CAPÍTULO 18

Después de despachar a su ayuda de cámara, Elliott pasó un buen rato en su dormitorio contemplando la oscuridad a través de la ventana mientras sus dedos tamborileaban sobre el marco. El sereno hacía la ronda por la plaza, balanceando el farolillo que llevaba en la mano. Cuando desapareció, volvió a reinar la oscuridad.

Se preguntó si había sido premeditado. Era el tipo de cosas que Con sería capaz de hacer. El tipo de cosa que podrían haber hecho juntos en otro tiempo, durante su irresponsable juventud. Porque después se habrían reído a mandíbula batiente cuando recordaran el mal rato que había pasado la víctima. Sin embargo, no recordaba ninguna ocasión en la que hubieran sido deliberadamente crueles al involucrar a una persona inocente que pudiera resultar muy dolida.

¿Se sentiría dolida Vanessa? Eso sospechaba.

No obstante, ¿cómo iba a saber Con que asistirían esa noche al teatro? Ni él mismo lo había sabido hasta que hizo la impulsiva sugerencia esa misma mañana.

Aunque Con no tenía necesariamente que saberlo a ciencia cierta. Podía haberse planteado varias suposiciones sobre los eventos a los que cabía la posibilidad de que Elliott asistiera con Vanessa. Porque su presencia en Londres no era ningún secreto. Si no hubieran ido esa noche en concreto al teatro, habrían asistido a un baile o a una velada cualquier otro día.

Sí, había sido premeditado. Por supuesto. ¿Qué duda cabía?

¿Habría sido también premeditado por parte de Arma Bromley Hayes? Esa era la pregunta más importante.

Claro que si no lo había sido, ¿por qué se había prestado a ser presentada al grupo que lo acompañaba? ¿No le habría resultado doloroso el encuentro en ese caso?

Sí. Había sido premeditado también por su parte. Aunque esperaba otra cosa de ella, no podía recriminarle su actuación. Porque le había hecho daño. Había pasado por alto sus sentimientos y le había anunciado una decisión tomada de antemano sin ni siquiera ponerla sobre aviso.

¡Por el amor de Dios! Esa tendencia a analizarlo todo, a preocuparse por los sentimientos de los demás, ¿sería por influencia de Vanessa?

Fuera por lo que fuese, su esposa y su antigua amante no solo se habían encontrado cara a cara, sino que habían sido presentadas. Para él había sido un momento terriblemente bochornoso, de la misma forma que para muchos espectadores habría resultado terriblemente emocionante.

Detalle que Con esperaba de antemano.

Y también Anna.

Parecía que para ella era mucho más importante la venganza que el buen gusto o que la dignidad personal. Se había arreglado con esmero para estar deslumbrante.

Con se había mostrado tan encantador como de costumbre y tan irónico como siempre, dos facetas de su personalidad que él conocía muy bien. Durante su juventud nunca había imaginado que acabaría siendo una de las víctimas de su primo.

Vanessa lo estaría esperando, recordó de repente cuando su mente volvió al presente. Su tardanza estaba privándola de sus horas de sueño. Si no pensaba ir esa noche a su dormitorio, debería haberla avisado.

¿No pensaba ir?

En realidad, había disfrutado mucho de ese día al completo, de la mañana y de la noche, hasta que el joven Merton reparó en la presencia de Con en el palco de enfrente y él descubrió al mirar que no estaba solo, sino acompañado por Anna. Sus miradas se encontraron y, pese a la distancia, el desafío que leyó en sus ojos le quedó muy claro.

Había disfrutado del día hasta ese momento. Por algún extraño motivo, había disfrutado de la compañía de su esposa. Había algo fascinante en ella que no atinaba a explicar.

Sus dedos tamborilearon con más fuerza sobre el marco de la ventana.

Se alejó y se adentró en el vestidor, dejando la vela encendida para que su luz le iluminara el camino.

Lo que debía hacer era entrar con paso firme en el dormitorio de Vanessa y contarle lo que ella quería saber. Su esposa quería conocer el motivo de la enemistad que mantenía con su primo, quería un motivo de peso para sentirse obligada a evitarle. Elliott debería contárselo sin más. Con era un ladrón y un pervertido. Le había robado a su propio hermano, que confiaba ciegamente en él pero cuya deficiencia mental le había impedido comprender que estaba abusando de esa confianza. Y había deshonrado a un buen número de criadas de Warren Hall, así como a otras mujeres de la localidad, cosa que no haría ningún hombre decente.

Pero ¿cómo iba a decírselo a Vanessa si no había sido capaz de decírselo a su madre ni a sus hermanas? Y eso que en numerosas ocasiones se había repetido que debían saberlo por su propio bien. ¿Cómo iba a mancillar su honor como tutor de Jonathan? ¿Cómo iba a romper la confidencialidad que ese deber implicaba? Además, carecía de pruebas fehacientes. Con no había negado las acusaciones, aunque tampoco las había admitido. Se había limitado a enarcar una ceja y a sonreírle cuando se enfrentó a él. Y después lo mandó al cuerno.

¿Cómo mancillar la reputación de otra persona apoyándose solo en sospechas, por muy seguro que estuviera que dichas sospechas no eran infundadas?

¡Maldita fuera su estampa! Todavía le resultaba difícil creer que Con fuera capaz de semejantes fechorías. Siempre había estado dispuesto a hacer bromas, a cometer estupideces y a participar en ciertas diabluras… como él hasta hacía poco tiempo. Sin embargo, jamás se había rebajado al nivel de un canalla.

Y era difícil aceptar que Con lo odiara tanto. Y que estuviera dispuesto a hacerle daño a Vanessa con tal de demostrar la profundidad de dicho odio.

Abrió la puerta del vestidor de su esposa. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta, como era habitual todas las noches desde que le exigió que llamara antes de abrir una puerta que estuviera cerrada. Desde el dormitorio le llegaba la luz de una vela.

Se acercó hasta el vano y recordó otra ocasión en la que había hecho lo mismo sin pedirle permiso para entrar. En ese momento, sin embargo, Vanessa estaba dormida en la cama.

Atravesó el dormitorio y se detuvo a su lado para contemplarla. Su pelo caía desordenado sobre la almohada. Tenía los labios entreabiertos. A la luz de la solitaria vela que estaba encendida, sus mejillas parecían sonrojadas.

Su aspecto era delicado, como el de una adolescente. Sus pechos apenas eran evidentes bajo la sábana que los cubría. Tenía los brazos y las manos delgados.

De repente, la comparó sin pensar con Anna y meditó sobre el contraste entre ambas. Sin embargo, no le costó trabajo deshacerse del recuerdo de su antigua amante.

Vanessa tenía algo especial. No era guapa. Ni siquiera era atractiva. Era normal y corriente. Pero tenía algo… Tampoco era voluptuosa. Más bien era el antónimo de ese adjetivo, si acaso existía, porque en ese preciso instante se le escapaba. No tenía nada que pudiera considerarse estimulante desde el punto de vista sexual.

Y, no obstante, lo tenía.

La había deseado casi de forma constante durante lo que ella llamaba su luna de miel. (¡Qué horrible concepto el de la luna de miel!) La había deseado todas las noches desde entonces, aunque se hubiera obligado a terminar todos sus encuentros con rapidez, como si fuera algo obligado…

¿Por qué lo había hecho? ¿Porque ella seguía amando a su difunto marido y él se sentía menospreciado? ¿Dolido? No, dolido desde luego que no. ¿Porque quería castigarla y hacer que creyera que solo desempeñaba una función en su faceta como esposa?

¿Tan mezquino era? La idea no le sentó nada bien.

En ese momento la deseaba. De hecho, llevaba deseándola todo el día. Desde que apareció de forma inesperada en el despacho de George antes del desayuno.

¿Qué tenía?, se preguntó.

Le rozó una mejilla con dos nudillos y se la acarició con delicadeza.

Ella abrió los ojos, lo miró adormilada y… le sonrió.

Eso formaba parte de su magnetismo, comprendió. Nunca había conocido a nadie cuyos ojos sonrieran a todas horas y de forma genuina con esa… ¿con qué? ¿Ternura? ¿Alegría? ¿Con ambas cosas?

¿De verdad se alegraba de verlo? ¿Se alegraba a pesar de que la actitud que le había demostrado en el dormitorio desde hacía unos días podía calificarse de insultante?

– No estaba dormida. Solo he cerrado los ojos para descansar -le dijo. Y después se rió.

Además, también estaba su risa. Sincera. Tierna. Casi contagiosa. Algunas personas parecían haber nacido ya felices. Vanessa era una de ellas. Y era su esposa.

Se desató el cinturón y se quitó el batín. Llevaba una camisa de dormir, como ya era habitual desde la tarde que la descubrió llorando en Finchley Park. Se la quitó y la arrojó al suelo mientras ella lo miraba.

Se acostó a su lado, de espaldas sobre el colchón, y se tapó los ojos con el brazo. ¿Existiría eso que otros llamaban «un buen matrimonio»?, se preguntó. ¿Era posible tenerlo? El caso era que entre la alta sociedad nadie lo esperaba, no si se equiparaba el adjetivo «bueno» con «feliz». El matrimonio era un vínculo social, y en muchas ocasiones también económico. Los placeres sexuales y la satisfacción emocional se buscaban en otra parte. En el caso de necesitarlos.

Era obvio que su padre los había necesitado. Al igual que su abuelo.

Vanessa estaba tumbada de costado, observándolo. Esa noche había dejado la vela encendida.

– Elliott -la oyó decir en voz baja-, ha sido un día estupendo. Y tardaré mucho en olvidarlo. Dime que para ti no ha sido un aburrimiento mortal.

Se quitó el brazo de los ojos y volvió la cabeza para mirarla.

– ¿Me crees incapaz de divertirme? -le preguntó.

– No -contestó ella-. Pero no sé si eres capaz de divertirte conmigo. No soy tan guapa, ni tan sofisticada, ni tan…

– ¿Nadie te ha dicho nunca que eres guapa? -la interrumpió antes de que a ella se le ocurriera algún otro término despectivo que aplicarse.

La pregunta hizo que guardara silencio un rato.

– Tú -contestó ella-. En el baile de San Valentín. -Soltó una carcajada-. Y después añadiste que el resto de las damas también lo era, sin excepción.

– ¿Te gusta la primavera? -Quiso saber-. ¿No te parece que el concepto otorga a la palabra una belleza de la que adolece el resto de las estaciones?

– Pues sí -respondió-. Es mi estación preferida.

– Hoy te he dicho que estabas tan bonita como un día de primavera -le recordó-. Y lo he dicho en serio.

– ¡Oh! -Exclamó con un suspiro-. ¡Qué bonito! Pero estás obligado a decirme esas cosas. Eres mi marido.

– Estás decidida a considerarte fea, ¿verdad? -le preguntó-. ¿Alguien te ha dicho que eres fea, Vanessa?

Volvió a guardar silencio.

– No -contestó-. Nadie de mi entorno habría sido tan cruel. Pero mi padre solía decirme que era su patito feo. Lo decía con cariño, eso sí.

– Con todo el respeto que se merece el reverendo Huxtable -replicó Elliott-, creo que deberían haberlo ahorcado, arrastrado y descuartizado.

– ¡Elliott! -exclamó ella con los ojos desorbitados-. ¡Qué cosa más horrible!

– Si siguiera soltero y tuviera que elegir entre tus hermanas y tú basándome en el aspecto físico, te elegiría a ti -le aseguró.

Vio que sus ojos se tornaban risueños una vez más y que esbozaba una sonrisa.

– Eres mi galante trovador-dijo-. Gracias, amable caballero.

– ¿No soy una simple mezcla de frialdad y mal humor? -señaló él.

La sonrisa siguió donde estaba.

– Como todos los seres humanos, eres una desquiciante mezcla de cosas y no deberías hacerme caso cuando te acuse de una o de todas ellas. Me atrevo a decir que eres miles de cosas y que llegaré a descubrir al menos un centenar durante nuestro matrimonio. Pero no todas. Nunca podemos llegar a conocer del todo a una persona.

– ¿Ni a nosotros mismos? -quiso saber.

– No -respondió ella-. Siempre podemos sorprendernos en algún momento dado. ¿No crees que la vida sería muy aburrida si fuéramos demasiado predecibles? ¿Cómo íbamos a seguir aprendiendo, madurando y adaptándonos a las nuevas situaciones?

– ¿Otra vez filosofando? -le preguntó.

– Si me haces preguntas, es normal que las conteste -adujo ella.

– Eres un cambio beneficioso en mi vida -afirmó Elliott.

– ¿Ah, sí? -lo miró sin comprender.

– «Ya pensaré en distintas formas de lograrlo. Tengo imaginación de sobra.» -Repitió, citando las palabras tal cual ella las había pronunciado en el teatro.

– ¡Ah! -Vanessa se echó a reír-. Soy capaz de decir esas cosas, ¿verdad?

– Mientras estabas acostada hace un momento, no durmiendo, sino descansando, ¿estabas pensando? ¿Estabas utilizando tu inventiva? -le preguntó.

Una nueva carcajada, en esa ocasión muy suave.

– Si no es así, creo que estoy condenado a mostrarme frío e irritable durante el resto de la noche -la amenazó-. Me quedaré aquí acostado para ver si logro conciliar el sueño. -Y cerró los ojos.

Oyó de nuevo una suave carcajada y después se produjo un largo silencio. Hasta que notó que el colchón se movía y su oído le indicó que Vanessa se estaba quitando el camisón. Una prenda que había llevado todas las noches de la misma forma que él llevaba su camisa de dormir.

Se excitó al punto. Pero se mantuvo inmóvil, como si estuviera dormido.

Al cabo de un rato notó que le ponía una mano sobre el pecho, y que sus dedos trazaban círculos sobre su piel y lo acariciaba hasta llegar al hombro, y de allí descendían hasta el ombligo.

No obstante, le quedó claro que el uso de una sola mano no la satisfizo porque se incorporó hasta colocarse de rodillas sobre el colchón y se inclinó sobre él para poder usar las dos. Además de las uñas. De los labios. Del aliento. Y de los dientes.

Elliott mantuvo los ojos cerrados y se concentró en seguir respirando de forma pausada. Era una mujer maravillosamente experimentada, después de todo.

Vanessa le sopló en el lóbulo de la oreja y su cálido aliento lo acarició antes de notar el roce húmedo de su lengua. Después lo chupó, lo besó y lo mordisqueó. Todo ello mientras sus manos le acariciaban el abdomen pasando por alto en todo momento su miembro. Las acercó poco a poco hasta rozarlo de forma tan liviana como la caricia de una pluma, tras lo cual lo aferraron y comenzaron a moverse sobre él. Le rozó la punta con la yema del pulgar.

Eso estuvo a punto de acabar con su inmovilidad.

Era exquisita. Era pura magia.

Antes de que se diera cuenta, la notó sentarse a horcajadas sobre él. Sus muslos le presionaron las caderas al tiempo que se inclinaba hacia delante, para rozarle el pecho con los pezones. Le enterró las manos en el pelo y procedió a dejarle una lluvia de besos en la cara. En los párpados, en las sienes, en las mejillas. Y, por último, en los labios.

En ese momento abrió los ojos por fin.

Y vio que los de Vanessa estaban llenos de lágrimas.

– Elliott -murmuró antes de recorrerle los labios con la lengua-. Elliott -dijo de nuevo, y comenzó a explorar el interior de su boca.

En ese instante la aferró con fuerza por las caderas, la colocó en el lugar preciso y la penetró hasta el fondo.

De su garganta brotó un grito agudo, una especie de sollozo, que quedó olvidado en el frenesí de la pasión, en la locura del deseo que los llevó hasta el borde del precipicio sin ni siquiera acompasar el ritmo de sus movimientos.

Cuando los estremecimientos pasaron y la sangre dejó de rugirle en los oídos, se percató de que Vanessa estaba llorando. Los sollozos quedaban sofocados por su hombro, donde tenía la cara enterrada. Seguía a horcajadas sobre él, con las manos enterradas en su pelo.

Al principio se asustó, incluso se enfureció. Vanessa le había hecho el amor (aunque el término no fuese del todo apropiado) tal como debió de hacerlo con su primer marido, cuya desesperada debilidad lo había dejado casi impotente. De modo que ella había aprendido todas esas maravillosas habilidades por el bien del hombre moribundo a quien quería.

Pero del que no estaba enamorada. A quien no deseaba. Lo había complacido en el plano físico porque lo quería.

Comenzaba a entender la sutil diferencia existente entre esos conceptos.

Qué maravilloso debía de ser saberse amado por Vanessa Wallace, vizcondesa de Lyngate.

Su esposa.

El enfado desapareció. Porque reconoció el motivo de las lágrimas. Unas lágrimas provocadas por la felicidad de saber que sus esfuerzos, que los preliminares, habían dado fruto y habían culminado con la entrega y la satisfacción mutua. Si acaso estaba experimentando cierta tristeza por el mando que no había sido capaz de disfrutar de la consumación, sería mezquino por su parte sentirse ofendido.

El pobre Hedley Dew estaba muerto.

Elliott Wallace estaba vivo.

Tiró de la sábana con un pie para arroparse y arropar a Vanessa. Le enjugó las lágrimas con el embozo.

– Elliott -la oyó decir-, perdóname. Por favor, perdóname. No es lo que piensas.

– Lo sé -le aseguró.

– Eres… ¡eres tan guapo!

«¿Guapo?», repitió para sus adentros. ¡Vaya!

Tras apartarle la cabeza de su hombro, le colocó las manos en las mejillas para que lo mirase. La oyó sorber por la nariz y después soltar una carcajada.

– Seguro que estoy espantosa -dijo.

– Vanessa, voy a decirte una cosa, así que préstame mucha atención -le ordenó-. Lo que voy a decirte es verdad. De hecho, fíjate si será verdad, que de ahora en adelante lo creerás a pies juntillas. Y es una orden. Eres guapa. Jamás vuelvas a dudarlo.

– ¡Ay, Elliott! -Exclamó ella, y volvió a sorber por la nariz-. Qué bonito. Pero no hace falta que…

La interrumpió colocándole el pulgar sobre los labios.

– Alguien tiene que decirte la verdad -señaló-y ¿quién mejor que tu marido para hacerlo? Has sido demasiado recatada con tu belleza. La has mantenido oculta a todo el mundo, salvo a aquellos que se toman la molestia de disfrutar de tus sonrisas y de mirarte a los ojos. Cualquiera que te mire con atención acabará descubriendo tu secreto. Eres guapa.

Por Dios, ¿de dónde salían todos esos comentarios? Ni él mismo se lo creía, ¿o sí?

Se percató de que Vanessa volvía a tener los ojos llenos de lágrimas.

– Eres muy bueno -le dijo-. Nunca lo habría pensado de no ser por esta conversación. Puedes ser frío e irritable, y puedes ser bueno. Eres un hombre complejo. Me alegro mucho.

– ¿Además de guapo? -añadió él.

Vanessa se echó a reír y se le escapó un hipido.

– Sí, eso también.

La instó a apoyar la cabeza de nuevo sobre su hombro y después a que estirara las piernas a ambos lados de su cuerpo. Tiró de las mantas para cubrirla con ellas.

La oyó exhalar un suspiro de contento.

– Pensaba que no vendrías esta noche -dijo ella-. Me dormí muy inquieta por lo de mañana.

«¿Por lo de mañana?», repitió para sus adentros. ¡La presentación a la reina, sí! Uno de los días más importantes de la vida de su esposa. Y por la noche tendrían que soportar el dichoso baile.

– Todo saldrá bien -la tranquilizó-. ¿No decías que solo habías cerrado los ojos para descansar?

– Mmm -murmuró ella-. Estoy cansadísima.

Bostezó sin disimulos y se durmió casi al instante.

Todavía seguían unidos de la forma más íntima.

Vanessa no pesaba casi nada. Además, le daba calorcito y olía maravillosamente a jabón y a sexo.

¿Guapa?, pensó.

¿Era guapa?

Cerró los ojos e intentó recordarla como la vio por primera vez, la noche del baile de San Valentín, al lado de su amiga, ataviada con aquel vestido lavanda sin forma alguna.

¿Guapa?

En ese momento recordó que en cuanto la llevó a la pista de baile y comenzó la música, esbozó una sonrisa y su expresión se tornó radiante de felicidad. Después, cuando hizo la patética broma y afirmó que todas las damas estaban increíblemente guapas, ella incluida, Vanessa echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, en absoluto molesta por el hecho de que el cumplido se extendiera a todas las invitadas y no a ella sola.

Y en ese instante estaba desnuda entre sus brazos, relajada y dormida. ¿Guapa?

Desde luego tenía algo…

El sueño no tardó en rendirlo.

Puesto que era una dama casada y no una jovencita recién salida del aula que iba a ser presentada en sociedad, Vanessa no estaba obligada a vestir de blanco. Menos mal. Porque cuando no llevaba ropa colorida, estaba espantosa.

Las faldas del vestido, que caían desde la cintura y quedaban abultadas gracias al miriñaque, eran de color azul celeste. El mismo tono tenía el cuerpo, aunque este brillaba cada vez que reflejaba la luz debido al fastuoso bordado de hilos de plata. La enagua de encaje que asomaba bajo el cuerpo y que quedaba a la vista de cintura para abajo, ya que las faldas estaban recogidas a los lados, era de un azul algo más oscuro, del mismo tono que la larga cola y que las cintas de encaje que caían desde el tocado bordado con hilos de plata que llevaba en la cabeza. El tocado se completaba con varias plumas de color azul claro y plateado. Los guantes eran plateados y le tapaban los codos.

– ¡Dios mío! -exclamó al verse en el espejo de pie de su vestidor, una vez que la doncella acabó de arreglarla-. Estoy guapa. Elliott tenía razón.

Se echó a reír encantada, porque sabía que nunca había tenido mejor aspecto. Debería vestirse siempre así. Debería haber nacido cincuenta años antes. Aunque en ese caso tendría edad suficiente para ser la abuela de Elliott, y eso no le habría gustado nada.

– ¡Por supuesto que estás guapa! -Gritó Katherine, que se acercó para abrazarla, aunque lo hizo con mucha delicadeza para no estropear nada-. Me da igual que la gente proteste por tener que ponerse este tipo de ropa tan anticuada por exigencia de la reina. A mí me parece maravillosa. Ojalá pudiéramos ponernos estos vestidos todos los días.

– Me has leído el pensamiento -repuso ella.

Margaret, por su parte, se había quedado con la otra parte de su comentario.

– ¿El vizconde de Lyngate ha dicho que eres guapa? -le preguntó.

– Anoche -contestó Vanessa mientras se enderezaba la costura del guante izquierdo-. Pero solo estaba bromeando.

– No, yo creo que es muy perspicaz -la corrigió Margaret con voz sentida-. ¿Eso quiere decir que todo va bien, Nessie?

Esta sonrió mientras enfrentaba la mirada preocupada de su hermana. En realidad, su esposo había bromeado bastante la noche anterior. Aunque ignoraba a qué se debía ese cambio en él, la verdad era que llevaba toda la mañana flotando en una nube de felicidad. Le había ordenado que se considerara guapa. Y el día de la boda prometió obedecerlo.

¡Qué tonto era!

Esa mañana se había despertado tal cual se durmió: calentita y cómoda tumbada sobre él, arropada por sus brazos y con la mejilla apoyada en su hombro. Y descubrió que seguía en su interior… aunque volvía a estar grande y duro de nuevo. En cuanto Elliott notó que se había despertado, se volvió para dejarla de espaldas en el colchón sin salirse de ella y le hizo el amor con frenesí antes de volver a su dormitorio.

Sin darle las gracias por primera vez desde hacía días, lo cual la había alegrado mucho.

No había vuelto a verlo desde entonces. Su doncella le había llevado el desayuno a la cama, al parecer por órdenes de Elliott, y después se había pasado toda la mañana en el vestidor, presa de los nervios y de la emoción. Su suegra y su cuñada Cecily no pararon de entrar y de salir para comprobar los progresos que hacía su doncella. Meg y Kate habían llegado para verla marcharse. Stephen las había acompañado, pero estaba abajo con Elliott. Ambos la acompañarían a la corte. Porque el príncipe de Gales celebraba una audiencia y Elliott iba a presentarle al nuevo conde de Merton.

– Kate tiene razón -comentó Margaret-. Estás preciosa, Nessie. Pero no es solo por la ropa. Si el responsable de la alegría que irradias es lord Lyngate, te perdonaré por haberle propuesto matrimonio.

– ¿¡Le propusiste matrimonio!? -exclamó Katherine con los ojos desorbitados.

– Meg y yo sabíamos que tenía la intención de proponérselo a ella -resumió Vanessa-. Meg no lo quería. Yo sí.

Así que se lo propuse antes de que pudiera hablar con ella.

– ¡Nessie, por Dios! -Katherine estaba a punto de llorar de la risa-. ¿Cómo has podido hacer algo tan atrevido? Meg, ¿por qué no querías casarte con lord Lyngate? Es guapísimo, y además tiene otras virtudes. Supongo que querías seguir con Stephen y conmigo un poco más de tiempo.

– No quiero casarme -afirmó Margaret con rotundidad-. Con nadie.

La conversación fue interrumpida por el regreso de la vizcondesa viuda y de Cecily, que soltó un alegre chillido al verla. La vizcondesa viuda examinó a Vanessa de arriba abajo y asintió con la cabeza, satisfecha.

– Lo harás muy bien, Vanessa -dijo-. Acertamos con el color. Te hace parecer joven y delicada. Estás muy favorecida.

– Está guapa, señora -la corrigió Katherine con una sonrisa-. Hemos llegado a la unánime conclusión de que está guapa.

– Una conclusión con la que estoy muy de acuerdo -comentó Vanessa con una carcajada-. Si además consigo mantener el tocado sobre la cabeza sin que se me caiga sobre los ojos y si logro no pisarme la cola en presencia de Su Majestad, estaré muy orgullosa de mí misma.

– Usted también está muy guapa, señora -dijo Margaret, dirigiéndose a la vizcondesa viuda, y no era un falso cumplido ni mucho menos.

La suegra de Vanessa iba vestida de color vino, un tono que resaltaba de maravilla su tez morena y su cabello oscuro. Sería ella quien la presentara a la reina.

– Desde luego, madre -convino Vanessa con una sonrisa cariñosa.

Era hora de marcharse. Sería horrible llegar tarde a la cita más importante de su vida.

Caminó hacia la escalera en solitario, con las demás siguiéndola. Y entendió el porqué en cuanto comenzó a bajar los escalones. Elliott y Stephen la observaban desde el vestíbulo.

– ¡Caray, Nessie! -Exclamó su hermano con evidente admiración-. ¿De verdad eres tú?

Ella podría haberle preguntado lo mismo. Stephen llevaba una exquisita casaca de color verde bosque, un chaleco bordado en tonos dorados y unas calzas de seda de color oro viejo. La camisa era de un blanco níveo. Parecía más alto y más espigado que nunca. Había intentado domar el pelo, pero los rizos comenzaban a desmandarse. Su mirada delataba la incontenible emoción que sentía.

Sin embargo, Vanessa apenas le prestó atención a su hermano. Porque Elliott también iba vestido para una audiencia en la corte.

Su esposo no había visto su vestido hasta ese momento, aunque ella se lo había descrito. Le había dicho de qué color era. Y Elliott había elegido una casaca de color azul claro, unas calzas plateadas y un chaleco en un tono más oscuro de azul con bordados en plata. Su camisa rivalizaba en blancura con la de Stephen.

Los colores tan claros resaltaban de forma asombrosa su piel morena y su pelo oscuro.

Pensó que era una lástima no poder aparecer juntos en la corte. Aunque tal vez fuera lo mejor. ¿Quién sería capaz de apartar los ojos de él para echarle un simple vistazo a ella?

Lo vio adelantarse hasta los pies de la escalera, desde donde le tendió una mano que ella aceptó con una carcajada.

– Míranos -dijo-. ¿A que estamos espléndidos?

Elliott le hizo una reverencia antes de llevarse su mano a los labios y después la miró a los ojos.

– Supongo que sí -contestó-. Pero vos, milady, estáis muy guapa.

Si el muy tonto seguía diciéndole eso, acabaría creyéndoselo.

– Estoy de acuerdo contigo -repuso ella, pestañeando de forma exagerada.

Y al cabo de un momento se pusieron en camino, aunque tardaron una eternidad en acomodar a las damas y sus vestidos en el carruaje.

– Creo que después de todo me alegro de haber nacido en esta época en vez de haberlo hecho cuando este estilo de ropa era el habitual -comentó Vanessa después de decirles adiós a Meg, a Katherine y a Cecily.

– Yo también me alegro -convino Elliott, que estaba sentado en el asiento de enfrente al lado de Stephen, con los párpados entornados.

¿Sería posible que existiera para ellos un «felices para siempre»?, pensó Vanessa mientras le devolvía la sonrisa a su esposo. En realidad, no creía que ese concepto existiera, pero se preguntó si cabía la posibilidad de que su matrimonio fuera una unión feliz. Si cabía la posibilidad de acabar enamorándose de su esposo. Bueno, eso no tenía que preguntárselo. Porque era muy consciente de que ya estaba enamorada de él. Era absurdo seguir engañándose al respecto. La pregunta era: ¿podría amarlo también?

Y lo más importante: ¿podría él amarla a ella? ¿O al menos llegar a sentir algún tipo de afecto?

¿Lo sentiría ya?

Esa mañana todo le parecía posible. Incluso pensaba que no iba a hacer el ridículo más espantoso de su vida delante de la reina.

Y sí, esa mañana le parecía posible hasta un «felices para siempre». Le parecía incluso deseable.

El sol brillaba en un cielo despejado. Había algunas nubes en el horizonte, pero se encontraban demasiado lejos para preocuparse por ellas. La lluvia no les arruinaría la mañana.

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