CAPÍTULO 20

La tarde del día siguiente Vanessa fue caminando hasta Merton House, en Berkeley Square, para hacerles una visita a sus hermanos. Meg y Kate estaban en casa, pero Stephen había salido. Había ido con el primo Constantine a ver tílburis de carrera, aunque según Margaret todavía era demasiado joven para pensar en conducir un vehículo tan poco práctico y tan peligroso.

– Me temo que corre el riesgo de convertirse en un joven alocado -dijo Meg mientras se sentaban en el salón-. Está muy impresionado con Londres y con todas las personas que ha conocido hasta ahora. Y el problema es que parece que el sentimiento es mutuo, porque hasta los caballeros mayores que él parecen haberse quedado prendados de su encanto. Acabarán llevándolo por el mal camino si se lo proponen.

– Meg, solo está batiendo un poco las alas -la tranquilizó Katherine-. Ni siquiera las ha extendido. Pero es inevitable que lo haga. Debemos confiar en que sea lo bastante cabal para no descarriarse por completo.

– Estoy de acuerdo con Kate -terció Vanessa-. Meg, Stephen debe comportarse como el muchacho que es y descubrir el modo de convertirse en el hombre que aspira a ser.

– ¡En fin! -Exclamó Margaret-. Supongo que las dos tenéis razón. En realidad, sé que las dos tenéis razón. Pero me preocupa que sea tan joven y que esté aquí en Londres, con todas sus distracciones y tentaciones.

– Si te sirve de consuelo -dijo Vanessa-, Elliott se toma muy en serio la responsabilidad que tiene para con nuestro hermano. Lo mantendrá vigilado en ese mundo masculino que para nosotras es inaccesible. Y justo en ese mundo es donde mi esposo se ha refugiado desde esta mañana, demostrando que es un hombre muy listo. La conversación durante el desayuno giró en torno a los bailes, a los pretendientes y a las conquistas. Cecily ha recibido nada menos que cinco ramos de flores enviados por otros tantos caballeros con los que bailó. Ella misma se ha declarado como un éxito rotundo, y los demás le hemos dado la razón.

– Y a ti se te ha ocurrido hacernos una visita para escapar -comentó Katherine-. ¿Has echado un vistazo a tu alrededor, Nessie?

Vanessa lo hizo en ese momento y se echó a reír. Meg siempre tenía la casa llena de flores cuando la época del año lo permitía, pero nunca con la profusión de exquisitos ramos como la que había en el salón ese día en concreto.

– ¿Más éxitos? -preguntó-. ¿Y más pretendientes?

– En mi caso solo uno -contestó Margaret-. Las rosas blancas son para mí. El marqués de Allingham ha tenido la amabilidad de enviármelas. Los demás son para Kate. Los cuatro.

– En la vida me he sorprendido tanto -les aseguró Katherine-. Anoche me sentía como una pueblerina, por muy arreglada que estuviera. Todo esto es absurdo.

– En absoluto -la contradijo Vanessa-. Anoche eclipsasteis al resto de las damas y fuisteis el centro de atención.

– Pero solo por Stephen -precisó Margaret.

– Bueno, sí-admitió Vanessa-. Sin Stephen estaríamos en Throckbridge, llevando nuestras vidas de siempre. Pero incluso allí teníais un buen número de admiradores. Y ya está bien de hablar de estas cosas. Hace un día precioso. ¿Os apetece dar un paseo por el parque?

Una invitación irresistible para dos damas rurales. Y Hyde Park era lo bastante grande para parecer un trocito de la campiña colocado en mitad del bullicioso Londres.

Caminaron por los senderos más tranquilos a fin de evitar la muchedumbre conformada por jinetes, carruajes y paseantes que se agolpaba en las zonas más concurridas.

– El marqués de Allingham ha invitado a Meg a dar un paseo en carruaje mañana por la tarde -dijo Katherine.

– ¿Ah, sí? -Vanessa miró impresionada a su hermana mayor-. ¿Y has accedido a pasear con él, Meg?

– Sí -contestó la aludida-. Su invitación fue todo un detalle. Es viudo, ¿sabes?

– ¿Y tú, Kate? -Le preguntó Vanessa con una sonrisa-. ¿Conociste anoche en el baile a alguien especial?

– Todo el mundo era especial -contestó su hermana, como era de esperar-. Me pareció una noche preciosa. Pero ¿no te resulta maravilloso poder caminar por este sitio tan tranquilo disfrutando del olor de la hierba y de las flores? Echo mucho de menos Warren Hall. Y echo muchísimo de menos Throckbridge.

– Nos acostumbraremos a esta nueva vida -le aseguró Vanessa-. Y, además, tendremos tantas cosas que hacer, que ver y que experimentar durante los próximos meses que no vamos a disponer de tiempo para preocuparnos por eso ni para ponernos melancólicas.

– Constantine va a acompañarme a la Torre de Londres a finales de semana -comentó Katherine-, y a cualquier otro sitio al que quiera ir. Me cae muy bien. Ojalá lo hubiéramos conocido desde siempre. Ojalá hubiéramos conocido a Jonathan.

– Sí -convinieron tanto Vanessa como Margaret.

Siguieron caminando, adentrándose en el parque, sin necesidad de hablar todo el rato. Estaban tan a gusto en su mutua compañía que el silencio no las incomodaba, y mucho menos absortas como estaban en las maravillas de la naturaleza.

Vanessa siguió repasando en su mente el día anterior. La presentación en la corte, el baile, el vals que bailó con Elliott. La noche con él.

No creía posible que existiera mayor felicidad que la que había sentido durante todo el día anterior o que la que sentía en esos momentos. Había bailado con Elliott solo una vez, pero había sido suficiente.

Siempre recordaría el primer vals que bailaron juntos.

Y a pesar del cansancio provocado por el día tan ajetreado que habían tenido, se pasaron la noche haciendo el amor.

De modo que estaba agotada. Pero a veces el agotamiento podía resultar casi placentero.

Su menstruación llevaba tres días de retraso. Solo tres días. No debía hacerse muchas ilusiones; sin embargo, solía ser muy regular.

Así que estaba ilusionada con… ¡Estaba muy ilusionada!

La ruta que habían tomado las llevó a la postre hasta la parte más concurrida del parque, a la zona donde paseaba todas las tardes la alta sociedad.

El marqués de Allingham fue el primero en detenerse para presentarles sus respetos. Conducía un faetón, pero no iba acompañado.

– Lady Lyngate, señorita Huxtable, señorita Katherine -las saludó al tiempo que se llevaba el mango del látigo al ala del sombrero de copa-. ¿Qué tal están?

Le respondieron que estaban muy bien, y Margaret le dio las gracias por las flores.

– Dicen que puede llover mañana -señaló el marqués.

– ¡Oh! Eso sería muy decepcionante, milord -repuso Margaret.

– Tal vez, si sus hermanas pueden prescindir de su compañía, podría acompañarme usted a dar un paseo ahora mismo, señorita Huxtable -sugirió el caballero.

Margaret miró a sus hermanas con expresión interrogante.

– Por supuesto que debes ir, Meg -dijo Vanessa-. Yo llevaré a Kate a casa.

El marqués se apeó del altísimo carruaje y ayudó a Margaret a tomar asiento antes de hacer lo propio a su lado.

– Me alegro de que esté dispuesta a disfrutar de la compañía de otro hombre -dijo Vanessa mientras Kate y ella observaban cómo se alejaba el faetón.

– ¿De otro hombre? -le preguntó su hermana.

– De otro hombre que no sea Crispin Dew -precisó-. Tú no lo sabes, pero lo ha amado toda la vida. No se casó con él cuando le pidió matrimonio porque quería seguir cuidándonos. Pero se comprometieron en secreto antes de que él se marchara.

– ¡Nessie! -exclamó Katherine, totalmente atónita-. ¿Y acaba de casarse con una española? ¡Pobre Meg! No tenía ni idea. Y pensar que cuando nos enteramos de la noticia en Warren Hall le pregunté si se sentía apenada por el que fuera su amor de juventud. ¡Cómo debió de dolerle mi comentario!

– Tú no tienes la culpa de nada. A Meg nunca le ha gustado hablar de sus sentimientos ni mostrarlos a los demás -le recordó-. Creo que yo fui su única confidente cuando éramos adolescentes, aunque ahora ya no habla conmigo de lo que siente de verdad. Me alegraré mucho si encuentra a un hombre del que enamorarse esta temporada o la siguiente.

– ¿El marqués, quizá? -Aventuró Katherine-. No es demasiado guapo, la verdad, pero parece bastante agradable. Y como mucho será diez años mayor que ella.

– Y es un marqués -añadió Vanessa con una sonrisa-. Con qué naturalidad hablamos ya de estas cosas.

– Pero no es un príncipe -señaló Katherine, y ambas se echaron a reír mientras retomaban el paseo.

Cecily había salido a pasear con un grupo de jovencitas, cuyas doncellas las seguían a cierta distancia. Mientras Katherine y Vanessa se acercaban, el grupo se detuvo a saludar a un par de jinetes. Vanessa los reconoció de la noche anterior. Se produjo el habitual intercambio de saludos entre alegres carcajadas.

Cecily las miró con una sonrisa radiante y les hizo un gesto para que se unieran al grupo.

– Vamos a pasear hasta la Serpentina -les dijo.

– ¡Me encantaría ver el agua! -exclamó Katherine.

A ella también, pensó Vanessa, pero a poder ser no en compañía de un grupo tan bullicioso. Debía de estar haciéndose mayor, supuso a regañadientes.

– Ve con ellas -le dijo a Katherine-. De todas formas yo debería irme a casa. Es posible que Elliott ya haya llegado. Cecily y su doncella te acompañarán a Merton House.

– Por supuesto que la acompañaremos -contestó Cecily-. Ojalá hubiera venido Stephen con vosotras.

– Desde luego -dijo una de las jovencitas-. ¡Es divino! ¡Esos rizos…!

Y se alzó un coro de risillas tontas.

Vanessa las observó caminar hacia la Serpentina. Sin embargo, ya no contaba con la compañía de sus hermanas y no llevaba a su doncella, de forma que no podía entretenerse. Tal vez se acostara durante una hora cuando llegara a casa para echarse un sueñecito, que buena falta le hacía después de las dos últimas noches. A menos que Elliott hubiera llegado, claro. Porque en ese caso a lo mejor…

Avivó el paso.

Por el camino se acercaba un cabriolé en el que viajaban tres damas ataviadas con otros tantos sombreros a la última moda. Las observó con admiración hasta que la dama que viajaba de espaldas a los caballos se volvió, momento en el que descubrió que se trataba de la señora Bromley Hayes.

Se reconocieron al mismo tiempo y se sonrieron con amabilidad.

– ¡Para el carruaje! -Le dijo la señora Bromley Hayes al cochero cuando llegaron a la altura de Vanessa-. ¡Lady Lyngate! Justo la persona que estaba deseando ver hoy. Debo darle las gracias por la amabilidad que me demostró anoche. Fue un baile espléndido, ¿no le parece? Me habría demorado más de no haber tenido un compromiso en otra parte.

– Vaya -exclamó Vanessa-. Me alegra saberlo. Espero que no se sintiera mal recibida. Fue un desafortunado olvido que no le llegara la invitación.

– Le agradezco el comentario -repuso la dama al tiempo que miraba a sus acompañantes-. Voy a caminar un rato con lady Lyngate. Seguid sin mí. Volveré sola a casa.

El cochero se apeó del pescante y ayudó a bajar a la señora Bromley Hayes, que no tardó en estar a su lado y tomarla del brazo para seguir paseando juntas. Como siempre, la dama estaba extraordinariamente guapa y su atuendo era el último grito de la moda.

– Elliott me ha dicho que estaba usted cansada después del día de ayer -le dijo-. Pero me alegro de verla al aire libre, disfrutando de la tarde.

«¿Elliott?», se preguntó Vanessa.

– ¿Lo ha visto hoy? -quiso saber.

– ¡Sí, claro! -respondió la señora Bromley Hayes-. Me ha hecho una visita antes de la hora del paseo, como de costumbre.

«¿Por qué?», pensó.

– ¿Ah, sí? -preguntó en voz alta.

– Puede estar tranquila -repuso la dama con una breve carcajada-. Los Wallace son hombres muy discretos, no sé si lo sabe, y escrupulosamente fieles a sus esposas en público. Elliott jamás la pondrá en evidencia. Y usted disfrutará de su casa y de sus herederos. Ya tiene su título. En realidad, lady Lyngate, soy yo quien debería envidiarla y no al contrario.

¿Qué estaba insinuando esa mujer? Claro que hasta una imbécil, o incluso una persona que hubiera crecido protegida en un entorno rural, lo comprendería sin el menor género de duda.

¡Era la amante de Elliott!

«Aunque Anna es una viuda muy respetable, también tiene la reputación de ser demasiado… amistosa con ciertos caballeros de vez en cuando.»

Recordó las palabras que Constantine había pronunciado la noche anterior como si se las estuviera repitiendo en ese mismo momento, mientras paseaba a su lado.

Y con la misma claridad recordó la furia de Elliott al ver que la dama se había presentado en su salón de baile sin haber sido invitada.

¡Con razón no la habían invitado!

– ¡Vaya por Dios! -Exclamó la señora Bromley Hayes con un deje irónico en la voz-. No me diga que no lo sabía…

– Creo que usted estaba muy al tanto de ese detalle, señora -replicó Vanessa con cierta dificultad ya que de repente sintió los labios muy tensos.

– Se me olvidaba que acaba de llegar del campo y que nunca se ha relacionado con la alta sociedad -comentó la dama-. Es normal que desconozca sus engranajes. Pobre lady Lyngate. Sin embargo, estoy segura de que no ignorará que Elliott se casó con usted por simple conveniencia.

Por supuesto que lo sabía. A Elliott ni se le había pasado por la cabeza casarse con ella hasta que se lo propuso.

– Solo tiene que mirarse en el espejo -prosiguió la señora Bromley Hayes-. Y no estoy llamándola fea, que conste. Porque no lo es, y hay que reconocer que sabe vestirse de acuerdo con su figura. No obstante, todo el mundo conoce el exquisito gusto que Elliott tiene para las mujeres.

– Exquisito… ¿en qué sentido? -preguntó Vanessa.

Fue la única réplica posible, ya que no fue capaz de morderse la lengua y tampoco quería parecer demasiado cortante. El zumbido que tenía en los oídos se parecía al de un enjambre de abejas.

Su pregunta le arrancó a la dama una ronca carcajada.

– ¡Vaya! -la oyó decir-. La gatita tiene uñas, ¿no? Vamos, vamos, lady Lyngate, no hay ningún motivo que nos impida ser amigas. ¿Por qué dejar que se interponga un hombre entre nosotras? Los hombres son criaturas muy tontas. Sí, los necesitamos para ciertas cosas… O más bien para una sola. Pero la mayor parte del tiempo vivimos mucho más contentas sin ellos.

– Espero que me disculpe -dijo Vanessa zafándose de su brazo-. Iba de camino a casa cuando me topé con usted. Me están esperando.

– ¿Elliott? -La mujer se echó a reír-. Pobre lady Lyngate. Lo dudo. Lo dudo muchísimo.

– Buenas tardes. -Con esa despedida se alejó entre la multitud, sin mirar ni a izquierda ni a derecha.

Entre la vorágine de pensamientos que giraban en su cabeza, fueron quedando patentes, uno a uno, varios hechos.

El primero de todos, que ella era una mujer normal y corriente.

El segundo, que Elliott la había llamado guapa, recurriendo al halago hueco para contentarla como si fuera una niña.

El tercero, que Elliott había pasado días enteros fuera de casa desde que llegaron a Londres y solo había dejado de hacerlo después de que ella se lo recriminara dos días antes.

El cuarto, que su suegra le había dicho durante los primeros días en Londres que esperaba que su hijo no se pareciera a su padre.

El quinto, que si hacían el amor con tanta frecuencia no era porque la quisiera, sino porque necesitaba engendrar un heredero.

El sexto, que la noche anterior lo había visto hablar un instante con la señora Bromley Hayes antes de que esta se marchara.

El séptimo, que la noche que se la encontraron en el teatro a Elliott le cambió la cara, y mostró claros indicios de nerviosismo durante el resto de la velada.

El octavo, que Constantine y su marido estaban enfadados. Y fue el primero quien llevó a la dama en cuestión al teatro y al baile de la noche anterior. Para avergonzar a Elliott.

El noveno, que su esposo había ido a ver a la susodicha y le había dicho que ella, Vanessa, estaba cansada. Como una niña a la que hubieran dado demasiados caprichos el día anterior.

Y el décimo, que su esposo era un hombre guapísimo y atractivo, que no podía estar contento de haberse casado con una mujer como ella.

Una mujer tonta e imbécil.

Una mujer ignorante, ingenua y pánfila.

Una mujer infeliz.

Una mujer destrozada.

Le costó la misma vida seguir poniendo un pie delante del otro para llegar a casa.

Por suerte, Elliott no estaba cuando ella llegó. Su suegra se encontraba en el salón, según le informó el mayordomo, atendiendo a las visitas.

Pasó de largo junto a la estancia, caminando con todo el sigilo del que fue capaz a fin de que no la escucharan. Y siguió hasta su dormitorio, donde se aseguró de cerrar tanto la puerta de este como la del vestidor. Después se metió en la cama completamente vestida, salvo por los zapatos y el bonete, y se arropó hasta la cabeza.

Deseó que la muerte se la llevara en ese mismo momento.

Lo deseó con todas sus fuerzas.

– Hedley… -musitó.

Pero era injusto. Le había sido infiel al hombre que la había amado con toda su alma y lo había traicionado con un hombre que ignoraba por completo lo que era el amor.

Y con el que daba la casualidad de que se había casado.

Por increíble que pareciera, se quedó dormida.


Elliott había pasado una hora en el club de boxeo de Jackson y se había ganado las protestas de más de un rival, ya que aseguraban que se empleaba en el entrenamiento como si estuviera en un combate real.

Había pasado por White's, donde apenas se demoró un cuarto de hora pese a la invitación de unirse a un grupo de amistades con las que solía pasar buenos ratos.

Después había cabalgado sin rumbo fijo por las calles de Londres, evitando el parque y aquellas zonas donde corría el riesgo de toparse con algún conocido y de tener que pararse a intercambiar los saludos de rigor.

Pero a la postre había vuelto a casa. George Bowen seguía en su despacho. Cuando entró, su secretario le indicó una abultada pila de cartas que le resultó aterradora. Elliott las cogió y procedió a ojearlas. Todas ellas necesitaban de su atención personal. De no ser así, evidentemente, George se habría encargado de ellas sin molestarlo.

– ¿La vizcondesa está en casa? -le preguntó.

– Ambas lo están -contestó su secretario-. A menos que hayan salido a hurtadillas por la puerta del servicio sin que yo me haya dado cuenta.

– De acuerdo. -Soltó la correspondencia y se dirigió a la escalinata.

No podía dejar de pensar que le había hecho daño a Anna, la cual se había mostrado muy silenciosa durante su visita. Lo había escuchado con una sonrisa torcida en los labios. Y después le había dicho que su visita era del todo innecesaria, ya que la noche anterior había comprendido lo afortunada que era al poder disfrutar de la libertad de buscar una nueva amistad con otro hombre. Le había asegurado que dos años de relación eran demasiados. Que la libertad era lo más preciado que le había reportado la viudez. Y que su aventura había acabado siendo aburrida. Después le preguntó si era de la misma opinión.

No pudo contestar de forma afirmativa. Habría sido una terrible falta de tacto. Y en su opinión la relación con Anna no se había vuelto aburrida, solo… insignificante. Si bien eso tampoco podía decirlo en voz alta.

La culpa de haberse pasado todo el día preocupado por la posibilidad de haberle hecho daño a Anna la tenía Vanessa. ¡Vanessa y los sentimientos! Nunca se había preocupado por los sentimientos de los demás antes de conocerla. Ni siquiera por los suyos.

Su esposa no estaba en el salón. Tampoco estaba con su madre ni con su hermana.

Debía de estar en su dormitorio, concluyó después de subir y comprobar que no se encontraba en su vestidor. Sin embargo, la puerta estaba cerrada. Llamó con suavidad, pero no obtuvo respuesta. De todas formas, sabía con certeza que estaba allí. Probablemente se había quedado dormida.

Sonrió y decidió no llamar más fuerte. La noche anterior la había mantenido despierta más tiempo de la cuenta, y eso después del día tan ajetreado que tuvieron. O más bien fue ella quien lo mantuvo despierto a él. O mejor fue mutuo, concluyó.

Aún le sorprendía encontrarla tan excitante desde el punto de vista sexual. No era en absoluto su tipo habitual de mujer. Tal vez fuera ese el motivo.

Regresó a la planta baja y leyó algunas de las cartas, aunque fue incapaz de dictar las respuestas adecuadas. George se marchó en cuanto acabó con su trabajo del día.

Así que volvió a la planta alta para afeitarse y cambiarse de ropa. Casi era la hora de la cena, pero Vanessa seguía sin aparecer. Tal vez ni siquiera estuviera en su dormitorio. Tal vez George estuviera confundido y ella aún no había regresado a casa, aunque tampoco sabía dónde podía encontrarse a esas horas.

Llamó a la puerta una vez más y al ver que no obtenía respuesta, la abrió con cautela y echó un vistazo al interior.

La cama estaba deshecha. En el centro había un bulto, el cual supuso que era su esposa, aunque estaba arropada por completo.

Entró en el dormitorio y rodeó la cama para acercarse a dicho bulto. Levantó las mantas y la vio hecha un ovillo, totalmente vestida, con el pelo revuelto y con la mejilla que quedaba a la vista muy sonrojada.

Sí, debía de estar muy cansada. Sonrió.

– Dormilona -le dijo en voz baja-, vas a perderte la cena si no te levantas.

La vio abrir los ojos y volver la cabeza para mirarlo. Comenzó a sonreír, pero de repente se dio la vuelta con brusquedad y se acurrucó aún más.

– No tengo hambre -replicó ella.

¿Explicaría una fiebre la presencia del intenso sonrojo? Le tocó la mejilla con el dorso de los dedos, pero ella lo alejó de un manotazo y enterró la cara en el colchón.

Elliott apartó la mano, pero la dejó en el aire, sobre ella.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó-. ¿Te encuentras mal?

– No.

– ¿Ha pasado algo?

– Nada. -Su voz sonaba amortiguada por el colchón-. Vete.

Enarcó las cejas y unió las manos tras la espalda, pero siguió donde estaba, observándola.

– ¿Que me vaya? -replicó-. ¿Y qué te deje aquí acostada cuando es casi la hora de la cena? ¿Y afirmas que no te pasa nada? -De repente, cayó en la cuenta de algo-. ¿Tu menstruación? -le preguntó.

– No.

¿Ese era el problema? Claro que de ser así sufriría de náuseas matinales, ¿no?, reflexionó.

– Vanessa -dijo-, ¿por qué no me miras?

– ¿Eso es una orden? -replicó ella al tiempo que se daba la vuelta con brusquedad y lo miraba echando chispas por los ojos. Tenía el pelo revuelto y la ropa arrugada-. Sí, milord. Lo que usted diga, milord.

Frunció el ceño al escucharla.

– Creo que será mejor que me cuentes lo que ha pasado -dijo.

En ese momento tuvo una fatídica premonición. Con.

– No pienso compartirte con nadie -afirmó Vanessa mientras se apartaba el pelo de la cara con el brazo-. Aunque me digas que no me queda más remedio porque me he casado contigo. Aunque me digas que estoy obligada a obedecerte y a cumplir con mis deberes conyugales cuando a ti te apetezca reclamarlos. Pero si uno de los cónyuges rompe su votos, también lo puede hacer el otro aun en el caso de ser una insignificante mujer y por ende una criatura inferior. Si vuelves a tocarme otra vez, gritaré hasta desgañitarme. Lo digo muy en serio.

Sí, definitivamente Con tenía algo que ver.

– Ya lo veo -repuso-. ¿De qué se me acusa?

– De tener una amante estando casado -contestó ella-. Da igual que sea guapa mientras que yo no lo soy. Ya lo sabías antes de casarte conmigo. Y da igual que fuera yo quien te propuso matrimonio. Podrías haberme dicho que no. Pero no lo hiciste. Te casaste conmigo. Pronunciaste unos votos sagrados. Y los has incumplido. Jamás volverás a ser mi esposo, salvo de nombre.

– Vanessa, ¿estás segura de que la información de Con es precisa? -le preguntó, preocupado y también un poco furioso.

– ¡Ja! -exclamó ella-. Vas a negarlo, ¿verdad? ¿Has estado esta mañana en casa de la señora Bromley Hayes o no?

No había sido Con después de todo, comprendió.

– ¿Lo ves? -Prosiguió ella al no obtener respuesta-. No puedes negarlo, ¿verdad?

– ¿Anna ha venido? -quiso saber.

– ¡Anna! -Repitió ella con desdén-. Y ella te llamará Elliott… ¡Qué entrañable! Me la encontré en el parque. Vete. Hoy no quiero verte. Ojalá no volviera a verte nunca.

– ¿Vas a dejar que te lo explique?

– ¡Ja! -Exclamó de nuevo-. Vete.

– Cuando te descubrí llorando sobre el retrato de tu difunto esposo, me pediste que te escuchara -le recordó-. Y lo hice. Las cosas no son siempre como parecen ser.

– ¿No es tu amante? -le preguntó con un tono de voz más desdeñoso.

– No -respondió.

– ¡Ja! En ese caso la señora Bromley Hayes es una mentirosa.

– No sé lo que te ha dicho -repuso él. Y esperó.

Vanessa apartó la ropa de la cama con un gesto brusco y se sentó en el borde del colchón. Se puso en pie sin pérdida de tiempo y se alisó las arrugas del vestido, uno de sus nuevos vestido de paseo, aunque iba a necesitar más que las manos para volver a quedar presentable. Después se pasó los dedos por el pelo, todo ello dándole la espalda.

– Te escucho -le dijo.

– Anna fue mi amante durante la mayor parte del año pasado y del anterior -confesó-. Si eso te ofende, lo siento mucho, pero no puedo cambiar lo que sucedió en el pasado y no lo haría aunque pudiera. Porque entonces no estaba casado. Ni siquiera te conocía.

– No creo que hubiera sido una rival para ella si me hubieras conocido -apostilló Vanessa.

– Cuando os traje a mi madre, a mi hermana y a ti a Londres antes de la boda, fui a ver a Anna para decirle que iba a casarme -prosiguió-. Ella se lo tomó muy mal, y yo me marché dejándola hecha una furia. Pensaba que el tema había quedado zanjado, pero parece ser que no. Hace dos noches apareció en el teatro, y al verla anoche también en el baile comprendí que no le había dicho de forma clara y rotunda que nuestra relación había acabado. Así que he ido a verla esta mañana para hacerlo.

– Y también le has dicho que yo estaba cansada después del día de ayer -señaló ella.

Su afirmación lo hizo titubear.

– Creo que sí -admitió.

– ¿¡Cómo te atreves a hablarle de mí!? -exclamó al tiempo que se daba la vuelta para mirarlo a los ojos.

– Lo siento -se disculpó-. La verdad es que fue una falta de tacto. Vanessa, ¿te ha insinuado que seguimos siendo amantes? ¿No crees que lo haya hecho porque piensa que jamás serías capaz de recriminármelo y de esa forma la idea echaría raíces en tu cabeza hasta amargarte? Eso deja muy claro que no te conoce en lo más mínimo, ¿no te parece? No somos amantes y no lo hemos sido desde antes de comprometerme contigo. No esperaba semejante rencor por su parte, pero ya veo de lo que es capaz. Te pido perdón con el corazón en la mano por haberte involucrado de forma tan dolorosa en algo tan sórdido como el fin de una aventura.

– ¡Ah! Pero ¿tienes corazón? -Le preguntó Vanessa-. Anoche te acostaste conmigo en esta cama. Pensaba que habías llegado a sentir algo por mí. Pero lo primero que has hecho esta mañana ha sido ir a ver a tu amante.

– He ido a ver a mi antigua amante, sí -reconoció-. Ya te he explicado por qué me parecía necesario hablar con ella.

– ¿Y no te pareció necesario decirme adonde ibas?

– No -respondió.

– ¿Por qué has puesto fin a tu relación con ella?

– Porque estoy casado.

La vio esbozar una sonrisa fugaz.

– Pero no porque estás casado conmigo -precisó Vanessa-. Solo porque estás casado, ¿verdad? En fin, supongo que algo es algo. Tal vez sea incluso loable. Eso sí, ¿cuánto durará este noble arranque de moralidad? ¿Volverás a buscarte una amante?

– Nunca -le aseguró-. Jamás en la vida.

– Supongo que hubo otras antes que ella -dijo Vanessa.

– Sí -admitió.

– Todas guapas, claro.

– Sí.

– ¿Cómo puedo…?

– Ya vale, Vanessa -dijo, interrumpiéndola con brusquedad-. ¡Ya está bien! Te he dicho que eres guapa y no te he mentido. Aunque no te fíes de mis palabras, no entiendo que dudes de mis actos. ¿No te dicen mis caricias cuando hacemos el amor que eres guapa e irresistible?

Vio que se le llenaban los ojos de lágrimas por momentos antes de que le diera la espalda de nuevo.

En ese instante se dio cuenta de lo arraigada que estaba la inseguridad que le provocaba el tema de su aspecto físico. Y también se dio cuenta de que era muy posible que ni siquiera fuera consciente de ello. Había cultivado la alegría como antídoto. Pero cuando el buen humor desaparecía, se encontraba indefensa ante los golpes.

– Ojalá no hubiera sido tu amante -dijo-. No me gusta. No soporto la idea de que hayas estado con…

– Y yo no soporto la idea de que hayas estado con Dew -la interrumpió-. Por muy distintas que sean las circunstancias, Vanessa. Supongo que a todos nos gusta creer que nuestra pareja es tan inocente como un bebé, que no hubo nadie en su vida antes de conocerla. Pero eso es imposible. Tú has vivido casi veinticuatro años sin mí. Y yo casi treinta. Sin embargo, si ninguno de los dos hubiera vivido su vida durante esos años, ahora no seríamos los que somos. Y me gustas tal como eres. Creía que yo empezaba a gustarte.

Vanessa suspiró e inclinó la cabeza.

– ¿De quién fue la idea de saludarnos en el teatro y de aparecer anoche en el baile? -le preguntó-. ¿De ella o de Constantine?

– No lo sé -contestó él-. Probablemente de los dos. Debería haberles arrebatado el poder de hacerte daño diciéndote nada más verlos: «Mira, la dama que está sentada al lado de Con es mi antigua amante, aunque ella tal vez ignore ese detalle. Lo siento, pero te prometo que seré bueno durante el resto de mi vida». Te habría ahorrado el mal rato, ¿verdad?

Vanessa volvió la cabeza y le regaló una sonrisa torcida, aunque tenía muy mal color de cara.

– Me habrías arruinado la representación -contestó.

– ¿Ah, sí?

La vio asentir con la cabeza.

– ¿Y el hecho de saberlo ha arruinado tu matrimonio? -le preguntó-. ¿Ha arruinado el resto de tu vida?

– Elliott, ¿me estás contando toda la verdad? -inquirió ella a su vez.

– Sí -le aseguró, enfrentando su mirada.

Ella suspiró y se dio la vuelta.

– Nunca he creído en el «felices para siempre» y tampoco lo he buscado -dijo-. Qué tonta he sido al pensar que, sin embargo, lo había encontrado a tenor del día de ayer y de esta mañana. Porque no es así. Pero no te preocupes, no hay nada arruinado. Seguiré adelante. Seguiremos adelante. ¿De verdad te resulto irres…? ¿De verdad te resulto atractiva?

– Sí -respondió. Podría haber rodeado la cama en ese momento para abrazarla, pero tal vez sería un error. Porque el gesto le habría hecho dudar de su sinceridad-. Pero no he usado la palabra «atractiva», por muy bien empleada que esté. La encuentro un poco… insípida para este caso. He usado la palabra «irresistible».

– ¡Vaya! -exclamó ella-. Pues no sé cómo puedes decir algo así. Debo de estar espantosa. -Se miró el vestido.

– La verdad es que sí -convino-. Si hubiera ratones, estoy segurísimo de que saldrían corriendo nada más verte. No sé si sabes que la ropa de vestir no está hecha para meterse en la cama. Y tampoco sé si sabes que el pelo hay que cepillárselo cada cierto tiempo.

– ¡Ah! -exclamó Vanessa con una carcajada. Una carcajada trémula e insegura.

– Permíteme llamar a tu doncella -dijo-. Voy a bajar para decirles a mi madre y a Cecily que esta noche no van a morirse de hambre, que bajarás dentro de media hora.

– Será una tarea hercúlea ponerme presentable solo en media hora -repuso ella mientras Elliott rodeaba la cama de camino a su vestidor.

– No creo -la contradijo él al tiempo que tiraba del cordón de la campanilla-. Lo único que tienes que hacer es sonreír, Vanessa. Tu sonrisa es pura magia.

– En ese caso, tendría que interpretar tus palabras al pie de la letra y bajar tal como estoy, tonto. A tu madre le daría un soponcio.

– Volveré dentro de veinticinco minutos -le dijo antes de entrar en su propio vestidor, tras lo cual cerró la puerta.

Elliott se quedó un rato apoyado en ella, con los ojos cerrados.

Tenía mucho muchos pecados por los que hacer penitencia. Les había hecho daño a muchas personas de un tiempo a esa parte. Sin embargo, a él también se lo habían hecho durante los dos últimos años, y precisamente se trataba de personas en las que confiaba, de modo que se había volcado en sus obligaciones y le había dado la espalda al amor. Y a la risa y a la alegría.

De todas formas, les había hecho daño a muchas personas.

El amor, la risa y la alegría, se repitió.

Personificados en la mujer con la que se había casado a regañadientes y con tanto cinismo.

Se había casado con un tesoro que no merecía en absoluto.

¿Qué acababa de decir Vanessa? Frunció el ceño mientras intentaba recordar.

«Nunca he creído en el "felices para siempre" y tampoco lo he buscado. Qué tonta he sido al pensar que, después de todo, lo había encontrado a tenor del día de ayer y de esta mañana.»

Había sido feliz con él. El día anterior y esa misma mañana.

Feliz para siempre. ¡Dios Santo!

Vanessa había sido feliz.

Desde luego que lo había sido.

Al igual que lo había sido él.

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