CAPÍTULO 12

Las damas regresaron de Londres tres días antes de la boda. Sin embargo, Elliott descubrió que no podría disfrutar ni siquiera de uno solo de esos días para conocer mejor a su novia. Tal vez fuera lo mejor.

Sus abuelos habían llegado de Kent. También estaban instalados sus tíos, sus tías y sus primos, con sus respectivas familias. De la rama paterna, claro estaba. Con, que estaba invitado a la boda por petición de los Huxtable, había declinado la invitación. Y, por supuesto, sus hermanas ya casadas habían llegado con sus esposos. Jessica había llevado también a sus hijos. Finchley Park parecía estar abarrotado.

Todo el mundo se alegraba por él. Aunque fue su abuela quien le dijo lo que todos tenían en mente. Y lo hizo después de haberla llevado a Warren Hall junto con su abuelo para que conocieran a la novia.

– Elliott, no es una belleza -le soltó cuando regresaron, con toda la familia presente salvo los hijos de Jessica-, y me alegro de que no lo sea. Has debido de elegirla por su carácter. Me ha parecido una joven la mar de agradable, aunque estuviera nerviosa por conocernos a Moreland y a mí. Me alegro de que hayas demostrado este despliegue de sentido común.

– O tal vez, abuela -terció Averil-, Elliott está enamorado de ella. Confieso que me cae estupendamente, aunque me quedé muy sorprendida al conocerla. No es el tipo de mujer que suele atraer a Elliott. Eso sí, se me saltaron las lágrimas de la risa mientras nos contaba sus desventuras con la cola del vestido de presentación. Me gusta la gente capaz de reírse de sí misma.

– Espero que esté enamorado -dijo su abuela mientras lo miraba con seriedad-. ¿Lo estás, Elliott?

Él enarcó las cejas y frunció los labios, muy consciente de que era el blanco de todos los ojos femeninos.

– Admito sentir cierto afecto por ella, abuela -contestó con sumo tacto-. Con el tiempo, estoy convencido de que llegaré a enamorarme.

– ¡Estos hombres…! -Jessica puso los ojos en blanco-. Ten cuidado, a ver si la matas con todo ese ardor…

No era una belleza, había dicho su abuela. No, no lo era. Sin embargo, era consciente del asombro que lo embargó cuando volvió a verla… en compañía de sus abuelos, de su madre y de sus hermanas. Apenas la reconoció.

Ya no llevaba luto, ni siquiera el horrible tono lavanda. Tampoco llevaba su alianza, reparó al fijarse en su mano izquierda. Se había puesto un vestido sencillo pero muy elegante de talle alto y de color amarillo limón. Tanto el color como el diseño le sentaban muy bien.

Sin embargo, lo que la hacía casi irreconocible era el pelo. El nuevo corte la favorecía de forma exquisita. Resaltaba sus rasgos, los suavizaba y les restaba palidez. Le afilaba los pómulos y le agrandaba los ojos. De alguna forma, destacaba sus labios, que eran carnosos y casi siempre dejaban adivinar una media sonrisa.

Nada más verla, volvió a sentir la conocida punzada de deseo, que no por conocida le resultó menos desconcertante. Porque ni siquiera con esos cambios podía decirse que fuera una belleza.

No logró intercambiar ni una sola palabra en privado con ella, y al parecer no conseguiría hacerlo antes de las nupcias. Su familia lo mantuvo muy ocupado, al igual que le sucedió a ella con la suya.

Sir Humphrey y lady Dew habían llegado a Warren Hall acompañados por sus dos hijas. Con ellos había llegado también la señora Thrush, la antigua ama de llaves de los Huxtable. Esos eran los únicos invitados que se alojaban en Warren Hall, pero sir Humphrey hacía por todo un regimiento… Y Elliott prefería mantenerse alejado del baronet, temeroso de que lo atrapara en una conversación interminable.

A decir verdad, le parecía extraño que los Dew hubieran aceptado la invitación. ¿No les resultaría doloroso ver cómo volvía a casarse la viuda de su hijo?

Soportó sus últimos días de libertad con todo el buen ánimo del que fue capaz. Ya no había nada que pudiera hacer para eludir su destino, por mucho que lo deseara. Aunque se cuidó mucho de preguntarse si lo deseaba o no. Era una pregunta absurda.

La mañana de la boda se arregló con mucho esmero y se ocultó en su dormitorio todo el tiempo que le fue posible. Aunque la estratagema estaba condenada al fracaso, por supuesto. Si no bajaba en busca de su familia, su familia subiría a por él. Como así fue.

De forma que tuvo que soportar los abrazos y las lágrimas de todos y cada uno de sus parientes en los estrechos confines de su vestidor.

Sin embargo, cuando de repente cayó en la cuenta de que ese era el día de su boda, de que su vida cambiaría para siempre, les devolvió los abrazos y apretó con fuerza la mano huesuda de su abuelo.

A la postre se descubrió en el carruaje, sentado junto a George Bowen y de camino a la capilla familiar de Warren Hall.

– No digas ni una sola palabra -le advirtió a su amigo cuando lo escuchó tomar aire-. Las bobadas sentimentales que he tenido que soportar a lo largo de la mañana van a tenerme empachado durante un mes. Así que ni una sola palabra.

– ¿Nada de nada? -Replicó George con una sonrisa-. ¿Tienes la alianza? Supuestamente deberías habérmela dado después del desayuno, pero no has bajado a desayunar. Supongo que habrás perdido el apetito. Es lo que suele pasar en las bodas, según dicen. En las bodas propias, no en las de los demás.

Elliott se metió la mano en uno de los bolsillos y le entregó la alianza que había comprado en Londres.

– Los riñones estaban particularmente deliciosos hoy -afirmó George como si estuviera hablando solo-. Bien hechos y jugosos, como a mí me gustan.

– Pues si te gusta ser mi secretario -replicó él-, guárdate ese tipo de comentarios, y todos los demás durante lo que nos queda de trayecto.

Su amigo rió entre dientes y obedeció.


Las esperanzas de Vanessa de hablar en privado con su prometido tras regresar de Londres para preguntarle una vez más si quería seguir adelante con la boda o si prefería conservar su libertad quedaron aplastadas en un abrir y cerrar de ojos.

Lo vio solo en dos ocasiones antes de la boda. La primera, cuando llegó a Warren Hall acompañado por los duques de Moreland y sus dos hermanas mayores. Y la segunda, cuando lo hizo con sus tíos y sus primos.

En ambas ocasiones le pareció de lo más antipático, como si fuera un dios griego expulsado del Olimpo después de haber cometido un crimen atroz.

En ambas ocasiones lo observó charlar con Margaret, con Katherine y con Stephen. A ella la saludó con una reverencia muy formal y le preguntó por su salud.

Sus visitas no ayudaron mucho a mejorar su apetito ni su digestión mientras esperaba el día de la boda.

Como tampoco le ayudó la visita de los duques de Moreland, ambos muy agradables y cercanos. En un momento dado estuvo a punto de confesarle al duque que había sido ella quien había propuesto matrimonio a su nieto y no al revés. Sin embargo, el vizconde de Lyngate estaba muy cerca, y supuso que tal vez le molestara escucharla, ya que podría interpretar que su hombría había quedado en entredicho.

No obstante, y por muy amables que fueran, no dejaban de ser un duque y una duquesa. Y ella se sintió muy impresionada. Sobre todo porque iba a casarse con su heredero.

La presencia de los que hasta ese momento eran sus suegros y sus cuñadas no la ayudó tampoco. Todos estaban encantados de volver a verla, y mucho más de estar en Warren Hall y poder ver a Meg, a Kate y a Stephen. Y estaban encantados de que estuviera comprometida con el vizconde de Lyngate. Sir Humphrey se congratuló por el mérito de haber sido él quien los presentara. Y así se lo hizo saber a los duques de Moreland… mientras el vizconde lo escuchaba. Esa fue otra de esas ocasiones en las que a Vanessa le habría encantado que se la tragara la tierra de haber sido posible.

Eso sí, adoraba a los Dew. Y sabía que el sentimiento era mutuo. En breve dejaría de llevar su apellido. Y estaría casada con otro.

Era muy posible que eso los entristeciera.

De hecho, los entristecía. La víspera de la boda, mientras les daba las buenas noches, Vanessa besó a lady Dew en la mejilla y la abrazó como era su costumbre. A sir Humphrey le regaló su consabida sonrisa. Sin embargo, acabó arrojándole los brazos al cuello de forma impulsiva para estrecharlo con todas sus fuerzas mientras le enterraba la cara en el hombro con la sensación de tener el corazón a punto de romperse.

– Tranquila, tranquila -le dijo su suegro, que comenzó a darle palmaditas en la espalda-. Fuiste muy buena con nuestro hijo, Nessie. Tanto que no hay palabras para describirlo. Murió siendo feliz. Demasiado joven, bien es cierto, pero feliz de todos modos. Y todo gracias a ti. Pero ya no está y debemos seguir con nuestras vidas. Debes volver a ser feliz, y nosotros nos alegraremos de ver que lo has conseguido. El vizconde de Lyngate es un buen hombre. Yo mismo lo elegí para ti.

– ¡Padre! -Exclamó entre trémulas carcajadas al escuchar la absurda afirmación-. ¿Puedo seguir llamándote así? ¿Y a ti puedo seguir llamándote madre?

– Si nos llamas de otra manera, nos sentiremos mortalmente ofendidos -contestó sir Humphrey.

Lady Dew se puso en pie para compartir el abrazo.

– Cuando tengas niños, Nessie -le dijo-, tendrán que llamarnos «abuelo» y «abuela». Porque para nosotros serán nuestros nietos, como si los hubieras tenido con Hedley.

Era casi más de lo que podía soportar.

Se alegró mucho de que no subieran a verla a su vestidor a la mañana siguiente. La señora Thrush insistió en estar presente, claro estaba, y se comportó como una gallina clueca, entorpeciendo la labor de la doncella que acababa de llegar de Londres para servir a Meg y a Kate. Los demás fueron llegando poco a poco.

– ¡Nessie, por Dios! -exclamó Stephen mientras la miraba de arriba abajo.

Su vestido de novia y la pelliza que lo acompañaba eran de color verde claro, y además llevaba la alegre pamela con flores bordadas que Cecily encontró en una de las sombrererías que visitaron durante su estancia en Londres. Sus rizos se agitaban bajo el ala a cada movimiento.

– Estás tan bonita como un día de primavera. Y pareces muchísimo más joven que antes de irte a Londres.

El también estaba muy elegante, y su porte había mejorado a ojos vistas desde que dejaron Throckbridge. Vanessa así se lo dijo, pero su hermano le restó importancia al comentario con un gesto descuidado.

Katherine se estaba mordiendo el labio inferior.

– Nessie -dijo-, y pensar que hace solo unas semanas Meg estaba zurciendo calcetines, Stephen estaba traduciendo un texto en latín, yo estaba bregando con los niños de la escuela y tú estabas en Rundle Park… -Se le llenaron los ojos de lágrimas y volvió a morderse el labio.

– Pero a partir de hoy, Nessie y su marido serán felices y comerán perdices -apostilló Meg-. Y está deslumbrante. -No había ni rastro de lágrimas en sus ojos y tenía una expresión bastante tensa. Sin embargo, la miraba con un cariño tan fiero que Vanessa no fue capaz de sostener su mirada por temor a estallar en lágrimas.

La noche anterior estuvieron sentadas en su cama hasta muy tarde. Ella, apoyada en la almohada y Meg, sentada a los pies con las piernas dobladas y la barbilla sobre las rodillas.

– Quiero que me prometas que no perderás tu capacidad de ser feliz ni de extender la felicidad a tu alrededor, Nessie -le dijo-. Pase lo que pase. No debes dejar de ser quien eres. Prométemelo.

Su hermana temía que la vida al lado del vizconde de Lyngate acabara con su buen humor. Qué tonta era. Más bien sucedería todo lo contrario. Porque ella ayudaría al vizconde a sonreír y a reírse a carcajadas. Lo haría feliz.

Se lo había prometido a él. Se lo había prometido a su madre. Y, sobre todo, se lo había prometido a sí misma.

– Te lo prometo -afirmó con una sonrisa-. Meg, qué tonta eres. ¡Ni que mañana me llevaran a la guillotina! Mañana será el día de mi boda. No te lo he dicho antes, pero el día que me pidió matrimonio, a la orilla del lago, me besó.

Margaret la miró sin decir nada.

– Y me gustó -añadió-. Me gustó muchísimo. Y creo que a él también.

Esa parte posiblemente fuera incierta, pero tampoco podía decirse que fuera una mentira en toda regla, ya que no le había preguntado y por tanto no lo sabía con seguridad. Además, lo que sí tenía claro era que en aquel momento la había deseado.

Margaret comenzó a mecerse después de abrazarse las piernas.

– Meg, necesito que me besen -le confesó-. Y necesito mucho más. Necesito volver a estar casada. A veces tengo la impresión de que los hombres creen que son ellos los únicos que necesitan… los besos. Pero se equivocan. Las mujeres también tenemos necesidades. Y me alegro de volver a casarme.

Su confesión no era del todo una mentira, pensó. Porque era verdad que anhelaba sus besos… y mucho más que sus besos.

Como también anhelaba el amor y la felicidad. Si lo intentaba con todas sus fuerzas, tal vez pudiera conseguir una de esas dos cosas.

Esa mañana, no obstante, cuando Stephen le ofreció el brazo y lo aceptó para que la acompañara a la planta baja y al carruaje en el que recorrerían el corto trayecto hasta la capilla, no estaba tan segura de anhelar nada de eso.

Iba a casarse con un desconocido. Con un hombre guapo, viril, serio, impaciente, amargado, cínico…

¡Ay, Dios!, pensó.

Aunque también se había puesto de rodillas para pedirle matrimonio, un detalle innecesario ya que había sido ella quien se lo había pedido en primer lugar. Seguro que la hierba húmeda le había arruinado los pantalones…

Mientras se acomodaba en el asiento del carruaje y dejaba sitio a Stephen para que se colocara a su lado, llegó a la conclusión de que se sentía un poco como si la llevasen a la guillotina.

Por muy tonto que pareciera, ansiaba que Hedley estuviera a su lado.


No habría más de treinta asistentes en la capilla, aunque era tan pequeña que estaba a rebosar.

La ceremonia no sería muy larga. Un detalle que siempre le había sorprendido en las bodas a las que había asistido. Incluyendo la suya con Hedley. Y esa no iba a ser distinta.

¿Cómo era posible que se produjera un cambio tan importante y drástico en las vidas de dos personas con tanta brevedad y tanta discreción? El único momento de nerviosismo se produjo durante la pausa que realizó el clérigo después de preguntar si alguno de los presentes sabía de algún impedimento que obstaculizara el matrimonio entre los contrayentes.

Tal como siempre sucedía, según su experiencia, nadie dijo nada y la misa continuó hasta su inevitable conclusión.

En cuanto Stephen colocó la mano de su hermana sobre la del vizconde de Lyngate, Vanessa fue consciente de que la suya estaba muy fría. Y de que la de su futuro esposo era firme, fuerte y cálida. Fue consciente del exquisito corte de su traje: vestía de negro salvo por la camisa, al igual que la noche del baile de San Valentín. Fue consciente de su altura y de la anchura de sus hombros. Fue consciente del olor de su colonia. Fue consciente de los rápidos latidos de su propio corazón.

Y cuando escuchó cómo cambiaba su apellido y se convertía en Vanessa Wallace, vizcondesa de Lyngate, fue consciente de que dejaba atrás toda una vida.

Hedley quedó todavía más relegado en el tiempo; se quedó en el pasado, y ella tenía que dejarlo marchar.

Porque a partir de ese momento pertenecía a otro hombre.

A ese desconocido que tenía al lado.

Lo miró a los ojos mientras él le colocaba la alianza en el dedo.

¿Cómo había sido capaz de casarse con un desconocido? Sin embargo, lo estaba haciendo.

Al igual que él. ¿Era consciente lord Lyngate de que apenas la conocía? ¿Le importaba ese detalle?

Una vez que le colocó la alianza, la miró a los ojos.

Ella sonrió.

Él no.

Y después, tras lo que le pareció una vertiginosa sucesión de instantes, se convirtieron en marido y mujer. Y lo que Dios había unido, no podría separarlo ningún hombre. Ni ninguna mujer, supuso.

Firmaron en el registro y cogidos del brazo enfilaron el pasillo de la capilla mientras ella sonreía a diestro y siniestro. No había ni rastro de lágrimas en los ojos de Meg. En los de Kate, sí. Stephen sonreía. Al igual que el señor Bowen. La vizcondesa, que a partir de ese momento sería la vizcondesa viuda, se estaba secando las lágrimas con un pañuelo de encaje. El duque los miraba con un ceño feroz, expresión que exageraba sus pobladas cejas. La duquesa les dedicó una sonrisa afectuosa mientras asentía con la cabeza. Sir Humphrey se estaba sonando la nariz.

Todo lo demás le pareció borroso.

Lo primero que notó nada más salir de la capilla, cosa que no había notado al entrar, fue que la hierba del cementerio y las cercas que se extendían bajo las copas de los árboles estaban salpicadas de crocos, prímulas y montones de narcisos.

La primavera había llegado tarde y casi sin avisar. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Ya estaban a finales de marzo, y la primavera era su estación preferida.

– ¡Oh! -Exclamó al tiempo que miraba con una alegre sonrisa al hombre que caminaba a su lado-. ¡Cuántas flores! ¿A que son preciosas?

Además, se percató de que el sol brillaba. El cielo era de un claro azul.

– ¿Las de tu pamela? -le preguntó él-. Desde luego que lo son.

La absurda broma le arrancó una carcajada y de repente notó que se quedaba sin aliento y que se le aflojaban las rodillas. Ese hombre era su esposo. Acababa de prometer que lo amaría, lo honraría y lo obedecería durante el resto de su vida.

– Bueno, Vanessa… -lo oyó decir en voz baja.

¡Vaya! Nadie la había llamado nunca así, salvo su madre. Qué bonito era su nombre, después de todo, pensó tontamente al tiempo que le devolvía la sonrisa.

Fueron las últimas palabras que su flamante esposo le dirigió en privado durante varias horas. Porque tuvieron compañía incluso en el carruaje durante el trayecto de vuelta a Finchley Park, donde se celebraría el banquete de bodas. Roberta, la tía de su esposo, adujo no poder soportar más las quejas de su hermana sobre las corrientes y el mareo que le provocaban los desplazamientos en carruaje, y decidió volver con los novios. Y como resultó que tenía unos cuantos consejos que ofrecer al joven Merton sobre los peligros que lo aguardaban en el pérfido mundo londinense durante la temporada social, insistió en que Stephen los acompañara.

Las campanas de la capilla repicaron alegremente mientras se alejaban.

Vanessa las escuchó con cierta melancolía. Nadie más pareció reparar en ellas.

Elliott había decidido un par de semanas antes de la boda, en cuanto comprendió que sería un evento al que acudiría prácticamente la familia al completo, que su esposa y él no pasarían la noche de bodas en Finchley Park. Aunque la mansión era lo bastante grande para alojar con comodidad a todo el mundo y él contaba con aposentos privados, no tenía ganas de desearles las buenas noches a todos mientras se llevaba a la novia a la cama, ni tampoco de saludarlos a la mañana siguiente.

Había ordenado que limpiaran y preparan la residencia de la viuda, que estaba emplazada junto al lago. También había dispuesto el traslado de varios sirvientes, incluyendo su ayuda de cámara y la nueva doncella de su esposa. Y había anunciado que después del almuerzo de bodas tanto la residencia de la viuda como el lago estarían vetados para todo el mundo durante tres días.

Tres días le parecía demasiado tiempo para estar a solas, y esperaba no arrepentirse de esa decisión. Claro que siempre les quedaba la opción de volver a la casa antes si se aburrían pronto el uno del otro, supuso. Sin embargo, sentía la necesidad de compartir unos cuantos días a solas para establecer algún tipo de relación con su esposa. Una relación de índole sexual al menos, si descubrían que cualquier otra era imposible.

Ya era de noche cuando abandonaron la mansión. La celebración estaba en pleno apogeo mientras ellos se alejaban por el zigzagueante sendero que atravesaba el prado en dirección al lago. Era una noche clara gracias a la luna y a la luz de las estrellas. La luz de la luna se reflejaba en la superficie del lago creando una brillante estela. Hacía fresco, pero no corría viento. Una noche primaveral, por fin.

Y muy romántica. Caminaban cogidos del brazo, pero no habían hablado desde el frenético momento de las despedidas en la mansión. Debería decir algo, reconoció Elliott. Era extraño en él sentirse incómodo, no saber qué decir.

Fue ella quien rompió el silencio.

– ¿No es increíblemente maravilloso? -preguntó-. Todo parece mágico. ¿No le parece romántico, milord?

Debería decirle que sí. Al fin y al cabo, había estado reflexionando justo sobre eso mismo. Sin embargo, decidió centrarse en la última palabra que Vanessa había pronunciado.

– ¿Milord? -Repitió con cierta irritación-. Vanessa, soy tu marido. Me llamo Elliott. Olvídate del usted y del milord.

– Elliott -dijo ella al tiempo que lo miraba a los ojos.

Todavía llevaba el vestido de novia de color verde. Y se había vuelto a poner la absurda pamela para trasladarse a la residencia de la viuda. Reconoció para sus adentros que era muy bonita y que le sentaba muy bien.

Acababan de llegar a la orilla del lago, donde el sendero describía una curva para aproximarse a la fachada delantera de la casa. Por algún motivo que no alcanzó a entender, ambos se detuvieron.

– ¿No aprecias la belleza? -le preguntó Vanessa, que había ladeado la cabeza para mirarlo. Una nueva acusación.

– Por supuesto que sí -contestó él-. Hoy estás preciosa.

Solo era una pequeña exageración. Además, había descubierto que sus ojos tendían a buscarla más de la cuenta. Vanessa había estado todo el día deslumbrante mientras departía con los invitados. Llena de alegría y de sonrisas.

Feliz.

A la luz de la luna, él contempló el brillo alegre que iluminaba su mirada.

– Me refiero a la belleza de la naturaleza -precisó ella-. No estaba buscando un cumplido. Sé que no soy guapa.

– Pero no sabes aceptar un halago cuando se te ofrece -repuso Elliott.

La alegría desapareció de su cara.

– Lo siento -la oyó decir-. Gracias por el cumplido. Tu madre eligió el vestido y el color. Cecily eligió la pamela.

Nadie la había llamado guapa nunca, comprendió de repente. ¿Cómo habría sido su vida al crecer con tres hermanos más que servidos en ese aspecto mientras que ella adolecía más bien de lo contrario? Sin embargo, era capaz de enfrentarse a la vida con una sonrisa.

Le colocó un dedo bajo la barbilla y se inclinó hacia delante para darle un beso fugaz en los labios.

– Bueno -dijo-, ahora que me fijo, la verdad es que también son muy bonitos. -El vestido y la pamela, claro.

– ¡Fantástica réplica! -exclamó Vanessa entre carcajadas. Tenía la respiración alterada.

Llevaba célibe demasiado tiempo, se dijo él con sorna. Estaba más que dispuesto para proceder con los menesteres de la noche de bodas. Una buena reacción, pensó.

– Será mejor que entremos en la casa -dijo-. Te acompañaré a tu dormitorio, a menos que quieras comer algo más. Tu doncella te estará esperando.

– ¿A mi dormitorio? -repitió ella.

– Iré a verte luego -añadió Elliott.

– ¡Ah!

Estaba seguro de que Vanessa se había ruborizado, aunque a la luz de la luna era difícil confirmarlo. Suponía que, al fin y al cabo, podía considerarse que la novia era casi virgen.

Se mantuvieron en silencio mientras caminaban el trecho restante hasta llegar a la puerta principal, que él abrió antes de invitarla a pasar. El guarda y su esposa los esperaban en el recibidor, pero Elliott los despachó enseguida después de darles las buenas noches.

Precedió a Vanessa mientras subía la escalera, bien iluminada gracias a los candelabros de pared cuyas velas estaban encendidas. Era su esposa, pensó. Se acostaría con ella esa noche, dentro de un rato para ser más exactos, y durante el resto de su vida no habría otra mujer más que ella.

Era un juramento que se había hecho a sí mismo poco tiempo antes, aunque le sorprendió haber tardado tanto en ser consciente de dicha decisión. Porque ya lo había decidido antes incluso de volver de Londres, antes de la boda. Sería un hombre monógamo durante el resto de su vida, con independencia de lo satisfactorio o no que resultara el aspecto físico de su matrimonio. La alternativa podría ser demasiado dolorosa.

Solo tenía que mirar y escuchar a su madre y a su abuela para comprobarlo. Su padre y su abuelo les habían ocasionado un daño irreparable. Y ambas temían que él siguiera el mismo camino que sus predecesores. No lo haría. Era así de sencillo.

Y no era una decisión satisfactoria, habida cuenta de la personalidad de su esposa. Pero no pensaba retractarse.

Se detuvo al llegar a la puerta del vestidor de Vanessa y le hizo una reverencia mientras se llevaba su mano a los labios. Al abrir la puerta vio a la doncella trajinando en el interior.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia sus aposentos.

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