CAPÍTULO 14

La felicidad no siempre era efímera, no siempre duraba un instante. De vez en cuando se mostraba persistente.

Vanessa no se hacía ilusiones, por supuesto. No era un matrimonio por amor y nunca habían pretendido lo contrario. Elliott no la amaba y ella no lo amaba a él, al menos no de verdad.

Pero sí estaba encaprichada con él, y era evidente que a él, por extraño que pareciera, le sucedía lo mismo.

De momento. Aunque el momento no durase para siempre.

Iban a disfrutar del interludio más romántico de la vida de cualquier persona: la luna de miel.

Hicieron el amor tantas veces durante esos tres días y esas cuatro noches que Vanessa perdió la cuenta. Bueno, no del todo. Fueron trece veces en total. Más tarde pensó que si hubiera sido supersticiosa, habría considerado el número un mal augurio. No debería haberlas contado.

Jamás en la vida había disfrutado tanto como en las trece ocasiones en las que hicieron el amor. Elliott era guapísimo, viril, habilidoso y muy atento.

Aunque no se trataba solo de esos momentos.

Comían juntos y hablaban mientras lo hacían. Hablaron de los libros que habían leído y descubrieron que coincidían en muy pocos títulos. Aunque eso tenía fácil solución.

– Leeré todos los libros que tú has leído -le dijo ella siguiendo un impulso-, y así podremos discutir sobre ellos.

– Pues yo no pienso leer todo lo que tú has leído -replicó él-. La historia nunca fue mi asignatura preferida en el colegio. Pero puedes contarme todo lo que haya pasado que pueda servirme.

– ¡Ay, Dios! -exclamó-. ¿Por dónde empiezo?

– ¿Por el principio? -sugirió él-. ¿Con Adán y Eva?

– Empezaré con los romanos en la Britania, porque se sabe muy poco de las tribus que habitaban estas tierras antes de que ellos llegaran -dijo-. Los romanos son fascinantes, Elliott. Sus vidas eran mucho más sofisticadas y lujosas que las nuestras. Y eso que creemos que vivimos en una sociedad muy avanzada. ¿Sabes, por ejemplo, que conocían un modo de calentar sus hogares que no requería de madera ni de braseros en todas las habitaciones?

– No lo sabía -respondió él.

Elliott la escuchó con aparente interés mientras ella le hablaba de la Britania romana y de lo mucho que los romanos habían influido en las vidas de los británicos hasta ese mismo momento.

– Sobre todo en la lengua -le dijo-. ¿Sabes el sinfín de palabras que derivan del latín?

– ¿Eso quiere decir que nos veríamos obligados a vivir en silencio si los romanos no hubieran conquistado estas tierras? -Preguntó él a su vez-. ¿O que, Dios no lo quiera, tendríamos que hablar gales o gaélico?

Vanessa soltó una carcajada al escucharlo.

– Las lenguas son entes vivos -adujo-. El inglés habría sido distinto sin la influencia de los romanos, pero habría existido como tal.

Sospechaba, de hecho lo sabía a ciencia cierta, que el conocimiento que Elliott poseía del pasado era mucho más extenso de lo que había admitido. Ningún caballero educado como tal podía desconocerlo absolutamente todo sobre la historia y la civilización de su propio país. Aunque no le importaba que le estuviera gastando una broma al fingir ignorancia. La historia era una especie de pasión para ella, pero no siempre encontraba a gente dispuesta a escucharla.

Además, resultaba interesante descubrir que Elliott era capaz de gastar bromas.

Pasaron prolongados momentos al aire libre. El buen tiempo resultaba irresistible. Aunque la primavera acababa de empezar, el sol brillaba, el cielo estaba despejado y soplaba una brisa cálida. No podrían haber deseado nada mejor.

Dieron muchos paseos por el lago y ni una sola vez se encontraron con un alma. Todos respetaban su intimidad, era evidente.

Un día fueron al cobertizo donde guardaban las barcas y le echaron un vistazo antes de elegir una que llevaron al agua a pesar de que el día era un poco fresco. Vanessa insistió en remar e incluso consiguió que ambos llegaran sanos y salvos a la orilla. Pero como hacía años que no remaba, desde que era una niña, pasó mucho más tiempo peleándose con el agua y con los remos, y moviéndose en círculos surcaron con elegancia el lago mientras admiraban el paisaje.

– Una demostración impresionante -comentó su esposo a su regreso-. Tal vez la próxima vez me permitas encargarme de los remos para darme la oportunidad de dejarte tan impresionada como tú a mí.

El comentario le arrancó una carcajada.

– Pero ha sido muy divertido, Elliott, admítelo -dijo ella-. ¿No has temido por tu vida?

– Sé nadar -le contestó él-. ¿Y tú?

– Más o menos se me da tan bien como remar -respondió, y se echó a reír de nuevo-. Siempre me ha dado miedo meter la cabeza bajo el agua.

En otra ocasión pasearon por el embarcadero y contemplaron los peces que nadaban en el agua. Elliott le dijo que cuando era pequeño solía zambullirse allí e intentar pescar con las manos.

– ¿Lo conseguiste alguna vez? -le preguntó.

– Nunca -admitió él-. Pero aprendí que no debía malgastar las fuerzas en un imposible.

– ¿Y eso te detuvo?

– No.

Recordó el día que hizo rebotar el guijarro sobre el agua en Warren Hall, el mismo día que ella le propuso matrimonio. Lo instó a hacerle una demostración y después intentó imitarlo, sin éxito. Elliott quiso enseñarle, pero parecía incapaz de ejecutar el movimiento de muñeca necesario para lograr el efecto deseado. Lo único que consiguió fue lanzar el guijarro por el aire, de modo que tuvieron que agacharse y esquivar el proyectil para que no les diera en la cabeza al caer.

Tras reírse a mandíbula batiente, observó la segunda demostración de Elliott, que fue mejor que la primera.

– Doce rebotes -dijo con admiración-. Una nueva marca.

– Pues tú lo tienes mucho más fácil que yo -replicó él-. Yo tengo que conseguir trece rebotes para batir mi marca. Tú solo tienes que conseguir uno para establecer la tuya.

– Creo que lo único que he aprendido es a no malgastar las fuerzas en un imposible.

Lanzó un último guijarro… y rebotó tres veces. Empezó a reírse a carcajadas y se volvió hacia él con expresión triunfal.

– Vaya -dijo Elliott con las cejas enarcadas-. Tal vez deba zambullirme para intentar pescar con las manos.

Algún día, pensó, conseguiría que sonriera. Incluso lo haría reír a carcajadas. Aunque no importaba que no lo hiciera. Porque Elliott estaba disfrutando tanto como ella. Estaba segura de ello.

Tal vez no fuera un matrimonio maravilloso, y tal vez nunca se quisieran de verdad. Pero no había motivo alguno para que no pudieran ser felices juntos. Le había prometido felicidad, placer y tranquilidad, le había prometido que se sentiría a gusto, ¿no?

El tercer día pasearon por el extremo más alejado del lago y descubrieron un prado de pendiente suave cubierto de narcisos. No se veía desde la orilla opuesta, ya que quedaba oculta por las ramas de los sauces que caían sobre el agua. La brisa mecía suavemente las flores amarillas bajo la luz del sol.

– ¡Mira, Elliott! -exclamó, como si él no lo hubiera visto-. ¡Mira qué preciosidad!

Y comenzó a correr entre las flores con los brazos extendidos a los lados, tras lo cual dio unas cuantas vueltas con la cara levantada hacia el sol.

– ¿Has visto alguna vez algo más bonito? -preguntó cuando se detuvo, aún con los brazos levantados.

Elliott estaba junto a la orilla, observándola.

– Es posible -respondió él-. Pero ahora mismo no se me ocurre qué puede ser. Aunque me parece que ya conocías este sitio, porque te has vestido a juego. Has sido muy astuta.

Vanessa se miró. Llevaba su vestido amarillo claro, una pelliza a juego y el bonete de paja.

– Se me ocurrió impresionarte -repuso al tiempo que le lanzaba una sonrisa deslumbrante.

– Y lo has hecho.

Se dio cuenta de que Elliott se había acercado mientras ella se miraba el vestido. Y siguió acercándose de forma que la sonrisa desapareció de sus labios. Cuando estuvo lo bastante cerca, se inclinó, le rozó los labios con los suyos y ella le devolvió el beso después de echarle los brazos al cuello.

Le encantaba verlo con los párpados entornados, porque eso la hacía sentirse deseable. El hecho de que Elliott la encontrara deseable seguía sorprendiéndola. Pero el deseo debía de ser sincero. Era evidente que no solo estaba pensando en engendrar los hijos por los que se había casado con ella. Lo miró a los ojos después de que él se apartara y le sonrió una vez más.

Fue uno de los momentos más felices de esos tres días de felicidad. Estuvo en un tris de creerse enamorada. Y de creer que él correspondía a sus sentimientos.

– Este lugar está desierto. Nadie vendría por aquí aunque la familia y los criados no tuvieran órdenes estrictas de mantenerse apartados del lago -comentó él-. No recuerdo haber venido en esta época del año.

«Este lugar está desierto. Nadie vendría por aquí.»

El significado de sus palabras estaba muy claro, de modo que volvió a experimentar la ya conocida sensación entre los muslos.

– ¿Nadie viene por aquí? -le preguntó, y se humedeció los labios, que se le habían quedado muy secos de repente.

– Nadie.

Y lo vio quitarse la chaqueta y extenderla sobre la hierba entre los narcisos antes de hacerle un gesto con la mano.

Hicieron el amor al aire libre, rodeados del verde y del dorado primaverales, con el sol sobre sus cabezas, cuyos rayos casi resultaban abrasadores incluso refugiados bajo los árboles, entre las flores y tan cerca de la frescura de la orilla.

Fue un encuentro breve, apasionado y maravillosamente pecaminoso, porque alguien podría haber pasado por allí en cualquier momento. Y descubrió que había algo muy erótico en hacer el amor con casi toda la ropa puesta.

– Voy a recoger narcisos para la casa -anunció Vanessa cuando volvieron a estar de pie, después de arreglar sus ropas-. ¿Puedo?

– Estás en tu casa -contestó él-. Eres la señora de Finchley Park, Vanessa. Puedes hacer lo que se te antoje.

Su sonrisa se ensanchó al escucharlo.

– Dentro de unos límites razonables -se apresuró a añadir él.

– Ayúdame -le pidió al tiempo que se agachaba para recoger los narcisos, cortándolos por sus largos tallos.

– ¿Tienes bastantes? -quiso saber él después de que hubiera recogido una docena y ella llevara más del doble.

– Ni mucho menos -aseguró-. Vamos a recoger narcisos hasta que no podamos llevar más. Llenaremos la residencia de la viuda a reventar con rayitos de sol y primavera, Elliott. Coge también unas cuantas hojas verdes.

Poco tiempo después rodeaban de nuevo el lago en dirección a la casa, con los brazos rebosantes de flores.

– Espero que haya sitios y jarrones suficientes -dijo Vanessa cuando se acercaban a la puerta-. Seguro que tenemos para un ramo por habitación.

– Los criados se encargarán de todo -le aseguró él. Abrió la puerta con cierta dificultad y se hizo a un lado para que ella entrase primero.

– Desde luego que no -protestó-. Hacer arreglos florales es uno de los mayores placeres de la vida, Elliott. Yo te enseñaré. Vas a venir conmigo y vas a ayudarme.

– No, voy a ir contigo y voy a ver cómo lo haces -la corrigió él-. Después me darás las gracias por no ayudarte. Vanessa, no tengo gusto para hacer ramos.

Sin embargo, la ayudó de todas formas. Llenó los jarrones de agua y separó las flores y las hojas en grupos, cortando los tallos según las instrucciones que ella le daba. Y ayudó a llevar los jarrones a cada una de las estancias y a colocarlos mientras ella se mantenía un poco apartada y lo observaba con ojo crítico.

– Un centímetro a la derecha -dijo ella al tiempo que hacía un gesto-. Ahora medio centímetro hacia atrás. ¡Ahí! ¡Perfecto!

Elliott se apartó y la miró fijamente.

Vanessa se echó a reír.

– Siempre deberíamos buscar la perfección -explicó-, aunque no siempre sea posible alcanzarla. Cualquier cosa que merezca la pena hacer debe hacerse bien.

– Sí, señora -convino él-. ¿Qué va a pasar con las flores cuando regresemos a la mansión?

Ella no quería regresar a la mansión. Quería vivir para siempre en ese lugar, de esa manera. Pero nunca había sido posible, ni aconsejable a la postre, detener el paso del tiempo.

– El mañana no existe hasta que llega -afirmó-. Solo tenemos que pensar en el presente, en el hoy. Y hoy vamos a disfrutar de los narcisos.

– ¿Conoces el poema? -le preguntó Elliott.

– ¿El de William Wordsworth? -Preguntó a su vez-. ¿El que habla de los «dorados narcisos»? Por supuesto que sí. Y ahora sabemos lo que debió de sentir cuando los vio.

– Después de todo, parece que sí tenemos gustos de lectura parecidos -comentó él.

– Cierto, los tenemos.

Miró encantada los jarrones llenos de flores. Todavía les quedaba una noche completa de la que disfrutar.

Sin embargo, ya se había mencionado el mañana. Al día siguiente regresarían a la mansión y al resto de sus vidas.

Serían las mismas personas viviendo el mismo matrimonio.

No obstante, intentó con todas sus fuerzas no pensar en eso. Cada vez que lo hacía, experimentaba una vaga sensación de malestar, un mal presentimiento.


Regresaron a la mansión después del desayuno, a la mañana siguiente, caminando bajo un cielo gris que amenazaba lluvia.

La casa estaba desierta salvo por los criados y por el señor Bowen. Todos los invitados a la boda se habían marchado el día anterior, y lady Lyngate y Cecily habían partido rumbo a Londres esa misma mañana, muy temprano. Elliott y ella las seguirían al día siguiente.

Vanessa exploró su nuevo dormitorio y su vestidor mientras Elliott estaba en su despacho, consultando con su secretario y revisando el correo que se había acumulado durante esos tres días. Sin embargo, no se demoró mucho. Llamó a su puerta media hora después y entró.

– Es enorme -declaró Vanessa al tiempo que abría los brazos-. Tiene que ser el doble de grande que mi dormitorio en la residencia de la viuda.

– Por supuesto -admitió Elliott encogiéndose de hombros-. Son los aposentos de la vizcondesa.

En ese momento Vanessa se dio cuenta de que todavía no había asimilado la idea de que acababa de entrar en un mundo totalmente distinto.

– Voy a Warren Hall para ver qué tal le va a Merton con sus tutores -anunció Elliott-. ¿Te gustaría venir? Si es así, ordenaré que preparen el carruaje. De todas formas, sería lo más sensato. Va a llover.

– Claro que quiero ir -contestó.

El tiempo parecía haberse detenido durante su luna de miel. Apenas había pensado en sus hermanos… ni en ninguna otra persona. La residencia de la viuda y el lago habían sido todo su mundo, y Elliott y ella eran los únicos habitantes. Como Adán y Eva en el paraíso.

De repente, se dio cuenta de que habían pasado tres días y de que estaba ansiosa por volver a ver a sus hermanos.

Cuando llegaron a Warren Hall comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia y soplaba un viento gélido.

¡Qué suerte habían tenido al disfrutar de esos tres gloriosos días primaverales!, pensó. El cambio de temperatura les confería un aire irreal y místico, como si hubieran acabado hacía semanas en vez de esa misma mañana.

Margaret estaba sola en el salón. Hizo una reverencia a Elliott y abrazó a su hermana con fuerza. Les dijo que sus invitados se habían marchado el día anterior. Stephen se encontraba en la biblioteca de la planta baja, con uno de sus tutores, ya que acababa de regresar de un paseo a caballo con el señor Grainger más tarde de la cuenta, razón por la que había sido severamente reprendido. Katherine había salido a dar un paseo.

– Aunque espero que regrese pronto -dijo Margaret mirando hacia la ventana, cuyos cristales estaban mojados por la lluvia-. Antes de que se moje.

Su hermana parecía apagada y un tanto pálida, pensó Vanessa cuando se sentaron junto a la chimenea, después de que Elliott se marchara a la biblioteca.

– ¿Te encuentras bien, Meg? -le preguntó-. ¿Ha pasado algo?

– Nada de nada. -Margaret sonrió-. ¿Y tú, Nessie? ¿Cómo estás tú?

Se acomodó en el sillón antes de contestarle.

– ¿A que hemos disfrutado de un tiempo espléndido? La residencia de la viuda de Finchley Park es un lugar precioso, Meg, y el lago es encantador. Salimos a dar un paseo en barca, y ayer recogimos montones de narcisos sin que se notara siquiera en la orilla donde crecían. Colocamos un jarrón lleno en cada estancia. Eran preciosos.

– ¿En plural? -Señaló Margaret-. ¿Eso quiere decir que todo va bien, Nessie? ¿No te arrepientes de nada? Pareces muy feliz.

– En fin, está claro que la vida real está a punto de hacer acto de presencia -dijo-. Mañana nos vamos a Londres y seré presentada a la reina la semana que viene… una idea aterradora, la verdad. Y también tendré que conocer a mucha gente e ir a muchos sitios y… Bueno, y muchas más cosas. Pero claro que no me arrepiento, tonta. Era algo que quería hacer. Te lo dije desde un principio.

– ¡Ay, Nessie! -Margaret apoyó la espalda en el respaldo de su sillón con gesto cansado-. Si tú puedes ser feliz, yo también podré serlo.

Vanessa miró a su hermana con detenimiento. Sin embargo, y antes de que pudiera preguntarle una vez más qué había pasado, porque estaba claro que algo había sucedido, la puerta se abrió para dejar paso a una Katherine de mirada resplandeciente y mejillas sonrosadas.

– ¡Uf, vengo sin aliento! -Exclamó la hermana menor con una mano en el pecho-. No sabía si refugiarme en la capilla cuando comenzó a llover o arriesgarme a correr hacia la casa.

– Ya veo que te has decidido por lo segundo -dijo Vanessa al tiempo que se ponía en pie.

– Y ahora me alegro. -Katherine corrió hacia ella para abrazarla-. He visto el carruaje del vizconde en la puerta y tenía la esperanza de que te hubiera traído con él.

– Y lo ha hecho -dijo con una sonrisa.

– No sabes lo guapísimos que estabais los dos el día de la boda -afirmó Katherine cuando volvieron a sentarse-. ¿Te lo has pasado bien estos tres días en el lago?

– Muy bien -respondió con la esperanza de no haberse ruborizado-. Es un lugar idílico. Me habría encantado poder quedarme allí para siempre. Y tú ¿te lo has pasado bien con todos los invitados en la casa?

Katherine se inclinó hacia delante de repente, con expresión ansiosa.

– ¡Ay, Nessie! Resulta que no eres la única que se ha casado hace poco. ¿Te lo ha contado Meg? Ayer por la mañana llegó una carta para sir Humphrey y para lady Dew, enviada desde Rundle Park, y tuvimos la suerte de que llegara antes de que se marcharan de regreso. ¿Te lo ha contado ya Meg?

– Pues no.

Vanessa miró a su hermana mayor. Estaba aferrada a los apoyabrazos del sillón con una sonrisa torcida en los labios.

– Era de Crispin Dew -prosiguió Katherine.

– ¡Kate, no me digas que está herido! -exclamó ella.

En ese momento recordó cómo había comenzado la conversación y miró de reojo a Margaret.

– No, nada de eso -le aseguró Katherine-. Acaba de casarse. Con una dama española. No sabes el revuelo que se armó antes de que el carruaje partiera hacia Throckbridge, aunque es lógico. A lady Dew le entristeció no haber podido asistir a la boda. Al igual que a Eva y a Henrietta.

– ¡Oh! -exclamó Vanessa, mirando a los ojos a Margaret, que le devolvió la mirada con esa espantosa sonrisa torcida en los labios.

– No he parado de gastarle bromas a Meg desde entonces -continuó Katherine-. Recuerdo que cuando era pequeña Crispin y ella se pasaban el día muy acaramelados… lo mismo que Hedley y tú.

– Le he dicho a Kate que ni siquiera recuerdo muy bien su aspecto -terció Margaret-. Y que todo eso fue hace muchos años. Le deseo toda la felicidad del mundo en su matrimonio.

En ese preciso instante Stephen y Elliott se reunieron con ellas en el salón, donde tomaron café con pastas mientras charlaban, entre otras cosas, sobre Londres, donde todos residirían en cuestión de una semana.

No se quedarían a almorzar, anunció Elliott cuando los invitaron. Tenía que atender unos asuntos en su propiedad esa tarde.

Margaret, Stephen y Katherine bajaron con ellos para despedirlos, aunque no salieron a la terraza porque la llovizna se había convertido en un buen chaparrón.

De modo que Vanessa no tuvo oportunidad de hablar en privado con Margaret. O en el caso de haberla tenido, ya que podrían haberse quedado rezagadas en la escalera para que nadie pudiera escucharlas, Margaret la evitó a toda costa.

¡Menuda ironía!, pensó Vanessa mientras subía al carruaje y Elliott se sentaba junto a ella. Se había casado con él hacía cuatro días para que su hermana conservara la esperanza.

Sin embargo, su esperanza había acabado hecha añicos para siempre.

Habría sido mejor para Meg que Crispin Dew hubiera muerto en combate.

Era horrible pensar algo así, pero…

– ¿Sientes nostalgia por tu hogar? -le preguntó Elliott cuando el carruaje se puso en marcha.

– ¡No! -Volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa deslumbrante-. No, claro que no. Finchley Park es ahora mi hogar.

Le tendió la mano y Elliott se la cogió, colocándosela sobre el muslo mientras regresaban a casa en silencio.

¿Estaría casada con él si la carta de Crispin hubiera llegado cinco o seis semanas antes en vez del día anterior?, se preguntó.

¿O estaría Meg sentada en su lugar en esos momentos?

Al sentir la calidez del muslo de Elliott a través de la tela de los pantalones y de los guantes, se alegró en silencio de que la carta no hubiera llegado antes.

¿Cómo había podido hacer algo así? ¿Cómo había podido Crispin Dew tratar a Meg con tan poca consideración?

Se inclinó hacia un lado y se consoló con la solidez del hombro de Elliott. Al notar que estaba a punto de echarse a llorar, se apresuró a tragar saliva.

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