CAPÍTULO 13

El dormitorio de Vanessa tenía vistas al lago. En su superficie todavía brillaba la estela plateada de la luz de la luna. El paisaje era arrebatador. Y la casa, o lo poco que había visto de ella, preciosa.

Sin embargo, su mente no estaba ni en la luz de la luna ni en la casa, que pensaba explorar al día siguiente.

Tenía un dormitorio.

Y Elliott tenía su propio dormitorio.

Lo que quería decir que no compartían el mismo.

Con Hedley lo hizo desde la misma noche de bodas. Había supuesto que todas las parejas casadas seguían esa costumbre. Con Hedley…

No podía seguir pensando en él esa noche. No debía hacerlo. Porque pertenecía a otro hombre.

Un hombre que le había dedicado un cumplido hacía un rato. Más exactamente, le había dicho que estaba preciosa. Y después había bromeado indicando que su ropa también era muy bonita, sugiriendo de esa forma que ella era mucho más bonita que lo que llevaba puesto, que era ella la que destacaba.

¡Qué cosa más absurda! Suspiró, aunque no pudo evitar sonreír.

Claro que ya sabía que era capaz de bromear, aunque su humor fuera un poco cínico. Al fin y al cabo podía decir que era humano.

Por supuesto que lo era.

Apoyó la frente en el frío cristal de la ventana y cerró los ojos.

Alguien había apartado la ropa de la cama que tenía detrás. Era muy consciente de su presencia. Tal vez debería acostarse. Aunque no dejaba de recordar que un mes antes la había acusado de ofrecerse en sacrificio. Si se acostaba en la cama para esperarlo, parecería un sacrificio… y se sentiría como tal.

Más bien se sentía como una virgen a la espera de que la desfloraran, pensó con cierta contrariedad. No era virgen. Era una mujer con experiencia.

Bueno, con algo de experiencia.

Y si su mente no dejaba de darle la lata, acabaría volviéndose loca de remate.

Oyó que llamaban a la puerta, que se abrió al instante sin darle tiempo ni a atravesar el dormitorio ni a tomar aire para decir «adelante».

Su esposo llevaba un batín de color vino que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos. Tenía un aspecto muy amenazador. Y estaba guapísimo, claro.

Su expresión era inescrutable. Tenía los párpados entornados, como la primera vez que lo vio. Dado que la miraba fijamente, no pudo evitar reflexionar sobre la reacción tan distinta que él estaría experimentando al observarla.

Aunque no solía desear imposibles, a veces le gustaría ser guapa. Como en ese preciso instante, por ejemplo.

Se había puesto el salto de cama de encaje y seda de color azul, elegido para esa noche en concreto por su suegra, no por ella. El escote le parecía demasiado exagerado. Y mucho se temía que si se demoraba demasiado delante de alguna vela, podría transparentarse.

Cosa que no le habría importado tanto si hubiera algo digno de contemplarse en ella.

Detestaba estar tan pendiente de su figura… o más bien de lo escaso de la misma.

– Supongo que acabaremos acostumbrándonos a esto -dijo ella.

Lo vio enarcar las cejas.

– Supongo que sí -convino él mientras se adentraba en el dormitorio y se acercaba a ella-. No estarás nerviosa, ¿verdad? Tú eres la experimentada, ¿recuerdas? La que sabe cómo complacer a un hombre… en la cama.

Si era una broma, no estaba de humor para reírse.

– Sabes que fue un farol -le recordó ella-. Lo admití en su momento. Sería muy desconsiderado de tu parte que me lo recordaras a la menor oportunidad.

Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que con el batín y las pantuflas parecía mucho más grande y poderoso que con el gabán y las botas. O tal vez solo fuera la impresión de verlo en su dormitorio y el hecho de que esa fuera su noche bodas.

– Bueno, Vanessa. -Levantó una mano y la colocó sobre una de sus mejillas, abarcando al mismo tiempo su mentón-. Ha llegado el momento de descubrir tu farol.

Se había afeitado. Percibía el olor de su loción de afeitar o de su colonia. Fuera lo que fuese, era un aroma masculino que despertaba en ella el anhelo de seguir oliéndolo.

Tragó saliva.

Y en ese momento la besó en la boca. Aunque no fue un beso, fue más bien un roce de la parte interna y húmeda de sus labios. Al cabo de un instante notó la brusca caricia de su lengua, instándola a separar los suyos. En cuanto lo hizo, él invadió el interior de su boca.

Vanessa aspiró con fuerza por la nariz. Una poderosa sensación que se originó en su garganta le recorrió el cuerpo, pasando por el pecho y deteniéndose en la entrepierna, donde le provocó un repentino hormigueo.

Reconoció al instante lo que era: deseo sexual puro y duro. Lo había sentido el día que le pidió matrimonio a la orilla del lago. En aquel momento se engañó diciéndose que estaba equivocada. Pero en ese instante fue imposible no reconocerlo.

Su esposo puso fin al beso apartándose apenas unos centímetros de su boca, y ella se percató de que no la había tocado por debajo del cuello. ¡Ni siquiera había empezado!

– Espero que sepas complacerme, ya que eres mi esposa y de ahora en adelante serás mi única compañera de cama -lo oyó decir.

Sus párpados seguían entornados y la voz que había usado tenía un timbre muy sensual. Tan sensual como el roce del terciopelo.

– El amo y señor ha hablado -murmuró ella-. Espero que tú sepas cómo complacerme, ya que eres mi esposo y de ahora en adelante serás mi único compañero de cama.

La miró fijamente un instante, sin que su expresión revelara nada. Después, la mano que había estado acariciándole la mejilla se deslizó por un hombro y se introdujo bajo el camisón para acariciarle el brazo. El camisón, forzado por las circunstancias, se deslizó también por el brazo, dejándole el hombro y el pecho desnudos.

Antes de que se diera cuenta, Elliott le bajó el otro tirante con la mano libre. El camisón, que era una prenda suelta y que solo contaba con los tirantes como sujeción, fue cayendo lentamente hasta quedar arrugado en torno a sus pies.

Solo los pies quedaron cubiertos. Menudo consuelo, pensó.

Su esposo la aferró por los codos y se alejó un poco. Para mirarla de arriba abajo.

En fin, ella misma se lo había buscado. Lo había retado y él le estaba respondiendo sin necesidad de palabras. Al estilo masculino.

Decidida, lo miró a la cara mientras levantaba una mano, con la que le desató el cinturón del batín, que se abrió al instante.

No llevaba nada debajo.

Lo vio levantar la cabeza para mirarla a los ojos otra vez al tiempo que apartaba las manos de sus brazos.

Vaya, una invitación, pensó Vanessa. Levantó los dos brazos y le apartó el batín de los hombros. La prenda cayó al suelo directamente, sin deslizarse siquiera por su cuerpo.

¡Santo cielo!

Su cuerpo era una copia exacta de las esculturas griegas que idealizaban el cuerpo masculino, pero él no era ninguna escultura. Tenía la piel morena de la cabeza a los pies. El pecho, ancho y musculoso, estaba salpicado de vello oscuro. Notaba el calor que irradiaba su cuerpo pese a la distancia que los separaba. Veía cómo subía y bajaba su pecho con cada respiración. Estaba vivo.

Era estrecho de caderas y tenías las piernas largas. Sus muslos eran musculosos.

Y estaba excitado. Esa parte de su cuerpo también era grande y poderosa.

Volvió a mirarlo a los ojos. Y se dio cuenta de que había estado observándolo tan abiertamente como lo había hecho él.

¡Qué poco se complementaban en el plano físico!

Sin embargo, Elliott estaba excitado.

Le rozó el pecho con la punta de los dedos antes de colocarle las manos en los hombros.

En la vida se había sentido tan asustada.

– Parece que debo demostrar algo -lo oyó decir.

Sus palabras hicieron que la parte interna de sus muslos y que su entrepierna comenzaran a palpitar, no tanto como anticipación de algo placentero, sino casi rayando el dolor.

– Sí -convino ella.

No obstante y en vez de esperar a que caminara hasta la cama, su esposo la llevó en brazos y la dejó sobre el colchón. Antes de reunirse con ella, apartó las sábanas y el cobertor.

Piel desnuda contra piel desnuda. Vanessa sentía el cuerpo en llamas.

Las velas seguían encendidas.

Comprendió que no iban a hacerlo de forma furtiva, al amparo de la oscuridad y bajo las sábanas.

Lo observó mientras se tumbaba de costado a su lado, apoyado en el codo. Después se inclinó hacia delante y volvió a besarla. En esa ocasión separó los labios sin que él la forzara, y cuando le introdujo la lengua, ella la succionó con fuerza antes de acariciársela con los dientes.

Su premio fue un gemido muy ronco.

Una de esas manos fuertes, cálidas y de dedos ágiles, comenzó a explorar su cuerpo. Se detuvo de nuevo en sus pechos, como hiciera en el lago, y se los pellizcó con delicadeza con el pulgar y el índice, aunque aumentó la presión poco a poco, intensificando el deseo, cuyos efectos notó extenderse desde la entrepierna hasta la garganta.

Cuando Elliott puso fin al beso, se inclinó hacia ella y se llevó un pezón a la boca. Lo succionó, lo mordisqueó y lo rodeó con la lengua, logrando que le enterrara las manos en el pelo y se aferrara a él con fuerza.

Entretanto, ella no se mantuvo inmóvil. Se incorporó hasta colocarse de costado y pasó una pierna sobre las de su esposo. Después de acercarse a él, empezó a frotarse contra su cuerpo, rotando las caderas. Cuando vio que se alejaba de su pecho para frotarle el cuello con la nariz, tomó su erección en la mano y se dispuso a acariciarlo con suavidad. En cuanto intensificó las caricias, oyó cómo él emitía un gemido que más bien le pareció un gruñido.

Elliott no se quedó atrás. La mano con la que le había acariciado los pezones se introdujo entre sus muslos para explorar entre sus pliegues hasta que notó que uno de sus dedos la penetraba.

Estaba húmeda, comprendió. Sentía la humedad de su cuerpo y también oía el sonido que producía.

El deseo se transformó en pura agonía.

En un abrir y cerrar de ojos, su esposo la instó a tumbarse de espaldas y se colocó sobre ella. Era grande y bastante pesado.

Maravillosamente grande.

Maravillosamente pesado.

Elliott le apartó los muslos con las rodillas hasta que separó las piernas al máximo. Las dobló, y lo rodeó con ellas mientras la aferraba por las nalgas para levantarle las caderas. Y entonces se hundió en ella con una poderosa y certera embestida.

Fue tan inesperado que Vanessa tomó aire con fuerza y no fue capaz de soltarlo.

No le dolió, pero sí se sentía un poco incómoda por una invasión tan completa. No sabía que hubiera tanto espacio en su interior para acogerlo…

¡Qué pensamiento más tonto!

Elliott se mantuvo inmóvil un instante mientras apartaba las manos, que hasta ese instante tenía bajo sus nalgas, y ella aprovechó para afianzar la postura de sus piernas, para buscar el ángulo más cómodo y para relajarse. Por supuesto que podía acogerlo en su interior, por supuesto que podrían hacer lo que estaban a punto de hacer, lo que estaba deseando hacer.

Tensó los músculos en torno a su miembro y notó que estaba muy duro.

En esa ocasión fue él quien aspiró el aire con brusquedad.

Antes de empezar a moverse.

Lo que siguió fue placer carnal, puro y absoluto. Cada envite, cada movimiento, aliviaba y a la vez espoleaba el deseo. Cada embestida era más profunda que la anterior, o eso le parecía. En cuanto se percató del ritmo que él imponía, se adaptó y ajustó sus movimientos al tiempo que contraía y relajaba sus músculos internos para aumentar el placer de ambos.

Lo que le había dicho no había sido por completo un farol.

Sabía complacer a un hombre.

Por supuesto, él tampoco había estado exagerando.

Ansiaba que ese momento durara eternamente, ese deleite sensual que superaba todas sus expectativas. Pero no podía durar, claro estaba. Y al final se alegró de que así fuera. Porque tenía la sospecha de que se habría vuelto loca si no hubiera sentido esa repentina… sensación, porque no sabía cómo llamarla, esa sensación que la invadió de forma inexorable y que se extendió por su cuerpo hasta dejarla exhausta, temblorosa y saciada de una forma que también desafiaba cualquier descripción.

Notó que él se había quedado muy quieto.

Pero solo fue un momento, porque después volvió a colocarle las manos en las nalgas y aumentó el ritmo y la fuerza de sus embestidas hasta que se hundió en ella y se detuvo otra vez, de golpe, para derramarse en su interior, porque su esposa notó que la humedad la invadía.

Lo abrazó con fuerza. Estaba muy caliente y sudoroso. Como ella.

Qué extraño que el olor del sudor pudiera resultar tan excitante.

El frío la invadió cuando él se apartó y se colocó a su lado en el colchón. Al verla tiritar, Elliott se incorporó para arroparla con la sábana y el cobertor. Le pasó un brazo bajo la cabeza y dejó el otro sobre su cintura. Al cabo de un momento volvía a estar calentita.

Adormilada. Se durmió.


Ya estaba hecho.

Se había casado antes de cumplir los treinta, tal como su abuelo había esperado que hiciera y tal como él había planeado. Se había casado por conveniencia con una de las Huxtable. Porque de esa forma las demás podrían disfrutar de una presentación en sociedad decente y su obligación para con ellas habría acabado.

Estaba casado, su matrimonio había sido consumado y dentro de poco, o eso esperaba, su esposa estaría embarazada. Si tenía suerte, la criatura sería un varón y así habría cumplido con otra de sus obligaciones.

¡Las obligaciones! ¡El deber! Llevaban un año abrumándolo. A veces le habría gustado recuperar la despreocupada vida que llevaba antes. Pero no podía ser, y por fin había cumplido la más apremiante de todas las obligaciones tanto para con su familia como para con el título.

Estuvo despierto mucho rato.

Vanessa había discutido con él hasta en la noche de bodas, reclamando su derecho a ser su igual. Reclamando que si ella debía complacerlo porque era su esposa y su compañera de cama, él también debía complacerla precisamente por las mismas razones.

Era evidente que no la habían educado según los principios de la aristocracia. De haber sido así, ni siquiera habría rechistado y habría soportado en silencio y con dignidad la desigualdad que existía entre ambos.

«El amo y señor ha hablado. Espero que sepas cómo complacerme, ya que eres mi esposo y de ahora en adelante serás mi único compañero de cama.»

Sus labios esbozaron una sonrisa muy a su pesar.

Vanessa se removió entre sus brazos, murmuró algo y se acurrucó contra él.

Por extraño que pareciera, su esposa lo había complacido.

Pero no sabía por qué. Su cuerpo era el menos curvilíneo que había visto nunca desnudo o a su lado, en una cama. Además, no había demostrado poseer ninguna habilidad extraordinaria.

Tal vez se debiera a la simple atracción de la novedad.

La novedad de disfrutar de una amante como ella pasaría pronto, por supuesto. ¿Y después? En fin, después habría llegado el momento de encarar lo que sería el resto de su vida. No era una perspectiva muy halagüeña, aunque se dijo que no debía perder la esperanza. Eso había dicho Vanessa refiriéndose a su hermana, ¿verdad? Si no recordaba mal, la esperanza de que el militar ausente regresara era lo que le daba sentido a la vida de la señorita Huxtable.

Esperanza.

Una posibilidad muy remota de lograr la felicidad.

– Mmm -la oyó murmurar con un suspiro. Tenía la nariz enterrada en su pecho.

La novedad bien podía disfrutarse mientras fuera… en fin, novedosa.

Le levantó la barbilla y la besó con pasión.

Ella respondió con un beso adormilado. Olía a sexo y a mujer. Estaba calentita, relajada y medio dormida.

La puso de espaldas, se colocó encima y después de separarle los muslos, se hundió de nuevo en ella hasta el fondo.

Estaba mojada y muy caliente.

– Mmm… -Volvió a murmurar ella, tras lo cual lo rodeó con las piernas y levantó las caderas para facilitarle el acceso-. ¿Otra vez? -Lo dijo con voz sorprendida y adormilada.

La pregunta le arrancó una sonrisa torcida.

– Sí, otra vez -le susurró al oído-. ¿Para qué si no son las noches de boda?

Oyó su breve carcajada. Apenas unos días antes, mientras su futura esposa estaba en Londres con su madre, recordaba su risa y le resultaba irritante. Pero esa noche no tenía nada de irritante. Era un sonido grave y alegre, la expresión natural de la felicidad.

Y muy sensual.

Sus profundas embestidas adoptaron una cadencia rítmica y pausada, en un intento por prolongar el momento todo lo posible. Toda su atención estaba puesta en los sonidos provocados por la humedad de su sexo, en el ardiente y suave roce de su interior mojado contra su dolorosa erección, y en la maravillosa sensación de disfrutar del cuerpo de una mujer después del largo celibato.

Vanessa lo había rodeado con las piernas y le aferraba el trasero con las manos. Su actitud era relajada, pero no hacía el menor ademán de moverse por su cuenta. Lo cual era muy carnal… o muy inocente. Porque de esa forma le permitía disfrutar a placer del encuentro.

Sin embargo, al cabo de unos minutos descubrió que ella abandonaba su pasividad. Notó cómo tensaba los músculos internos al tiempo que le apretaba las nalgas como si quisiera indicarle que se quedara enterrado en ella en vez de retirarse.

Así que avivó el ritmo de sus profundos envites hasta que la notó estremecerse al llegar al clímax apenas un instante antes de que él lo hiciera.

Debía recordarle, se dijo justo antes de quedarse dormido, que había cumplido su parte del trato. Que la había complacido.

Se despertó bastante después, aunque no tenía noción del tiempo que había pasado, y se dio cuenta de que seguía sobre ella, y en su interior. Se apartó y se colocó a su lado.

– Perdona -le dijo-. Debo de pesar una tonelada.

– Creo que solo es media -repuso Vanessa-. No hace falta que te disculpes. No te disculpes nunca.

– ¿Nunca? -le preguntó-. ¿Por ningún motivo?

Percibió un adormilado suspiro.

– Tendré que pensarme la respuesta -contestó ella-. Tal vez podamos llegar a vivir nuestras vidas de forma que jamás necesitemos pedir perdón por nada.

Elliott se descubrió sonriendo en la oscuridad al escuchar el comentario. La vela parecía haberse consumido.

– ¿Y ser felices para siempre? -apostilló-. ¿De verdad crees en eso?

– No -respondió Vanessa después de meditar un rato al respecto-. No estoy segura de quererlo aun cuando fuera posible. Porque ¿qué margen dejaría eso a la esperanza? ¿Qué más se podría anhelar? Prefiero ser feliz a ser feliz para siempre.

– ¿Qué es la felicidad? -le preguntó él.

– Un instante de alegría -respondió ella sin titubear.

– ¿Solo un instante? En ese caso no creo que merezca la pena esforzarse por alcanzarla.

– ¡Ah, pero te equivocas! -le dijo-. La vida en sí misma solo es un instante. Vivimos una sucesión de instantes. El ahora y el aquí. Siempre el ahora, el presente.

Según su propia experiencia, los instantes pasaban y desaparecían para siempre.

– Entonces, para ti la vida es una sucesión de instantes alegres, ¿no? -concluyó-. ¿Crees que todo es alegría en la vida? -Era increíble que fuese tan inocente.

– No, desde luego que no -contestó-. Pero un solo momento de felicidad puede lograr que el resto de la vida valga la pena. Es como la levadura para la masa del pan. Porque te muestra cómo puede ser la vida, el sentido que realmente tiene. Puede darte esperanzas en las épocas sombrías. Puede devolver la fe en la vida y en el futuro. Elliott, ¿nunca has sido feliz?

La pregunta le provocó una enorme nostalgia por la vida que había dejado atrás hacía mucho, muchísimo tiempo. Hacía una eternidad.

– Hace unos minutos era muy feliz -respondió.

– Intentas hacerme creer que te tomas esto a la ligera -lo acusó-. Esperas que te recrimine por pensar que el sex… -Inspiró hondo antes de intentarlo de nuevo-. Por pensar que el sexo puede reportar felicidad. Pero por supuesto que lo hace. El sexo es la celebración de la vida, de la entrega y del amor.

– Pensaba que no me amabas -señaló él. Eso la silenció un rato.

– No he sido yo quien ha dicho haber sido feliz hace unos minutos -repuso Vanessa.

– Eso quiere decir que lo que yo estaba haciendo era… ¿celebrar el amor? -preguntó.

– ¡Pero qué tonto eres! -exclamó ella-. Por supuesto que lo hacías. Hay muchos tipos de amor. No estás enamorado de mí. Ni siquiera me quieres. Pero reconoces que el amor flota en el aire esta noche.

– ¿Te refieres a una noche de bodas? -precisó-. Al sexo, ¿no?

– Sí.

– ¿El sexo y el amor son lo mismo?

– Quieres provocarme para discutir -le recriminó ella mientras se apoyaba en un codo y levantaba la mano para descansar la cabeza en la palma. Después lo miró fijamente a los ojos-. Reconócelo.

¿Sería cierto?, se preguntó. Tal vez tuviera razón. Tal vez estaba intentando analizar esa noche con cierta perspectiva. Acababa de casarse con una mujer a la que apenas conocía, que solía irritarlo con frecuencia, que ni siquiera era hermosa. Se había acostado con ella porque esa era su noche de bodas y había disfrutado del sexo porque no se había acostado con ninguna mujer desde antes de la Navidad.

E incluso esa noche, en ese momento para ser más exactos, había conseguido irritarlo. Era una romántica a tenor de las paparruchas que había soltado sobre la felicidad y el amor. Porque incluso equiparaba el sexo con el amor. Creía poder encontrar la alegría en casi todos los momentos de la vida.

No obstante, había perdido a un marido muy joven por culpa de la tuberculosis, una muerte lenta y cruel. Posiblemente lo había amado.

– Deberías estar durmiendo, no filosofando -repuso él con más brusquedad de la que pretendía-. Tal vez quiera poseerte de nuevo antes de que amanezca.

– Tú también deberías estar durmiendo -replicó ella-. Tal vez sea yo quien quiera poseerte.

Elliott estuvo a punto de soltar una carcajada. Habían vuelto al mismo punto donde había comenzado la noche.

– Tal vez deberíamos ponernos manos a la obra ahora que estamos despiertos y dormir después -sugirió.

Le colocó una mano en la nuca y tiró de ella para poder besarla.

Vanessa le pasó una pierna por encima de las caderas hasta quedar a horcajadas sobre él y después inclinó la cabeza para facilitarle la tarea de seguir besándola.

Era evidente que la novedad seguía sin perder su encanto.

Y la noche era joven.

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