CAPÍTULO 22

Elliott había reservado una mesa en los jardines de Vauxhall.

Mientras se estaba en Londres disfrutando de la temporada social, era imprescindible cenar una noche en los famosos jardines emplazados al sur del Támesis, y en cuanto Elliott le preguntó si le apetecía conocerlos, Vanessa esbozó una sonrisa de oreja a oreja, encantada con el plan.

Complacer a su esposa se había convertido en algo sumamente importante para él. Tan importante como ese sentimiento que despertaba en su interior. No podía, o tal vez no quería, ponerle nombre. Era imposible que estuviera enamorado de Vanessa, esa emoción era demasiado banal. En cuanto al amor verdadero… En fin, desconfiaba del amor y no quería incluir lo que sentía por Vanessa en esa frágil categoría.

Porque confiaba en ella. Tenía la impresión de que la de su esposa se caracterizaba por el amor incondicional que les ofrecía a todas las personas con las que se relacionaba, lo merecieran o no.

Y él no lo merecía, bien lo sabía Dios.

Sin embargo, era consciente de que Vanessa lo amaba a su modo.

La noche del horrible incidente en la biblioteca, su esposa estuvo a su lado hasta que se tranquilizó, y desde entona no había siquiera mencionado el episodio. Le había ofrecido el tiempo y el espacio necesarios para recuperarse, y también para que sus heridas sanaran.

Y habían sanado. Había acabado comprendiendo que el amor, si acaso se atrevía a usar esa palabra, no residía en una sola persona. Su padre lo había decepcionado. Igual que Con. Pero el amor no.

El amor seguía en su interior con una doble faceta: el amor que los demás le ofrecían y, el más importante, el amor que él era capaz de ofrecer.

Se lo iba a ofrecer a sus hijos de tal forma que jamás dudarían de su existencia mientras él viviera. Vanessa se encargaría de enseñarles, con su ejemplo si no lo hacía con palabras (aunque estaba seguro de que las habría en abundancia), que el amor era algo que vivía en el interior de las personas, que era una fuente inagotable, que era algo capaz de cambiar para bien la vida de la gente, incluso durante las etapas más sombrías y difíciles.

Esos hijos, o el primero al menos, no tardarían mucho en llegar. Se había dado cuenta de que Vanessa debía de estar embarazada, aunque ella todavía no le había dicho nada. Desde que se casaron no había tenido la menstruación.

Con mucha cautela, podía afirmar que se sentía contento con su matrimonio.

No obstante, la cena en los jardines de Vauxhall no era solo para alegrar a Vanessa. Más que nada era por el bien de su cuñada Margaret y del joven Merton, que tenían pensado regresar en breve a Warren Hall. Vanessa y él los acompañarían, pero en cuanto el muchacho recuperara el ritmo de sus estudios con sus tutores, volverían a Londres para disfrutar del resto de la temporada social.

La facilidad con la que el muchacho se había adaptado a Londres le resultaba un poco preocupante. Le faltaban muchísimos años para poder disfrutar plenamente de la que sería su vida, pero ya había entablado amistad con personas mayores que él, tanto hombres como mujeres, y pasaba casi todo el tiempo fuera de casa, ya fuera cabalgando en el parque, en el hipódromo, examinando caballos en Tattersall’s o asistiendo a los numerosos acontecimientos sociales a los que lo invitaban.

Era demasiado joven y tal vez fuera una presa demasiado fácil para hombres como Con, que solían acompañarlo con frecuencia. Ya era hora de atarlo un poco en corto y enviarlo de nuevo a casa, donde podría retomar sus estudios hasta que llegara el momento de irse a Oxford.

Un plan que el joven conde había aceptado gustoso. El día que trató el tema con él, Merton ni siquiera rechistó.

– Todavía no puedo entrar en los clubes masculinos -dijo al tiempo que iba extendiendo los dedos para exponer sus motivos-, no puedo comprar caballos, ni un tílburi, ni cientos de cosas más sin tu permiso, y no puedo ocupar mi asiento en la Cámara de los Lores, ni asistir a los bailes y a las veladas más interesantes. Me he dado cuenta de que hay un millón de cosas que necesito aprender antes de que se me permita hacer todo eso. Además, echo de menos Warren Hall. No me dio tiempo a instalarme, a hacerlo mi hogar, antes de trasladarnos a Londres. Estaré encantado de regresar.

El muchacho sufriría un período de rebeldía en un futuro cercano, de eso estaba seguro. Pero esperaba que lo superase sin sufrir ningún daño permanente. Pese a toda esa incansable energía, poseía un carácter firme, que no era otra cosa que el resultado de una buena educación.

Su hermana mayor insistía en volver con él al campo. El día que Elliott le aseguró que no tenía por qué hacerlo ya que estaría firmemente vigilado por sus tutores, ella le dijo que ya había sido presentada en sociedad. Que a partir de ese momento podía relacionarse con la alta sociedad cuando le apeteciera, si acaso le apetecía. Le aseguró que se alegraba mucho de haber ido a Londres para disfrutar de parte de la temporada social, pero que su lugar estaba al lado de Stephen y que durante los próximos años, o al menos hasta que su hermano se casara, debía estar en Warren Hall, ejerciendo la labor de señora de la casa. Por si eso no bastaba, le recordó que ya no la necesitaban en Londres, ya que Katherine iba a trasladarse a Moreland House, donde la vizcondesa viuda de Lyngate ejercería de carabina hasta que Vanessa volviera del campo.

Y le dejó muy claro que nadie la haría cambiar de opinión.

Fue Vanessa quien comunicó a Elliott que el marqués de Allingham había propuesto matrimonio a su cuñada y que esta lo había rechazado. Habría sido un enlace brillante para ella, pero según Vanessa su hermana seguía albergando ciertos sentimientos hacia el militar que la había traicionado, y tal vez nunca los superara.

Katherine Huxtable también quiso volver a Warren Hall en cuanto se enteró de los planes de sus hermanos. Adujo que añoraba mucho la tranquilidad del campo. Sin embargo, entre Cecily y Vanessa lograron convencerla de que se quedara en Londres. Tenía una horda de admiradores y posibles pretendientes, casi tantos como Cecily. Tal vez no se diera cuenta de lo afortunada que era. Muchas jovencitas que disfrutaban de su presentación en sociedad habrían dado cualquier cosa para lograr la mitad de sus admiradores.

Sin embargo, había una cosa que Elliott había descubierto y que con el paso del tiempo resultaba cada vez más evidente. Aunque la vida de los Huxtable hubiera cambiado como de la noche al día, ellos no habían cambiado en absoluto. Se adaptarían a sus nuevas circunstancias -de hecho ya lo estaban haciendo-, pero no se les subirían a la cabeza.

Al menos, así esperaba que fuese en el caso de Merton, además de en el de sus hermanas.

Por tanto, la velada en los jardines de Vauxhall era en realidad una cena de despedida para Merton y la señorita Huxtable. Su madre y Cecily, así como Averil y su esposo, y por supuesto Katherine Huxtable completaban el grupo.

Elliott había elegido una noche en la que habría orquesta y fuegos artificiales. La suerte les sonrió, ya que el cielo siguió despejado después del crepúsculo y la noche resultó agradable, con una ligera brisa que mecía suavemente los farolillos colgados en las ramas de los árboles, sumiendo en su juego de luces y sombras los numerosos senderos por los que paseaban los alegres visitantes.

Llegaron a los jardines por el río, justo cuando caía la noche. La orquesta ya estaba tocando en la rotonda central, lugar donde se emplazaba el reservado a nombre del vizconde de Lyngate.

– ¡Oh, Elliott! -Exclamó Vanessa, aferrándole con fuerza el brazo-. ¡Es lo más bonito que he visto en la vida!

Vanessa y sus exageraciones… Nada podía ser simplemente bonito, o delicioso, o divertido.

– ¿Más bonito que el vestido que llevas o que tu nuevo corte de pelo? -le preguntó, mirándola-. Yo sé de otra cosa más bonita que los jardines. Muchísimo más bonita, en realidad. ¡Tú!

Ella ladeó la cabeza y lo miró con su habitual alegría.

– Qué tonto eres… -le dijo.

– ¡Ah! -Exclamó él al tiempo que daba un respingo-. ¿Te referías a los jardines? Sí, ahora que los miro, la verdad es que también son preciosos.

Vanessa soltó una carcajada y la señorita Huxtable volvió la cabeza para mirarlos con una sonrisa en los labios.

– ¿Eres feliz? -le preguntó él a su esposa mientras le acariciaba los dedos de la mano que descansaba en su brazo.

La risa se atenuó un poco.

– Sí -contestó-. Sí que lo soy.

Su contestación lo llevó a preguntarse si ese sería el «felices para siempre» del que él siempre se había burlado y en el que ella no creía. Si se habría acercado a ellos a hurtadillas. Un sentimiento que no necesitaba de ningún nombre.

Claro que sería toda una novedad que Vanessa no le pusiera unos cuantos y que lo obligara a él a hacer lo propio.

Elliott hizo una mueca que no tardó en ser reemplazada por una sonrisa.

– ¡Elliott, mira! -Exclamó Vanessa-. La orquesta y los reservados. Y la pista de baile. ¿Vamos a bailar? ¿Al aire libre, bajo las estrellas? ¿Se te ocurre algo más romántico?

– Ahora mismo, nada. Salvo que ese baile sea un vals.

– ¡Sí!

– Bien -dijo Merton en ese momento con evidente entusiasmo-. Allí está Constantine con su grupo. Me dijo que asistiría esta noche.

Vanessa estaba tan locamente enamorada de su esposo que incluso le dolía. Porque aunque había contestado con sinceridad a su pregunta de si era feliz, esa solo era una parte de la verdad.

Elliott no le había dicho nada referente a la conversación de la biblioteca, y se preguntaba si le guardaría algún tipo de resentimiento por haber presenciado sus lágrimas, si se sentiría humillado por el llanto y por haberse negado a dejarlo solo cuando se lo pidió.

Aunque no se había mostrado resentido en ningún momento. Durante la semana que había transcurrido desde entonces le había demostrado una ternura especial, sobre todo cuando hacían el amor. Tal vez los actos dijeran mucho más que las palabras.

Pero ella necesitaba escuchar las palabras.

Y él no había dicho nada.

Sin embargo, no era de las que se regodeaban en la melancolía. Su matrimonio era mucho más feliz de lo que había esperado que fuese cuando tomó la desesperada medida de proponérselo a fin de evitar que se lo pidiera a Meg. Si se veía obligada, se contentaría con que las cosas siguieran como estaban durante el resto de su vida.

Pero cómo anhelaba… En fin, esas palabras.

¿Cómo no iba a ser prácticamente feliz cuando se encontraba en los jardines de Vauxhall, acompañada por todos sus seres queridos?

Caminaron por la avenida principal en grupo, disfrutando de los árboles, de las esculturas, de las columnatas, de los farolillos de colores y de los alegres grupos de personas que paseaban por la avenida, respirando los olores de la naturaleza, de los perfumes y de la comida; escuchando las voces, las risas y la música en la distancia.

Se dieron un suntuoso festín, que incluyó las finísimas lonchas de jamón cocido y las fresas por las que eran tan famosos los jardines. Además de una maravillosa selección de vinos.

Charlaron con los numerosos conocidos que se detuvieron al verlos en el reservado.

Y bailaron. Todos. Incluida la vizcondesa viuda.

Bailar un vals bajo las estrellas le resultó tan romántico como Vanessa había imaginado, y tuvo la sensación de que se pasaron todo el rato mirándose a los ojos mientras ejecutaban los pasos. Ella esbozó una sonrisa y él la miró con esa emoción en los ojos que no podía ser otra cosa que ternura.

Estaba dispuesta a creer que lo era. Las palabras no eran necesarias en realidad.

Pero por muy feliz que fuera, más feliz de lo que cualquier mortal pudiera desear ser al menos una vez en la vida, había cierta parte de sí misma decidida a aguarle el momento. Porque su melancolía no se debía del todo a la resistencia de Elliott a decirle eso tan importante que ella esperaba desde la noche de la biblioteca.

También se debía a la presencia de Constantine, al que siempre encontraban allá adónde iban. Evitarlo esa noche le resultó tan difícil como de costumbre desde hacía una semana.

Su primo se mostró tan sonriente y encantador como siempre. Y muy atento, a pesar de encontrarse con otro grupo de personas. Habló con Stephen un rato y después bailó con Meg. Acompañó a Cecily y a Kate a dar un paseo, tomando a cada una de un brazo, y tardó media hora en volver. Vanessa se habría puesto muy nerviosa si solo hubiera ido una de ellas. Dadas las circunstancias, lo que sentía era cierta irritación con él y consigo misma. Porque aunque tenía todos los motivos del mundo para poner sobre aviso a sus hermanos, no lo había hecho. De hacerlo, tendría que mencionar a la señora Bromley Hayes y el robo que había tenido lugar en Warren Hall en vida de Jonathan. Y como no le apetecía mencionar ninguno de los temas, había guardado silencio.

Había evitado a Constantine haciendo un gran esfuerzo, aunque él siempre le sonreía y sabía que se le acercaría en cuanto ella lo alentara lo más mínimo. Suponía que habría podido seguir evitándolo durante el resto de la temporada social, sobre todo porque iba a pasar toda una semana fuera de Londres. Sin embargo, no tenía por costumbre evitar aquello que la vida le plantaba en el camino. Cuando Constantine acompañó de vuelta al reservado a Cecily y a Kate, Vanessa se inclinó hacia delante en su silla antes de que él se alejara. Elliott estaba hablando con unos conocidos.

– Constantine, ¿te apetece acompañarme ahora a mí a dar un paseo? -preguntó.

Su primo le sonrió con afecto y de repente le pareció muy triste haber perdido a un primo justo después de encontrarlo. No cabía duda de que poseía mucho encanto. Él le hizo una reverencia y le ofreció el brazo.

– Será un placer -contestó. En cuanto se alejaron del reservado, inclinó la cabeza y le dijo en voz baja-: Creía que estabas enfadada conmigo.

– Y lo estoy -le aseguró.

Aunque su expresión era seria, los ojos de Constantine tenían un brillo jocoso a la luz de los farolillos, según comprobó mientras se internaban en una amplia avenida. Lo vio enarcar las cejas, instándola de ese modo a que se explicara.

– No fue de recibo que nos presentaras a la señora Bromley Hayes ni a mí, ni a mis hermanos ni a Cecily en el teatro -le dijo-. Y tampoco fue de recibo que aparecieras con ella en el baile de presentación de tu prima. No esperaba eso de ti. Eres nuestro primo.

El brillo jocoso de sus ojos perdió algo de lustre.

– No fue de recibo, no -reconoció-. Te pido disculpas, Vanessa. Mi intención no fue la de haceros daño ni a ti ni a tu familia. Ni tampoco a Cecé.

– Pero lo hiciste -le recriminó-. Ellos no saben que los expusiste a un escándalo delante de la alta sociedad en pleno. Pero yo sí. Y yo fui la más afectada, aparte de Elliott, a quien supongo que querías avergonzar. Constantine, ¿de verdad pensabas que no iba a pedirle explicaciones a Elliott después de lo que ella me dijo, aunque fuese mentira, el día posterior al baile? ¿De verdad pensaste que con tu estrategia destrozarías nuestro matrimonio poco a poco, como si fuera un tumor que acaba de forma silenciosa con la vida de un enfermo? Si es así, te equivocaste por completo. Mi matrimonio ni siquiera ha quedado resentido y mi felicidad no se ha empañado. Aunque en cierto modo ha perdido un poco de brillo. Porque me alegré mucho de conocerte cuando llegamos a Warren Hall. Me encariñé de inmediato con mi nuevo primo y me gustó lo que vi de tu persona. Habría sido tu amiga durante el resto de mi vida y habría aceptado de buena gana tu amistad. Podríamos haber sido familia en el sentido más profundo del término. Pero tu malicia ha hecho que sea imposible, y me da mucha pena. Eso era lo que tenía que decirte.

La mirada de Constantine a esas alturas era muy seria, según se percató ella después de que la apartara del centro de la avenida para evitar ser arrastrados por un bullicioso grupo que caminaba en dirección contraria a la suya.

– ¿Anna ha hablado contigo? -le preguntó-. Y supongo que te dijo que seguía siendo la amante de Elliott, ¿verdad? Ni siquiera se le ocurrió que le pedirías explicaciones a Elliott y que descubrirías sus mentiras al instante. Lo siento.

Vanessa le lanzó una mirada de reproche, pero no dijo nada.

– Y ahora me toca a mí confesar mi mentira -prosiguió su primo después de un breve silencio-. Ya sabía que Anna había hablado contigo en el parque. Ella misma me lo contó. Lo siento, Vanessa. Lo siento muchísimo. Mis problemas son con Elliott, y cuando decidí avergonzarlo ni siquiera pensé en el daño que podría hacerte a ti. Créeme, esa nunca fue mi intención.

– Tienes problemas con Elliott porque él sabe realmente cómo eres -precisó-. Estoy del lado de mi esposo, Constantine. Y tus disculpas no significan nada para mí. Espero no verte nunca más. Jamás volveré a hablarte a menos que me vea obligada a hacerlo.

– Elliott sabe realmente cómo soy -parafraseó él, otorgándole cierto énfasis a la afirmación-. Un ladrón y un pervertido, supongo.

«¿Un pervertido?», se preguntó ella. ¿Habría algo más que Elliott no le había contado? En cualquier caso, prefería no saberlo.

– Sí -convino ella-. Y no puedes negar ninguna de las dos acusaciones.

– ¿Ah, no? -Constantine esbozó una sonrisa tirante y burlona.

Vanessa lo miró después de que alguien le diera un empujón al pasar por su lado, y aguardó un instante con la esperanza de que ofreciera alguna explicación.

– Tienes razón -dijo en cambio su primo al tiempo que le hacía una elegante reverencia-. No puedo negar ninguna de las dos acusaciones, Vanessa. No voy a hacerlo. Así que a tus ojos me he convertido en un villano. Al menos, tu opinión está justificada en parte. Si me permites, te acompañaré de vuelta a tu reservado. Supongo que no querrás seguir hablando conmigo.

– Desde luego -repuso ella.

Volvieron por donde habían llegado, pero sin tocarse y sin hablar. No obstante, llevaban poco tiempo caminando cuando Vanessa vio que Elliott se acercaba con el ceño fruncido.

– Te devuelvo a tu vizcondesa sana y salva -dijo Constantine cuando se encontraron, con la expresión y la voz burlonas de siempre-. Buenas noches, Vanessa. Buenas noches, Elliott… -Y se alejó sin mirar atrás.

– He sido yo quien lo ha invitado a pasear -aclaró Vanessa-. He estado evitándolo. Pero he comprendido que necesitaba decirle lo decepcionada que estoy por su comportamiento en el teatro y en el baile de presentación de Cecily. Necesitaba explicarle por qué no pienso volver a hablarle salvo cuando los buenos modales lo exijan. Y necesitaba decirle que sé la verdad sobre él. Ha admitido ser un pervertido, además de un ladrón.

– ¡Vaya! -Elliott la tomó del brazo y la instó a caminar en dirección a un sendero más estrecho y menos iluminado-. No creo que necesites conocer esa parte de la historia, Vanessa. Aunque supongo que deberías saberlo todo. En las cercanías de Warren Hall hay muchas jóvenes, algunas de las cuales trabajaban en la servidumbre de la mansión, que se han visto obligadas a criar a sus hijos ilegítimos a solas.

– ¡No! -exclamó ella-. ¡No, por Dios!

– Me temo que sí. Pero vamos a dejar de hablar de Con. Cuéntame cosas de Hedley Dew.

Vanessa volvió la cara para mirarlo en la penumbra.

– ¿Sobre Hedley? -le preguntó, sorprendida.

– Después de que te hablara de mi padre, comprendí que habías descubierto una parte oculta de mi persona que debías conocer puesto que eres mi esposa. Y creo que Hedley es esa parte oculta de tu persona y que quizá haya más cosas sobre él que necesites contarme.

El sendero había ido estrechándose, de tal forma que le soltó el brazo y le rodeó los hombros para caminar más pegados. Vanessa era delgada e irradiaba un agradable calorcito. De repente, cayó en la cuenta de lo sensual que le resultaba su cuerpo. Su pelo desprendía un suave olor a jabón.

– Siempre fue un niño delicado y soñador -dijo ella-. Siempre prefirió sentarse en algún lugar apartado y pintoresco al aire libre antes que participar en los extenuantes juegos de los demás niños. Al principio me hice su amiga por lástima, aunque en realidad me gustaba más jugar con los demás. Pero Hedley hablaba de un sinfín de temas, era un muchacho inteligente y un ávido lector, y soñaba muchas cosas para el futuro. A medida que crecía, me fue incluyendo en esos sueños, íbamos a viajar por el mundo, a sumergirnos en las culturas de otros pueblos. El me… El me quería. Y tenía una sonrisa preciosa, Elliott, y unos ojos que te atrapaban. Sus sueños te atrapaban.

Habían llegado a un banco de madera emplazado a un lado del sendero, de modo que Elliott hizo un gesto a Vanessa para que se sentara, cosa que hicieron sin que él apartara el brazo de sus hombros.

– Hasta que un buen día, de repente, la realidad me arrancó de esos sueños y descubrí que la vida era muchísimo más dura. Hedley estaba enfermo. Posiblemente iba a morir. Creo que fui la primera en darme cuenta, aunque él siempre lo supo, claro. Hedley me deseaba. Me quería. Y yo también lo quería, pero no de la misma forma. Mis padres siempre me habían dicho que tal vez nunca llegara a casarme porque no era tan guapa como Meg o Kate, o como otras muchachas de los alrededores. Sin embargo, quería casarme y, evidentemente, Hedley era un buen partido. Era el hijo de sir Humphrey Dew. Y vivía en Rundle Park. Pese a todo eso, no creo que me hubiera casado con él si no me hubiera necesitado. Pero me necesitaba. Y el matrimonio era lo único que podía ofrecerle, un sueño que yo podía hacer realidad. Saltaba a la vista que los demás eran imposibles.

Vanessa estaba temblando y no paraba de retorcerse las manos sobre el regazo. Su voz delataba lo dolorosos que eran esos recuerdos. Elliott apartó el brazo de ella, se quitó el frac, se lo echó por los hombros a su esposa y retomó la postura inicial.

– No quería hacerlo -confesó ella-. Hedley estaba enfermo, se estaba muriendo, y yo no. Yo no… No me resultaba atractivo, y eso que era muy guapo. No sabes lo muchísimo que me pesa. Porque lo engañé. Le dije miles de veces que lo adoraba.

– ¿Y te arrepientes? -le preguntó.

– ¡No! -Contestó ella con vehemencia-. De lo que me arrepiento es de no haber logrado que esas palabras fueran verdad. Bueno, eso tampoco es del todo cierto. Sí que lo adoraba. Lo quise con toda el alma y con todo el corazón. Pero no lo amaba.

Unas cuantas semanas antes, Elliott habría meneado la cabeza exasperado por semejante embrollo sentimental. Sin embargo, en esos momentos sabía muy bien de lo que Vanessa estaba hablando. Porque había descubierto la diferencia entre los distintos tipos de amor.

– Vanessa -dijo-, le ofreciste un amor muy grande. Un amor puro y generoso que no reclamaba nada a cambio.

– Pero sí que me llevé ciertas cosas -lo corrigió-. Porque Hedley se entregó en la misma medida que lo hice yo. Me enseñó cómo vivir el día a día, me enseñó a disfrutar de los pequeños placeres, a reírme cuando acechaba la tragedia. Me enseñó lo que eran la paciencia y la dignidad. Y me enseñó a no aferrarme a nada, a no depender de algo condenado a desaparecer. Antes de morir me dijo que debía amar de nuevo, que debía volver a casarme y ser feliz otra vez. Me dijo que me riera siempre. Me dijo… -Tragó saliva de forma audible, como si tuviera un enorme nudo en la garganta.

Elliott enterró la nariz en su pelo y la besó en la coronilla.

– Me quería -prosiguió ella-. Y yo también lo quise. Lo quise. Lo siento, Elliott. Lo siento muchísimo. Lo quería.

Conmovido, le colocó la mano libre bajo la barbilla y la instó a echar la cabeza hacia atrás para besarla, saboreando el regusto salado de las lágrimas en sus mejillas y en sus labios.

– Nunca te disculpes por eso -le dijo al tiempo que le rozaba los labios-. Y nunca te mientas a ti misma al respecto. Por supuesto que lo querías. Y me alegro de que lo hicieras. No serías la persona que he llegado a conocer si no lo hubieras querido.

Vanessa levantó una mano para acariciarle una mejilla.

– ¿No estás profundamente arrepentido de haberte casado conmigo? -le preguntó.

– ¿He llegado a estarlo en algún momento? -le preguntó él a su vez.

– Creo que sí -respondió ella-. Nunca me habrías elegido por ti mismo. Soy una mujer normal y corriente, y tuvimos unas cuantas discusiones.

– En cierto modo me resultabas un incordio -reconoció-, ahora que me lo recuerdas.

Vanessa estalló en carcajadas… justo lo que él pretendía.

– Pero nunca has sido normal y corriente -Eras una belleza disfrazada. Y no, no me arrepiento, ni profundamente ni de ninguna otra manera.

– ¡Vaya! -exclamó ella-. Me alegro mucho. ¿He conseguido que te sientas a gusto conmigo y en paz? ¿Y que seas un poquito feliz?

– ¿Se te ha olvidado la parte del placer? -le recordó-. Las tres cosas, Vanessa, a decir verdad. ¿Y tú?

– Yo también soy feliz -contestó antes de besarlo suavemente en los labios con su habitual mueca.

Que siempre conseguía excitarlo.

Comprendió que había llegado el momento de la gran declaración. Comprendió que, de no estar casado, ese sería el momento de hincar una rodilla en el suelo con una floritura, de cogerla de la mano, de confesarle su amor eterno y de pedirle que lo convirtiera en el más feliz de los hombres…

Sin embargo, como ya estaban casados, lo que haría…

De repente, se oyó una especie de chasquido seguido de un siseo procedente de un lugar cercano y Elliott perdió el hilo de sus pensamientos al ver que Vanessa se ponía en pie. ¿Qué demonios pasaba?

– ¡Los fuegos artificiales! -Gritó su esposa-. Elliott, ya están empezando. ¡Vamos, tenemos que verlos! ¡Mira! -Señaló la cascada de chispas rojas que apareció sobre las copas de los árboles-. ¿Alguna vez has visto o escuchado algo más emocionante?

– Nunca -contestó con una sonrisa mientras ella lo tomaba de la mano en la oscuridad y lo llevaba, casi al trote, por el sendero… en mangas de camisa.

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