CAPÍTULO 03

– Ojalá que el vizconde de Lyngate sea alto, rubio y guapo, que no tenga más de veinticinco años, y que sea encantador y amable, y no soberbio -le dijo Louisa Rotherhyde a Vanessa en el rincón del salón de reuniones desde el que observaban a los últimos en llegar y recibían con una sonrisa a los conocidos, lo que las obligaba a saludar a todas las personas que pasaban por su lado-. Y ojalá que le gusten las mujeres regordetas, de pelo mustio y de modesta fortuna… Bueno, sin fortuna alguna, la verdad, aunque sí de modales agradables y de una edad parecida a la suya. Supongo que lo de rico no hace falta desearlo. Seguro que lo es.

Vanessa se abanicó la cara y se echó a reír.

– No eres regordeta -le aseguró a su amiga-. Y tu pelo castaño claro es precioso. Tienes unos modales impecables y tu buen carácter es tu fortuna. Y tienes una sonrisa encantadora. Eso solía decir Hedley.

– Que Dios lo tenga en su gloria-repuso Louisa-. Pero el vizconde ha venido con un amigo. Tal vez a dicho amigo le parezca bien enamorarse perdidamente de mí… siempre que sea agradable, por supuesto. Y no vendría nada mal que tuviera una fortuna propia considerable. Nessie, me encanta que tengamos bailes, reuniones, cenas, veladas y comidas campestres, pero siempre vemos las mismas caras. ¿Nunca has deseado ir a Londres, disfrutar de una temporada social y tener admiradores…? Ah, claro que no. Tenías a Hedley Era guapísimo.

– Sí, lo era -convino ella.

– ¿Te ha dicho sir Humphrey cómo es el vizconde de Lyngate? -preguntó Louisa, esperanzada.

– Me lo ha descrito como un caballero joven y agradable -contestó-. Pero para mi suegro cualquier hombre que tenga menos de sus sesenta y cuatro años es joven, y casi todo el mundo le parece agradable. Ve reflejado su buen carácter en todo el mundo. Y no, Louisa, no me ha descrito al vizconde físicamente. Los caballeros no hacen eso. Aunque creo que estamos a punto de descubrirlo por nosotras mismas.

Su suegro había entrado en el salón de reuniones, con porte orgulloso aunque simpático, sacando pecho, frotándose las manos y con las mejillas sonrojadas por el entusiasmo. Lo seguían dos caballeros, y era imposible no saber quiénes eran. Por Throckbridge pasaban muy pocos desconocidos. Y de los pocos a los que recordaban los presentes, ninguno (ni uno solo) había asistido a un baile en el salón de reuniones y muy pocos habían estado en la verbena estival que se celebraba todos los años en Rundle Park.

Los dos recién llegados eran unos desconocidos… y habían asistido a la fiesta.

Y uno de ellos, además, era un vizconde.

El hombre que entró justo detrás de sir Humphrey era de estatura y complexión medias, aunque mostraba cierta tendencia a la redondez en la zona de la barriga. Tenía el pelo castaño corto y bien peinado, y un rostro que evitaba ser normal y corriente gracias a la franca simpatía con la que observaba la escena a su alrededor. Parecía alegrarse de verdad de estar allí. Llevaba un traje bastante sobrio, con una chaqueta azul marino, calzas grises y camisa blanca. Aunque debía de rondar la treintena, encajaba en la descripción de «joven».

Louisa cerró el abanico y suspiró. Al igual que hicieron muchas de las damas presentes.

Sin embargo, Vanessa estaba observando al otro caballero, y supo al punto que era él quien había provocado los suspiros, si bien de sus labios no salió ninguno. De repente, se le había secado la boca y durante un instante que se le antojó una eternidad no supo ni dónde se encontraba.

Debía de ser de la misma edad que el otro caballero, pero eso era lo único que tenían en común. Ese hombre era alto y esbelto, pero ni mucho menos delgado. De hecho, tenía los hombros y el pecho anchos, y la cintura y las caderas, estrechas. Sus piernas eran largas y fuertes. Tenía el pelo muy oscuro, casi negro en realidad, lustroso y bien cortado, peinado con un estilo que parecía muy cuidado pero desenfadado al mismo tiempo. Su rostro era de tez bronceada, de facciones clásicas y nariz aguileña, con pómulos afilados y un hoyuelo en la barbilla. Sus labios eran firmes. Su aspecto era un tanto exótico, como si por sus venas corriera sangre italiana o española.

Era guapísimo.

Era perfecto.

Podría haberse enamorado de los pies a la cabeza de él, como la mitad de las presentes al menos, de no haberse percatado de otro detalle. De dos detalles, en realidad.

Parecía insufriblemente arrogante.

Y también parecía aburrido.

Tenía los párpados entornados. Sostenía el monóculo en la mano, aunque no se lo había llevado al ojo. Miraba a su alrededor como si no diera crédito a la vulgaridad del entorno en el que se encontraba.

A sus labios no asomaba la menor de las sonrisas. En cambio, sí vio un rictus desdeñoso, como si estuviera impaciente por regresar a su habitación de la planta baja. O, mejor aún, por marcharse de Throckbridge.

Daba la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar de la tierra.

De modo que no se enamoró de él, por más maravilloso y divino que lo encontrara. Ese hombre había aparecido en su mundo, en el mundo de su familia y de sus amigos, sin ser invitado, y tenía el descaro de encontrarlo inferior e indeseable. ¿¡Cómo se atrevía!? En vez de alegrarle la velada, como habría hecho la presencia de un desconocido en circunstancias normales (sobre todo si dicho desconocido era apuesto), su presencia amenazaba con aguarle la fiesta.

Porque todo el mundo, cómo no, se desharía en halagos. Nadie se comportaría con naturalidad. Nadie se relajaría para disfrutar del baile. Y nadie hablaría de otra cosa, sino solo de él, durante días, incluso durante semanas.

Como si un dios les hubiera honrado con su presencia.

Sin embargo, tenía muy claro que ese hombre los despreciaba a todos… o cuanto menos los encontraba muy aburridos.

Ojalá hubiera llegado al día siguiente… o no hubiera aparecido nunca.

Iba vestido de blanco y negro, una moda que parecía ser el último grito en Londres. Cuando Vanessa se enteró, pensó que era muy aburrida y muy poco atractiva.

Se había equivocado, por supuesto.

Ese hombre parecía esbelto, elegante y perfecto.

Ese hombre parecía la personificación del ideal romántico de cualquier mujer. El adonis que todas soñaban, sobre todo el día de San Valentín, que cayera rendido a sus pies y se las llevara en su blanco corcel hacia un idílico futuro en su castillo situado en las nubes, unas nubes algodonosas y blancas, no los grises nubarrones ingleses.

No obstante, Vanessa se sentía muy molesta con él. Si tanto los despreciaba a ellos y al entretenimiento que le ofrecían, al menos podría tener la decencia de ser tan feo como una gárgola.

Oyó el eco del suspiro que recorrió el salón de reuniones como una suave brisa y esperó de todo corazón que de sus labios no hubiera salido ninguno.

– ¿Quién de los dos crees que es el vizconde de Lyngate? -le susurró Louisa al oído derecho, cosa necesaria ya que el silencio se había apoderado de la estancia.

– El guapo, sin duda alguna -contestó-. Te apuesto lo que quieras.

– ¡Ah! -dijo Louisa, decepcionada-. Yo también creo que es él. Es increíblemente apuesto aunque no sea rubio, pero no parece muy dispuesto a dejarse hechizar por mis encantos, ¿no crees?

No, desde luego que no iba a hacerlo. Ni por los encantos de Louisa ni por los encantos de ningún habitante de ese recóndito y humilde paraje. Su porte delataba a un hombre convencido de su propia importancia. Seguramente estuviera hechizado por sus propios encantos.

«¿Qué diantres hace en Throckbridge? ¿Se habrá equivocado en algún cruce?», se preguntó.

Los caballeros no se quedaron en el vano de la puerta mucho tiempo. Sir Humphrey los invitó a pasar mientras sonreía enormemente satisfecho, como si fuera el responsable de que hubieran aparecido en el pueblo ese día en concreto. Se los presentó a casi todos los asistentes, empezando por la señora Hardy, que estaba sentada al piano, y siguiendo por Jamie Latimer, que era el flautista, y por el señor Rigg, el violinista. Poco después los caballeros saludaban a Margaret y a Katherine. Y acto seguido hacían lo propio con Stephen y Melinda, y con Henrietta Dew, su cuñada, y con el grupo de jóvenes que se arremolinaba a su alrededor.

– No creo que nadie vaya a hablar de nuevo, a no ser que lo haga en susurros -murmuró ella.

Se percató de que el caballero más bajo intercambiaba unas palabras con todo el mundo. Y de que sonreía y se interesaba por sus interlocutores. El otro caballero, sin duda alguna el vizconde de Lyngate, permaneció en silencio y se dedicó a intimidar a todo aquel a quien se acercaba. Vanessa sospechaba que lo hacía de forma premeditada. Lo vio enarcar las cejas cuando le presentaron a Stephen y se percató de que lo observaba con una arrogancia muy aristocrática.

Por supuesto, Melinda soltó una risilla tonta.

– ¿Por qué ha venido? -Susurró Louisa-. Me refiero al pueblo. ¿Te lo ha dicho sir Humphrey?

– Le dijeron que estaban aquí por un asunto de negocios -contestó-. Supongo que no añadieron ningún detalle porque de otro modo mi suegro nos lo habría contado absolutamente todo.

– ¿Un asunto de negocios? -Louisa parecía desconcertada y sorprendida a la vez-. ¿¡En Throckbridge!? ¿Qué asunto puede ser?

También ella, cómo no, se había estado preguntando eso mismo desde que Katherine les anunciara la llegada de los caballeros esa tarde. ¿Cómo no iba a preguntárselo? ¿Cómo no iba a preguntárselo todo el mundo? ¿Qué asunto de negocios podía tratar nadie en un pueblecito perdido como Throckbridge, por más pintoresco que fuera (sobre todo en verano) y por más cariño que ella le tuviese?

¿Qué asuntos de negocios podía tratar allí un vizconde, nada más y nada menos?

¿Por qué tenía que mirarlos por encima del hombro como si fueran meros gusanos que estuviera aplastando con sus carísimos zapatos de baile?

Ignoraba las respuestas a esas preguntas y tal vez nunca las descubriera. Pero no tenía tiempo para seguir meditando el asunto, al menos en ese momento. Su suegro se acercaba a ellas acompañado por los dos caballeros. Deseó que no lo hiciera, pero se dio cuenta de que era algo inevitable.

Sir Humphrey les sonrió con alegría.

– Y esta es la hija mayor de los Rotherhyde -anunció su suegro antes de añadir, con una lamentable falta de tacto y de sinceridad-: y la beldad de la familia.

Louisa agachó la cabeza, avergonzada, e hizo una profunda reverencia.

– Esta otra dama es la señora de Hedley Dew, mi querida nuera -prosiguió sir Humphrey, sonriéndole-. Estuvo casada con mi hijo hasta su desafortunada muerte hace algo más de un año. Os presento al vizconde de Lyngate y al señor Bowen.

Sus palabras le confirmaron que había identificado bien a los caballeros. Aunque no lo había dudado en ningún momento. Hizo una reverencia.

– Señora -dijo el señor Bowen al tiempo que la saludaba con una ligera reverencia y una sonrisa amable aunque compasiva-, mis más sinceras condolencias.

– Gracias -repuso ella, muy consciente de que el vizconde de Lyngate la estaba observando.

Al final se había puesto el vestido lavanda para aligerar los remordimientos por ir a la fiesta a divertirse, aunque sabía muy bien que Hedley la habría animado a ponerse el verde. No era un lavanda intenso y nunca le había quedado bien. Sabía que era un vestido espantoso que no la favorecía en absoluto.

Se odió en ese momento por preocuparse de su apariencia, por desear haberse puesto el vestido verde.

– He insistido hasta convencerla de que asistiera esta noche al baile -confesó sir Humphrey-. Es demasiado joven y bonita para guardar luto toda la vida, y estoy seguro de que me darán la razón, caballeros. Fue muy buena con mi hijo mientras vivió, y eso es lo único que importa. Y también he insistido para que baile. ¿Te ha solicitado alguien la primera pieza, Nessie?

Su forma de presentarla la horrorizó, y le habría gustado que la tierra se la tragase al escuchar la pregunta. Sabía qué iba a decir su suegro a continuación.

– No, padre -se apresuró a contestar antes de que cayera en la cuenta de que podría haber mentido-. Pero…

– Entonces estoy seguro de que uno de estos caballeros estará encantado de bailarla contigo -la interrumpió su suegro con una sonrisa y frotándose las manos.

Se produjo un breve silencio mientras ella deseaba con todas sus fuerzas poder reunirse con el pobre Hedley en su tumba.

– Señora Dew, ¿me haría el honor de bailar la primera pieza conmigo? -la invitó el vizconde, con una voz melodiosa y grave, una voz tan perfecta como el resto de su persona.

Un vizconde la estaba invitando a bailar. Y el vizconde que tenía delante era el hombre más guapo que había visto en la vida. Y también era un arrogante… y un presuntuoso. Sin embargo su sentido del ridículo la dejaba en ocasiones al borde del desastre. ¿Qué estaría pensando el vizconde? Estuvo a punto de soltar una carcajada, y ni siquiera se atrevió a mirar hacia Margaret. Aunque la vergüenza no tardó en desaparecer. El episodio era demasiado gracioso. Qué pena que la fiesta comenzara de ese modo.

¿Eran imaginaciones suyas o todos los presentes estaban esperando su respuesta?

Tonterías, desde luego.

¡Vaya por Dios! Debería haberse mostrado firme y haberse quedado en casa con un libro y con sus recuerdos.

– Gracias.

Hizo otra reverencia y observó la mano extendida con cierta fascinación. Era una mano elegante y cuidada, como la de una dama. Aunque no tenía nada de femenina.

Porque no había nada femenino en el vizconde. De cerca parecía mucho más alto, más fuerte y más poderoso de lo que le había parecido al verlo en la puerta. Su aroma era muy masculino. Lo rodeaba un aura abrasadora.

Cuando aceptó la mano que le tendía y lo miró a la cara, se percató de otro detalle de su rostro. No tenía los ojos oscuros, tal como había creído a tenor de su color de pelo y de tez, sino de un intenso azul. Y esos ojos la miraban de forma penetrante, aunque sus párpados seguían entornados.

Su mano era cálida y fuerte.

«En fin, no voy a olvidar esta noche en mucho tiempo», se dijo al tiempo que el vizconde la conducía hacia las filas que se estaban formando mientras el señor Rigg afinaba con nerviosismo el violín. Iba a bailar con un apuesto y orgulloso vizconde, y la primera pieza, nada menos. Ojalá pudiera regresar a casa para contarle todo el evento a Hedley.

– ¿Nessie? -le preguntó el vizconde de Lyngate cuando la dejó en la fila de las damas, antes de ocupar su puesto en la de los caballeros. Volvía a tener las cejas enarcadas. Le estaba preguntando por su nombre, no dirigiéndose a ella de forma irrespetuosa.

– Vanessa -le explicó, pero se arrepintió enseguida de haberlo dicho con ese tono de disculpa.

Aunque no escuchó con claridad las palabras del vizconde cuando se colocó frente a ella, creyó entender algo como «¡Gracias a Dios!».

¿Lo habría dicho en serio?

Clavó la mirada en él, pero no repitió sus palabras, fueran las que fuesen.

Nunca le había gustado el diminutivo de su nombre. Nessie Dew sonaba a mujer muy… corriente. Sin embargo, el nombre que su familia y sus amigos usaran para dirigirse a ella no era asunto del vizconde.

Los hombres situados a ambos lados de lord Lyngate parecían impresionados y ligeramente incómodos. Y seguro que las damas que esperaban junto a ella tenían la misma expresión.

Iba a arruinarles la fiesta a todos. Llevaban esperando esa noche con ansia mucho tiempo. Sin embargo, para él no significaba nada. Miraba de un lado a otro sin molestarse en ocultar su aburrimiento.

¡Por Dios! En circunstancias normales no solía juzgar tan duramente, sobre todo a los desconocidos… aunque tampoco podía decir que se encontrara con muchos. ¿Por qué sus pensamientos hacia el vizconde de Lyngate eran tan… en fin, tan crueles? ¿Tal vez porque se sentía avergonzada por haber estado a punto de enamorarse a primera vista?

Eso sí que habría sido una ridiculez: la manida historia de la Bella y la Bestia, con los papeles invertidos, claro estaba.

De repente, recordó que había cedido de buena gana a la insistencia de su familia política y de sus hermanas para que asistiera a la fiesta. Y también recordó que además de haber cedido, había deseado en lo más hondo que alguien le pidiera un baile.

Bueno, alguien se lo había pedido, aunque se podía decir que lo habían obligado. Y ese alguien no podía ser ni más guapo ni más distinguido. Podría decirse incluso que sus sueños más descabellados se habían convertido en realidad.

Debería disfrutar del momento a pesar de todo.

De pronto, fue consciente de la familia, de los amigos y de los vecinos que los rodeaban, todos vestidos de punta en blanco y con ganas de divertirse. Fue consciente del fuego que crepitaba en las dos chimeneas y de las velas cuyas llamas oscilaban por culpa de la corriente de aire que entraba por la puerta. Fue consciente del olor a perfume y a comida…

Y fue consciente del caballero que tenía delante y que esperaba a que diera comienzo la música. Y que la miraba con los párpados entornados.

No iba a consentir que la creyera impresionada por su presencia. No iba a permitir que le robara el habla y la razón.

Cuando se oyeron los primeros acordes, Vanessa esbozó una sonrisa radiante y se preparó para mantener una conversación siempre y cuando las figuras de la pieza se lo permitieran.

Pero sobre todo se dejó llevar por la alegría de volver a bailar.


La señora Vanessa Dew (¡Nessie, por el amor de Dios!) no se encontraba ni mucho menos en el grupo de damas entre las que le habría gustado elegir como pareja de baile, se dijo Elliott cuando comenzó la música y la fila de caballeros hizo una reverencia que las damas correspondieron.

Era la nuera de sir Humphrey. Eso ya era bastante malo de por sí. También era una mujer normal y corriente, de estatura media, demasiado delgada y con muy poco pecho (todo lo contrario a lo que él le gustaba), con el pelo de un castaño corriente y unas facciones en absoluto destacables. Sus ojos eran de un tono gris apagado. Y el lavanda no le sentaba nada bien. Aunque le hubiera sentado bien, el vestido era horroroso. Tampoco era una jovencita recién salida del aula.

Era todo lo contrario a Anna, y también todo lo contrario a las damas con las que solía bailar en las fiestas de la alta sociedad.

Sin embargo, estaba bailando con ella. Estaba seguro de que George la habría invitado de no haber hablado él, pero también era evidente que sir Dew pretendía que fuera él quien lo hiciera. Y por eso había acabado actuando como un mono de feria, después de todo.

Una actitud que no lo alentaba a disfrutar de la fiesta.

Y justo en ese momento, cuando comenzaba la música, la señora Dew le regaló una sonrisa deslumbrante y se vio obligado a admitir que quizá no era tan normal y corriente como había creído. No se trataba de una sonrisa coqueta, comprobó con alivio cuando ella apartó la mirada y le sonrió de la misma manera a todos los presentes, como si se lo estuviera pasando en grande. Se podía decir que la dama resplandecía.

No comprendía cómo alguien podía ser capaz de disfrutar mínimamente con un evento rural tan insulso, pero tal vez ella no tenía con qué compararlo.

El salón de reuniones era pequeño y estaba atestado. No había adornos en las paredes ni en los techos, salvo un espantoso y enorme cuadro emplazado sobre la chimenea en el que un Cupido obeso disparaba sus flechas a diestro y siniestro. El lugar olía a moho, como si esas estancias estuvieran cerradas casi todo el año, cosa muy probable. La música estaba interpretada con entusiasmo, pero era de pésima calidad (el violín estaba medio desafinado y la pianista tendía a acelerar las notas como si estuviera deseando acabar con la pieza antes de cometer un error). Varias de las velas corrían el peligro de apagarse cada vez que se abría la puerta y las azotaba la corriente de aire. Todo el mundo hablaba a la vez, casi a gritos. Y daba la sensación de que todos eran muy conscientes de su presencia, aunque intentaban disimular.

Al menos la señora Dew bailaba bien. Se movía con elegancia y tenía buen sentido del ritmo.

Se preguntó de pasada si su marido había sido el primogénito. ¿Cómo lo había atraído? ¿Tendría dinero su padre? ¿Se había casado con él con la esperanza de convertirse en lady Dew llegado el momento?

Vio que George estaba bailando con la dama que acompañaba a la señora Dew, la hija mayor de una familia de cuyo apellido no se acordaba. Si era la belleza de la familia, que Dios ayudara a los demás.

La más joven de las hermanas Huxtable, la señorita Katherine Huxtable, también estaba bailando. La mayor no; estaba con lady Dew, observando a los bailarines. No le habían presentado a la tercera hermana, así que supuso que se había quedado en casa.

La mayor de las Huxtable era muy atractiva, pero no era una jovencita ni mucho menos, un detalle lógico siendo la mayor de una familia de huérfanos. Seguramente llevara al cuidado de sus hermanos varios años. Sentía cierta pena por ella. La señorita Katherine Huxtable parecía muchísimo más joven y más alegre. Poseía una belleza arrebatadora a pesar del desgastado vestido que alguien había intentado alegrar con una cinta nueva.

Stephen Huxtable era un muchacho demasiado joven. Alto, delgado y nervioso, tenía diecisiete años y los aparentaba. Y saltaba a la vista que las jovencitas lo encontraban muy atractivo pese a su corta edad. Las había visto arremolinadas a su alrededor antes de que comenzara el baile, y aunque había escogido a una pareja, las dos jóvenes que estaban a cada lado de la elegida le prestaban tanta atención como a sus propios compañeros de baile, mucho mayores que él.

La carcajada de Stephen se oyó claramente a pesar de la música, e hizo que Elliott apretara los labios. Ojalá esa risa no indicara una mente despreocupada ni un carácter hueco. Ya había pasado un año muy complicado. Esperaba no tener que ocuparse de más complicaciones durante los siguientes cuatro años.

– Ha llegado a Throckbridge en el mejor momento, milord -dijo la señora Dew cuando las figuras del baile los reunieron por un instante.

Supuso que lo decía porque era el día de San Valentín y se celebraba un baile en el salón de reuniones de la posada donde había tenido la buena fortuna de hospedarse.

– Así es, señora. -Enarcó las cejas.

– Aunque tal vez solo lo sea para nosotros.

La señora Dew soltó una carcajada cuando los pasos los separaron de nuevo, momento en el que se dio cuenta de que su respuesta no había sido muy educada, no por las palabras en sí, sino por el tono con el que las había pronunciado.

– Hace más de dos años que no bailo -le dijo ella cuando volvieron a reunirse y se cogieron de las manos para dar media vuelta-, y estoy decidida a disfrutar del momento a toda costa. Baila usted muy bien.

Elliott enarcó de nuevo las cejas, pero no dijo nada. ¿Qué se podía replicar a un halago tan inesperado? Claro que… ¿qué había querido decir con ese «a toda costa»?

La oyó reír una vez más mientras retomaban sus posiciones iniciales.

– Creo que no es usted muy hablador, milord -le dijo ella la siguiente vez que se reunieron.

– Me resulta imposible mantener una conversación seria en tan corto espacio de tiempo, señora -repuso con un deje acerado.

Imposible sobre todo porque todos los presentes parecían hablarse a gritos sin prestarse realmente atención y porque la orquesta tocaba cada vez más fuerte para hacerse oír por encima de las voces. No había escuchado una algarabía más espantosa en toda la vida.

Como era de esperar, ella se echó a reír.

– Aunque si lo desea, puedo hacerle un cumplido cada vez que nos reunamos. Creo tener tiempo más que suficiente para eso.

Se separaron antes de que ella pudiera replicar, pero en vez de acallarla con sus palabras como había sido su intención, la señora Dew lo miró con expresión risueña mientras Stephen Huxtable recorría la fila de la mano de su pareja y el grupo se preparaba para volver a repetir las figuras.

– Casi todas las damas deben adornar su cabello con joyas para que brille -le dijo cuando se reunió con ella y quedaron espalda contra espalda-. Los reflejos dorados de su pelo hacen innecesarias las joyas en su caso.

Era una afirmación escandalosa, y falsa, ya que su cabello era castaño sin más. Aunque también era cierto que brillaba más a la luz de las velas.

– Muy bien hecho -lo alabó ella.

– Eclipsa a todas las damas presentes en todos los sentidos -le dijo en la siguiente ocasión.

– Ahí no ha estado tan acertado -le recriminó ella-. A ninguna mujer le gusta un cumplido tan exagerado. Bueno, solo a las vanidosas.

– ¿Eso quiere decir que usted no es vanidosa? -le preguntó. Saltaba a la vista que Vanessa tenía muy poco de lo que presumir.

– Puede decirme, si le apetece, que soy increíblemente guapa -contestó ella mientras lo miraba con expresión risueña-, pero no que lo soy más que cualquiera de las damas presentes. Eso sería una mentira demasiado evidente y correría el riesgo de que no me tomara sus palabras en serio, cosa que me ocasionaría una profunda tristeza.

La miró con respeto muy a su pesar mientras se alejaba de él. La dama tenía cierto ingenio. De hecho, estuvo a punto de soltar una carcajada al escuchar sus palabras.

– Señora, le aseguro que es usted increíblemente guapa -le dijo cuando se tomaron de las manos al principio de la fila.

– Gracias, milord. -Le sonrió-. Es usted muy amable.

– Claro que lo mismo puede decirse de todas las damas presentes… sin excepción -añadió él mientras empezaban a dar vueltas entre las dos filas.

La señora Dew echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que Elliott estuvo en un tris de devolverle.

¡Por el amor de Dios! ¿Estaba coqueteando con ella?, se preguntó.

¿Estaba coqueteando con una mujer normal y corriente que no se dejaba acobardar por su estatus social ni buscaba sus halagos? ¿Con una mujer que bailaba con gran entusiasmo como si la vida no pudiera depararle nada más hermoso?

Se sorprendió cuando acabó la pieza.

¿Ya? ¿Tan pronto?, se preguntó.

– ¿No hay una tercera señorita Huxtable? -le preguntó mientras la acompañaba de vuelta al lugar donde se la habían presentado.

– ¿Una tercera? -Lo miró con expresión interrogante. -Me han presentado a la señorita Huxtable, la dama de cabello oscuro que está allí -explicó al tiempo que señalaba con la cabeza en su dirección-, y también a la señorita Katherine Huxtable, su hermana menor. Pero tenía entendido que había una tercera.

La señora Dew lo observó atentamente, aunque guardó silencio un instante.

– No hay una tercera señorita Huxtable -dijo-, aunque sí hay una tercera hermana. Soy yo.

– Vaya -comentó mientras cogía el monóculo-. No me habían informado de que una de las hermanas se había casado.

Saltaba a la vista que la pobre se había llevado la peor parte en el aspecto físico.

– ¿Deberían haberlo hecho? -La vio enarcar las cejas con evidente sorpresa.

– Por supuesto que no -respondió con brusquedad-. Solo era curiosidad. ¿Su marido era el primogénito de sir Humphrey?

– No -contestó ella-. Era el menor de dos hermanos. Crispin es el mayor.

– Siento su pérdida -dijo. Una tontería decirle eso, ya que no había conocido al difunto y su muerte sucedió hacía bastante tiempo-. Debió de ser un golpe tremendo.

– Cuando me casé con él, sabía que se estaba muriendo -repuso la dama-. Padecía tuberculosis.

– Lo siento -repitió.

¿Cómo diantres se había metido en ese berenjenal?

– Yo también -dijo ella, y abrió el abanico para refrescarse la cara-. Pero Hedley no está y yo sigo viva, y usted no lo conoció a él ni me conoce a mí, de modo que no tiene sentido que nos pongamos tristes, ¿no le parece? Gracias por el baile. Seré la envidia de todas las damas, ya que he sido la primera en bailar con usted. -Le regaló una sonrisa deslumbrante mientras él le hacía una reverencia.

– Aunque usted no presumirá de ello porque no es una mujer vanidosa -apostilló él.

La señora Dew se echó a reír.

– Buenas noches, señora -se despidió y dio media vuelta.

Antes de que sir Humphrey pudiera abalanzarse de nuevo sobre él y obligarlo a bailar con otra dama, se dirigió hacia lo que supuso que era la sala de juegos.

Por suerte, había acertado. La estancia estaba más o menos en silencio.

Había hecho acto de presencia en el salón de baile y se había mostrado más o menos asequible durante el tiempo adecuado.

De modo que la señora Vanessa Dew era la tercera hermana… Qué irónico resultaba que la más fea hubiera sido la primera en casarse. Aunque la dama tenía cierta chispa que en determinados momentos suplía su falta de belleza.

Se había casado a sabiendas con un moribundo, ¡por el amor de Dios!

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