La familia Huxtable vivía en una casita de paredes encaladas y techo de paja situada en un extremo de la calle principal del pueblo. El vizconde de Lyngate y su secretario tuvieron que pasar frente a ella cuando su carruaje se dirigía a la posada. No obstante, difícilmente habrían reparado en la vivienda. Por muy pintoresca que fuese, su tamaño era discreto. Más bien pequeño.
En ella vivían tres miembros de la familia. Hasta hacía ocho años los Huxtable ocupaban la casa de la vicaría, una residencia mucho más elegante y espaciosa, pero tuvieron que abandonarla cuando el reverendo pasó a mejor vida… tal como lo describió el nuevo vicario durante el funeral. Sus hijos dejaron la vicaría el día posterior al sepelio, a fin de que la ocuparan el reverendo Aylesford y su hermana.
Margaret Huxtable tenía veinticinco años. Puesto que su madre había muerto seis años antes que su padre y ella era la primogénita, le tocó hacerse cargo, a los diecisiete años, de la casa y de la familia. Como consecuencia, seguía soltera y posiblemente ese estado se prolongara durante un tiempo, ya que Stephen, el benjamín, solamente tenía diecisiete años. Era muy probable que nadie hubiera reparado en el detalle de que el benjamín tenía la misma edad con la que contaba su hermana cuando se echó a los hombros semejante responsabilidad. Para ella seguía siendo un muchacho. Y bien sabía Dios que Stephen necesitaba que alguien lo cuidara.
Margaret poseía una belleza inusual. Era alta y de curvas generosas pero proporcionadas. Tenía un lustroso pelo castaño, ojos azules rodeados de espesas pestañas oscuras y un rostro de rasgos clásicos. Era de carácter reservado y modales refinados, aunque en otro tiempo todos la alababan por su ternura y su generosidad. Además, poseía una vena acerada presta a salir en cuanto alguien amenazaba la felicidad o el bienestar de sus hermanos.
Ella misma se encargaba de gran parte de las tareas domésticas y del jardín, ya que contaban con una sola criada, la señora Thrush, que decidió seguir a su servicio después de que abandonaran la vicaría, a pesar de que no podían pagarle. La buena mujer se negó a abandonarlos o aceptar otra cosa que no fuera la comida y el alojamiento en pago por sus servicios. El jardín en verano era el orgullo y la alegría de Margaret, uno de los pocos desahogos con los que contaba la parte más sensual y espontánea de su carácter. Además, era la envidia y la delicia del resto del pueblo. Como siempre estaba dispuesta a echarle una mano a aquel que lo necesitara, el médico solía pedirle ayuda cuando tenía que vendar a alguien, enderezar huesos rotos, traer niños al mundo o darles gachas a los ancianos y a los enfermos.
A lo largo de los años había tenido un buen número de pretendientes, incluso alguno que otro dispuesto a aceptarla junto a sus hermanos, pero los había rechazado con sutileza y decisión. Incluso rechazó al hombre al que había querido toda la vida y al que era muy posible que siguiera queriendo hasta la muerte.
Katherine Huxtable tenía veinte años. También era una belleza alta y delgada que conservaba el aspecto espigado de la adolescencia. Su figura, sin embargo, se redondearía maravillosamente con los años. Tenía el pelo más claro que su hermana. El suyo era de un rubio oscuro veteado de mechones más claros que resplandecían al sol. Su cara era muy expresiva y delicada, y su mejor rasgo eran los ojos, de un azul oscuro que a veces parecía insondable. Porque aunque contaba con un carácter agradable y casi alegre cuando se encontraba en compañía de otras personas, también apreciaba mucho los ratos de soledad, que aprovechaba para pasear y perderse por las sendas de la imaginación. Escribía poesía y cuentos siempre que tenía tiempo.
Tres días a la semana daba clases a los niños de la escuela del pueblo, a los pequeños de entre cuatro y cinco años, aunque también ayudaba al maestro con los alumnos de más edad los días que tenía libres.
Katherine también estaba soltera, aunque ese estado comenzaba a inquietarla. Quería casarse, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer si no quería convertirse en una carga para sus familiares durante el resto de su vida? Sin embargo, y a pesar de tener pretendientes en abundancia, agradables en su mayoría, no era capaz de decidirse por uno en concreto. Y eso, según había comprendido, podía significar que ninguno le gustaba lo bastante para casarse con él.
Había llegado a la conclusión de que en ocasiones ser una soñadora era una desventaja. Sería mucho más cómodo ser una mujer práctica, carente de imaginación. Porque así elegiría al mejor candidato y disfrutaría de una vida cómoda y provechosa a su lado. No obstante, resultaba imposible agitar una varita mágica y convertirse en lo que no se era.
De modo que seguía sin tomar una decisión. Ni siquiera una decisión sensata. Aún no había llegado el día, si bien estaba convencida de que llegaría, en el que se viera obligada a decidirse (o a ser una solterona para el resto de su vida), momento en el que por fin se zanjaría el asunto.
Stephen Huxtable era alto y muy delgado, ya que su cuerpo no había acabado de desarrollarse. Sin embargo, poseía una energía y una elegancia innatas que lo salvaban de parecer desgarbado o escuálido. Tenía el pelo rubio, casi dorado, suave y tan rizado que apenas era capaz de domarlo… para su ocasional desesperación y para la eterna satisfacción de todos los que lo conocían. Su rostro era apuesto, de expresión pensativa cuando no risueña. Sus ojos azules observaban el mundo de forma penetrante, un claro indicio de su naturaleza inquieta, de que aún no había encontrado la forma de dar rienda suelta a su exceso de energía y curiosidad, y también de su deseo de controlar su propio mundo.
Era un muchacho muy enérgico. Montaba a caballo, pescaba, nadaba, practicaba deportes y se divertía con otras mil y una vigorosas actividades con sus amigos. Si había algún embrollo, allí estaba él. Si había algún plan quijotesco, casi con toda seguridad lo había ideado él. Lo apreciaban, admiraban y seguían tanto los niños como los muchachos del vecindario. Las mujeres de todas las edades lo adoraban, hechizadas por su apostura, por su sonrisa, pero sobre todo por la distraída inquietud que delataban sus ojos y sus labios. Porque ¿qué mujer con dos dedos de frente podía resistirse al desafío de domesticar a un chico rebelde?
Aunque no lo era… todavía. En sus estudios demostraba la misma diligencia que empleaba en el resto de sus actividades. Aunque por el ser el único varón de la familia, era el consentido. Margaret había guardado la herencia que su madre había aportado al matrimonio a fin de que pudiera asistir a la universidad cuando cumpliera los dieciocho, y de esa forma labrarse un futuro y encontrar un empleo estable, incluso lucrativo.
A pesar de lo mucho que se quejaba en ocasiones por el yugo de la autoridad de su hermana mayor, Stephen era consciente del enorme sacrificio que Margaret hacía por su bien, porque apenas había dinero para cubrir las necesidades de Margaret y de Katherine.
Estudiaba con el vicario y se empleaba a fondo en los libros. La profesión que los estudios podían facilitarle sería el medio para escapar del confinamiento de la vida rural. Sin embargo, como su naturaleza no era del todo egoísta, planeaba devolverles algún día a sus hermanas todo lo que habían hecho por él. O si para entonces estaban casadas y no necesitaban de su dinero para vivir, las colmaría a ellas y a sus hijos de regalos y caprichos.
Ese, al menos, era el futuro con el que soñaba. Hasta que llegara, se esforzaría en los estudios para que se hiciera realidad. Y seguiría disfrutando del resto de sus actividades.
La familia contaba con un cuarto miembro.
Vanessa Dew, de soltera Huxtable, tenía veinticuatro años. Se había casado con Hedley Dew, el hijo menor de sir Humphrey, a los veintiuno y había enviudado un año después. Llevaba un año y medio como viuda, pero se había quedado en Rundle Park con su familia política en vez de regresar a la casita con sus hermanos, para evitarles así la carga económica que eso les supondría. Además, su familia política le había pedido que se quedara. La necesitaban. Su presencia era un consuelo para ellos, le habían asegurado. ¿Cómo resistirse a la sensación de ser necesitado? Y también les tenía cariño, por supuesto.
Vanessa era el patito feo de la familia. Siempre lo había sabido y lo había aceptado con alegre resignación. No era tan alta como Margaret o Katherine. Ni tampoco era tan bajita para que la consideraran de constitución delicada. No contaba con las curvas de Margaret, ni era tan esbelta como Katherine. Cuanto menos se hablara de su figura, mejor, porque en realidad había poco que decir. Si el color del pelo de sus hermanos iba degradándose desde el castaño de Margaret, pasando por el rubio oscuro de Katherine hasta llegar al dorado de Stephen, el pelo de Vanessa era un estado intermedio muy difícil de describir con un solo adjetivo. Su color de pelo era bastante soso. Y el pelo en sí mismo tenía la desgracia de ser ondulado, no rizado. Cuando lo llevaba suelto, caía en ondas por su espalda, en vez de caer liso y brillante como el de Margaret.
En cuanto a su cara… Bueno, era una cara donde todo estaba en su sitio, y todo funcionaba tal como debía funcionar. Pero no había nada destacable, nada memorable, en sus rasgos. Sus ojos no podían calificarse de azules, aunque tampoco se podía decir que fueran de otro color. Tal vez lo mejor que podía decirse de su cara era que no resultaba del todo fea.
Su familia nunca la había llamado fea. Al fin y al cabo, la querían. Sin embargo, había sido la preferida de su padre porque siempre estaba dispuesta a acurrucarse en su despacho con un libro en las manos mientras él trabajaba. Y su padre le había dicho en numerosas ocasiones que la lectura era un pasatiempo que debía fomentar, ya que era muy posible que nunca tuviera un hogar propio del que encargarse. Era una forma muy sutil de decirle que nunca se casaría. Su madre había afrontado el tema con mucha menos sutileza y la había animado a aprender todas las labores domésticas para ayudar a Stephen y a su futura esposa cuando el benjamín de la familia se casara. O cuando lo hicieran Margaret y Katherine. Vanessa también había sido la preferida de su madre.
Sus padres habían sentido un cariño especial por su patito feo, tal como a veces la llamaba su padre con tanta ternura que el apelativo jamás le dolió.
No obstante, se había casado. Era la única de sus hermanas que lo había hecho. Hasta el momento, para ser precisos.
Siempre le había asombrado el amor apasionado que Hedley Dew le había profesado, ya que era tan guapo como un dios. Pero la había amado. Apasionadamente además.
Vanessa no era de la clase de persona que pudiera guardar rencor a sus hermanos por ser más guapos que ella. Ni tampoco era de la clase de persona que se odiaba a sí misma por no ser guapa, por supuesto que no.
Era lo que era.
Una mujer normal y corriente.
Que adoraba a sus hermanos. Y que haría cualquier cosa con tal de que fueran felices.
El día de San Valentín salió de Rundle Park a mediodía para visitar a Margaret, tal como acostumbraba a hacer tres o cuatro veces por semana. Además de hermanas, siempre habían sido confidentes.
Comenzó su paseo más o menos al mismo tiempo que el vizconde de Lyngate y George Bowen se instalaban en sus habitaciones de la posada, felizmente ajenos a lo que les deparaba el futuro más inmediato.
La misma Vanessa ignoraba la presencia de dichos caballeros. De hecho, ignoraba incluso su existencia.
El destino suele abalanzarse sobre la gente sin previo aviso.
La joven caminaba a paso vivo. Era un día frío. Y tenía algo importante que decirle a su hermana.
– ¡Asistiré! -anunció en cuanto se quitó la abrigada capa y el bonete, ya en el interior de la casa y después de haber saludado a su hermana al entrar en la salita.
– ¿Al baile? -Margaret estaba sentada junto al fuego, ocupada como era habitual con la costura, aunque alzó la vista y le sonrió con cariño-. Me alegro mucho de que lo hayas decidido, Nessie. Habría sido una lástima que te quedaras al margen.
– Mi suegra ha estado toda la semana intentando convencerme -dijo Vanessa-. Y anoche mi suegro me dijo que debía asistir y que, además, debía bailar.
– Qué amable de su parte -repuso Margaret-, aunque no esperaba otra cosa de él. Y ya va siendo hora. Hedley nos dejó hace ya más de un año.
– Lo sé. -Las lágrimas hicieron acto de presencia, pero Vanessa parpadeó para librarse de ellas-. Eso es justo lo que dijo mi suegro. Y añadió que no podré llevar luto eternamente, en lo que mi suegra le dio la razón. Después todos lloramos un poco y el asunto quedó zanjado. Asistiré. -Esbozó una sonrisa lacrimógena mientras tomaba asiento cerca del fuego.
– ¿Qué te parece? -le preguntó su hermana al tiempo que sacudía la labor en la que había estado trabajando y se la enseñaba.
Era el vestido de noche amarillo claro de Katherine, cuyo aspecto pareció bastante tristón y apagado cuando se lo puso en Navidad. Tenía ya tres años. En ese momento lucía dos alegres cintas azules cosidas en el bajo y una más estrecha en los bordes de las mangas, que eran cortas y abullonadas.
– ¡Qué buena solución! -Exclamó Vanessa-. Casi parece nuevo con ellas. ¿Has comprado las cintas en la tienda de la señorita Plumtree?
– Pues sí-respondió Margaret-. Carísimas, por cierto. Aunque menos que un vestido, claro está.
– ¿Has comprando alguna para ti? -preguntó Vanessa.
– No. Mi vestido azul está bien.
Aunque era mucho más viejo que el amarillo de Katherine. Y estaba mucho más desgastado. Pero Vanessa se mordió la lengua. Una simple cinta era de por sí una extravagancia para el menguado bolsillo de su hermana. Margaret jamás derrocharía el dinero en sí misma.
– Sí que lo está -convino con voz alegre-. Además, ¿quién se va a fijar en un vestido cuando la persona que lo lleva es tan guapa?
Margaret se echó a reír mientras se levantaba para dejar el vestido en el respaldo de una silla.
– Y tiene ya veinticinco años, nada menos -añadió-. ¡Nessie, por Dios! ¿Adónde se ha ido el tiempo?
En el caso de Margaret el tiempo había pasado mientras cuidaba de sus hermanos. Mientras los atendía de forma generosa y sin flaquear en ningún momento. Había rechazado un buen número de proposiciones matrimoniales, incluida la de Crispin Dew, el hermano mayor de Hedley.
De ahí que Crispin, que siempre había anhelado convertirse en oficial del ejército, se hubiera ido a la guerra sin ella. De eso hacía ya cuatro años. Vanessa estaba segurísima de que entre ellos existía un compromiso privado, pero aparte de unos cuantos mensajes para ella intercalados en las cartas que le enviaba a su hermano, Crispin jamás se había puesto en contacto con Margaret. Ni había vuelto a casa. Podría decirse que no había tenido oportunidad de volver, a tenor de las continuas guerras que libraba el país, o que sería muy impropio que un caballero soltero se carteara con una dama soltera. No obstante, cuatro años de silencio era demasiado tiempo. Un hombre realmente enamorado habría encontrado el modo de mantener el contacto con su amada.
Crispin no lo había hecho.
Vanessa albergaba la firme sospecha de que su hermana sufría mucho por ello. Pero era un tema que jamás trataban, pese a lo unidas que estaban.
– ¿Qué te pondrás esta noche? -le preguntó Margaret al ver que no había contestado a su anterior pregunta.
Claro que ¿cómo se podía responder semejante cuestión? ¿Adónde se iba el tiempo?
– Mi suegra quiere que me ponga el vestido verde -respondió.
– ¿Y te lo vas a poner? -Margaret volvió a sentarse. Con las manos desocupadas, cosa rara en ella.
Vanessa se encogió de hombros y bajó la mirada hacia su vestido de lana gris. Aún no había sido capaz de abandonar el luto del todo.
– Tal vez parezca que le he olvidado -respondió.
– Sin embargo -replicó Margaret-, Hedley te compró el vestido verde porque pensó que ese color te favorecía especialmente -le recordó, como si le hiciera falta el recordatorio.
Se lo había comprado para la verbena estival, hacía ya un año y medio. Solo se lo había puesto una vez, para velarlo cuando él yacía enfermo en la cama mientras que la gente disfrutaba de la verbena en el jardín.
Murió dos días más tarde.
– Tal vez me lo ponga esta noche -dijo. O tal vez se pusiera el de color lavanda, que no le sentaba tan bien, pero con el que no abandonaría el luto del todo.
– Aquí llega Kate -anunció Margaret con la vista clavada en la ventana y una sonrisa en los labios-. Y viene con más prisas de lo habitual.
Vanessa volvió la cabeza y vio que su hermana pequeña las saludaba desde el jardín.
Al cabo de un momento entró en la salita como un torbellino, después de haberse despojado en el vestíbulo de la ropa de abrigo.
– ¿Qué tal han ido las clases hoy? -preguntó Margaret.
– ¡Horribles! -Contestó Katherine-. Hasta los niños se han contagiado de la emoción por el baile. Tom Hubbard se ha pasado por la escuela para pedirme la primera pieza, pero he tenido que decirle que no porque ya se la había concedido a Jeremy Stoppard. Así que bailaré la segunda con Tom.
– Volverá a pedirte matrimonio -le aseguró Vanessa.
– Supongo… -reconoció Katherine al tiempo que se dejaba caer en la silla más cercana a la puerta-. Como algún día le diga que sí, el pobre se morirá de la impresión.
– Al menos morirá feliz -apostilló Margaret.
Todas estallaron en carcajadas.
– Pero Tom tenía unas noticias sorprendentes -dijo Katherine-. ¡Hay un vizconde hospedado en la posada! ¿Os habéis enterado?
– ¿En la posada del pueblo? -Preguntó Margaret-. No, no he oído nada. ¿A qué ha venido?
– Tom no lo sabía -respondió Katherine-. Pero imagino que será el tema de conversación principal esta noche. El vizconde, no Tom.
– ¡Madre mía! -Exclamó Vanessa-. ¡Un vizconde en Throckbridge! Tal vez las cosas cambien. Me pregunto qué opinará cuando oiga la música y todo el jaleo del baile encima de su habitación a medianoche. Espero que no nos exija detener la fiesta.
Katherine, sin embargo, acababa de reparar en su vestido y se puso en pie de un brinco con un grito.
– ¡Meg! -exclamó-. ¿Lo has arreglado tú? ¡Es precioso! Seré la envidia de todo el mundo. ¡No deberías haberlo hecho! La cinta debe de haberte costado un ojo de la cara. Pero me alegro mucho de que te hayas molestado. ¡Gracias, gracias, gracias! -Atravesó la salita a la carrera para abrazar a Margaret, que sonrió de oreja a oreja.
– Vi la cinta y me gustó -adujo-. No podía salir de la tienda sin comprar unos cuantos metros.
– ¿Estás intentando que me crea que fue una compra impulsiva? -Preguntó Katherine-. ¡Qué tontería, Meg! Fuiste a la tienda con la intención de buscar una cinta o una tira bordada para hacerme algo bonito. Que ya nos conocemos.
La expresión de Margaret se tornó avergonzada.
– Aquí llega Stephen -dijo Vanessa-. Y con más prisas que las que traía Kate.
Su hermano la vio por la ventana y le sonrió mientras la saludaba con la mano. Llevaba su antiguo traje de montar y unas botas que estaban pidiendo a gritos un buen cepillado. Sir Humphrey Dew le permitía montar sus caballos siempre que quisiera; una invitación que su hermano había aceptado de buena gana, pero solo a cambio de trabajar en los establos.
– ¡Caray! -Exclamó al irrumpir en la salita al cabo de un momento, apestando a caballo-. ¿Habéis oído las noticias?
– Stephen… -Margaret parecía muy disgustada-. ¿Lo que llevas en las botas es estiércol?
El olor respondía por sí solo a la pregunta.
– ¡Vaya por Dios! -Stephen se miró las botas-. Creía que las había limpiado bien. Lo haré ahora mismo. ¿Habéis oído que hay un vizconde hospedado en la posada?
– Acabo de darles la noticia -terció Katherine.
– Sir Humphrey ha ido a darle la bienvenida -les informó Stephen.
– ¡Vaya! -exclamó Vanessa con una mueca.
– Pues sí -repuso Stephen-. Él se enterará de lo que le ha traído por aquí. Es raro, ¿verdad?
– Supongo que el pobre hombre solo está de paso -aventuró Margaret.
– De pobre nada -la corrigió su hermano-. Además, ¿cómo va a estar de paso por Throckbridge? ¿De dónde viene y adonde va? Y ¿por qué?
– Tal vez mi suegro lo averigüe -respondió Vanessa-. O tal vez no. En todo caso, nuestras vidas continuarán con independencia de que nuestra curiosidad quede satisfecha o no.
– A lo mejor ha oído lo del baile de San Valentín… -dijo Katherine, que se llevó las manos al pecho y dio una vuelta mientras pestañeaba de forma exagerada-, ¡y viene en busca de novia!
– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Kate, ¿el día de San Valentín te tiene tonta o qué? -Soltó una carcajada y tuvo que agacharse para esquivar el cojín que le tiró la aludida.
La puerta de la salita se abrió y entró la señora Thrush, que llevaba la mejor camisa de Stephen en un brazo.
– Acabo de plancharla, señorito -le dijo. Stephen le dio las gracias mientras cogía la prenda-. Llévela ahora mismo a su dormitorio y déjela sobre la cama con cuidado. No quiero volver a verla arrugada antes de que se la ponga.
– No, señora -aseguró él, guiñándole un ojo-. Quiero decir, sí, señora. No sabía que le hiciera falta un planchado.
– No me extraña. -La señora Thrush chasqueó la lengua-. Pero supongo que si todas las jovencitas van a caer rendidas a sus pies esta noche, porque eso es lo que va a suceder, lo mejor es que lleve una camisa recién planchada. Y que se quite esas botas. ¡Uf! Tendrá que limpiar el suelo de rodillas y con el cepillo como no se las quite ahora mismo y las deje fuera antes de subir.
– La siguiente tarea de mi lista era la plancha -dijo Margaret-. Gracias, señora Thrush. Me parece que ya va siendo hora de que todos empecemos a arreglarnos para el baile. Nessie, en tu caso será mejor que te vayas antes de que lady Dew ordene que salgan en tu busca. Stephen, hazme el favor de sacar ahora mismo esas botas tan asquerosas de la salita. Señora Thrush, por favor, prepárese un té y ponga un rato los pies en alto. Lleva trajinando todo el día.
– Y supongo que usted ha estado sentada todo el día sin hacer nada… -replicó la mujer-. ¡Por cierto! La señora Harris ha estado en la cocina hace un momento. Hay un vizconde hospedado en la posada. Sir Humphrey ha ido a darle la bienvenida y lo ha invitado a la fiesta. ¿Qué les parece? -Al ver que todos se echaban a reír, la pobre se quedó un poco desconcertada, pero acabó sumándose a las carcajadas-. Pobre hombre -dijo después-. Sir Humphrey no aceptará una negativa. Y supongo que de todas formas será mejor que asista a la fiesta. Esta noche habrá demasiado ruido en la posada para que los huéspedes puedan descansar.
– Kate, aprovéchate -terció Stephen-. Si ha venido en busca de novia, esta es tu oportunidad.
– O la de la señorita Margaret -señaló la señora Thrush-. Con lo guapa que es, ya va siendo hora de que aparezca su príncipe azul.
Margaret se echó a reír.
– Pero ese hombre solo es un vizconde -protestó-, no un príncipe. Así que seguiré esperando a que aparezca uno. Y ahora todos a arreglarse o llegaremos tarde. -Abrazó a Vanessa, que se puso en pie para marcharse-. No cambies de opinión con respecto al baile -le advirtió-. Por favor, Nessie. Si lo haces, iré a buscarte; date por avisada. Ya va siendo hora de que empieces a disfrutar otra vez de la vida.
Vanessa volvió caminando sola a Rundle Park, a pesar de que Stephen se ofreció a acompañarla. Había decidido asistir al baile, aunque todavía no lo tenía muy claro cuando se lo dijo a Margaret. Sí, iría. Y muy a su pesar, y también pese a la pena que aún llevaba dentro por la muerte de Hedley y al cargo de conciencia que le provocaba la idea de volver a divertirse, estaba deseando que llegara la noche. Bailar siempre había sido uno de sus entretenimientos preferidos, y llevaba casi dos años sin hacerlo.
¿Estaba siendo egoísta, desalmada, por querer regresar a la vida?
Su suegra quería que asistiera al baile. Y sus cuñadas. Y sir Humphrey, el padre de Hedley, le había dicho que tenía que bailar.
Sin embargo, ¿la invitaría alguien a bailar? Seguro que alguien lo haría. Bailaría si alguien la invitaba. Tal vez la invitara el vizconde…
Chasqueó la lengua por lo absurdo del pensamiento mientras enfilaba el atajo a la mansión.
El vizconde tal vez fuera un hombre de noventa años, calvo y sin dientes.
¡Y casado!