CAPÍTULO 05

Tardaron seis días.

Seis días durante los cuales se vieron obligados a matar el tiempo en una modesta posada rural. Seis días durante los cuales tuvieron que entretenerse como pudieron en un pueblecito perdido, a mediados del mes de febrero. Seis días durante los cuales el sol no brilló ni una sola vez y una gélida lluvia les cayó encima cada vez que decidieron salir a la calle. Seis días durante los cuales los invitaron a comer y a beber a todas horas, y durante los cuales sufrieron las insistentes visitas de sir Humphrey Dew. Seis días durante los cuales observaron la reacción de un tranquilo pueblecito inglés a las sorprendentes noticias de que uno de los suyos acababa de heredar el título de conde, junto con varias propiedades y una considerable fortuna.

Seis días durante los cuales hirvió de impaciencia por marcharse… o más bien estuvo de un humor insoportable por la impaciencia, según George Bowen, quien seguramente era el secretario más insubordinado del mundo.

Seis días durante los cuales echó mucho de menos a Anna y sufrió los estragos del deseo insatisfecho.

Le parecieron seis semanas.

O seis meses.

Hicieron unas cuantas visitas a la casa de los Huxtable, pero sus habitantes estaban tan ocupados con los preparativos de la marcha que Elliott detestaba la idea de retrasarlos. El joven Merton fue a verlos una vez a la posada para asegurarles que estarían listos enseguida. ¿Seis días era «enseguida»?

Vio más a la señora Dew que a los demás. Claro que ella vivía en Rundle Park y no en la casa de su familia.

No tardó mucho en descubrir que la dama iba a ser su cruz. Ya se había percatado la primera vez que fue a la casa, por supuesto, cuando ella protestó por su negativa a llevárselas junto con su hermano a Warren Hall antes de que el joven Merton se acostumbrara a su nueva vida y aprendiera lo básico. Aunque la señora Dew no se quejó en voz alta, su cara se lo dijo todo. Tal vez creyera que su matrimonio con el hijo menor de un baronet rural la había preparado como era debido para entrar en la alta sociedad.

Cuando se topó con ella tres días más tarde no se mostró tan comedida.

George y él cabalgaban hacia Rundle Park tras haber aceptado una de tantas invitaciones a comer y a beber, y se cruzaron con la dama cuando esta regresaba andando a casa, posiblemente de casa de sus hermanos. Elliott desmontó, le indicó a George que se adelantara con ambos caballos y después se preguntó si la señora Dew o su secretario apreciarían su impulsiva galantería. Caminaron varios minutos sin decir nada de importancia; solo hablaron del tiempo, que seguía siendo gélido, una sensación acrecentada por la falta de sol y por el exceso de viento, que siempre parecía azotar la cara sin importar en qué dirección se caminara. Al ver que la señora Dew enterraba las manos en su manguito, se preguntó si a continuación hablarían de cómo sería el verano, o de si llegaría alguna vez.

Era la típica conversación que bastaba para sacarlo de sus casillas.

El aire frío había otorgado un poco de color a las mejillas de la señora Dew… y a su nariz. De resultas, parecía bastante atractiva con ese aire un tanto rústico, admitió a regañadientes, aunque no pudiera decirse que fuera guapa.

Ella también parecía haberse cansado de hablar del tiempo.

– Debe comprender que estamos tan preocupadas como contentas -la oyó decir después de un breve silencio.

– ¿Preocupadas? -La miró con las cejas enarcadas.

– Preocupadas por Stephen -añadió ella.

– ¿Y por qué se preocupan por su hermano? -Quiso saber-. Acaba de recibir una herencia que va acompañada de una gran fortuna, además de un título, propiedades y prestigio.

– Eso precisamente es lo que nos preocupa -repuso Vanessa-. ¿Cómo va a enfrentarse a esta situación? Es un muchacho muy vital al que le encanta realizar todo tipo de actividades. También le gustan mucho sus estudios. Ha estado trabajando con ahínco para alcanzar un objetivo muy concreto, tanto por él como por Meg, que lo ha sacrificado todo por él, y por todas nosotras. Es joven e impresionable. Me pregunto si no será el peor momento para que esto haya sucedido.

– ¿Teme que se le vaya a subir a la cabeza? -le preguntó-. ¿Teme que de repente se olvide de sus estudios y comience a hacer locuras? ¿Que se convierta en un joven irresponsable? Me encargaré personalmente de que eso no suceda, señora Dew. Una buena educación es esencial para cualquier caballero. Es…

– No es eso lo que me asusta -lo interrumpió-. Tiene muy buen carácter y ha recibido una buena educación. Unas cuantas aventuras no le harán daño, estoy segura de ello. Ya ha protagonizado unas cuantas por aquí. Parece que forma parte del proceso de maduración de los hombres.

– ¿Qué le asusta, entonces? -La miró con expresión interrogante.

– Me da miedo que usted intente moldearlo a su imagen y semejanza -contestó-, y que pueda conseguirlo. Debe saber que lo ha impresionado usted mucho.

Vaya.

– ¿No soy un buen modelo para él? -repuso al tiempo que se detenía de repente para fulminarla con la mirada. ¿No era lo bastante bueno para su hermano, un muchacho pueblerino convertido en conde? ¿Después de todo lo que había sacrificado durante ese último año y todo lo que tendría que sacrificar en los cuatro siguientes? Lo consumió la furia-. ¿Podría decirme por qué no?

– Porque es usted orgulloso y arrogante -contestó ella, mirándolo a los ojos, aunque él estaba frunciendo el ceño y no se molestaba siquiera en disimular su enfado-. Porque es usted impaciente con todos aquellos que están por debajo en el escalafón social, y también un poco desdeñoso. Espera salirse con la suya en todos los asuntos y se enfada cuando no lo consigue… solo por ser quien es. Siempre tiene el ceño fruncido y no sonríe nunca. Tal vez todos los aristócratas sean arrogantes y desagradables. Tal vez sea un efecto intrínseco a la riqueza y al poder. Pero lo dudo mucho. Sin embargo, usted es el tutor legal de Stephen, diga lo que diga Meg. Será usted quien intente inculcarle lo que significa ser un aristócrata. No quiero que se parezca a usted. Me parecería detestable.

¡Vaya!

Esa mujer tan insignificante y tan poca cosa no se andaba con medias tintas.

– Discúlpeme un momento, señora -la cortó él, y frunció el ceño con más fuerza, consciente de que el enfado iba en aumento-, pero creo que hace pocos días que nos conocemos. ¿Me equivoco? ¿O tal vez nos conocimos hace mucho y se me ha olvidado? Es más, ¿me conoce siquiera?

La señora Dew jugaba sucio. Utilizó la táctica más manida, aunque quizá la más efectiva de todas: respondió con otra pregunta.

– ¿Y usted nos conoce a nosotros? -Preguntó ella a su vez-. ¿Conoce a Meg o a Kate? ¿Me conoce a mí? ¿Nos conoce lo bastante para saber que le avergonzaremos si acompañamos a Stephen en su nueva vida?

Se inclinó ligeramente hacia ella y resopló por la nariz.

– ¿Me he perdido algo, señora? -le soltó-. ¿He dicho alguna vez que pudieran avergonzarme o que pudieran avergonzar a alguien, las he juzgado hasta ese punto, según afirma usted?

– Por supuesto que sí -contestó ella-. Si recordara las palabras exactas, se las diría. Pero recuerdo su significado a la perfección. Tendríamos que recibir educación, y cambiar de guardarropa, y ser presentadas a la reina y a la alta sociedad. Sería una tarea monumental.

La fulminó con la mirada. La señora Dew tenía los ojos abiertos de par en par y le brillaban por el frío o por la discusión. Era evidente que se trataba de su mejor rasgo. Debería utilizarlos más a menudo… aunque no con él. ¡Qué mujer más desagradable!

– ¿Y qué quiere decirme con eso? -replicó-. ¿Está enfadada conmigo por decirle la verdad? ¿En serio cree que sus hermanas y usted están preparadas para entrar en la alta sociedad y causar sensación? ¿Cree que puede pasear por Bond Street con esa capa y ese sombrero que lleva sin que la confundan con la criada de alguien? ¿Cree que está preparada en lo más mínimo para ser la hermana de un conde?

– Lo que creo es que esos temas no le conciernen, milord -respondió ella-. Nosotras no somos nada para usted, aunque Stephen sí lo sea. Creo que mis hermanas y yo seremos capaces de aprender lo necesario para relacionarnos con la alta sociedad sin avergonzar a mi hermano en ningún sentido. En mi caso, me importa un bledo que usted se sienta avergonzado. Si llega a suceder, estoy segura de que le encantará mirarnos por encima del hombro con una mueca desdeñosa, y todo el mundo se compadecerá de usted por haberse visto obligado a cargar con semejantes paletas.

– ¿Y cómo va a relacionarse con la alta sociedad? -Le preguntó al tiempo que bajaba la voz y entrecerraba los ojos-. ¿Quién va a presentarla a la reina? ¿Quién va a invitarla a los eventos sociales? ¿A quién va a invitar usted?

Eso la silenció.

– Señora, creo que deberíamos continuar caminando antes de que se enfríe la cena -sugirió.

La oyó suspirar y ambos reemprendieron la marcha. Sin embargo, la dama no dio su brazo a torcer.

– ¿Y cómo le sentaría a usted que alguien llegase a su puerta de la noche a la mañana y pusiera su mundo patas arriba? -quiso saber.

¡Eso mismo le había pasado a él!, pensó.

– Si ese alguien me presentara un mundo mejor -contestó-, estaría encantado.

– Pero ¿cómo sabría que es un mundo mejor? -insistió ella.

– Iría a comprobarlo -respondió-. Y no me desquitaría con el mensajero por mis dudas y mis temores.

– ¿Ni siquiera aunque le hubiese hecho sentirse como un gusano que acabara de pisar?

– No me apresuraría a juzgarlo hasta que lo conociera mejor-replicó.

– Y con eso me ha puesto en mi sitio -sentenció ella-. Será mejor que vayamos por aquí. Llegaremos a la casa antes y la cena no se enfriará. Le he ofendido, ¿verdad? Siento mucho si le he juzgado a la ligera. Es que me preocupo por Stephen. Siempre ha sido muy inquieto y ha deseado una vida más interesante que la que podía esperar en este pueblo. Y ahora se ha encontrado de repente con algo que supera sus sueños con creces. Ya no sabe quién es, ni cómo va a ser su vida en ese nuevo mundo, ni tampoco la posición que va a ocupar. Y por eso se fijará en usted, como su mentor y su modelo a seguir, sobre todo porque ya lo admira. Temo lo que pueda pasarle si usted insiste en que debe ser más…

Sacó una mano del manguito y trazó un círculo en el aire.

– ¿Arrogante? ¿Avinagrado? -sugirió él.

La señora Dew soltó una carcajada inesperada, un sonido ligero y alegre.

– ¿Eso le he dicho? -quiso saber ella-. Seguro que está acostumbrado a que los plebeyos lo traten con deferencia servil. Me propuse desde el primer momento no dejarme impresionar por usted. Me parecía una tontería hacerlo.

– Debe de ser muy gratificante saber que lo ha conseguido a la perfección -le soltó con sequedad.

¡Por el amor de Dios! El comentario era fruto del rencor, un sentimiento que nunca se rebajaba a mostrar. Y para colmo, le fastidiaba tener que pasar una velada en casa de sir Humphrey Dew.

– Ser un conde, o un vizconde, es un asunto muy serio, señora Dew -prosiguió-. No se reduce a regodearse en su propia importancia ni a gastar montones de dinero o a sonreír de oreja a oreja a los empleados y a las personas que están por debajo. Ni siquiera a impresionarlos con su presencia. Se es responsable de ellos.

Tal como había descubierto muy a su pesar durante el último año. La mera de idea de tener que sentar cabeza y completar el proceso a lo largo de ese año cuando eligiera una esposa y se casara lo sumía en la más profunda depresión. Y no necesitaba ni mucho menos aumentar ese malestar ejerciendo de tutor de un jovenzuelo de diecisiete años… sobre todo cuando dicho jovenzuelo cargaba con tres hermanas, ninguna de las cuales se había alejado más de quince kilómetros de Throckbridge, en Shropshire, en toda su vida, si no se equivocaba. Porque saltaba a la vista que el muchacho no lo había hecho.

– ¿Y Stephen es una de esas personas de las que usted es responsable? -preguntó ella en voz baja.

– En efecto -contestó.

– ¿Cómo es posible? -quiso saber ella.

– El anterior conde era mi tío -le explicó-. Mi padre accedió a ser nombrado tutor de su sobrino, mi primo y el predecesor de su hermano. Pero mi padre murió el año pasado, dos años después que mi tío.

– Ah -dijo ella-. De modo que usted heredó el cargo de tutor junto con todo lo demás, ¿cierto?

– Sí -respondió-. Y unos cuantos meses más tarde mi primo murió y comenzó la búsqueda de su hermano. Y después descubrí que también era menor de edad. Ojalá tenga una larga vida. Mi familia ya ha sufrido demasiadas muertes seguidas y se merece un largo respiro.

– Si usted es su primo, ¿cómo es que…?

– Soy su primo por parte de madre -la interrumpió antes de que terminase la pregunta-. La madre de Jonathan y mi madre eran hermanas.

– Jonathan… Pobre muchacho. -Suspiró-. Aunque ahora comprendo que lo he juzgado mal, que lo he estado culpando de este asunto cuando usted se limitaba a cumplir con el deber que le dejó su padre. Debió de llevarse una tremenda decepción cuando descubrió que Stephen era tan joven.

Tal vez fuera una especie de disculpa. Aunque no bastó para calmarlo. Esa mujer tenía una lengua viperina y le resultaba ofensiva.

De cualquier manera, ¿cómo había llegado a ese punto? Tendría que haberse limitado a tocarse el ala del sombrero a modo de saludo cuando pasó por su lado, a preguntarle por su salud como dictaban las buenas maneras y a seguir su camino con George.

Cuando volvió la cabeza para mirarla, descubrió que ella había hecho lo mismo. La vio morderse el labio cuando sus ojos se encontraron y se percató del brillo travieso de su mirada.

– Me he atrevido a discutir con un vizconde, nada menos -comentó-. ¿Cree que lo escribirán en mi epitafio?

– Solo si se jacta de su hazaña con su familia y no deja de repetirlo hasta el día de su muerte -replicó.

La señora Dew se echó a reír antes de clavar la vista al frente.

– ¿Ha visto? -preguntó ella-. Ya casi hemos llegado a la casa. Estoy segura de que los dos agradecemos ese hecho.

– Amén -dijo él, y ella volvió a reírse.

Tal vez, pensó mientras recorrían en silencio la distancia que los separaba de la casa. La señora Dew meditaría su decisión de mudarse a Warren Hall con su familia después de esa conversación y habida cuenta de la opinión que tenía de él. Tal vez decidiera quedarse en Rundle Park, donde no tendría que soportar su arrogancia, su desdén y su mal humor. Sir Humphrey Dew no era un hombre muy sensato, pero era muy amable y le tenía mucho cariño a su nuera, y de hecho la trataba como a una de sus hijas. Seguro que la señora Dew se sentía cómoda allí.

Elliott esperaba fervientemente que meditara su decisión.

Aunque, por supuesto, no lo hizo.

La larga espera por fin llegó a su fin. El joven Merton fue a la posada cinco noches después para anunciar que sus hermanas (las tres, nada menos) y él estarían listos para partir a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente se presentaron para hacer honor a su palabra. O casi. Elliott y George recorrieron a caballo la calle principal del pueblo para detenerse delante de la puerta de los Huxtable, después de haber pagado la cuenta en la posada, y descubrieron que los cuatro viajeros estaban en el umbral, vestidos para el viaje. El carruaje que había alquilado George para trasladar el equipaje ya estaba cargado. Su carruaje estaba delante de la puerta del jardín de la casa, con los escalones desplegados a la espera de que subieran las damas.

Sin embargo, había un retraso. Delante de la casa no solo se encontraban los Huxtable y la señora Dew. También se encontraba la totalidad de los habitantes de Throckbridge… y, al igual que en el baile de San Valentín, no faltaba ni el gato. O, para ser más exactos, no faltaban ni los perros.

La señorita Huxtable se encontraba en el sendero del jardín, abrazando al ama de llaves, que se quedaría en la casa. La señorita Katherine Huxtable estaba al otro lado de la cerca, abrazando a un hombre desconocido. Merton, que le había echado el brazo por los hombros a una jovencita que no dejaba de llorar, la que se pasó todo el baile de San Valentín riendo como una tonta, le estaba estrechando la mano al vicario. Y la señora Dew estaba en brazos de sir Humphrey, mientras que el resto de la familia se arremolinaba a su alrededor con pañuelos en las manos y expresiones desoladas. Las lágrimas resbalaban por las mejillas del baronet sin pudor alguno.

Otras personas parecían estar esperando su turno para despedirse de los cuatro hermanos.

Un terrier, un collie y un chucho de raza indefinida corrían de un lado para otro, ladrando y chillando de emoción, aunque de vez en cuando se detenían para olisquearse entre ellos.

– ¿Crees que algún habitante de este pueblo se ha quedado en casa? -preguntó Elliott con sorna cuando detuvo el caballo bastante lejos del lugar donde se desarrollaba la escena.

– Es una imagen conmovedora -dijo George-, y también una prueba de los lazos tan estrechos que se crean en los pueblos pequeños.

Vio que un niño sostenía las riendas del caballo que Merton había comprado en los establos de Rundle Park, tan orgulloso que estaba a punto de reventar mientras dos de sus amigos, menos afortunados, lo miraban con envidia.

Por absurdo que pareciera, había esperado llegar a la casa, ayudar a las damas a subir al carruaje y emprender el viaje a lo largo de una desierta calle principal sin más contratiempos. Tras seis días en Throckbridge debería haber sospechado que su marcha no sería tan sencilla. El hecho de que el joven Stephen Huxtable fuera el conde de Merton ya era bastante insólito de por sí, pero la realidad de que tanto él como sus hermanas se fueran de Throckbridge, tal vez para siempre, era algo muchísimo más importante.

Lady Dew salió por la puerta del jardín para intercambiar unas palabras con la señorita Huxtable y al cabo de poco tiempo se fundieron en un abrazo. Una de las hermanas Dew lloraba desconsoladamente sobre el hombro de la señora Dew.

Era una escena digna de los melodramas más sentimentales que se representaban en los teatros de Londres.

– Hemos cambiado sus vidas para siempre -comentó George-. Ojalá sea para mejor.

– ¿Que nosotros hemos cambiados sus vidas? Yo no tuve nada que ver con la muerte de Jonathan Huxtable, George. Ni tú tampoco, o eso espero. Y no fui yo quien accedió a ser el tutor de un muchacho que jamás llegaría a la edad adulta… ni el de otro muchacho al que le faltan cuatro años para alcanzar la mayoría de edad. Fue mi padre.

Se palpó el pecho hasta dar con el monóculo bajo el gabán y se lo llevó al ojo. No, la señora Dew no lloraba, aunque sí tenía una expresión acongojada y cariñosa. Saltaba a la vista que no le resultaba nada fácil despedirse de su familia política. En ese caso, ¿por qué diantres se marchaba? Llevaba una capa gris y un bonete. Por debajo se alcanzaba a ver el borde de su vestido lavanda. Seguía llevando medio luto a pesar de que había transcurrido más de un año. Tal vez hubiera estado encariñada con el enfermizo Dew con el que se había casado. Tal vez no se hubiera casado con él por lástima ni por emparentarse con la familia de un baronet.

Le sentaría bien abandonar el luto. Esos colores, en el caso de que se les pudiera llamar así, no la favorecían en absoluto. De hecho, le sentaban fatal.

¿Y por qué permitía que una mujer que carecía de belleza y de buenos modales lo irritase?

Echó un vistazo a su alrededor con impaciencia.

Se sintió aliviado al notar que su llegada no había pasado desapercibida, de modo que las despedidas se terminaron con bastante celeridad. La señorita Huxtable lo saludó con un gesto brusco de la cabeza, la señorita Katherine Huxtable sonrió y lo saludó con la mano, y Merton recorrió la calle para estrecharles las manos con un brillo intenso en los ojos.

– Estamos preparados -les dijo-. Pero todavía debemos despedirnos de algunas personas, como pueden ver.

El muchacho regresó a la multitud. Aunque en cuestión de minutos ayudó a dos de sus hermanas a subir al carruaje, mientras que sir Humphrey hacía lo propio con la señora Dew, dándole unas palmaditas en la mano al tiempo que le colocaba lo que parecía un fajo de billetes en la palma. Cuando se alejó, el baronet se sacó un enorme pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con gran estruendo.

Y por fin, milagrosamente, se pusieron en marcha apenas media hora después de lo que Elliott había planeado… o cinco días después, dependiendo del plan escogido.

Había pensado llevar a cabo el traslado con relativa facilidad, dado que esperaba pasar solo dos días de camino hasta Throckbridge, otro día más en la localidad para informar al joven Merton de las noticias y otros dos días para el trayecto de vuelta a Warren Hall acompañado del flamante conde. Una vez allí, tendría que dedicarse a impartir un programa de intenso aleccionamiento a fin de preparar al muchacho para su nueva posición antes de que llegara el verano.

Sin embargo, ya se habían desbaratado sus planes, tal como debía de haber previsto que sucedería en cuanto se enteró de que había mujeres involucradas. El mismo tenía hermanas y sabía que podían complicar hasta el plan más sencillo del mundo. En vez de dejar que su hermano se marchara con ellos para tomar posesión de su nuevo cargo antes de que la familia volviera a reunirse, las Huxtable habían decidido acompañarlo desde el principio. Incluida la señora Nessie Dew.

De forma conveniente pasó por alto que había sido el propio Merton quien insistió en que sus hermanas lo acompañasen a Warren Hall.

Lo único que tenía claro era su papel de responsable de Merton y de sus tres hermanas, las cuales eran bisnietas de un conde, pero no habían recibido la preparación necesaria para la vida que debían llevar a partir de ese momento. Habían vivido años en ese pueblo, por el amor de Dios, como las hijas del antiguo vicario. Hasta ese día habían residido en una casita que cabría en el vestíbulo de entrada de Warren Hall. Llevaban ropas que a todas luces ellas mismas habían confeccionado, y remendado. La más joven daba clases en la escuela del pueblo. La mayor había hecho las veces de ama de llaves. La viuda… En fin, cuanto menos se dijera de ella, mejor.

No obstante, sí podía decir una cosa de ella: era muy inocente. Tendría que hacerlos presentables a todos, y no sería una tarea fácil. Ni tampoco podría llevarla a cabo sin ayuda.

Iban a necesitar maridos, y dichos maridos deberían ser caballeros que pertenecieran a la alta sociedad, dado que eran las hermanas de un conde. A fin de buscarles maridos respetables entre la alta sociedad, tendrían que ser presentadas a la reina. Iban a necesitar una o dos temporadas sociales en Londres. Y a fin de introducirlas en la alta sociedad para que se movieran entre sus filas con soltura, iban a necesitar a alguien que las respaldara.

A una dama que las amadrinara.

No podían hacerlo solas.

Y él tampoco podía hacerlo. No podía llevar a tres damas solteras a Londres y acompañarlas a todos los bailes y a los eventos que se celebraban en la capital. Las cosas no se hacían así. Sería un escándalo. Y aunque había coqueteado con el escándalo en infinidad de ocasiones en los últimos diez años, no lo había hecho ni una sola vez durante ese último. Había sido el paradigma de la respetabilidad. No le había quedado más remedio. Los días de su alocada juventud habían terminado de forma abrupta con la muerte de su padre.

Ese pensamiento no mejoró su mal humor.

Tampoco podía dejar que las hermanas de Merton fueran a tientas en su nuevo mundo. Por motivos que no atinaba a comprender, era incapaz de abandonarlas a su suerte para que descubrieran que así no se hacían las cosas, aunque se habría sentido tentado en el caso de que la señora Dew fuera la única hermana.

Había hablado largo y tendido del asunto con George durante esos últimos días. Al fin y al cabo, no habían contado con muchas actividades para distraerse.

Su madre era la elección más obvia para el papel de madrina. Tenía experiencia a la hora de preparar a jovencitas para su presentación en sociedad y para encontrarles maridos adecuados. Ya lo había conseguido con sus dos hermanas mayores. Sin embargo, aún debía lidiar con la presentación en sociedad de Cecily, que sería ese mismo año, de hecho.

Su madre no podría cargar con otras tres mujeres, la menor de veinte años, sin experiencia alguna con la aristocracia y con las que no guardaba ningún parentesco. Cecily ya era bastante problemática de por sí.

No apreciaría el sobreesfuerzo, la verdad.

Por supuesto, podía contar con sus hermanas casadas, pero Jessica volvía a estar encinta y Averil, a sus veintiún años, no tenía la edad suficiente para amadrinar a las hermanas Huxtable, dos de las cuales eran mayores que ella.

Solo le quedaban sus tías paternas. Sin embargo, cualquiera de las dos le daba dolor de cabeza. La tía Fanny, la mayor de las dos, arrastraba un sinfín de nuevas enfermedades, que se añadían a los antiguos malestares cada vez que tenía la desgracia de verla, y hablaba con un desagradable tono nasal; mientras que la tía Roberta, la más joven, se había quedado con las ganas de cumplir sus aspiraciones (debería haber nacido varón) de convertirse en sargento de artillería. Habría destacado en ese puesto.

Por mucho que lo irritasen las Huxtable, no soportaría cargar con la culpa de dejarlas en manos de alguna de sus tías, en el hipotético caso de que estuvieran dispuestas a asumir tamaña responsabilidad. La tía Fanny había tardado cinco arduas temporadas sociales en casar a su propia hija; y la tía Roberta estaba demasiado ocupada avasallando a su numerosa prole (todos hijos varones) para que se mantuvieran dentro de los límites de las buenas costumbres.

– No puedo dejarlas a su suerte en Warren Hall mientras acojo a su hermano bajo el ala, ¿verdad? -preguntó a su secretario una noche, mientras cenaban un rosbif bastante seco-. Pasarán años hasta que el muchacho pueda hacer algo por ellas, y para entonces ya serán unas solteronas. Las dos mayores ya deben de tener veintitantos. Desde luego que casar a la viuda no me preocupa, aunque supongo que también tendrá que ser presentada en sociedad. La decisión de volver a casarse está en sus manos; si alguien la quiere, claro. Porque no se parece en nada a las otras dos, ¿verdad?

– Es un comentario injusto, amigo mío -replicó George-. Es muy atractiva cuando sonríe y participa en la conversación, cosa que sucede con frecuencia. Al parecer, su marido era muy apuesto y la eligió sin coacciones. Fue un matrimonio por amor.

Le costaba creerlo, de ahí que resoplara.

– Lo que tienes que hacer es casarte pronto… Antes de lo que habías planeado, quiero decir -le aconsejó George en otra ocasión, mientras cabalgaban por un sendero bajo una gélida llovizna-. Tu esposa podría amadrinar a las hermanas de Merton.

– ¿¡Qué!? -Exclamó él, al tiempo que volvía la cabeza con brusquedad, haciendo que una cascada de agua helada cayera del ala de su sombrero a su regazo-. ¿Sin tiempo para meditar el asunto?

Todavía no tenía candidatas en mente, aunque su madre seguramente disponía de una reducida lista con las jóvenes más adecuadas. Sin embargo, podía dejar ese problema para dentro de unos meses.

George se encogió de hombros.

– Tampoco vas a tener problemas para conseguir que una mujer te acepte. Todo lo contrario, de hecho: deberás espantarlas con un palo cuando se enteren de que vas a buscar esposa este año. Podrías truncar sus aspiraciones casándote antes de que corra la voz.

– ¡Maldita sea! -Exclamó con ira-. ¿Cómo he llegado a este punto? ¿Tengo que apresurarme a tomar una de las decisiones más importantes de mi vida, si no la más importante de todas, por una obligación imaginaria hacia tres mujeres a las que apenas conozco? Es ridículo.

– Así tendrás más tiempo para vivir eso de «felices para siempre» -afirmó George.

– ¿Y por qué narices sigues tú soltero? -le soltó-. ¿Y desde cuando entra en las funciones de un secretario darle consejos a su jefe sobre cuándo debe casarse?

Sin embargo, su amigo sonreía, tal como vio cuando volvió la cabeza de nuevo. De hecho, se lo estaba pasando en grande con esa situación. Como era lógico. Aunque hubiera tenido que abandonar su trabajo en Finchley Park para viajar por todo el país, no tenía que cargar con la responsabilidad que había recaído sobre los hombros de Elliott muy a su pesar.

Y esas mujeres eran su responsabilidad, ¡diantres!, pensó el vizconde mientras el carruaje en el que viajaban se alejaba de la cerca de la casa y los lugareños levantaban las manos y los pañuelos en señal de despedida.

Volvió al presente cuando Merton colocó su caballo entre el de George y el suyo.

– Hemos vivido aquí toda la vida -dijo el muchacho, disculpándose por el retraso-. Marcharnos es duro… para los que dejamos atrás, y también para nosotros.

– Lo entiendo, muchacho -le aseguró George-. Aunque tu vida haya cambiado para bien, no es fácil dejar atrás todo lo que te resulta conocido y querido.

No obstante, el joven conde de Merton se alegró cuando se alejaron del pueblo siguiendo a los carruajes.

– Creía que tendría que esperar a terminar mis estudios en la universidad y a encontrar un trabajo para poder hacer algo por mis hermanas, para poder pagarles todo lo que han hecho por mí y mejorar sus vidas. Pero ahora no tendré que esperar. Podré darles el tipo de vida que se merecen, pero que de momento solo había podido soñar.

O él lo haría, pensó Elliott con sorna, aunque fuera Merton quien pagara las facturas. En ese momento recordó otra cosa que George le había dicho durante aquel paseo a caballo bajo la lluvia. Por supuesto que lo había dicho en broma, pero se le había quedado grabado a fuego en la memoria, como una polilla atrapada en un farol.

«Claro que siempre podrías casarte con la señorita Huxtable, Elliott, y dejar que fuera ella quien amadrinara a sus hermanas en el papel de tu esposa. Eso solucionaría un sinfín de problemas. Y es muy guapa. Me sorprende que siga soltera.»

El deber tenía sus límites, decidió Elliott en ese momento, tal como había decidido en bastantes ocasiones desde que su amigo le dijera esas palabras. ¿Por qué tendría que considerar la idea de casarse con la guapa aunque seria señorita Huxtable por el mero hecho de que fuera lo mejor para todos los implicados menos para él?

Claro que él estaba a punto de embarcarse en la búsqueda de una esposa. Y en muchos aspectos sería muy conveniente. Al fin y al cabo, era la hermana de un conde. Y no podía negar que el envoltorio era muy agradable a la vista.

¡Por Dios! A ese ritmo acabaría en Bedlam cuando todo ese asunto terminase. Aunque nunca había sufrido dolores de cabeza, tenía la sensación de padecer uno tremendo, como un halo nebuloso, desde hacía seis días.

Pensó con añoranza en su madre y en su hermana embarazada, y con pesadumbre en sus dos tías, y se preguntó cuál de las dos opciones sería el mal menor.

Aunque tal vez su madre pudiera ofrecerle algún consejo acertado en el caso de que no pudiera prestarle su ayuda directa.

¿Por qué su padre no había vivido otros treinta años?

En ese momento él podría estar en Londres, divirtiéndose con sus amigos y pasando las noches en los acogedores brazos de Anna Bromley Hayes. Podría estar totalmente despreocupado. Podría…

Pero no lo estaba.

Y no había vuelta de hoja.

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