CAPÍTULO 17

Vanessa disfrutó con la exposición de estatuas. Se tomó su tiempo admirándolas una a una, sin avergonzarse por su desnudez y sin desilusionarse por el hecho de que muchas no estuvieran completas.

– No puedo creer que esté contemplando objetos creados durante una civilización tan antigua -observó en un momento dado-. La experiencia es sobrecogedora, ¿verdad que sí?

Sin embargo, a Elliott le encantó que no se sintiera obligada a rellenar los silencios con una cháchara intrascendente. Estaba concentrada por completo en la colección. Hasta que se percató de que Vanessa lo miraba de vez en cuando de la misma forma en que miraba las estatuas, con expresión concentrada y ojo crítico. Y se dio cuenta porque él la miraba a ella tanto como miraba las piezas. Al fin y al cabo, no era la primera vez que visitaba la exposición.

Vanessa iba vestida de rosa, un color que debería haberle sentado fatal pero que sin embargo le sentaba bien. Le otorgaba un aspecto delicado y femenino. Su cara parecía más animada y menos pálida. Estaba muy guapa.

Por supuesto, su ropa estaba pensada a tal efecto y su absurdo bonete era el último grito de la moda.

Una de las veces que la descubrió mirándolo, Elliott enarcó las cejas.

– Son todas muy blancas o grises, como si los dioses griegos y los pueblos mediterráneos fueran muy blancos de piel -le explicó ella-. Pero eso sería imposible en la vida real, ¿no te parece? Supongo que todas estas estatuas estuvieron pintadas con colores intensos en algún momento. Debían de parecerse a ti. Debían de tener la piel morena como tú, pero mucho más tostada porque estaban bajo el sol todo el tiempo. Debían de ser muchísimo más guapos de lo que parecen en estas estatuas.

¿Acababa de hacerle un cumplido?, se preguntó. ¿Estaba diciendo que él era guapo?

– Todo eso forma parte de tu herencia -dijo ella más tarde, cuando salieron del museo-. ¿No te ha dado un vuelco el corazón, Elliott?

– Creo que ese órgano está bien sujeto y no se puede mover de su sitio. -Su broma, por mala que fuera, fue recibida con una sonrisa encantada-. Aunque sí, soy muy consciente de mi herencia griega -admitió.

– ¿Has estado alguna vez en Grecia? -quiso saber ella.

– Una vez, de pequeño -contestó-. Mi madre nos llevó a Jessica y a mí a visitar a nuestro abuelo y a nuestra numerosa familia. Recuerdo muy poco de la visita, solo las bulliciosas reuniones familiares, el brillante sol, el azul del mar y que me perdí en el Partenón porque no obedecí la orden de quedarme con mi madre.

– ¿Nunca has querido volver? -preguntó ella mientras la ayudaba a subir al carruaje.

– Sí -respondió-. Pero no lo hice cuando tuve la oportunidad. Ahora, desde la muerte de mi padre, estoy demasiado ocupado. Además, Grecia es una región muy volátil políticamente hablando.

– Deberías volver de todos modos -le aconsejó ella-. ¿Sigues teniendo familia allí?

– Son tantos que he perdido la cuenta -dijo.

– Deberíamos ir los dos -repuso su esposa-. Sería como una segunda luna de miel.

– ¿Una luna de miel? -La idea le puso los pelos de punta-. ¿Otra?

– Como los tres días que pasamos en la residencia de la viuda -prosiguió ella-. Fueron maravillosos, ¿no crees? ¿Eso había sido una luna de miel?

– Tengo que ocuparme de mis propiedades -le recordó-. Y acabo de convertirme en el tutor legal de un muchacho de diecisiete años que tiene mucho que aprender antes de poder asumir todos los deberes de su nuevo rango.

– Y la temporada social está por comenzar -continuó ella mientras el carruaje enfilaba Great Russell Street-, y Meg y Kate tienen que ser presentadas en sociedad.

– Sí.

– Y tú tienes que empezar a llenar la habitación infantil sin demora.

– Sí.

La miró de reojo. Vanessa tenía la vista clavada al frente y sonreía.

– No son unas excusas muy buenas -comentó ella.

– ¿Excusas? -Enarcó las cejas una vez más.

– Los miembros de tu familia griega están haciéndose mayores. ¿Sigue vivo tu abuelo?

– Sí.

– Y la vida pasa muy deprisa -continuó Vanessa-. Tengo la sensación de que fue ayer cuando era una niña, y ya tengo casi veinticinco años. Tú tienes casi treinta.

– Somos casi dos viejos chochos.

– Lo seremos antes de que nos demos cuenta -replicó ella-. Si tenemos la suerte de envejecer, claro. Hay que vivir la vida y disfrutar de cada momento.

– ¿Y al cuerno con el deber y la responsabilidad?

– No, claro que no -contestó-. Pero en ocasiones es más fácil ocultarse detrás del deber antes que admitir que nuestra presencia no siempre es indispensable y antes que lanzarnos de lleno a la vida y disfrutarla.

– Perdona que te lo pregunte, pero ¿no has estado viviendo hasta hace nada en Throckbridge y sus alrededores, Vanessa? -Preguntó con el ceño fruncido-. ¿Eres la persona adecuada para decirme que me olvide del deber y de la precaución y me embarque en el primer barco que zarpe para Grecia?

– Ya no estoy allí -respondió ella-. Decidí mudarme a Warren Hall con mis hermanos aunque el futuro era una gran incógnita. Y después decidí casarme contigo, y bien sabe Dios que tú eres la mayor incógnita de todas. Mañana seré presentada a la reina. Y después asistiré al baile de presentación de Cecily, el mismo en el que Meg y Kate harán su entrada en la alta sociedad. Y después tendré que asistir a mil y un eventos parecidos. ¿Tengo miedo? Sí, por supuesto. Pero ¿voy a hacer todo eso? Desde luego que sí.

Elliott apretó los labios antes de hablar.

– Me temo que no iremos a Grecia en un futuro cercano.

– No, claro que no. -Vanessa volvió la cabeza para sonreírle-. Porque tenemos un deber que cumplir y sé que debo aprender que esta nueva vida no implica una libertad total y absoluta. Pero no debemos permitir que el deber nos abrume, Elliott. Creo que eso es lo que te ha pasado desde la muerte de tu padre. Se puede disfrutar de la vida sin desatender las obligaciones.

De repente, él se preguntó si esa sería una descripción de su primer matrimonio. ¿Sería posible que Vanessa no hubiera sido feliz de verdad, sino que se hubiera obligado a sentirse alegre a pesar de las circunstancias? Como no tuviera cuidado, acabaría filosofando de forma tan enrevesada como ella. ¿Qué diferencia había entre la felicidad y la alegría?

– Pero algún día, cuando no haya nada urgente que nos retenga en casa y Stephen sea capaz de ocuparse de sus propios asuntos, iremos a Grecia, me presentarás a tu familia y tendremos una segunda luna de miel. Y si para entonces tenemos hijos, nos acompañarán y punto.

Vanessa había vuelto la cabeza para mirarlo. De repente, la vio ruborizarse, tal vez al darse cuenta de lo que acababa de decir. Aunque no sabía por qué se ruborizaba después de dos semanas compartiendo la cama con él.

– Nos detenemos -comentó ella, mirando por la ventanilla-. Pero todavía no hemos llegado a casa.

– Hemos llegado a Gunter's -le informó-. Vamos a tomarnos un helado.

– ¿Un helado? -Abrió los ojos de par en par.

– Supuse que te gustaría tomarte un refrigerio después de pasarte una hora deambulando por el museo, viendo estatuas de frío mármol y respirando polvo. Aunque has disfrutado de la experiencia, ¿verdad?

– ¡Un helado! -Exclamó ella sin responder a su pregunta-. Confieso que nunca he probado los helados. Tengo entendido que son deliciosos.

– ¿El néctar de los dioses? -Sugirió Elliott al tiempo que la ayudaba a apearse del carruaje-. Tal vez. Júzgalo por ti misma.

Resultaba muy sencillo hastiarse de los lujos y los privilegios de su vida, o a esa conclusión llegó durante la siguiente media hora, mientras observaba a su esposa probar su helado y saborearlo después. Se lo comió muy despacio, a cucharaditas que mantenía en la boca unos instantes antes de tragárselas. Al principio incluso llegó a cerrar los ojos.

– Mmm -murmuró-. ¿Crees que haya algo más delicioso que esto?

– Si me lo propongo, seguro que se me ocurren unas cuantas cosas igual de deliciosas -contestó-. Pero ¿más deliciosas? No, lo dudo mucho.

– ¡Oh, Elliott! -exclamó ella inclinándose hacia él-. ¿No crees que ha sido una mañana maravillosa? ¿A que tenía razón? ¿No es divertido hacer cosas juntos?

«¿Divertido?», se preguntó en silencio.

Sin embargo, y mientras pensaba en cómo habría sido su mañana en White's, se dio cuenta de que no tenía la sensación de haber perdido el tiempo. De hecho, había disfrutado bastante de la mañana.

Cuando se disponían a abandonar el establecimiento se cruzaron con lady Haughton y su joven sobrina, acompañadas por lord Beatón.

Elliott les hizo una reverencia a las damas y saludó a Beatón con una inclinación de cabeza.

– Ah, lady Haughton y la señorita Flaxley -las saludó Vanessa-. ¿También van a tomar unos helados? Hemos estado en el Museo Británico, admirando una exposición de esculturas antiguas, y después hemos venido aquí. ¿No les parece que hace un día precioso?

– Lady Lyngate… -la saludó lady Haughton con una sonrisa, gesto poco habitual en ella-. Ciertamente hace un día maravilloso. ¿Conoce a mi sobrino, lord Beatón? Cyril, te presento a lady Lyngate.

Vanessa hizo una reverencia al tiempo que le lanzaba una sonrisa deslumbrante al joven dandi.

– Encantada de conocerlo -dijo Vanessa-. ¿Conoce a mi marido, el vizconde de Lyngate? -Soltó una carcajada-. Por supuesto que lo conoce.

– La población femenina de todo Londres lleva luto, Lyngate -le informó lady Haughton-. Y usted debe esperar muchas miradas envidiosas durante la temporada social, querida. Se ha hecho con uno de los solteros más codiciados del mercado matrimonial.

Vanessa se echó a reír de nuevo.

– Mi hermano también está en la ciudad -añadió ella en dirección a Beatón-. Es el nuevo conde de Merton y solo tiene diecisiete años. Estoy segura de que le encantará conocer a un caballero algo mayor que él, milord.

– El placer será mutuo, milady -repuso Beatón, que le hizo una reverencia con expresión complacida.

– ¿Asistirá al baile de Moreland House mañana por la noche? -Preguntó Vanessa-. Si tengo la oportunidad, se lo puedo presentar entonces. ¿Van a asistir todos?

– No nos lo perderíamos por nada del mundo -le aseguró lady Haughton mientras Beatón hacía otra reverencia-. Toda persona de relevancia asistirá, lady Lyngate.

– Ya veo que has entablado varias amistades -comentó él unos minutos más tarde, ya en el carruaje y de regreso a casa.

– Tu madre me ha llevado de visitas -le explicó-. He estado intentando recordar todos los nombres. No es sencillo, pero por suerte me acordaba de lady Haughton y de la señorita Flaxley.

– Ya veo que, después de todo, no necesitas de mi compañía.

Vanessa volvió la cabeza y lo miró fijamente.

– Vamos, Elliott, pero si solo son conocidos -protestó ella-. En el caso de tu madre, de Cecily, de Meg, de Kate o de Stephen, solo son familiares. Tú eres mi marido. Hay una enorme diferencia. Una diferencia grandísima.

– ¿Porque nos acostamos juntos? -le preguntó.

– ¡Qué tonto eres! -exclamó ella-. Sí, por eso. Porque es un símbolo de la intimidad de nuestra relación. De la intimidad total.

– Y a pesar de eso no quieres que entre en tus aposentos sin llamar -le recordó-. Afirmas necesitar tu intimidad, hasta tal punto que la proteges incluso de mí.

La oyó suspirar.

– Sí, ¿a que parece una contradicción? -preguntó ella-. La verdad es que dos personas nunca pueden llegar a ser una sola por más estrecha que sea su relación. Y aunque fuera posible, tampoco sería deseable. ¿Qué pasaría cuando uno de los dos muriera? El otro quedaría como media persona, y eso sería terrible. Debemos ser una persona por separado, y por tanto necesitamos un poco de intimidad para estar a solas con nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Sin embargo, la relación que se establece en el matrimonio es muy íntima, y hay que promover dicha intimidad. Porque esa relación debería ser la mejor de todas las relaciones posibles. Sería una terrible pérdida llevar dos vidas completamente separadas cuando existe la posibilidad de experimentar una inmensa alegría al vivir en común.

– Es evidente que has meditado a fondo este tema -comentó.

– Tuve mucho tiempo para pensar cuando… -Dejó la frase en el aire-. He tenido mucho tiempo para pensar. Sé cómo es un matrimonio feliz. -Volvió la cabeza y clavó la mirada en la ventanilla. Prosiguió en voz tan baja que a Elliott le costó descifrar las palabras-. Y sé cómo podría ser todavía más feliz un matrimonio.

¿Cómo habían llegado a hablar de ese tema? ¿Cómo se llegaba a hablar de cualquier cosa con su esposa?

Pese a las dudas, empezaba a tener algo muy claro: Vanessa no iba a permitirle establecerse en una vida de casado apacible y cómoda que se pareciera en lo más mínimo a su vida de soltero.

Iba a obligarlo a ser feliz, ¡caramba! Y a estar alegre.

Fuera cual fuese la diferencia que había entre las dos cosas. ¡Que Dios lo ayudara!

– Elliott -dijo cuando el carruaje se detuvo delante de la casa, mientras le colocaba una mano en el brazo-. Muchas gracias por esta mañana, por el museo y por el helado. He disfrutado más de lo que puedes imaginarte.

Él se llevó su mano enguantada a los labios.

– No, gracias a ti por venir -repuso él.

Los ojos de su esposa adquirieron un brillo travieso.

– Esta tarde estarás libre para hacer lo que te plazca -añadió Vanessa-. Iré de compras con Meg y Kate. Cecily también nos acompañará. No voy a sugerir que vengas. ¿Te veré durante la cena?

– Sí -respondió. Habló de forma impulsiva-. Si quieres, podrías ordenar que la sirvan temprano. A lo mejor te apetece ir al teatro esta noche. Están representando Noche de reyes en Drury Lane. Es posible que Merton y tus hermanas también quieran reunirse con nosotros en mi palco.

– ¡Oh, Elliott! -El placer que se reflejó en su rostro fue tan deslumbrante que por un momento se quedó embobado-. No se me ocurre nada que me apetezca más. Y has sido muy amable al invitar a mis hermanos.

En ese instante se dio cuenta de que no le había soltado la mano. Y de que su cochero aguardaba junto a la puerta, ya abierta, para que bajasen. Ya había desplegado los escalones y tenía la vista clavada al frente, en la calle, mientras contenía la sonrisa.

– En ese caso llegaré pronto para la cena -dijo después de apearse del carruaje y tenderle la mano para ayudarla a bajar.

Vanessa le ofreció una sonrisa tierna y feliz.

No cabía la menor duda de que estaba muy guapa vestida de rosa.


Apenas un par de meses antes, una fiesta en Throckbridge le había parecido el súmmum de la diversión. Sin embargo, allí estaban sus hermanos y ella, pensó Vanessa mientras ocupaban sus asientos en el palco de Elliott, en el Teatro Real de Drury Lane, en Londres, para ver una representación de una obra de Shakespeare. Y al día siguiente sería presentada a la reina, y por la noche asistiría a un grandioso baile de la alta sociedad.

Y eso solo era el principio.

De vez en cuando todavía esperaba despertarse en su cama de Rundle Park.

El teatro estaba a rebosar de damas y caballeros, resplandecientemente engalanados con sus muselinas, sus sedas, sus satenes y sus joyas. Y sus hermanos y ella pertenecían a ese grupo de personas. Ella estaba tan resplandeciente como todos los demás. Llevaba la cadena de oro blanco y el enorme diamante tallado que Elliott había comprado esa tarde y que le había puesto al cuello justo antes de salir hacia el teatro. El diamante reflejaba la luz cada vez que se movía.

– Incluso sin la obra, sería una noche memorable -le dijo Katherine a Cecily, aunque todos alcanzaron a escucharla.

– Desde luego que sí -convino Cecily con vehemencia mientras se abanicaba y contemplaba el patio de butacas.

El patio de butacas era el lugar donde solían sentarse los solteros para observar a las damas, según le había dicho a Vanessa la vizcondesa viuda. Y había estado en lo cierto. Y todas ellas, al menos Meg, Kate y Cecily, eran objeto de mucha atención. Algunos de los caballeros incluso se servían de los anteojos para observarlas mejor. Meg y Kate estrenaban vestido, los dos azules, aunque el de Kate era celeste y el de Meg, azul oscuro. Ambas estaban preciosas. Al igual que Cecily, que iba vestida de blanco.

Vanessa volvió la cabeza para ofrecerle una sonrisa radiante a Elliott, que estaba sentado a su lado.

– Sabía que llamarían la atención -le dijo a su marido-. Me refiero a Kate, a Meg y a Cecily. Están preciosas.

Ella también llevaba un abanico en una mano. Elliott le cogió la mano libre y se la colocó sobre el brazo, tras lo cual se la cubrió con la suya.

– ¿Y tú no lo estás? -le preguntó él.

La pregunta le arrancó una carcajada.

– Claro que no lo estoy -contestó-. Además, soy una mujer casada y por tanto no despierto el interés de nadie.

Elliott enarcó las cejas.

– ¿Ni siquiera el de tu esposo? -preguntó.

Volvió a reírse.

– No estaba buscando halagos -le aseguró-. Claro que si quieres dedicarme alguno…

– Con una sonrisa en los labios y en los ojos, y vestida con ese tono de verde, pareces un día de primavera, Vanessa.

– ¡Te ha salido redondo! -exclamó-. ¿Vas a añadir ahora que sucede lo mismo con todas las damas presentes?

– Ni mucho menos -contestó-. Ninguna otra lo parece. Solo tú. Y que sepas que la primavera es la estación preferida de todo el mundo.

De repente, su sonrisa flaqueó y la asaltó una extraña añoranza por algo que se le escapaba.

– ¿Ah, sí? -Preguntó en voz baja-. ¿Por qué?

– Supongo que es por la regeneración de la vida y de la energía -respondió Elliott-. Por la regeneración de la esperanza. Por la promesa de un brillante futuro.

– ¡Oh!

No supo si llegó a exclamar en voz alta. ¿Era un halago? Claro que sí. ¿Había querido decir Elliott todo lo que ella esperaba que quisiera decir? ¿O era su hábil manera de no tener que decirle, y con meridiana claridad además, que no era tan bonita como sus tres acompañantes femeninas?

Sus miradas se encontraron y Elliott abrió la boca para seguir hablando.

– ¡Caray! -Exclamó Stephen de repente, de forma tan exuberante como exuberante era su expresión desde que llegaron al teatro-. Allí está el primo Constantine.

– ¿Dónde? -preguntaron Katherine y Cecily al unísono.

Stephen señaló un palco casi enfrente del suyo, y Vanessa vio que sí, que allí estaba Constantine Huxtable con un grupo de damas y de caballeros. Él también los había visto y les estaba sonriendo al tiempo que los saludaba con la mano y ladeaba la cabeza para escuchar lo que la dama que estaba a su lado le decía. La mujer también los miraba directamente.

Vanessa le devolvió el saludo con la mano en la que tenía el abanico y una sonrisa radiante.

– Ha venido a Londres -le dijo a Elliott-. ¿Lo aceptan aquí?

– ¿Aunque sea ilegítimo? -precisó él-. Por supuesto que sí. Es hijo de los difuntos condes de Merton y fue criado como tal. Su nombre no lleva estigma alguno. Su único problema es que legalmente no ha podido disfrutar de los privilegios de ser el primogénito.

– ¿Tiene dinero? -quiso saber ella-. Quiero decir si heredó algo.

– Su padre se encargó de que así fuera -respondió Elliott-. Nada extravagante, pero sí lo suficiente.

– Me alivia saberlo -repuso-. No he dejado de hacerme esa pregunta desde que llegamos a Warren Hall y lo echamos de su casa.

– Con siempre encontrará el modo de apañárselas -le aseguró Elliott, y tanto su mirada como su voz se tornaron desabridas-. No tienes que preocuparte por él, Vanessa. Ni prestarle demasiada atención.

– Es nuestro primo -le recordó.

– Una relación que es mejor pasar por alto -replicó él-. Y es muchísimo mejor no hacerle caso. Vanessa lo miró con el ceño fruncido.

– A menos que me des un buen motivo, no puedes esperar que no le haga caso, que le dé la espalda, solo porque tú lo odias. Y no creo que haya un buen motivo.

Elliott arqueó las cejas y su expresión siguió siendo gélida. Sin embargo, en ese momento se hizo el silencio en el teatro. La obra estaba a punto de comenzar.

Ya no se sentía tan animada. Mucho se temía que la noche se había arruinado en parte. Aún tenía la mano sobre el brazo de Elliott, y él seguía cubriéndosela con la suya, pero el gesto ya no resultaba cariñoso. Tanto era así que se preguntó si lo habría hecho de cara a la galería, si en realidad no había sido un gesto espontáneo de afecto ni mucho menos.

Miró a Margaret, que sonreía con la vista clavada en el escenario. Su hermana no había dejado de sonreír desde que llegaron a Londres. La expresión era una máscara. Sin embargo, lo único que podía hacer era imaginar lo que sucedía en su interior, porque Meg evitaba a conciencia cualquier conversación de índole personal.

En ese momento comenzó la representación.

Todo lo demás quedó relegado al olvido. Solo existían los actores, la trama y la obra.

Se inclinó hacia delante en su asiento, sin ser consciente de su entorno ni de sus acompañantes; sin ser consciente del brazo que apretó con más fuerza; sin ser consciente de que su esposo la miraba a ella tanto como miraba la obra.

Fue más tarde, ya en el entreacto, cuando volvió a acomodarse en la silla con un suspiro.

– ¿¡Habéis visto alguna vez algo más maravilloso!? -preguntó.

Era evidente que cuatro de sus acompañantes no habían visto nada más maravilloso. Estaban ansiosos por charlar, e intercambiar sus impresiones con gran entusiasmo. Incluso la sonrisa de Meg parecía natural.

– Supongo que tú has visto un millar de actuaciones como esta y te has aburrido de ellas -le dijo a Elliott, que no se había sumado a la conversación.

– Uno nunca se aburre de una buena obra de teatro -respondió.

– ¿Y es buena? -quiso saber Katherine.

– Sí -respondió Elliott-. Debo daros la razón en todo lo que habéis dicho durante este último minuto. Si queréis, podemos salir del palco para estirar las piernas antes de que comience el siguiente acto.

El pasillo estaba atestado de gente, que se saludaba entre sí con gran algarabía mientras charlaba sobre la representación.

Elliott les presentó a algunos de sus conocidos, y a Vanessa le alegró ver el interés con el que todos saludaban a Stephen en cuanto se enteraban de quién era. Su hermano destacaba incluso en ese entorno, tan rubio y tan guapo, pensó con cariño, y también tan joven. Más de una dama le lanzó una segunda miradita, incluso una tercera.

En ese momento Constantine se abrió paso entre la multitud. Debió de rodear el teatro con el propósito de saludarlos. Lo hizo acompañado por la dama que había estado sentada a su lado en el palco. Era increíblemente guapa, se percató Vanessa con cierto interés. Tenía un lustroso pelo rubio y una figura que podría rivalizar con la de Meg.

– ¡Qué alegría veros, primos! -los saludó Constantine cuando estuvo lo bastante cerca para hacerse oír.

Todos exclamaron encantados, salvo Elliott, por supuesto, que hizo una reverencia muy rígida.

Cecily soltó un chillido entusiasmado y se colgó de su brazo libre.

– ¡Con! -exclamó-. ¡Es maravilloso! Me alegro muchísimo de verte. No te olvides de que mañana es mi baile de presentación. Me prometiste un baile.

– Creo recordar, Cecé, que fui yo quien te pidió una pieza -la contradijo Con-. Y pienso obligarte a cumplir tu palabra. Aunque estoy seguro de que estarás rodeada de jovenzuelos cuando llegue el momento. Al igual que mi prima Katherine.

Con sonrió a la aludida e incluso le guiñó un ojo.

– Lady Lyngate, señorita Huxtable, señorita Katherine Huxtable, señorita Wallace, Merton, tengo el placer de presentaros a la señora Bromley Hayes -prosiguió Con-. Creo que la dama y tú ya os conocéis, Elliott.

Se sucedieron los saludos y las reverencias. Al parecer, la dama estaba casada, pensó Vanessa. O tal vez fuera viuda. Constantine y ella hacían una pareja maravillosa.

– Enhorabuena por su reciente herencia, lord Merton -dijo la mujer-. Milady, permítame darle también la enhorabuena por su boda. Y a usted, lord Lyngate. Les deseo toda la felicidad que se merecen.

Su voz era muy musical y grave. Mientras hablaba, le sonrió a Elliott y comenzó a abanicarse la cara con gesto lánguido. Debía de resultar muy placentero ser tan guapa, pensó Vanessa.

– ¡Caray! -Exclamó Stephen-. ¿Alguna vez habéis visto una interpretación más impresionante?

Hablaron de la obra hasta que llegó el momento de regresar a sus respectivos palcos.

Vanessa se percató de que Elliott no volvía a cogerle la mano. Sus ojos tenían una expresión acerada y había apretado los dientes. Cuando se sentaron, empezó a tamborilear con los dedos sobre la barandilla forrada de terciopelo del palco.

– ¿Qué querías que hiciéramos? -le preguntó en voz baja-. ¿Que le diéramos la espalda a nuestro propio primo después de haber tenido el detalle de venir a saludarnos?

Elliott la miró.

– No te he reprochado nada al respeto -protestó.

– Ni falta que te hace -replicó ella al tiempo que comenzaba a abanicarse-. Pareces a punto de estallar. ¿Qué habría pensado la señora Bromley Hayes si les damos la espalda?

– No tengo la menor idea -respondió Elliott-. No sé qué piensa esa mujer.

– ¿Es viuda? -preguntó.

– Sí -contestó él-. Pero debes saber que es normal que las mujeres casadas acudan a los eventos sociales acompañadas por caballeros que no son sus esposos.

– ¿Ah, sí? ¿Eso quiere decir que debo entablar amistad con algunos caballeros que estén dispuestos a acompañarme para que tú no tengas que molestarte en llevarme al museo, a Gunter's, al teatro o a cualquier otro lugar?

– ¿Quién ha dicho que sea una molestia? -Elliott apartó la mano de la barandilla y se volvió hacia ella para cogerla de nuevo de la mano y retomar la posición anterior-. ¿Estás intentando por casualidad provocarme para que tengamos una pelea? -quiso saber mientras le daba unas palmaditas en el dorso de la mano.

– Prefiero tu irritación a tu frialdad -contestó ella con una sonrisa.

– Porque solo tengo dos estados de ánimo, ¿no es cierto? -preguntó él-. Pobre Vanessa. ¿Cómo vas a conseguir que un hombre así sea feliz? ¿O que se sienta a gusto y tranquilo? ¿Cómo te las vas a apañar para complacerlo?

La estaba mirando directamente a los ojos con lo que ella había comenzado a describir como su «mirada sensual». Tenía los párpados entornados. Notó una repentina excitación, una reacción que le había parecido un tanto absurda desde el final de su luna de miel.

– Bueno, ya pensaré en distintas formas de lograrlo -respondió al tiempo que se inclinaba un poco hacia él-. Tengo imaginación de sobra.

– ¡Vaya! -exclamó él antes de que comenzara el siguiente acto.

Vanessa disfrutó de lo que quedaba de representación y la siguió con mucha atención. Pero ya no estaba tan absorta en el escenario como en el primer acto. Aunque no desvió la mirada ni una sola vez, era muy consciente de los dedos de su esposo, que le acariciaban el dorso de la mano y en ocasiones hasta la punta de los dedos.

Deseaba con desesperación irse a la cama con él, aunque desde que acabara la luna de miel dichos encuentros duraban cinco minutos como mucho.

¿Acababa de coquetear Elliott con ella?

Era una idea ridícula. ¿Por qué iba a coquetear Elliott con ella?

Aunque ¿qué otra cosa podía ser salvo un claro coqueteo?

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