían una escena delante de tanta gente y en su propio hogar.

No obstante, un buen número de los presentes debía de estar al tanto de todo. ¡Incluida su madre!

Ningún caballero que se preciara de serlo invitaría a su amante, aunque hubiera dejado de serlo, a su propia casa. Sobre todo en presencia de su esposa, ¡por el amor de Dios!, de su madre y de sus hermanas.

Por supuesto Con también lo sabía… y la había llevado. Tenía tanta culpa como ella. Seguramente más. Era justo la clase de idea disparatada típica de su primo.

Intentó prestarle toda su atención a Cecily durante el primer baile. Su hermana tenía los ojos brillantes, estaba nerviosa y no dejaba de parlotear. Al fin y al cabo, esa era una de las noches más importantes de toda su vida. Una vez finalizada esa primera pieza, Cecily bailaría con una sucesión de buenos partidos, todos seleccionados con sumo cuidado por su madre. Uno de ellos sería su futuro esposo.

Sin embargo, le costaba mucho mantener la concentración. ¿Qué le estaría diciendo Con a Vanessa? No parecían estar hablando mucho. Su primo sonreía a su esposa, que sin lugar a dudas estaba resplandeciente… igual que en el baile de Throckbridge. Eso quería decir que no le había dicho nada que pudiera molestarla.

Anna no estaba bailando. Se encontraba junto a la pista de baile, con un grupo de personas, pero no participaba de la conversación. Se estaba abanicando con gesto lánguido y una media sonrisa mientras lo observaba bailar. Ni siquiera intentaba disimular lo que estaba haciendo.

Llevaba el vestido que él le había regalado el año anterior, y era tan atrevido que rayaba en la vulgaridad; en su momento le había dicho que ella era la única mujer con la figura adecuada para hacerle justicia. Anna siempre se lo había puesto en privado, solo para sus ojos, cuando cenaban juntos o pasaban la velada en su dormitorio.

Llegó a la conclusión de que debía evitar su compañía durante toda la noche y esperar que el asunto se zanjara de esa forma. Intentaría asegurarse de que Vanessa también la evitaba.

¡Por el amor de Dios! Menudo interés debían de haber suscitado entre los invitados, que sin duda se pasarían el resto de la noche observándolos con avidez, esperando y, en el caso de los malpensados, deseando que sucediera algo.

No obstante, evitar a Anna no iba a ser tarea fácil. En cuanto terminó su baile con Cecily, Con se acercó para reclamar la segunda pieza. Vanessa estaba con sus hermanos, presentándoselos a la señorita Flaxley, a lord Beatón y a sir Wesley Hidcote. Lord Trentam, el marido de Jessica, se inclinó hacia Vanessa para decirle algo al oído y ella le sonrió y le colocó la mano en el brazo. Al parecer, la había invitado a bailar la siguiente pieza.

En ese instante Anna apareció a su lado antes de que pudiera evitarla. Seguía abanicándose con gesto lánguido y aún esbozaba la media sonrisa. No le quedó más remedio que hacerle una reverencia y escuchar lo que tuviera que decirle.

– Elliott, supongo que estarás muy ofendido -dijo Anna con esa voz ronca y musical.

Sus palabras hicieron que enarcara las cejas.

– Creo que uno de mis escarpines te golpeó en el hombro -prosiguió ella-. Cuando te lo tiré, se me olvidó que eran los de tacón fino. ¿Te hice daño?

– Por supuesto que no -contestó.

– Tengo mucho temperamento -confesó Anna-. Pero tú lo sabías desde el principio. Lo mismo que sabes que se enfría tan rápido como se calienta. Deberías haber vuelto al rato. Te estaba esperando.

– ¿En serio? -preguntó. Tal vez se le hubiera olvidado que su temperamento se había enfriado incluso antes de que él se marchara.

– Por supuesto que sí.

– Estaba ocupado -repuso-. He estado ocupado desde entonces.

– ¿Ocupado? Pobre Elliott -dijo ella-. ¿Cumpliendo con tu deber? Debe de ser una tarea muy pesada.

El vizconde enarcó las cejas de nuevo.

– No creo que te reporte mucho placer -apostilló Anna con una de esas carcajadas roncas que siempre lo habían excitado.

– ¿Eso crees? -le preguntó.

– El placer y el deber nunca se han llevado bien, razón por la que el matrimonio entre nosotros nunca habría funcionado -afirmó ella-. Has sido muy listo al darte cuenta de eso antes que yo. ¿Cuándo irás a verme?

El había dado su relación por terminada. Aunque no se lo había dicho de forma explícita… tal vez. Se habían peleado en otras ocasiones y siempre habían acabado haciendo las paces.

– Soy un hombre casado, Anna -le recordó.

– Sí, pobrecillo. -Lo miró por encima del abanico-. Pero no todo está perdido. He venido para ofrecerte consuelo, en son de paz. Mañana por la tarde podría estar desocupada si es necesario. ¿Lo es?

– No me has entendido -dijo, muy consciente de que esa conversación se estaba alargando demasiado y de que ya había atraído la atención y había despertado la curiosidad de muchos-. Quiero decir que soy un hombre casado, Anna.

Ella lo miró y comenzó a mover el abanico con más fuerza.

– ¡No hablas en serio! -exclamó-. Elliott, ¡es horrorosa! ¡Es un esperpento!

– Es mi esposa -señaló con firmeza-. Buenas noches, Anna. Tengo asuntos que atender.

Se marchó hacia la sala de juegos, pero cambió de dirección en el último momento y se fue a la biblioteca. Necesitaba un poco de tiempo a solas antes de regresar con sus invitados.

Supuso que debería haberse explicado con más claridad durante su última visita a Anna. Habían estado juntos dos años. Se merecía algo más de su parte. Se merecía que terminase su relación cara a cara.

Con, en cambio… Con lo había hecho de forma premeditada. Tal vez no habría sido tan grave si el único motivo de su primo fuera irritarlo. Pero no era justo que corriera el riesgo de involucrar a Vanessa. Ni que insultara a su propia tía ni a sus primos al llevar un asunto tan sórdido a su casa.

Anna ya no estaba en el salón de baile cuando regresó unos diez o quince minutos después. Se había ido sin bailar ni una sola pieza.

Esperaba que después de esa noche todo hubiera acabado entre ellos.

Sin embargo, tal vez debería hacerle una visita formal al cabo de unos días. Anna no había hecho nada que mereciera un trato cruel, salvo quizá el asunto de los escarpines y su aparición de esa noche.


Vanessa estaba disfrutando de lo lindo. Había bailado todas las piezas, cosa muy gratificante teniendo en cuenta que era una mujer casada y que estaba rodeada por muchas damas que eran más jóvenes o más guapas que ella.

Aunque lo más importante era que Meg y Kate también habían bailado todas las piezas. Al igual que Stephen. Y Cecily, por supuesto (una de ellas con Stephen), claro que no era de extrañar. Su cuñada era joven y encantadora, y ese era su baile de presentación. También había sido educada para esa vida. Había atraído muchas miradas masculinas, y estaba rodeada por una corte de admiradores, como si ese fuera su destino.

Había llegado el momento de que la orquesta interpretara uno de los dos valses previstos. La vizcondesa viuda había decidido incluirlos en el programa a pesar de que Cecily no tenía permiso para bailarlos, ya que las jovencitas necesitaban la aprobación de las damas del comité organizador de Almack's para poder bailar un vals en público. Se decidió de antemano que Kate tampoco lo bailaría, aunque sería muy normal que Meg, dada su edad, bailara el vals si lo deseaba… y si alguien se lo pedía. Al igual que pasaba con ella, por supuesto.

Cecily y Vanessa les habían enseñado los pasos a Meg, a Kate y a Stephen, aunque tal vez fuera más acertado decir que Cecily le había enseñado a Stephen mientras que ella se había concentrado en sus hermanas.

Meg iba a bailar el vals con el marqués de Allingham ni más ni menos. Era muy gratificante, aunque Meg le sacaba media cabeza al caballero. Cecily y Kate formaban parte de un animado grupo de gente muy joven que se entretendría por sus propios medios mientras los adultos bailaban.

Vanessa esperaba que alguien la invitase a bailar. Aunque lo que de verdad deseaba era que…

– Milady, ¿llego a tiempo de lograr el honor de que baile este vals conmigo?

Ella volvió la cabeza y esbozó una sonrisa radiante, más feliz de lo que había estado en todo el día.

– Llega usted a tiempo, milord -respondió-. Será un placer bailar el vals con usted. -Le colocó la mano en el brazo-. ¡Ay, Elliott! ¿No te parece que es la noche más maravillosa del mundo?

– Es muy posible, si me permites que recapacite un poco, que recuerde alguna que otra noche igual de maravillosa. Pero no más -contestó el vizconde mientras la conducía a la pista de baile.

– Siempre dices lo mismo. -Soltó una carcajada-. Hace poco que he aprendido los pasos. Espero no pisarme el vestido. O peor aún, pisarte a ti.

– Ya sabemos que pesas una tonelada -repuso Elliott-. Si me pisas, estaré condenado a vagar por la vida con los pies aplastados.

– Media tonelada -lo corrigió-. No debes exagerar.

– Aunque si en algún momento me pisaras, me tendría por un patán y me vería obligado a regresar a casa para pegarme un tiro.

– Ya estás en casa -le recordó.

– ¡Ah!-exclamó él-. Es cierto. Bueno, entonces estoy salvado.

Una de las sorpresas más alegres de su matrimonio había sido el descubrimiento de que podía decirle tonterías a Elliott y de que él le seguiría el juego.

– ¿Sigues enfadado porque Constantine ha venido acompañado de la señora Bromley Hayes? -le preguntó-. Me ha explicado lo de su reputación, un detalle que tú ya conocías, por supuesto. Pero me ha alegrado ver que hablabas con ella, Elliott. Has sido muy amable. Se ha marchado muy pronto. Espero que no se sintiera excluida.

– No hablemos más de esa mujer ni de Con, ¿te parece? -sugirió él-. Disfrutemos del vals.

– Espero disfrutar -dijo-. No quiero…

Sin embargo, en ese momento Elliott se inclinó hacia ella para colocarle una mano en la cintura y cogerle la otra mano, de forma que por un instante creyó que estaba a punto de besarla, allí, en medio de su propio salón de baile y bajo la mirada de prácticamente media aristocracia.

– No vas a ponerte en ridículo -le aseguró Elliott-. Confía en mí. Y confía en ti misma.

Vanessa sonrió al escucharlo.

– Creo haberte dicho antes que estás preciosa. Me equivoqué.

– ¡Oh! -exclamó.

– No estás preciosa -insistió-. Estás radiante.

– ¡Oh! -repitió ella.

Y la música comenzó a sonar.

Le encantaba el vals desde que empezó a aprender los pasos. Le parecía un baile atrevido, romántico, elegante y… ¡un sinfín de cosas más!

Sin embargo, no lo había bailado en público hasta ese momento.

Y no lo había bailado nunca con Elliott hasta ese momento. Nunca había bailado el vals entre flores, perfumes y la miríada de colores de las sedas, los satenes, las muselinas y los encajes de la multitud de invitados, ni entre los destellos de las joyas y el brillo de las velas. Nunca había bailado el vals acompañada de una orquesta al completo.

Nunca había bailado el vals con el hombre al que amaba.

Porque era evidente que estaba más que enamorada de Elliott.

En cuanto comenzaron a bailar, se olvidó al punto del miedo a tropezar y a ponerse en ridículo.

Se olvidó del hecho de que no era realmente guapa, de que él no la quería de verdad. Bailó el vals y mientras lo hacía, pensó (o lo habría hecho de haber podido pensar con claridad) que nunca había disfrutado tanto en toda la vida.

Clavó la mirada en el rostro de su esposo, un rostro de tez morena, belleza clásica y ojos azules, y le sonrió. Elliott la miró a su vez, analizando sus facciones.

Se sintió radiante.

Se sintió querida.

Y sintió todo el esplendor del salón de baile mientras giraban en un torbellino de faldas, luz y color… en el que solo veía a Elliott.

Su sonrisa se ensanchó todavía más.

Y a la postre, ¡sí, por fin!, Elliott le sonrió con los ojos y sus labios esbozaron el leve asomo de una sonrisa.

Sin duda alguna fue el momento más feliz de su vida.

– ¡Oh! -Exclamó cuando quedó claro que el vals iba a tocar a su fin… y se dio cuenta de que era el primer sonido que cualquiera de los dos emitía desde que comenzaron a bailar-. ¿Va a acabar tan pronto?

– Parece que sí -contestó él-. Se me olvidó ordenarle a la orquesta que tocara para siempre.

Vanessa soltó una carcajada, con la vista clavada en sus ojos, donde aún permanecía la expresión risueña.

– ¡Qué descuido por tu parte! -le recriminó.

– Desde luego.

Había llegado la hora de la cena y se vieron obligados a separarse para mezclarse con los invitados.

Sin embargo, pensó ella, recordaría esa noche como una de las más memorables de toda su vida. Además de todo el atractivo de la velada en sí, era la noche durante la cual se había enamorado perdidamente de Elliott. Tanto era así que ya no distinguía entre estar enamorada y quererlo con toda el alma y para siempre.

Recordó con lástima a Hedley, pero desterró esos pensamientos.

Pertenecían al pasado.

Ella estaba en el presente.

El presente era un momento magnífico en el que vivir.

Загрузка...