Vanessa se sentía un poco deprimida. Y no era una emoción que se permitiera experimentar muy a menudo. Siempre había algo que hacer, alguien con quien hablar, algo en lo que pensar o algo que leer para animarse. Y casi siempre había algo de lo que maravillarse, por lo que sonreír, de lo que reírse.
La risa era mucho mejor para el alma que la melancolía.
Sin embargo, de vez en cuando la depresión era inevitable. En circunstancias normales la causaban varias cosas a la vez, de forma que era casi imposible de evitar.
Su luna de miel había acabado. Y aunque tal vez pudiera volver a experimentar en la mansión y más adelante en Londres la inesperada felicidad que había llenado sus días y sus noches en la residencia de la viuda y en el lago, no podía evitar pensar que todo iba a cambiar, que Elliott y ella nunca volverían a tener una relación tan cercana, tan estrecha, como la que habían tenido durante esos días.
Si solo se hubiera tratado de eso, por descontado que hubiera conseguido librarse de la melancolía. Dependía de ella que su matrimonio funcionara. Si se esforzaba por creer que las cosas iban a cambiar, cambiarían casi con total seguridad.
Sin embargo, Elliott había salido esa tarde para ocuparse de unos asuntos de la propiedad. Algo perfectamente comprensible. Porque no esperaba que se pasara el resto de su vida en común paseando, remando en el lago y cortando narcisos con ella por las tardes. Aunque ese día en concreto no era el mejor para haberse quedado a solas.
Crispin Dew se había casado con una dama española en la Península.
Margaret debía de estar sufriendo una tristeza desoladora, desesperada, pero ella no podía ayudarla de ninguna forma. Y el sufrimiento de un ser querido era en ciertos aspectos mucho peor que el propio, precisamente por la impotencia que conllevaba. Ella lo sabía por experiencia.
Y esa conclusión, el recuerdo de Hedley, la llevó a la carrera a su dormitorio para rebuscar a toda prisa en el interior del enorme baúl que le habían traído de Warren Hall, pero que todavía seguía sin vaciar por el inminente viaje a Londres. Encontró el objeto que había estado a punto de dejar atrás justo donde lo había colocado, protegido por el envoltorio. Lo había guardado en el baúl, en el rinconcito izquierdo de la parte delantera, en el último momento.
Se sentó en un diván y apartó el paño de terciopelo que protegía su tesoro de cualquier daño. Y contempló la miniatura de Hedley que lady Dew le había regalado después de su muerte.
La miniatura había sido realizada cuando Hedley tenía veinte años, dos años antes de que se casaran, y poco tiempo antes de que su grave enfermedad se manifestara.
Aunque las señales de la tuberculosis eran ya obvias en él.
Pasó un dedo sobre la miniatura ovalada.
Tenía unos ojos enormes y la cara alargada. Si el pintor no le hubiera añadido un toque de color a sus mejillas, su rostro estaría tan pálido como al natural.
Sin embargo, y pese a la palidez, al final de sus días seguía siendo guapo. Porque Hedley poseía una belleza delicada. Nunca había sido un muchacho robusto. Nunca había podido participar en los enérgicos juegos de los demás niños de la vecindad. No obstante, y por extraño que pareciera, nadie lo había ridiculizado ni lo había hostigado por ello. Porque todo el mundo lo quería mucho.
Ella misma lo había querido.
Habría muerto en su lugar si hubiera sido posible.
Esos enormes ojos de mirada alegre la observaron desde el retrato. Rebosantes de inteligencia y de esperanza.
De esperanza. Porque la había conservado hasta el último momento y, cuando por fin la abandonó, lo hizo de forma elegante y digna.
– Hedley… -musitó.
Se llevó un dedo a los labios.
Y se dio cuenta de una cosa. Salvo por un fugaz recuerdo durante su noche de bodas, no había vuelto a pensar en él durante los tres días que había pasado en el lago.
Desde luego que no había pensado en él. Habría sido horrible. Porque estaba con su nuevo marido, a quien le había jurado fidelidad absoluta.
Sin embargo…
Hasta hacía muy poco tiempo le había parecido imposible que pasara un solo día sin pensar en Hedley al menos cien veces.
Y habían pasado tres días sin que se acordara de él.
Tres días en los que había sido delirantemente feliz con un hombre que ni siquiera la amaba. A quien ella no amaba.
No como había amado a Hedley, en cualquier caso. Era imposible amar a otro hombre como había amado a su primer marido.
Aunque con él no había podido compartir la felicidad carnal que había conocido con Elliott. Cuando se casaron, la enfermedad le había pasado factura dejándolo prácticamente impotente. Para él había sido muy frustrante, aunque ella había aprendido la forma de satisfacerlo y de consolarlo.
No obstante, había acabado encontrando la satisfacción sexual con otro hombre.
No había pensado en Hedley durante tres días enteros. No, durante cuatro si contaba ese.
¿Acabaría por olvidarlo del todo?
¿Lo olvidaría como si jamás hubiera existido?
Sintió una pena tremenda y el aguijonazo de la culpa, todo ello empeorado porque la situación era de lo más irracional.
¿Por qué sentirse culpable por el hecho de haber apartado el recuerdo de su primer marido después de casarse con otro? ¿A qué se debía la sensación de estar engañando a un hombre muerto, la sensación de estar haciéndole daño? Porque eso era lo que sentía.
«Debes seguir con tu vida, Nessie», le había dicho él durante los últimos días de su vida, mientras ella le aferraba la mano y le refrescaba la cara, sudorosa por la fiebre, con un paño húmedo. «Debes volver a amar y a ser feliz. Debes casarte y tener niños. Debes hacerlo. ¿Me prometes que lo harás?»
Ella le había llamado bobo e idiota y se había negado a hacerle cualquier promesa.
«Bobo no, por favor, Nessie. En todo caso, tonto», había replicado él.
Y los dos se habían echado a reír a carcajadas.
«Al menos no dejes de reírte nunca. Prométeme que siempre te reirás.»
«Siempre que descubra algo gracioso», le había prometido ella mientras se llevaba su mano a los labios y lo veía sumirse en una agotada duermevela.
Durante los días que siguieron a esa conversación se rió varias veces, pero las carcajadas no tardaron en abandonarla.
– Hedley… -musitó otra vez, y se dio cuenta de que no veía su imagen con claridad. Parpadeó para librarse de las lágrimas-. Perdóname.
Por hacer justo lo que él le había pedido que hiciera: volver a vivir y ser feliz. Por volver a casarse. Por volver a reírse.
Y por haberlo olvidado durante casi cuatro días.
Recordó el vigor con el que Elliott le hacía el amor mientras colocaba la palma de la mano sobre la miniatura. En algún momento había cruzado la línea que separaba la melancolía de algo mucho más doloroso, algo que le oprimía el pecho y le dificultaba la tarea de respirar.
Si Hedley hubiera podido una sola vez al menos… Cerró los ojos y comenzó a mecerse.
– Hedley… -musitó de nuevo.
Sorbió por la nariz cuando las lágrimas se deslizaron por sus mejillas e intentó limpiárselas con las manos antes de buscar un pañuelo. No tenía ninguno, pero no se sentía con fuerzas para ir a buscar uno.
Se sumió en una especie de desesperación y angustia.
Al final, y después de sorber de nuevo, acabó limpiándose las lágrimas con el dorso de una mano, y decidió que debía levantarse para ir en busca de un pañuelo con el que sonarse la nariz; luego se lavaría la cara con agua fría para que desaparecieran los estragos del llanto.
¡Qué horrible sería que Elliott descubriera que había estado llorando! ¿Qué pensaría si eso llegaba a suceder?
No obstante, acababa de soltar la miniatura en el cojín que tenía al lado cuando vio que una mano grande le tendía un pañuelo desde el respaldo del diván. Una mano masculina.
La mano de Elliott.
Debía de haber entrado a través de su vestidor, que comunicaba con el de la vizcondesa, cuya puerta tenía a la espalda.
Se quedó petrificada un instante. Aunque no podía hacer otra cosa salvo aceptar el pañuelo, secarse los ojos, sonarse la nariz y pensar en una explicación racional.
Cogió el pañuelo muy consciente de la presencia de la miniatura que descansaba sobre el cojín, con el retrato hacia arriba.
Había pocas cosas por hacer que requirieran de su atención. Elliott se había esforzado mucho para dejarlo todo bien atado antes de la boda, a sabiendas de que poco después de la misma tendría que marcharse a Londres, donde permanecería unos cuantos meses.
Acabó en menos de una hora, y al descubrir que la visita de cortesía que se le ocurrió hacer de improviso a uno de sus arrendatarios, con el que mantenía una cierta amistad, no era posible ya que ni él ni su esposa se encontraban en casa, decidió volver a la mansión.
Le alegró mucho regresar antes de lo previsto. De momento estaba encantado con su matrimonio. A decir verdad, notó una sorprendente renuencia a abandonar la residencia de la viuda esa mañana. Tuvo la absurda sensación de que estaba a punto de romperse una especie de encantamiento.
No había nada que romper, por supuesto, no había magia en lo que había sucedido. Durante tres días y cuatro noches había disfrutado de una compañera de cama constante, y el sexo había resultado sorprendentemente satisfactorio. Había descubierto que el cuerpo de una mujer no tenía por qué ser voluptuoso para ser deseable.
Aunque no solo había sido el sexo. Su esposa había decidido no discutir con él durante esos tres días, y su compañía le había resultado agradable.
¡Dios Santo! Si hasta le había permitido remar en uno de los botes, con él sentado enfrente, aun cuando era obvio que no tenía habilidad alguna para manejar los remos… También le había permitido dejarlo medio sordo con sus estridentes carcajadas cuando logró, por pura chiripa, que un guijarro rebotara tres veces sobre el agua. Y, ¡por el amor de Dios!, había cortado más narcisos de los que había imaginado que podían existir sobre la faz de la tierra, había hecho los ramos y la había seguido por toda la casa mientras ella colocaba los jarrones por todas las estancias unas cuantas horas antes de regresar a la mansión.
Comprendió que Vanessa lo tenía un poco cautivado.
Y no había razones para pensar que la situación sufriera un cambio drástico una vez instalados en la mansión o de camino a Londres.
Tal vez pudieran disfrutar de un buen matrimonio, después de todo.
Así que, en vez de volver a casa con paso tranquilo, más bien lo hizo a la carrera, desoyendo la voz de la conciencia que le decía que había otros arrendatarios a los que podía haberles hecho una visita.
Vanessa y él habían hecho el amor el día anterior entre los narcisos. Si el tiempo no hubiera empeorado, tal vez podrían haber ido de nuevo… a recoger narcisos para la mansión. De todas formas, siempre les quedaba la cama del dormitorio de la vizcondesa, aún por «estrenar», y ¿qué mejor momento que una tarde lluviosa en la que no tenían otra cosa que hacer?
Vanessa no estaba en ninguna de las estancias de la planta baja. Debía de estar ya en sus aposentos. Tal vez se hubiera acostado un rato para recuperar el sueño perdido.
Elliott subió los escalones de dos en dos, aunque antes se pasó por su vestidor para secarse el pelo y quitarse las botas, sin llamar siquiera a su ayuda de cámara. El vestidor de Vanessa comunicaba con el suyo. Lo atravesó sin hacer ruido por si estaba durmiendo. En cuyo caso le encantaría despertarla de otra forma…
La puerta del dormitorio de su esposa se encontraba entreabierta. La abrió despacio sin llamar.
No estaba acostada. Estaba en el diván, de espaldas a él y con la cabeza inclinada hacia delante. ¿Leyendo? Estuvo tentado de acercarse de puntillas para besarla en la nuca.
¿Cómo reaccionaría? ¿Con un chillido? ¿Con una carcajada? ¿Con un encogimiento de hombros y un suspiro sensual?
La oyó sorberse la nariz. ¿Estaba llorando?
Sí, al cabo de un instante fue evidente que estaba llorando. Porque comenzó a sollozar como si cargara con toda la pena del mundo.
Se quedó petrificado en el vano de la puerta. Su instinto lo apremiaba a acercarse, a abrazarla mientras le preguntaba qué había pasado para que se sumiera en semejante estado. Sin embargo, nunca se le habían dado bien las emociones femeninas. De modo que lo que hizo fue acercarse despacio y sin hacer ruido. Aunque no intentó en ningún momento sorprenderla, Vanessa estaba tan absorta que no reparó en su presencia.
Y justo cuando estaba a punto de colocarle una mano en el hombro para darle un apretón, la vio dejar algo sobre el cojín que tenía al lado: un retrato en miniatura de un joven de rasgos delicados, casi femeninos.
Tardó apenas un minuto en comprender que el joven debía de ser Hedley Dew. Su predecesor.
Y descubrió que lo invadía la furia. Una furia repentina y arrolladura. Una furia gélida.
Se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y se lo ofreció sin mediar palabra.
Vanessa se secó los ojos y se sonó la nariz mientras él se internaba en el dormitorio. Se detuvo frente a la ventana con las manos unidas tras la espalda, sin mirarla. Clavó la vista en el paisaje, azotado por la lluvia. A un lado se encontraba el lago, con la residencia de la viuda cerca de la orilla.
No volvió la cabeza para contemplar esa zona concreta. En realidad, no veía nada salvo el cristal de la ventana.
Sin embargo, ignoraba por qué se sentía tan furioso. Ambos habían aceptado ese matrimonio sin hacerse ilusiones. Había sido en esencia un matrimonio de conveniencia para los dos.
– Supongo que lo amabas por encima de todas las cosas -dijo sin intentar siquiera disimular el sarcasmo una vez que ella acabó de sonarse la nariz y de suspirar.
– Lo amaba -reconoció Vanessa después de un breve silencio-. Elliott…
– Por favor -la interrumpió-, ahórrate la explicación. Es innecesaria y estoy casi seguro de que además estaría plagada de mentiras.
– No tengo necesidad alguna de mentir -replicó ella-. Lo amaba y lo perdí, y ahora estoy casada contigo. Eso lo resume todo. No volverás a encontrarme…
– ¿Y creíste oportuno traer su retrato a mi casa y llorarlo en privado?
– Sí -contestó ella-. Lo traje conmigo. Es una parte muy importante de mi pasado. Fue, y sigue siendo, parte de mí. No sabía que ibas a volver tan pronto. Ni que entrarías en mi dormitorio sin llamar siquiera.
Sus palabras hicieron que él se volviera de repente y la mirase en silencio. Seguía sentada en el diván, con su pañuelo arrugado en las manos. Tenía la cara enrojecida y los ojos hinchados. No estaba muy favorecida que se dijera.
– ¿Tengo que llamar a la puerta para entrar en el dormitorio de mi esposa? -le preguntó.
Como era habitual en ella, respondió con otra pregunta.
– Si yo entrara en tu dormitorio sin llamar, ¿no te molestaría? ¿No te molestaría si estuvieras haciendo algo que prefirieses que yo no viera?
– Eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando -señaló-. Por supuesto que me molestaría.
– Pero yo no tengo derecho a molestarte, ¿verdad? Porque solo soy una mujer. Porque solo soy tu mujer. Una especie de sirvienta de rango superior. Pues que sepas que incluso los sirvientes necesitan de su intimidad.
Vanessa había logrado volver las tornas en contra de él. ¡Le estaba echando un sermón! Y se había puesto a la defensiva.
Los últimos días, comprendió Elliott de repente, habían estado basados en el sexo. Tal como había planeado. Era absurdo indignarse por haber descubierto lo que ya sabía. Y lo que deseaba.
Porque nada más lejos de su intención que intentar que su esposa se enamorara de él. No obstante…
– Sus deseos serán respetados de ahora en adelante, señora -le aseguró, al tiempo que le hacía una reverencia muy digna-. Estos aposentos serán su dominio privado salvo cuando entre para ejercer mis derechos conyugales. E incluso entonces llamaré a la puerta y podrá mandarme al cuerno si no le apetece recibirme.
La vio ladear la cabeza mientras lo miraba en silencio unos instantes.
– El problema con los hombres es que no sois capaces de discutir tranquila y racionalmente -afirmó-. Porque nunca escucháis. Recurrís a los gritos, os ofendéis y reaccionáis lanzando algún tipo de ultimátum. No hay criatura más irracional que vosotros. No me extraña que haya guerras tan atroces en el mundo.
– Los hombres libran dichas guerras con la intención de crear un mundo más seguro para sus mujeres -repuso él.
– ¡Qué tontería!
En realidad, pensó Elliott, su esposa debería haber mantenido la cabeza gacha desde el principio y escucharlo en silencio, salvo cuando tuviera que contestar alguna pregunta con el monosílabo apropiado. Porque así él se habría marchado con cierta dignidad y sin permitirle que se hubiera salido por la tangente.
Pero estaba tratando con Vanessa, y comenzaba a comprender que no podía esperar que se comportara como el resto de las mujeres.
Que Dios lo ayudara. Se había casado con ella. Y él era el único culpable.
– Si de verdad los hombres desearais complacer a vuestras mujeres -apostilló-, os sentaríais a hablar con ellas.
– Señora -dijo-, creo que intenta distraerme. Pero no va a conseguirlo. No voy a exigirle lo que no puede darme, porque ni siquiera lo deseo. No exijo su amor. Pero sí exijo su absoluta fidelidad. Es mi derecho como su marido.
– Y la tienes -le aseguró ella-. No necesitas mirarme con ese ceño tan feroz ni llamarme «señora» como si acabáramos de conocernos para conseguirla.
– Ni puedo ni quiero competir con un difunto -afirmó-. No dudo de que lo quisieras mucho, Vanessa -añadió, volviendo a tutearla-, ni de que su muerte a una edad tan temprana supusiera un golpe terrible para ti. Pero estás casada conmigo, y espero que al menos en público aparentes sentir afecto por mí.
– En público -repitió ella-. ¿En privado no son necesarias las demostraciones de afecto? ¿En privado puedo ser sincera y demostrarte indiferencia, o antipatía, u odio, o cualquier otra emoción que pueda sentir en el momento?
La miró, exasperado.
– Ojalá me dejaras explicártelo -la oyó decir.
– ¿Te refieres a la escena con la que me he topado después de «invadir tu intimidad»? La verdad, preferiría que no me explicaras nada.
– Crispin Dew se ha casado -le dijo.
Solo alcanzó a mirarla en silencio. ¿Era una conclusión irracional o existía algún tipo de relación lógica entre ambos sucesos en la enrevesada mente de su esposa?
– Kate me lo ha dicho esta mañana -prosiguió Vanessa-. Lady Dew recibió una carta de Crispin mientras estaba en Warren Hall. Se ha casado en España, donde se encuentra su regimiento.
– Y supongo que tu hermana estará destrozada -aventuró él-. Aunque no entiendo por qué. Si lleva cuatro años fuera sin contactar con ella en absoluto, debería haberse esperado algo así.
– Estoy segura de que lo esperaba -replicó-. Pero de esperar algo a ver que ese algo se convierte en realidad va un buen trecho.
De repente, Elliott cayó en la cuenta de una cosa.
– Podía haberse casado conmigo -dijo.
– Sí -convino Vanessa.
Y por fin entendió la relación.
– Lo comprendiste mientras yo estaba fuera -afirmó-. Te diste cuenta de que esa carta había llegado tarde. Podrías haberte ahorrado el sacrificio.
– Pobre Meg -se lamentó ella, sin admitir ni negar sus palabras-. Lo quería mucho, ¿sabes? Pero insistió en quedarse con nosotros aunque él quería casarse antes de partir con su regimiento. No me dejó ocupar su lugar en la familia.
– En esa ocasión no -repuso él-. Pero en esta no le ha quedado alternativa. Porque hablaste conmigo antes de que tú hermana estuviera al tanto de tus intenciones.
– Elliott-dijo Vanessa-, me gustaría que dejaras de interrumpirme.
– ¡Ja! -Exclamó al tiempo que hacía un gesto brusco con una mano-. Ahora eres tú la que quieres hacer una declaración sin discutir tus conclusiones de forma racional.
– Solo estoy intentando que me entiendas -lo contradijo.
Elliott se llevó las manos a la espalda y se inclinó un poco hacia ella.
– En ese caso, prosigue con la explicación. No volveré a interrumpirte.
Vanessa lo miró un instante en silencio antes de suspirar. Soltó el pañuelo, que hasta ese momento había estado retorciendo entre las manos, y al dejarlo sobre el diván vio la miniatura con el retrato hacia arriba. Le dio la vuelta.
– Me daba miedo olvidarlo -confesó-. Y me he dado cuenta de que lo mejor es hacerlo. Ahora estoy casada contigo y te debo lo que le ofrecí a él: atención completa, lealtad y devoción. Pero por un momento me he asustado mucho, Elliott. Fue mi vida durante el año que duró nuestro matrimonio, de la misma forma que vas a serlo tú durante mucho más tiempo, espero. Necesito olvidarlo, pero en cierto modo me parece que eso estaría mal. Porque no se merece el olvido. Me quiso más de lo que jamás creí que una persona pudiera amar a otra. Y solo tenía veintitrés años cuando murió. Si lo olvido, ese amor también morirá. Y siempre he creído que el amor es la única constante en la vida, lo único que no puede morir, ni en esta vida ni en la eternidad. Estaba llorando porque necesito olvidarlo. Pero no quiero hacerlo.
Le había dejado muy claro que no pensaba competir con un difunto, pero iba a tener que hacerlo, concluyó Elliott.
Al parecer, era imposible ordenarle a una mujer que no amara. De la misma forma que no se podía obligarla a amar.
– Me llevaré el retrato de vuelta a Warren Hall -dijo Vanessa-. O mejor, lo enviaré a Rundle Park. Lady Dew me lo regaló después de la muerte de Hedley, y se alegrará de recuperarlo, supongo. Debería habérselo devuelto antes de casarme contigo, pero no se me ocurrió. Elliott, me mantendré siempre fiel a mis votos matrimoniales. Y no volveré a llorar por Hedley. Lo enterraré en un rinconcito de mi corazón y esperaré no olvidarlo del todo.
Sus votos matrimoniales. Amarlo, respetarlo y obedecerlo.
No quería su amor. No esperaba su obediencia; dudaba mucho que lo obedeciera, en cualquier caso. Así que solo quedaba el respeto.
En privado Vanessa le había prometido más cosas: felicidad, placer y tranquilidad. Y la verdad era que había cumplido su palabra durante los tres días posteriores a la boda. Y él, como un idiota, lo había dado por sentado sin más.
Cuando en realidad lo hacía para mantener su promesa.
Y aunque no dudaba de la sinceridad de la satisfacción sexual que había encontrado con él, por fin entendía que se había limitado a darse un festín con los deleites de la carne, que le habían sido negados en su anterior matrimonio debido a la enfermedad de su esposo.
Solo había sido sexo. Nada más.
Por ambas partes. Como él había pretendido y deseado. No había buscado nada más.
Entonces ¿por qué demonios sentía ese nudo de desesperación en la boca del estómago tanto rato después de haber ventilado la furia?
Vanessa, al menos, mantendría algunos de sus votos matrimoniales.
Y él también, con la ayuda de Dios.
No le cabía la menor duda de que Hedley Dew jamás volvería a ser mencionado. Vanessa lo amaría en secreto y le ofrecería a su segundo marido su más abnegada fidelidad.
Le hizo una reverencia.
– Te dejaré a solas -le dijo-. Tengo algunos asuntos que atender. ¿Puedo sugerirte que te laves la cara antes de que te vean los criados? Nos veremos durante la cena. Y esta noche te haré una visita antes de irme a dormir a mi habitación.
– ¡Elliott! -exclamó-. No he logrado explicarme bien y he embrollado las cosas, ¿verdad? Tal vez porque ni yo misma me entiendo. Solo sé que no es lo que piensas ni tampoco es del todo como te lo he explicado.
– Tal vez con el paso del tiempo logres escribir un libro -replicó él-. Una novela dramática, llena de pasión sin fundamento, emoción y palabrería barata.
No dejó de caminar mientras hablaba. Se internó en el vestidor de Vanessa y cerró la puerta tras él antes de seguir hacia el suyo, cuya puerta también cerró.
Otra vez estaba enfadado. Tenía la impresión de que en cierto modo acababa de hacer el tonto. Vanessa no le había permitido ventilar a placer el disgusto que le había provocado encontrarla como la había encontrado, ni tampoco le había dejado poner los puntos sobre las íes con respecto a lo que esperaba de ella o de su matrimonio. Porque lo había enzarzado en una serie de intrincados galimatías lingüísticos que habían logrado que se sintiera como un pelmazo arrogante.
¿Lo sería de verdad?
Frunció el ceño.
¿Estaba un hombre obligado a abrazar a su esposa y a consolarla susurrándole cosas cariñosas al oído mientras ella lloraba a moco tendido por su amado… que no era precisamente el que la abrazaba?
Y que para colmo estaba muerto. ¡Por el amor de Dios!
Al cuerno con todo, pensó. ¿Adónde lo estaba llevando el matrimonio?
Echó un vistazo por la ventana de su dormitorio y se percató de que la lluvia había arreciado en vez de escampar. El viento agitaba con fuerza las copas de los árboles.
Justo el tiempo que necesitaba.
Diez minutos después salía cabalgando de nuevo del establo con una montura descansada y ávida por galopar. ¿Su destino?
Lo ignoraba. Cualquier lugar lejos de Vanessa y de su matrimonio. Y del puñetero retrato de ese muchacho tan guapo de aspecto delicado, contra el cual no podía competir ni aunque se lo propusiera.
Vanessa podía amarlo con su bendición.
Al cuerno con ella.
Y con Hedley Dew también.
Al reparar en el giro tan infantil que habían sufrido SUS pensamientos, espoleó el caballo para que galopara y decidió no rodear la cerca que tenía delante, sino saltarla.
Puestos a ser infantiles, se emplearía a fondo y lo haría a lo grande, incluyendo la imprudencia.
Todo era horrible.
Entre otras cosas, su cara parecía incapaz de recuperar su estado normal. Cuanta más agua fría se echaba y más crema se aplicaba, más se le hinchaban los ojos y más enrojecidas tenía las mejillas.
Al final cedió y abandonó sus aposentos con paso vivo y una sonrisa alegre en la cara, aunque en los pasillos solo se cruzara con los cuadros y los bustos que los adornaban.
Su esposo volvió a la casa y entró en el salón con el tiempo justo para acompañarla al comedor. Mantuvieron una tensa conversación durante la cena, para guardar las apariencias delante del mayordomo y del criado. En ningún momento permitió Vanessa que la sonrisa abandonase sus labios.
Después de la cena se sentaron en el salón, al lado del fuego, y se sumieron en la lectura. Durante la hora y media que estuvieron así sentados decidió contar el número de páginas que su esposo volvía. Un total de cuatro. Cada una de ellas le hizo recordar que ella también debía volver una página de su propio libro, variar la posición con la que lo sujetaba y sonreír de forma placentera por lo que estaba leyendo.
Ya había transcurrido media hora cuando se percató de que había cogido un libro de sermones.
De forma que transformó su sonrisa placentera en una pensativa.
Más o menos al mismo tiempo se preguntó con cierta extrañeza por qué había aparecido su esposo tan repentinamente en su dormitorio esa tarde, sin llamar a la puerta siquiera, y por qué había regresado a la mansión tan temprano. ¿Habría ido para…?
Sin embargo, lo miró y vio que tenía la vista clavada en el libro con expresión ceñuda y muy poco cariñosa.
Cuando llegó la hora de acostarse, la acompañó hasta la puerta de su vestidor, le hizo una reverencia y le preguntó (¡Le preguntó!) si le permitiría reunirse con ella al cabo de un rato.
Cuando lo hizo ya estaba acostada, preguntándose si debería decir o hacer algo a fin de que la situación mejorara un poco. No obstante, se limitó a sonreírle hasta que él apagó la vela. La primera vez que lo hacía.
Después procedió a hacerle el amor sin besos ni caricias, de forma apasionada y rápida. Todo acabó mucho antes de que pudiera pensar siquiera en colocarse de forma apropiada para lograr la satisfacción tan absoluta que había experimentado durante los trece encuentros previos.
Lo que experimentó fue la frustración del deseo insatisfecho.
Su esposo se levantó justo después, se puso el batín y se marchó a través de su vestidor, cuya puerta cerró… No sin antes darle las gracias. ¡Le dio las gracias! Esa fue la guinda del insulto.
Porque la situación en sí había sido insultante. De principio a fin. Tal como era su intención, supuso.
En caso de que quisiera ser su esposa solo en aras de la conveniencia y de la procreación, Elliott parecía estar encantado de satisfacerla, según su comportamiento de esa tarde y de esa noche.
¡Qué tontos eran los hombres!
Tal vez esa conclusión era demasiado generalizada y bastante injusta para cientos de miles de hombres inocentes. Así que enmendó sus palabras.
¡Qué tonto era Elliott Wallace, vizconde de Lyngate!
Sin embargo, todo era culpa de ella.
Su esposo tal vez no lo supiera y jamás lo admitiría, pero estaba dolido.
Y ella tenía que hacer algo, si bien no sabía qué. La deuda que tenía con él era demasiado grande para pagársela llorando por otro hombre apenas cuatro días después de su boda.
Le debía lo que le había prometido. Y seguiría debiéndoselo aunque no se lo hubiera prometido.
Además, no estaba dispuesta a dejar que el recuerdo de su luna de miel se desvaneciera como algo pasado, como algo muy dulce que jamás se repetiría. Había sido feliz durante esos tres días, y estaba convencida de que él también lo había sido. Claro que su esposo no lo admitiría ni bajo tortura, de eso estaba segurísima.
Habían sido felices.
En pasado.
De ella dependía que esa afirmación tuviera un verbo en presente y muchas posibilidades de cambiarlo por un tiempo futuro.
Por el bien de ambos.