Faltaban dos horas para llegar a Warren Hall, les había dicho el vizconde de Lyngate después del almuerzo, una hora y media antes. De modo que solo faltaba media hora.
La campiña era ondulada y verde. Las tierras de labor, muy fértiles. Warren Hall era una propiedad próspera, según les había dicho el vizconde aquella primera mañana. Al igual que lo era el resto de las propiedades de Stephen. En total había tres, una en Dorset, otra en Cornualles y la última en Kent. Pero Warren Hall, en Hampshire, era la casa solariega de la familia.
– ¡Oh, debe de ser esa! -exclamó Katherine de repente mientras se inclinaba hacia delante para pegar la nariz al cristal de la ventanilla a fin de ver mejor el lugar al que se acercaban.
El carruaje giró hacia la izquierda para atravesar los altos pilares de piedra de la verja que señalaba la entrada, y en ese momento Stephen se acercó al vehículo. Se había adelantado cabalgando un poco antes, pero había vuelto. Se agachó sobre su montura para mirarlas a través de la ventanilla. Tenía la cara enrojecida por el frío y una expresión ansiosa.
– ¡Esa es! -les dijo moviendo los labios y señalando con el dedo.
Margaret sonrió y asintió con la cabeza. Vanessa levantó una mano para indicarle que lo habían entendido. Katherine alargó el cuello para ver la mansión, aunque todavía era imposible debido a la densa arboleda a través de la cual discurría el serpenteante camino.
Al cabo de unos minutos todas pudieron verla, en cuanto el carruaje dejó atrás la arboleda y de repente, como si estuviera preparado de antemano, el sol surgió de entre las nubes que habían cubierto el cielo prácticamente todo el día.
Warren Hall.
Vanessa esperaba que fuera una construcción medieval, tal vez por su nombre, pero en realidad era una mansión de estilo palladiano, de piedra color gris claro y líneas sobrias. Contaba con una cúpula y con un pórtico en la fachada principal rematado con columnas, bajo el cual se encontraba la puerta, a la que se accedía subiendo un tramo de escalera. A un lado se emplazaba un establo, lugar hacia donde proseguía el camino de acceso a la mansión. Delante de la casa se extendía una amplia terraza delimitada por una balaustrada de piedra. Debajo estaban los jardines, aún sin flores debido al frío de febrero, a los que se accedía a través de un par de escalinatas.
– ¡Dios mío! -Exclamó Vanessa-. Es real, ¿verdad?
Una pregunta muy tonta, aunque sus hermanas debieron de entender a qué se refería porque no necesitaron que les explicara el significado.
Ambas contemplaban boquiabiertas la mansión.
– ¡Es preciosa! -exclamó Katherine.
– Veo que seguiré teniendo un jardín que atender -comentó Margaret.
En cualquier otro momento todas se habrían echado a reír a carcajadas porque llamar a lo que tenían delante «jardín» era el eufemismo del siglo. Además de los jardines que se extendían a los pies de la terraza, la mansión estaba rodeada de verde hasta donde alcanzaba la vista.
Sin embargo, nadie se rió.
Porque, ciertamente, todo se había vuelto muy real de repente. Ninguna se había imaginado semejante esplendor ni el cambio que supondría en sus vidas. Pero allí estaban.
La avenida de entrada ascendía por una suave loma al acercarse al establo y después giraba de forma inesperada para llegar hasta la misma terraza y dejarlos a los pies de los escalones del pórtico. En el centro de la terraza se alzaba una fuente de piedra, aunque en esa época del año no tenía agua. También había muchos maceteros de piedra que en verano estarían cuajados de flores.
Cuando el carruaje se detuvo, el cochero bajó para abrirles la portezuela y bajar los escalones. Stephen se acercó y le tendió la mano a Margaret para ayudarla a bajar. Después cogió a Katherine por la cintura, de forma que los escalones no fueron necesarios. Sí, estaba eufórico. Otra mano apareció por el vano antes de que Stephen pudiera volverse hacia Vanessa. La mano del vizconde de Lyngate.
Vanessa se había estado escondiendo de él en la medida de lo posible desde el día que se desahogó y le dijo lo que pensaba con pelos y señales. Su temeridad la horrorizó cuando se detuvo a analizar lo sucedido, pero también se sintió orgullosa por haber encontrado el valor para hacer lo que había hecho. No obstante, le daba muchísima vergüenza la idea de volver a toparse con él cara a cara.
Y había llegado ese temido momento.
En realidad, lo había estado observando más de la cuenta con disimulo a lo largo del viaje. No podía negar que era un hombre muy apuesto -adjetivo que se quedaba corto-, muy viril y muy… en fin, muy masculino. Admiraba la facilidad con la que montaba a caballo, y lo había observado a menudo mientras se engañaba diciéndose que estaba observando a Stephen. Todo era muy injusto. Hedley había merecido todas las cosas buenas y maravillosas que el mundo tenía por ofrecer y, sin embargo, se había pasado los dos últimos años de su vida consumido, sin fuerzas y muy enfermo.
A decir verdad, se sentía muy culpable por admirar a un hombre que era su antítesis en todo. Porque tenía la sensación de que su lealtad debía seguir al lado de su marido.
Pero Hedley estaba muerto.
– Gracias. -Se obligó a mirar al vizconde a los ojos al tiempo que aceptaba su mano y bajaba los escalones. Una vez en la terraza, su mirada voló hacia la mansión-. ¡Oh, es mucho más grande de lo que parecía desde la distancia!
Se sentía como una enana. ¡Y qué comentario más torpe acababa de hacer!
– Da esa sensación porque desde la avenida la mansión parece estar unida a la terraza y a los jardines, y la vista es tan impresionante que el tamaño de la mansión queda relegado a un segundo plano -explicó el vizconde-. La idea es quedar impresionado por la mansión en sí una vez que se llega a este punto.
– Los escalones son de mármol -dijo ella.
– Sí, lo son -confirmó él-, al igual que las columnas.
– Y aquí es donde creció nuestro abuelo.
– No -la corrigió el vizconde-. Esta casa se construyó hace treinta años. La antigua construcción medieval se demolió para levantar esta. Según me han dicho, estaba en un estado ruinoso y lamentable. Y, desde luego, este diseño es magnífico. De todas formas, me habría encantado ver la antigua. Es posible que se hayan perdido muchos recuerdos, así como la personalidad de Warren Hall, en aras de la modernidad.
Vanessa lo miró, asombrada por un análisis de índole tan sentimental. No obstante, en ese momento se percató de que su mano enguantada aún estaba en la del vizconde. La apartó con brusquedad, como si acabara de quemarse, logrando de esa forma que él reparara en ese gesto y enarcara las cejas.
Un caballero de porte espléndido y vestido de negro de los pies a la cabeza estaba haciéndole una reverencia a Stephen mientras le señalaba los escalones del pórtico. Comprendió con cierta sorpresa que debía de ser el mayordomo. En los escalones aguardaba una mujer regordeta, también vestida de negro, que posiblemente fuera el ama de llaves. Y en la parte superior, en el pórtico, vio por primera vez dos hileras de criados pulcramente vestidos que flanqueaban la enorme puerta principal, cuyas dos hojas estaban abiertas. Los criados aguardaban la inspección del nuevo señor.
¡Dios santo! No se le ocurría otra recepción más intimidante que esa. ¿Cómo iba Stephen a lidiar con toda esa pompa y boato?
Sin embargo, Stephen seguía al mayordomo escalones arriba del brazo de Katherine y de Margaret, si bien volvió la cabeza para comprobar que ella los acompañaba.
El vizconde de Lyngate le ofreció el brazo, y Vanessa lo aceptó.
Los criados no llevaban abrigo para combatir el frío reinante pese a la repentina aparición del sol. No obstante, ninguno movió ni un solo músculo salvo para realizar la reverencia de rigor a medida que el mayordomo hacía las presentaciones. Stephen tuvo el detalle de hablar con cada uno de ellos, como si llevara los modales en la sangre, pensó ella con cierto orgullo.
Cuando pasó entre ambas hileras y vio sus reverencias, se obligó a sonreír y a saludarlos inclinando la cabeza. Rundle Park era una casita de campo en comparación con todo aquello.
Se percató de que el señor Bowen los alcanzaba.
Y después pasaron al vestíbulo de entrada, que era grandioso y que la dejó sin aliento. Era de planta circular, con columnas que se alzaban hasta el techo, del cual surgía la cúpula, adornada con molduras doradas y frescos que representaban escenas de carácter mitológico. La luz procedente de sus estrechos ventanales iluminaba el vestíbulo y se derramaba sobre las columnas, creando un juego de luces y sombras sobre el suelo ajedrezado.
Todos se detuvieron, boquiabiertos.
El vizconde de Lyngate fue el primero en hablar.
– ¡La madre que lo p…! -lo oyó murmurar mientras ellos seguían admirando la cúpula. El mayordomo y el ama de llaves esperaban para llevarlos a alguna otra estancia.
Vanessa miró sorprendida al vizconde, pero en ese instante vio que otro caballero aparecía en el vestíbulo tras pasar bajo uno de los arcos. Sus pasos reverberaron en las paredes.
Lo primero en lo que se fijó fue su altura y su pelo negro. Era un hombre guapo y de piel morena. Sobre su frente caía un mechón oscuro, y llevaba un traje de montar negro, desgastado pero que resaltaba a la perfección su complexión atlética. Cuando se detuvo, se llevó las manos a la espalda y sonrió. Con sorprendente simpatía.
Se parecía tanto al vizconde de Lyngate que no le habría sorprendido enterarse de que eran hermanos.
– ¡Vaya! -exclamó el recién llegado-. El nuevo conde, ¿verdad? Y su… ¿séquito?
El vizconde apartó la mano de Vanessa, que descansaba en su brazo, para acercarse al desconocido. Sus pasos hicieron que el gabán se agitara en torno a las botas. Se detuvo apenas a unos centímetros del otro hombre. Eran casi de la misma altura.
– Supuestamente deberías haberte marchado -lo oyó decir con tirantez y con evidente desagrado.
– ¿Ah, sí?-replicó el otro caballero sin que su sonrisa flaqueara, pero con una nota en su voz que bien podía calificarse de hastío-. Pero no lo he hecho, Elliott, ¿no es cierto? Haz las presentaciones, si eres tan amable.
El vizconde titubeó, pero acabó volviéndose para mirarlos.
– Merton -dijo-, señorita Huxtable, señora Dew, señorita Katherine, permítanme presentarles al señor Huxtable.
¿No era su hermano?, pensó Vanessa.
– Constantine Huxtable -precisó el aludido saludando con una elegante reverencia-. Con para los amigos.
– ¡Caray! -Exclamó Stephen, que se adelantó para estrecharle la mano mientras ellas correspondían a su reverencia-. Compartimos el mismo apellido. Supongo que somos parientes.
– Supone usted bien -repuso el señor Huxtable mientras sus hermanas y ella observaban la escena con interés-. Para ser exactos, somos primos segundos. Tenemos un bisabuelo en común.
– ¿Ah, sí? -Exclamó Stephen-. Nessie ha estado hablándonos un poco de nuestro árbol genealógico, un tema al que los demás nunca le hemos prestado atención, siento reconocerlo. El bisabuelo solo tuvo dos hijos, ¿no es así?
– Su abuelo y el mío -contestó Constantine Huxtable-. Que a su vez tuvieron respectivamente a su padre y al mío. En la siguiente generación el título lo llevó mi hermano pequeño, recientemente fallecido. Y ahora usted. Es el conde de Merton. Lo felicito. -Realizó una nueva reverencia.
Así que Constantine Huxtable y el vizconde de Lyngate eran primos hermanos. Por parte de madre. Sin embargo, el parentesco que Vanessa estaba analizando no era ese. Ni sus hermanos, según ponían de manifiesto sus respectivas expresiones. Stephen miraba a su primo segundo con el ceño fruncido.
– Hay una cosa que no entiendo -afirmó-. ¿Es usted el hermano mayor del conde recientemente fallecido? En ese caso, ¿no debería usted…? ¿No debería ser…?
– ¿El nuevo conde de Merton? -El señor Huxtable soltó una carcajada-. Perdí la oportunidad de obtener la gloria por dos días, muchacho. Es la consecuencia de un exceso de entusiasmo. Tal vez pueda usted aplicarse el cuento. Mi madre era griega, hija del embajador de dicho país en Londres. Conoció a mi padre durante una visita a su hermana, que estaba casada con el vizconde de Lyngate y que vivía muy cerca de aquí, en Finchley Park. Sin embargo, esperó a estar de regreso en Grecia con su padre, mi abuelo, para confesar que se encontraba en estado… digamos que… interesante. Mi abuelo volvió a cruzar Europa hecho un basilisco. Exigió que mi padre hiciera lo correcto, y lo hizo. Pero yo no esperé a que el cuento tuviera un final feliz, o más bien un principio, para aparecer en la historia. Acusé el nerviosismo de una travesía por mar que había dejado a mi madre postrada en la cama e hice mi llorosa aparición en este mundo dos días antes de que mi padre obtuviera una licencia especial de matrimonio. De ahí que siempre haya sido un hijo ilegítimo, y seguiré siéndolo. Mis amados padres tuvieron que esperar diez años más para que naciera un heredero legítimo… con vida. Jonathan. Le habría encantado conocer a sus nuevos primos. ¿Verdad, Elliott? -Miró al vizconde de Lyngate con una ceja enarcada, una expresión que Vanessa interpretó como burlona.
Saltaba a la vista que los primos no se tenían mucho cariño.
– Pero murió hace unos meses -añadió Constantine Huxtable-, unos cuantos años después de lo que los médicos pronosticaron. De modo que aquí está usted, el flamante conde de Merton, con sus hermanas. Porque supongo que estas tres damas son sus hermanas, incluyendo a la señora Dew. Señora Forsythe, tomaremos el té en el salón. -Hablaba con voz autoritaria y con el aplomo característico de la aristocracia, como si fuese el conde de Merton y el dueño de Warren Hall.
– Es la historia más triste que he escuchado en la vida -dijo Katherine, que lo miraba con los ojos como platos-. Debo plasmarla en papel.
Constantine Huxtable se volvió hacia ella con una sonrisa.
– ¿Me convertirá en el héroe trágico? -le preguntó-. Le aseguro que el hecho de haber nacido dos días antes de lo conveniente ha tenido sus compensaciones. Una cierta libertad, por ejemplo, de la que ni Merton ni mi primo Elliott aquí presente podrán disfrutar nunca. -Le hizo una reverencia a Margaret-. Señorita Huxtable, será un placer ofrecerle mi brazo hasta el salón.
Margaret se acercó y lo tomó del brazo, tras lo cual el señor Huxtable se dirigió hacia el arco por el que había aparecido un rato antes. Stephen y Katherine los siguieron de cerca, observando con interés a su recién hallado primo. El vizconde de Lyngate intercambió una mirada con el señor Bowen antes de volver a ofrecerle el brazo a Vanessa.
– Le pido disculpas -dijo él-. Se le exigió que se marchara.
– ¿Por qué? -quiso saber ella-. Es nuestro primo, ¿no es así? Y nos ha dado la bienvenida con gran elegancia cuando en realidad debería estar resentido con nosotros. O más bien con Stephen. Su historia es cierta, ¿verdad? ¿Creció aquí como el primogénito de los condes de Merton?
– Es cierta, sí. Pero las leyes inglesas son muy rígidas al respecto -le aseguró el vizconde-. No habría podido legitimar su nacimiento ni aun cuando la línea dinástica hubiera quedado escindida.
– Pero de haber sido así, podría haber apelado a la magnanimidad del rey para que le otorgara el título, ¿no? -señaló Vanessa mientras pasaban bajo el arco y llegaban a los pies de una magnífica escalinata de mármol que ascendía trazando una amplia curva hacia la segunda planta. Creía recordar haber leído algo al respecto en algún sitio.
– Supongo que podría haberlo hecho -respondió el vizconde de Lyngate-. Un abogado conocerá mejor la legitimidad de semejante petición y la posibilidad de que le hubiera sido concedida. De todas formas, había un descendiente. Su hermano.
¿Cómo era posible que Constantine Huxtable no albergara un fuerte resentimiento hacia Stephen?, se preguntó mientras alzaba la vista hasta la escalinata para observar al susodicho, que tenía la cabeza inclinada para escuchar lo que Margaret le estuviera diciendo. Debía de pensar que una horda de extraños había invadido su hogar.
Un hogar que le habían exigido que abandonara. Y la orden se la había dado el tutor de su hermano pequeño, más concretamente. Su primo hermano. La madre de Constantine Huxtable y la del vizconde de Lyngate habían sido hermanas.
– Es un hombre problemático, señora Dew -oyó que le decía el vizconde en voz baja-. Su intención al demorarse no puede ser buena. No se deje embaucar por su encanto, una cualidad que posee en abundancia. Su hermano debe mostrarse muy firme con él. Debe darle una semana de plazo como mucho para que se marche. Ha tenido tiempo más que suficiente para encontrar otra casa y para hacer el equipaje.
– Pero esta es su casa -le recordó ella con el ceño fruncido-. Siempre ha pertenecido a este lugar. Habría sido suyo de no haber nacido con dos días de antelación.
– Pero no fue así-repuso el vizconde con firmeza mientras seguían a los demás hacia el salón-. Hay muchas cosas en la vida que podrían haber sido, pero que no fueron. Es absurdo dejarse influir por las posibilidades truncadas. Porque dichas posibilidades no conforman la realidad. La realidad, señora Dew, es que Con Huxtable es el hijo ilegítimo del que fuera conde de Merton, y que el nuevo conde de Merton es su hermano. Sería un error dejarse conmover por la lástima.
Sin embargo, sentir lástima por los demás era una condición que denotaba la verdadera humanidad del ser humano, concluyó Vanessa. ¿Quería eso decir que el vizconde de Lyngate carecía de humanidad? Lo miró con el ceño todavía fruncido. ¿Acaso no albergaba sentimientos hacia los demás, ni siquiera en el caso de su primo?
El vizconde se había alejado de ella y caminaba en dirección a Stephen, que observaba con admiración a Constantine Huxtable. Al igual que hacía Katherine. Margaret lo miraba con ternura. Vanessa sonrió a su recién descubierto primo segundo, aunque no la estaba mirando.
Debía de ser un día terrible para él. El hecho de conocer a otros miembros de su familia, por muy predispuestos que estuvieran a tratarlo con cariño, sería un magro consuelo.
Vanessa había olvidado por unos minutos el asombro que la invadió al entrar en la mansión, cuya majestuosidad superaba con creces todos sus sueños. Sin embargo, el asombro regresó de forma inesperada. El salón era de planta cuadrada, muy grande, de techo abovedado pintado con frescos que rememoraban escenas mitológicas y adornado con molduras doradas. Los muebles eran elegantes, tapizados con terciopelo de color vino. Las paredes estaban adornadas con cuadros de recargados marcos dorados. En el suelo había una inmensa alfombra persa, y allí donde se veía el parquet, los tablones de madera estaban tan relucientes que pensó que tal vez podría contemplar su reflejo si se inclinaba.
De repente, la invadió la nostalgia por Rundle Park, como si hubiera dejado a Hedley allí.
No debía olvidarlo. No lo olvidaría.
Clavó los ojos en el vizconde de Lyngate, que aun sin el abrigado gabán parecía muy alto e imponente, muy viril. Muy masculino. Y muy guapo, claro. Y muy vivo.
La invadió el resentimiento.
Elliott y Con Huxtable habían sido amigos íntimos toda la vida, hasta hacía un año. Los tres años de diferencia que existían entre sus edades (Elliott era el mayor) nunca habían sido un impedimento para su amistad. Vivían a unos ocho kilómetros de distancia, eran primos, no tenían otros compañeros de juegos en los alrededores y les gustaban las mismas actividades, sobre todo los deportes al aire libre y los juegos que requerían un gran despliegue de energía como trepar a los árboles, zambullirse en el lago, atravesar ciénagas embarradas u otras aventuras del estilo. Eran unas jornadas agotadoras y muy divertidas que en más de una ocasión les causaron problemas con sus respectivas niñeras.
Siguieron siendo amigos mientras crecían, y siguieron disfrutando de la vida juntos, aunque era normal que acabaran provocando algún embrollo, protagonizando algún escándalo o poniéndose en peligro, de forma que lograron la admiración de sus pares y una fama no muy favorable entre la alta sociedad. Ambos se convirtieron en los preferidos de las damas.
Juntos dieron rienda suelta a las locuras de la juventud, aunque la verdad fue que nunca hicieron daño a nadie. Ni siquiera ellos salieron mal parados, cosa que podría considerarse milagrosa. Al fin y al cabo, eran dos caballeros educados que sabían muy bien dónde estaban los límites.
La amistad continuó después de la muerte del padre de Con, aunque a partir de ese momento este comenzara a pasar cada vez más tiempo en Warren Hall con Jonathan, a quien quería muchísimo. Elliott lo echaba de menos, pero admiraba el gran cariño que le profesaba a su pobre hermano. Por aquel entonces comprendió con asombro que Con estaba madurando y sentando cabeza mucho antes que él. El padre de Elliott era el tutor legal del muchacho, claro, pero el resto de sus obligaciones lo mantenía muy ocupado, de modo que confiaba en que Con se ocupara de las necesidades de su hermano y del manejo diario de sus propiedades con la ayuda de un administrador competente.
No obstante, el padre de Elliott murió poco después.
Y todo cambió. Porque Elliott había decidido asumir sus nuevas responsabilidades del modo más serio posible, y una de dichas responsabilidades era Jonathan. Así que pasó un tiempo en Warren Hall, familiarizándose con la labor de ser el albacea y tutor del conde de Merton, aunque su idea era cederle en la práctica esa responsabilidad de nuevo a Con. En cierta forma le avergonzaba que su tío no hubiera nombrado a Con tutor oficial de su hermano. Podría haber asumido ese papel perfectamente tanto por su edad como por su preparación. Además, Jonathan lo adoraba.
Sin embargo, Elliott no tardó en descubrir con todo el dolor de su corazón que Con había abusado de la confianza de su padre al apropiarse de forma ilícita de parte del dinero que generaban las propiedades de su hermano y al robar una serie de joyas muy valiosas que pertenecían a la herencia familiar, amparándose en la seguridad de que su hermano jamás repararía en ello. Y al poco tiempo Elliott descubrió el libertinaje con el que conducía su vida en Warren Hall: criadas embarazadas y despedidas, las hijas de los trabajadores de la propiedad arruinadas.
Con no era el hombre que él había creído que era. Carecía de sentido del honor. Se aprovechaba de los débiles. Era la antítesis de un caballero. Y la injusticia de no ser el heredero de su padre por haber nacido antes de tiempo no justificaba sus actos.
Descubrir el alcance de sus fechorías había sido muy doloroso para Elliott.
Sin embargo, Con nunca admitió el robo de las joyas ni el libertinaje. Pero tampoco negó nada. Se limitó a reírse a carcajadas cuando Elliott le pidió explicaciones para lo que había descubierto.
– Elliott, vete al cuerno -fue lo único que le dijo.
Llevaban un año de amarga enemistad. Al menos, para Elliott había sido amarga. No sabía qué opinaba Con al respecto.
Como era de esperar, Elliott se había hecho cargo de la tutela de Jonathan y del manejo de sus propiedades, de forma que había pasado casi tanto tiempo en Warren Hall como en Finchley Park, o eso le parecía. Entre unas cosas y otras, había tenido muy poco tiempo para sí mismo.
Con había logrado que ese último año fuera un infierno. Había hecho todo lo que estaba en su mano para obstaculizar la labor del que fuera su amigo y para convencer a Jonathan de que desafiara cada una de sus decisiones. Esto último no le había supuesto demasiado esfuerzo. El pobre muchacho ni siquiera era consciente de que lo estaba manipulando.
Tal vez en un exceso de ingenuidad, Elliott había pensado que lo peor había quedado atrás, porque aunque el nuevo conde de Merton era menor de edad y no estaba preparado para la vida y para los deberes que lo aguardaban, de la misma forma que tampoco lo estaban sus tres hermanas, al menos Con Huxtable ya no sería una espina clavada en su costado.
O eso había pensado. Le había ordenado a Con que abandonara Warren Hall.
Pero seguía en la mansión. Y había decidido saludar al nuevo propietario y a sus hermanas haciendo gala de su carismático encanto.
De haber tenido un mínimo de decencia, se habría ido antes de que el nuevo conde tomara posesión de sus dominios, aunque en realidad fueran parientes. A esas alturas no debía esperar que Con Huxtable mostrara ni un mínimo de decencia.
Elliott dejó a la señora Dew y atravesó el salón con paso decidido.
– Ciertamente, sí, es todo magnífico -estaba diciendo Con, al parecer en respuesta a algún comentario de su primo segundo-. Nada más heredar el título, mi querido padre estimó conveniente derrumbar la antigua abadía, que en parte era también una fortaleza medieval, y erigir este testamento a su riqueza y buen gusto. Después lo llenó con los tesoros que consiguió durante sus viajes de juventud.
– ¡Cómo me gustaría haber visto la abadía! -exclamó Katherine Huxtable.
– Fue casi un sacrilegio derrumbarla -señaló Con-, aunque tal vez no habría sido muy cómodo vivir en ella con sus gélidos pasillos, sus oscuras estancias de ventanas estrechas y con su arcaico sistema de saneamiento, sobre todo si lo comparamos con las suntuosas comodidades de la nueva construcción.
– De haber estado en su lugar -terció Merton-, yo habría dejado la vieja abadía en pie y al lado habría construido esta. La historia está bien, y los edificios antiguos deben ser preservados, tal como siempre dice Nessie, pero confieso que me gusta disfrutar de las comodidades de la vida moderna.
– ¡Ah! -exclamó Con justo cuando Elliott estaba a punto de llevárselo hacia la ventana con la intención de tener una pequeña charla-. Aquí está el té. Déjelo todo en el lugar de costumbre, señora Forsythe. Si la señorita Huxtable es tan amable de servir… -Dejó la frase en el aire mientras se volvía hacia la aludida con una sonrisa tristona y una reverencia-. Le pido disculpas. Siendo usted la hermana mayor del nuevo conde, le corresponde el papel de anfitriona y no necesita de mi permiso para servir el té. Por favor, adelante.
Margaret Huxtable inclinó la cabeza y tomó asiento junto a la bandeja del té. La señora Dew se acercó para repartir las tazas y pasar la bandeja con las pastas. Elliott solo necesitó intercambiar una mirada con George para indicarle que se llevara a Merton y a su hermana Katherine hacia la chimenea, donde extendieron las manos para que el fuego se las calentara.
Mientras tanto, él aprovechó el momento para acercarse a la ventana, obligando de ese modo a Con a acompañarlo. En cuanto se aseguró de que los demás no lo escuchaban, no se mostró parco en palabras.
– Esto es de un mal gusto terrible -dijo en voz baja.
– ¿Te refieres al detalle de quedarme en contra de mi voluntad para darles la bienvenida a mis primos a su nuevo hogar? -replicó Con, fingiendo sentirse sorprendido-. Elliott, yo diría que denota un enorme buen gusto. Yo mismo me congratulo por este gesto de generosidad y consideración.
– Los has saludado y les has dado la bienvenida -soltó Elliott con voz cortante-. Ya puedes marcharte.
– ¿¡Ahora!? -Con enarcó las cejas-. ¿En este preciso momento? ¿No parecería un tanto repentino, un tanto… irrespetuoso? Elliott, me sorprende que sugieras tal cosa. Tú, que últimamente te has convertido en el epítome de las buenas maneras. Te advierto que corres el riesgo de acabar siendo un viejo cascarrabias. Me dan escalofríos solo de pensarlo.
– No pienso discutir contigo -le aseguró-. Te quiero fuera de aquí ya.
– Disculpa la insolencia -replicó su primo, que había fruncido el ceño y lo miraba con expresión burlona-, pero ¿acaso tus deseos son órdenes en Warren Hall? ¿No serán más bien los de Merton, mi primo segundo?
– ¡Solo es un muchacho! -Exclamó Elliott entre dientes-. Un muchacho impresionable. Y yo soy su tutor legal. Ya has aterrorizado a un niño sin que yo pudiera hacer nada para impedírtelo. Era tu hermano y se encontraba bajo tu influencia. Pero no voy a tolerar que hagas lo mismo con este.
– Aterrorizado -repitió Con y, por un instante, la burla desapareció de su mirada y fue reemplazada por un brillo muy desagradable-. Yo aterroricé a Jon… -En ese momento logró controlarse-. Por supuesto que lo hice. Fue muy fácil. No es que estuviera en pleno uso de sus facultades mentales, ¿verdad? O en caso de que alguna le funcionara, no bastó para protegerlo de mi perniciosa influencia. ¡Ah, señora Dew, hace usted buen uso de su apellido y como el rocío de la mañana viene a refrescarnos! Gracias por traernos el té, tengo la garganta seca. -Su encantadora sonrisa apareció de nuevo.
La señora Dew llevaba dos tazas. Elliott cogió la segunda y se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
– Señora Dew… -dijo Con-, ¿no ha venido su marido con usted?
– Soy viuda -respondió ella-. Mi marido murió hace año y medio.
– ¡Vaya! -exclamó Con-. Es usted muy joven. Lo siento. Es duro perder a los seres queridos. Sobre todo a aquellos a quienes más se quiere.
– Fue muy duro, sí -convino ella-. Sigue siéndolo. De ahora en adelante viviré con Stephen y con mis hermanas. ¿Dónde va a vivir usted, señor Huxtable? ¿Aquí?
– Encontraré un lugar donde reposar mis cansados huesos una vez que me marche de Warren Hall, señora -contestó él-. No debe preocuparse por mí.
– No me cabe la menor duda de que lo encontrará -repuso la señora Dew-. Estoy convencidísima de que no debemos preocuparnos por ello. Pero no creo que tenga que hacerlo con tantas prisas. Esta mansión es lo suficientemente grande para alojarnos a todos y, además, es su casa. Y deberíamos estrechar lazos. Una antigua disputa familiar nos ha mantenido alejados demasiado tiempo. ¿Le apetece una pasta? ¿Y a usted, lord Lyngate?
Cierto brillo en su mirada indicó a Elliott que Vanessa había escuchado parte de la conversación que habían mantenido Con y él. Y puesto que era dada a sacar conclusiones apresuradas, estaba molesta.
Merton se acercó justo cuando su hermana se marchaba. Era evidente que los nervios le impedían quedarse quieto mucho tiempo.
– ¡Caray! -Exclamó al tiempo que miraba por la ventana con una expresión alegre y penetrante-. Desde aquí hay una vista magnífica, ¿no es así?
– Creo que fue justo esta vista lo que convenció a mi padre para construir la nueva mansión sobre los cimientos de la antigua.
La ventana estaba orientada al sur. Desde ella se divisaban la terraza, los jardines y el extenso terreno con sus suaves colinas, que se perdía hasta el horizonte en todas direcciones. Prados, arboledas e incluso un lago, además de los terrenos de labor y los pastos.
– Quizá le apetezca cabalgar mañana por la mañana conmigo -sugirió Merton-y enseñármelo todo, primo.
– Además de la casa, claro -añadió Katherine Huxtable, que se había acercado tras su hermano-. ¿Le importaría enseñárnosla y describirnos todos sus tesoros? Debe de conocérselos al dedillo.
– Será un placer -dijo Con-. Haré lo que mis primos deseen. Las disputas familiares son una abominación, tal como acaba de señalar su hermana. -Su mirada se clavó en Elliott, y después enarcó una ceja con gesto socarrón-. Muchas veces se producen por cosas absurdas e incluso se dilatan durante generaciones, logrando que los primos se distancien y privándolos de su mutua compañía.
¿El robo y la depravación le parecían «cosas absurdas»?, pensó Elliott, sosteniéndole la mirada hasta que Con la desvió hacia un punto del jardín que Katherine Huxtable estaba señalando.
La señora Dew estaba junto a la bandeja del té, con el plato de las pastas en la mano, hablando con su hermana y con George. La vio sonreír por el comentario de este último antes de echar a andar hacia ellos para llevarles las pastas. Su sonriente mirada se topó con la de Elliott, que la miró con los labios apretados.
¿Por qué se le iban los ojos detrás de ella y no le pasaba eso con sus hermanas? Al fin y al cabo, ambas eran mucho más guapas. Sin embargo, no la miraba movido por la admiración, ¿verdad? Esa mujer lo irritaba constantemente.
Ojalá se hubiera quedado en Throckbridge, pensó por enésima vez desde que abandonaran dicha localidad. Tenía el inquietante presentimiento de que Vanessa iba a convertirse en su cruz.
Porque sospechaba que la señora Dew intentaría ganarse la amistad de Con, solo para contrariarlo.
¡Qué mujer más antipática!