Habría resultado muy sencillo habituarse a lo que ya era un matrimonio a medias. Vanessa empezó a sospechar enseguida que muchos matrimonios, al menos entre la alta sociedad, eran poco más que eso.
Por supuesto, era lo que cabía esperar de un segmento de la sociedad dado a concertar la mayoría de los matrimonios.
Sin embargo, ella había conocido un tipo de matrimonio distinto, por muy breve que hubiera sido, y era incapaz de contentarse con uno a medias.
Desde que se instalaron en Londres veía muy poco a Elliott. Su marido salía de casa después del desayuno y no regresaba hasta bien entrada la tarde. Además, cuando se quedaba en casa, su madre y su hermana menor siempre estaban presentes.
Los únicos momentos que pasaba a solas con él sucedían de noche, cuando ejecutaban el breve ritual de hacer el amor… si acaso se le podía llamar así. Elliott estaba intentando engendrar a su heredero, y ella intentaba disfrutar de esos breves encuentros. Ojalá Elliott tuviera más éxito que ella en sus aspiraciones. Para colmo, regresaba a su propio dormitorio en cuanto terminaba. Y siempre le daba las gracias al marcharse.
La trataba con exquisita cortesía, pero era tan distante que no pasó mucho tiempo antes de que su madre suspirara exasperada e hiciera un comentario al respeto después de que él abandonara una mañana el comedor matinal.
– Esperaba de todo corazón que Elliott fuera distinto -dijo la vizcondesa viuda.
– ¿Distinto? -Miró a su suegra con las cejas enarcadas.
– Los Wallace son ingobernables antes de casarse -le explicó su suegra-, y sumamente respetables después de hacerlo, al menos en apariencia. Eligen a sus esposas con mucho cuidado y las tratan con exquisita cortesía. Nunca se casan por amor. Eso sería rebajarse, y sentir semejante emoción limitaría demasiado su libertad. Es difícil para un hombre romper con la tradición, sobre todo cuando se trata de una familia tan ilustre como esta. Aunque pensaba que Elliott lo haría. Tal vez una madre siempre espera que el hijo sea distinto del padre. Y por supuesto ansía que sea feliz.
Era un discurso aterrador.
– Aún tengo la intención de hacerlo feliz -afirmó Vanessa al tiempo que se inclinaba sobre la mesa-. Verá, he sido yo la que lo ha hecho infeliz. O al menos he herido su orgullo o alguna otra cosa que él considera importante. Tres días después de la boda estuvimos cortando narcisos juntos, tantos que apenas podía ver por dónde caminaba. Y cuando regresamos a la casa, llenó los jarrones de agua y me ayudó a hacer los ramos, y también a llevar los jarrones a cada una de las estancias y a colocarlos en el lugar indicado en el ángulo preciso.
– ¿Elliott hizo eso? -Su suegra parecía sorprendida.
– Y justo al día siguiente, me encontró llorando -prosiguió Vanessa-. Con un retrato de mi anterior esposo porque llevaba tres días de absoluta felicidad y me sentía culpable por el temor de olvidarlo.
– ¡Ay, querida! -Exclamó la vizcondesa viuda con el ceño fruncido-. ¿Se lo explicaste a Elliott?
– Sí -contestó-. O al menos lo intenté. Porque no sabía bien como explicármelo ni a mí misma. Salta a la vista que Elliott no lo entendió. Pero conseguiré que sea feliz. Ya lo verá.
Habría resultado muy sencillo dejarse llevar por la rutina tan ajetreada en la que se convirtió la vida nada más llegar a la ciudad. Había mil y una cosas que hacer todos los días: ir de tiendas; ir a la librería; ir de visita por las tardes con su suegra y su cuñada; ir a visitar a sus hermanos después de que se instalaran en Merton House, en Berkeley Square; y revisar los cientos de invitaciones que llegaban a la casa todos los días para decidir cuáles quería aceptar, después de ser presentada a la reina, por supuesto. Además, tenía que preocuparse por la presentación en sí, y por el baile que celebrarían la noche de la presentación. El baile que en un principio iba a ser la presentación en sociedad de Cecily y que sería también su presentación… junto con la de Meg y de Kate.
Tenía que conocer a gente y recordar sus caras y sus nombres.
Casi todos esos asuntos eran exclusivamente femeninos. De hecho, le parecía que las damas y los caballeros de la alta sociedad llevaban existencias paralelas que solo se cruzaban en acontecimientos como los bailes, los almuerzos al aire libre y los conciertos. El baile de presentación sería uno de esos acontecimientos.
Podría haberse lanzado de lleno a su nueva vida y desentenderse por completo de Elliott, que ocupaba sus días sabría Dios con qué, porque ella lo ignoraba.
No obstante, lo echaba de menos. Habían hablado muchísimo durante los tres días que duró su luna de miel. Habían hecho cosas juntos. Habían hecho el amor con frecuencia y entusiasmo.
Habían dormido juntos.
Claro que su relación no había sido idílica ni siquiera entonces. Porque había notado la reserva de Elliott, su negativa a relajarse y a disfrutar de la vida sin más. Se había percatado de que nunca sonreía ni reía. Aunque dicha reserva era parcial. Sospechaba que esos días también fueron muy felices para él, aunque Elliott jamás usaría esa palabra para describirlos.
Al menos era consciente de que entre ellos había existido la esperanza de algo más.
Pero en ese momento Elliott no era feliz; al menos no lo era cuando estaba en casa.
Y ella tenía la culpa.
Podría haberse contentado con un matrimonio a medias y podría haberse contentado con el ajetreo que reinaba en su vida cotidiana.
Pero no lo hizo.
La mañana de su presentación lo oyó salir de su vestidor. Todavía era muy temprano. Elliott siempre se levantaba muy temprano a fin de pasar un tiempo en el despacho del señor Bowen antes de salir para tratar los asuntos que lo mantenían alejado de la casa durante todo el día.
Su madre y Cecily desayunaban en ocasiones con él. Al igual que ella, pero era imposible mantener una conversación privada en esas circunstancias.
Entró corriendo en su propio vestidor, quitándose el camisón por el camino. No llamó a su doncella. Se lavó a toda prisa con agua fría y se puso un vestido mañanero de color azul claro. Se pasó un cepillo por el pelo, comprobó en el espejo que no estaba hecha un adefesio y salió en pos de su marido.
Elliott estaba en el despacho situado junto a la biblioteca, tal como pensaba. Tenía una carta abierta en la mano, aunque no la estaba leyendo porque le estaba diciendo algo al señor Bowen. Con el impecable traje de montar y las botas altas estaba guapísimo.
Se volvió al verla aparecer en la puerta y enarcó las cejas con evidente sorpresa.
– Ah, querida -la saludó-. Te has levantado muy temprano esta mañana.
Había tomado la costumbre de llamarla «querida» en público. Parecía increíblemente inapropiado.
– No podía dormir -respondió con una sonrisa. Saludó con una inclinación de cabeza al señor Bowen, que se había puesto en pie detrás del escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarte? -le preguntó Elliott.
– Si me haces el favor de acompañarme a la biblioteca o al saloncito matinal… me gustaría hablar contigo.
Elliott asintió con la cabeza.
– Ya te dictaré la respuesta a esta carta más tarde, George -dijo agitando el papel que tenía en la mano antes de dejarlo sobre el escritorio-. No corre prisa.
Elliott cogió del codo a su esposa y la llevó a la habitación contigua, donde ya habían encendido el fuego en la chimenea.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Vanessa? -le preguntó, señalando el sillón de cuero situado junto a la chimenea mientras que él se quedaba de pie, de espaldas al fuego. La trataba con cortesía, pero con un deje impaciente.
Ella se sentó antes de contestarle.
– Creo que deberíamos hablar -dijo-. Ya casi nunca tenemos la oportunidad de hablar.
Lo vio enarcar de nuevo las cejas.
– ¿Ni durante la cena? -preguntó él-. ¿Ni en el salón después?
– Tu madre y tu hermana siempre están presentes en esas ocasiones -le recordó-. Me refería a hablar los dos a solas.
Elliott la miró fijamente.
– ¿Necesitas más dinero? Puedes pedírselo a George en cualquier momento. Descubrirás que no soy un tacaño.
– No, por supuesto que no -dijo al tiempo que hacía un gesto despectivo con la mano-. No he gastado nada de lo que me diste hace dos días. Bueno, salvo por la suscripción a la librería. He ido de tiendas, pero no me hace falta nada; todo lo que comprara sería una extravagancia absoluta. Ya tengo más vestidos de los que he tenido en toda mi vida.
Elliott siguió mirándola desde arriba, y en ese momento se dio cuenta de que la había puesto en desventaja, tal vez de forma deliberada. Ella estaba sentada mientras que él seguía en pie. La dominaba.
– No quería hablarte de dinero -prosiguió-. Es sobre nosotros… sobre nuestro matrimonio. Creo que te he hecho daño.
Vio que su mirada se volvía hosca.
– Y yo creo, Vanessa, que no dispones del poder para ello -replicó él.
Ese comentario era una prueba fehaciente de que llevaba razón. La gente que se sentía herida solía experimentar la necesidad de devolver el golpe, con muchísima más crueldad.
– Si no tienes que decirme nada más, te deseo…
– Por supuesto que sí -lo interrumpió-. Por el amor de Dios, Elliott, ¿vamos a pasarnos el resto de la vida así, comportándonos con distante amabilidad como si fuéramos dos desconocidos? Hace unos cuantos días estabas lanzando guijarros en el lago de Finchley Park y yo remaba en círculos, y recogíamos narcisos. ¿Vas a decirme que todo eso no significó nada para ti?
– Supongo que no esperarías que esos días fueran algo más, aparte de un agradable interludio antes de que comenzara nuestro matrimonio, ¿verdad? -le preguntó él.
– Por supuesto que sí -contestó-. Elliott…
– Debo despedirme de ti -la interrumpió-. ¿Quieres que te acompañe al comedor matinal? Tal vez mi madre ya esté allí. -Y le ofreció el brazo.
– Esos tres días y esas tres, no, cuatro noches, fueron las más maravillosas de toda mi vida -confesó ella, al tiempo que se inclinaba un poco hacia delante, mirándolo a los ojos.
Elliott inspiró hondo, pero ella prosiguió antes de darle opción a que hablara.
– Quise mucho a Hedley. Lo adoraba, de hecho. Habría muerto por él de haber podido. Pero nunca estuve enamorada de él. Nunca… -Tragó saliva con nerviosismo y cerró los ojos. Jamás había dicho nada de eso en voz alta. Había intentado por todos los medios no pensar en ello-. Nunca me excitó. Nunca lo deseé de esa manera. Era mi mejor amigo, mi amigo del alma.
Se hizo un terrible silencio.
– Pero él estaba enamoradísimo de mí -continuó, haciendo un gran esfuerzo-. No por mi aspecto, desde luego. Creo que se debía a mi alegría, a mi risa y a mi disposición de estar con él. Estaba muy enfermo y débil. De haber sido fuerte, de haber estado sano, estoy segura de que no me habría amado aunque siempre habría sido mi amigo. Se habría enamorado de otra muchísimo más guapa.
Elliott siguió sin decir nada, y Vanessa dejó de mirarlo a los ojos. Clavó la mirada en sus manos, que se le habían entumecido.
– Tú eres grande, fuerte y sano -prosiguió-. Lo que sucedió entre nosotros fue… en fin, jamás había disfrutado tanto en la vida. Y después, cuando regresamos a la mansión y me enteré de lo de Crispin y me di cuenta de lo terriblemente infeliz que era Meg… Tú saliste esa tarde y yo me quedé sola, y empezó a llover… Y entonces me acordé de Hedley. Solo entonces. Y recordé que había guardado su retrato en lo más hondo del baúl cuando me marché de Warren Hall, así que fui a buscarlo. Pensé en él y lloré por su temprana muerte y por el hecho de no haberlo amado como él creía que lo amaba. Me sentía culpable por haber disfrutado tanto contigo cuando nunca disfruté con él. Y después me sentí culpable por sentirme culpable, porque no debería sentirme culpable por disfrutar con mi nuevo esposo, ¿verdad? De hecho, debería intentar disfrutar con él. Y aquí me tienes, otra vez me lío con las palabras cuando las necesito con desesperación para que me entiendas.
Dejó de hablar… y oyó que Elliott inspiraba hondo y después soltaba el aire.
– Me temo que no se me da nada bien lidiar con los dramas, Vanessa -dijo él-. ¿Tengo que sentirme aliviado porque no estuvieras enamorada de Dew aunque sí lo quisieras? ¿Debo entender que hay una diferencia entre ambos conceptos? ¿Debo sentirme muchísimo más aliviado por el hecho de que te sintieras tan excitada por mí durante los tres días posteriores a nuestra boda (una lujuria que quedó plenamente satisfecha) que te olvidaste por completo del hombre al que querías pero del que nunca habías estado enamorada?
Había conseguido que su confesión pareciera una tontería. Había desnudado su alma ante él, pero Elliott ni se había inmutado.
Alzó la vista para mirarlo a los ojos. Él la miraba con gesto serio.
– No estarás enamorada de mí, ¿verdad? -le preguntó él. En ese momento lo odió.
– No, por supuesto que no -contestó-. Me casé contigo para que mis hermanas pudieran entrar en la alta sociedad, al igual que tú te casaste conmigo para solucionar el problema que nuestra presencia te planteaba y para engendrar herederos. Pero un matrimonio de conveniencia no tiene por qué ser un matrimonio infeliz, Elliott, ni un matrimonio en el que los cónyuges apenas si se dirijan la palabra o pasen tiempo juntos. Quiero que tengamos un matrimonio apacible. Sé que podrías haber elegido a otra mucho más guapa que yo y más apropiada si hubieras esperado, pero fuiste tú quien decidió no esperar. ¿Qué otra cosa podía hacer yo cuando fuiste a proponerle matrimonio a Meg? ¿Qué otra cosa si no ofrecerme en su lugar?
Elliott la miró con los ojos entrecerrados.
– Posiblemente debamos agradecer el hecho de no estar enamorados el uno del otro -prosiguió ella-. De esa forma no tendríamos ni que esforzarnos por ser felices. Podríamos dejarlo todo en manos de la euforia de estar enamorados y no nos molestaríamos en sentar las bases de una relación amigable y duradera. Pero podemos ser felices de nuevo si lo intentamos.
– ¿De nuevo? -Elliott arqueó las cejas-. ¿Qué implicaría ese intento, Vanessa? Si esperas que te desnude mi alma cada dos por tres, vas a llevarte una terrible decepción. Eso es cosa de mujeres.
– Bueno, para empezar seguro que no tienes por qué estar fuera de casa todo el día -dijo-. Ni yo tampoco. De vez en cuando podríamos hacer cosas juntos que nos reporten placer a ambos.
– ¿Como acostarnos? -preguntó él.
Se negó a apartar la mirada a pesar de que le ardían las mejillas de nuevo.
– ¿Durante más de cinco minutos? -contraatacó-. Porque eso sería una novedad. Aunque ninguna relación duradera puede basarse solo en eso. Además, también está el baile de mañana por la noche, pero ese evento es una sola cosa, y seguro que será muy formal. Sin embargo, todos los días nos llegan un montón de invitaciones que repaso con tu madre. ¿No crees que podríamos aceptar algunas que nos gustasen a los dos?
Elliott inclinó la cabeza, pero no dijo nada.
– No es fácil acostumbrarse al matrimonio -continuó-. Y creo que suele ser más difícil para el hombre. Las mujeres estamos acostumbradas a ser dependientes, a pensar en los demás. Los hombres no.
– ¿Eso quiere decir que somos unos bastardos egoístas? -preguntó él.
Sus palabras la escandalizaron. No creía haber escuchado nunca esa palabra.
Vanessa esbozó una lenta sonrisa.
– Quien se pica… -replicó.
Por un instante vio un brillo en sus ojos que bien podría deberse a la risa.
– ¿Has visto ya la colección Towneley del Museo Británico? -preguntó Elliott.
– No.
– Son un grupo de esculturas clásicas procedentes del mundo antiguo -le dijo-. Algunas damas se niegan a verlas y algunos caballeros no las llevarían aunque quisieran. Resulta que no les han puesto ropa y están escandalosamente desnudas. Aunque proporcionan una maravillosa visión de una de las civilizaciones más importantes del mundo. ¿Quieres ir a verla?
Lo miró sin parpadear.
– ¿Ahora?
– Supongo que querrás desayunar primero y ponerte algo más adecuado -contestó él al tiempo que la recorría con la mirada.
Vanessa se puso en pie de un salto al escucharlo.
– ¿Cuándo necesitas que esté preparada? -le preguntó.
– ¿En una hora? -sugirió él.
– Estaré lista en cincuenta y cinco minutos -le prometió antes de regalarle una sonrisa deslumbrante y salir de la estancia para subir la escalera a toda prisa.
¡Iba a salir con Elliott!
Su esposo iba a llevarla a ver la colección Towneley, fuera lo que fuese. Le daba igual. Contemplaría un lodazal si Elliott decidía llevarla a uno, y disfrutaría haciéndolo.
Se detuvo nada más entrar en su vestidor y llamó a su doncella.
Elliott le había preguntado si estaba enamorada de él, con la coletilla de que esperaba que no lo estuviera. ¿Lo estaba?
Eso añadiría una desafortunada complicación a una vida que ya era de por sí bastante difícil.
¿Estaba enamorada de verdad? ¿De Elliott?
Era incapaz de contestar a la pregunta. O se negaba a hacerlo.
Sin embargo, de repente sintió el escozor de las lágrimas en la garganta y en los ojos.
– He revisado la correspondencia -dijo George Bowen cuando Elliott regresó al despacho-. Las invitaciones para que las revisen las damas están en ese montón. Las cartas a las que yo puedo responder están aquí. Y las que necesitan de tu atención son estas. La que está arriba del todo…
– Tendrá que esperar -lo interrumpió él sin mirar el montón… y sin mirar a su secretario-. Voy a pasar la mañana con Su Ilustrísima.
Se produjo un breve silencio.
– Ah, entiendo -dijo George, y comenzó a enderezar las cartas del tercer montón como si le fuera la vida en ello.
– La llevaré al Museo Británico a ver la colección Towneley -le informó. Más tarde se arrepentiría de haber continuado y alargado la explicación-. La vizcondesa desea que hagamos cosas juntos.
– Algunas esposas son así de raras -repuso George mientras preparaba una pluma aunque no parecía que fuera a utilizarla de inmediato-. O eso tengo entendido.
– Debo subir a cambiarme -dijo.
– Hazlo. -Su amigo lo miró de arriba abajo-. ¿Te importa que te dé un consejo, Elliott?
El vizconde ya había echado a andar hacia la puerta. Suspiró y miró a su secretario por encima del hombro.
– Supongo que lo del museo y la colección ha sido idea tuya -dijo George-. Y ha sido una idea muy buena. Pero llévala después a Gunter's. Seguro que nunca ha probado un helado. Le gustará. Lo entenderá como un gesto romántico de tu parte.
Se volvió hacia su secretario.
– ¿Te has convertido de repente en un experto en gestos románticos, George? -le preguntó. Bowen carraspeó.
– No hace falta serlo -contestó-. Solo hace falta observar a las damas para comprender lo que les gusta. Y estoy seguro de que tu dama es muy fácil de contentar. Es una muchacha muy alegre, aunque no tenga muchos motivos para estarlo.
– ¿Vas a decirme lo que tengas que decirme, George? -preguntó con una calma aterradora.
– Tu problema es que no tienes nada de romántico, Elliott -le soltó su amigo-. Lo único que sabes hacer con las mujeres que te gustan es acostarte con ellas. Tampoco te estoy culpando de nada. Si quieres que te diga la verdad, te he envidiado muchas veces. Pero el hecho es que las damas necesitan algo más que eso, o al menos… En fin, da igual. El asunto es que tienen inclinaciones románticas y es nuestro deber darles lo que quieren de vez en cuando… siempre que se trate de nuestras esposas, claro, y no de nuestras amantes.
Elliott lo miró fijamente.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó-. ¿Qué demonios he estado cobijando bajo mi techo disfrazado de secretario?
George tuvo la decencia de parecer arrepentido, aunque no se mordió la lengua.
– Enséñale primero las esculturas, Elliott -le aconsejó-, si quieres. Creo que tu esposa es lo bastante fuerte para no necesitar sales. Y también creo que le gustarán. Pero llévala después a Gunter's, amigo mío.
– ¿A estas alturas del año? -apostilló.
– Aunque fuera enero -repuso George-. Y sobre todo después de haber pasado sola cuatro días, con la única compartía de otras damas. Teniendo en cuenta que lleva poco más de una semana casada…
– Eres un impertinente -le soltó Elliott, mirándolo con los ojos entrecerrados.
– Me limito a ser observador -replicó su amigo-. Será mejor que subas a cambiarte antes del desayuno.
Y le hizo caso.
Mientras subía la escalera en dirección a su dormitorio no estaba de muy buen humor, como tampoco lo había estado durante los últimos seis días. Al menos cuando estaba en casa. Se había sentido contento en sus clubes, en Tattersall’s, en el club de boxeo de Jackson, lugares en los que se mezclaba con sus amigos y conocidos, en los que hablaba de asuntos de interés como el gobierno, la guerra, las carreras que se iban a celebrar y los combates de boxeo.
Estaba segurísimo de que había cometido el peor error de su vida al dejarse convencer por Vanessa Dew para que se casara con ella.
Aunque de no haber sido ella, tendría que haberse casado con otra persona en breve. Y de no haberse casado con ella o con su hermana, las Huxtable seguirían siendo una pesada losa sobre sus hombros.
Vanessa había querido a su difunto esposo, ¡por todos los santos!, pero no había estado enamorada de él. ¿Qué narices significaba eso? No había disfrutado de las relaciones sexuales con Dew, aunque el pobre desgraciado seguramente había estado demasiado enfermo para hacerla disfrutar. Sin embargo, sí que había disfrutado de los encuentros sexuales con él, hasta que recordó a su difunto esposo y se vio arrastrada hacia un laberinto de dolor y culpa tan complicado que a él le daba vueltas la cabeza cada vez que intentaba desentrañarlo… aunque tampoco pensaba intentarlo, por supuesto.
Se preguntó si existiría alguna mujer más desconcertante que su esposa, pero lo dudaba mucho.
No obstante, Vanessa consideraba que los tres días y las cuatro noches siguientes a la boda habían sido el período más maravilloso de toda su vida.
Era una idea gratificante en cierto modo, o eso suponía.
¡Por el amor de Dios! ¿Acaso esperaba que hablasen de todos y cada uno de los insignificantes problemas que pudieran surgir durante su matrimonio el resto de sus vidas? ¿Iban a analizarlo todo al detalle?
¿Iba a convertirse la vida en algo complicadísimo?
Por supuesto que sí. Estaba casado, ¿no? Y con Vanessa, nada más y nada menos.
Y en ese momento tenía que renunciar a una mañana estupenda durante la que podría leer los periódicos y charlar en White's a fin de acompañar a su esposa en una visita cultural. Y luego hacer una parada en Gunter's para tomar un helado.
Aunque no estaba obligado a llevarla. No iba a permitir que su secretario dictase todos sus movimientos, ¿verdad? Ni tampoco que le recriminara el hecho de haber desatendido a su esposa… ¿o sí?
Sin embargo, parecía que llevar a Vanessa a Gunter's era un gesto romántico obligado.
¡Por el amor de Dios!
¿No le había prometido ella que le haría la vida más fácil, que le proporcionaría tranquilidad?
De momento estaba descubriendo que el matrimonio era la experiencia más complicada que había vivido en la vida, o incluso imaginado. La tranquilidad brillaba por su ausencia.
Claro que los primeros días fueron bastante agradables, admitió. De hecho, mucho más que «bastante».
Fuera como fuese, ese matrimonio era de por vida.
Se le antojaba una eternidad.
Hizo sonar la campanilla para llamar a su ayuda de cámara.