CAPÍTULO 10

Volvieron a la casa en silencio.

La noche anterior le había parecido una buena idea. Más que nada porque le parecía casi imposible que el vizconde se negara a proponerle matrimonio a Meg solo porque ella se lo pidiera. Imaginó que la miraría con esa expresión tan seria, tan tensa y arrogante, y que seguiría adelante con sus planes. Y sabía, sabía perfectamente, que Meg no lo rechazaría.

De modo que había sido imperioso tomar medidas desesperadas, y dichas medidas eran las que eran.

Había sido un comentario de la vizcondesa lo que la había ayudado a decidirse después de reflexionar al respecto.

«Pero usted ya ha tenido su oportunidad, señora Dew. No así su hermana mayor.»

Era cierto. Ella había tenido su oportunidad. Se había casado con Hedley. Daba igual que solo hubiera vivido un año después de la boda y que hubiera estado enfermo durante todo ese tiempo. Ella había tenido su oportunidad.

No iba a permitir que privasen a Meg de la suya, aunque algunos consideraran que le quedaba poco margen para que se le presentara dicha oportunidad.

Ella se casaría con el vizconde de Lyngate en lugar de Meg, se convertiría en la esposa que él necesitaba y facilitaría la entrada de sus hermanas en la alta sociedad.

Se sacrificaría por ellas, aunque en realidad no lo consideró de ese modo hasta que él lo expuso en esos términos.

Poco importaba la escasa simpatía que sentían el uno por el otro. Eso podía cambiar. Si se casaban, ella se encargaría de hacerlo feliz. Se encargaría de ser feliz también. Porque al fin y al cabo lo había hecho antes. Y en circunstancias muchísimo más difíciles.

Además, no podía negar que desde el punto de vista físico el vizconde le resultaba muy atractivo. Cada vez que pensaba que iba a casarse con él, sentía algo muy raro en las entrañas.

Así que no sería difícil…

La noche anterior le pareció una buena idea. En esos momentos ya no lo tenía tan claro.

Ni siquiera era atractiva, y mucho menos guapa.

Había permitido que descubriera su farol. Qué humillante había resultado la comparación entre su beso y el del vizconde.

Sabía que la había besado solo para demostrar su argumento, no porque hubiera deseado hacerlo.

Y la había dejado con la impresión de que había desencadenado algo muy peligroso.

¡Por el amor de Dios! Todavía se estremecía en ciertos lugares de cuya existencia jamás se había percatado.

Y después llegó el asombroso descubrimiento de que era el heredero de un ducado. ¡Le había propuesto matrimonio a un futuro duque!

Eso significaba que posiblemente llegara a convertirse en duquesa algún día.

De hecho, se convertiría en vizcondesa en cuanto se casara y, aunque jamás había puesto un pie fuera de Throckbridge hasta que sucedió todo ese asunto, sería presentada a la reina y tendría que ocuparse de presentar en sociedad a Meg y a Kate.

Y el hombre que caminaba a su lado sería su marido.

Si la había besado de esa forma a plena luz del día junto al lago, ¿qué le haría cuando…? En fin.

Se tropezó con un terrón suelto, de modo que el vizconde le apretó con fuerza la mano que descansaba sobre su brazo al tiempo que la miraba… con los labios apretados como si semejante torpeza no fuera digna de su futura duquesa.

¿Qué iban a decir Meg, Kate y Stephen?

¿Qué iba a decir lady Lyngate?

¿¡Qué iba a decir su abuelo, el duque!?

¿Por qué había vuelto las tornas y le había pedido matrimonio él? Era lo que menos se esperaba, dadas las circunstancias. Había estado a punto de alejarse en busca de un rincón oscuro donde ocultarse, preferiblemente para siempre.

– Señora Dew -lo oyó decir cuando llegaron a la terraza, donde se detuvo para mirarla de nuevo-, todavía está a tiempo para cambiar de opinión. He notado su nerviosismo desde que nos alejamos del lago. ¿Quiere casarse conmigo o no? Le doy mi palabra de honor de que, sea cual sea su respuesta, no me casaré con ninguna de sus hermanas.

¡La oportunidad de retractarse!

Lo miró a los ojos y pensó (aunque no fuera al caso) que quienquiera que los hubiera hecho azules (¿Dios?) había sido muy astuto, ya que con su aspecto mediterráneo se esperaba que fuesen castaños.

Sí, quería casarse con él pese a todo. Pero…

– ¿Usted quiere casarse conmigo? -le preguntó a su vez.

Lo oyó resoplar con fuerza al tiempo que apretaba los dientes.

– Señora -le soltó con brusquedad-, no es de buena educación contestar a una pregunta con otra. De todas formas, le contestaré. Le he pedido matrimonio. Por tanto, quiero casarme con usted. No soy un hombre que cambie de decisión de un momento para otro, señora Dew. Y ahora espero su respuesta.

¡Vaya!, pensó Vanessa. Un hombre acostumbrado a mandar. Una vez que se casara con él, tendría todo el derecho a mandar sobre ella y a avasallarla.

En caso de que ella se lo permitiera, claro estaba.

– Por supuesto que quiero casarme con usted -contestó-. Yo fui la primera en proponérselo, ¿recuerda?

– Dudo mucho que logre olvidarlo algún día -replicó él.

Le hizo una reverencia al tiempo que le ofrecía de nuevo el brazo.

Vanessa rió entre dientes en contra de su voluntad.

– ¿Ha sido nuestra primera discusión? -le preguntó.

– Yo sugeriría que ni siquiera intentara contarlas -contestó el vizconde mientras ella aceptaba su brazo-. Es posible que pierda la cuenta mucho antes de que se celebre la boda.

El comentario le arrancó una carcajada.

Pero no tardó en recuperar la seriedad.

– ¿Quién va a anunciarlo? -le preguntó mientras subían los escalones de la entrada principal.

– Yo lo haré -contestó él con voz firme. Y muy seria.

Vanessa no rechistó. Lo cierto era que su respuesta la había aliviado mucho. ¿Cómo iba a ser ella quien lo anunciara?

Stephen salía en esos momentos del despacho.

– ¡Vaya, lord Lyngate! -exclamó-. Llega usted en el momento más oportuno. Meg acaba de avisar de que el té está servido en el salón. ¿Le apetece acompañarnos? Nessie, otra vez vas de azul. ¿Nada de lavanda ni de gris hoy tampoco? Ya era hora, si me permites decírtelo.

Mientras seguía a su hermano escalera arriba del brazo de su prometido, se preguntó si sería físicamente posible que un corazón se saliera del pecho por latir demasiado fuerte.

Katherine estaba sentada junto a la ventana, ojeando los bocetos de moda que le había dejado la señorita Wallace el día anterior. Margaret estaba junto a la bandeja del té, ataviada con su mejor vestido mañanero. Al percatarse de la llegada del vizconde, su actitud se tornó decidida y un tanto incómoda. Debía de estar reuniendo el valor suficiente para aceptar la proposición que creía estar a punto de recibir, concluyó Vanessa.

– Milord -dijo Meg-, ha llegado a punto para tomar el té. ¿Le apetece sentarse?

– Sí -contestó él-, aunque antes me gustaría comunicar algo que les concierne a todos.

Margaret lo miró visiblemente descompuesta, como si temiera una proposición matrimonial allí mismo, delante de todos. Stephen pareció interesado y Katherine se limitó a apartar la mirada de la revista que había estado ojeando.

– La señora Dew me ha concedido el honor de aceptarme como futuro esposo -dijo el vizconde.

Vanessa deseó haberse sentado nada más entrar en el salón. Pero ya era demasiado tarde. No le quedó más remedio que seguir de pie, aunque se le habían aflojado las rodillas.

El silencio que siguió a las palabras del vizconde pareció hacerse eterno, aunque en realidad debió de ser muy breve.

– ¡Caray! -Stephen fue el primero en recuperar el habla-. ¡Caray, menuda sorpresa! -Le tendió la mano al vizconde para intercambiar un efusivo apretón, tras lo cual abrazó a su hermana con todas sus fuerzas mientras sonreía de oreja a oreja.

Katherine se puso en pie de un salto y atravesó el salón a la carrera.

– ¡Oh, esto es maravilloso! -exclamó-. Aunque no he sospechado nada de nada. ¿Debería haberme dado cuenta de algo? No he visto ni el menor indicio de que hubiera algo especial, la verdad. Pero claro, ¡se me había olvidado el baile de San Valentín! Milord, usted solo bailó con Nessie. -En ese momento pareció estar a punto de correr hacia los brazos del vizconde, pero debió de pensárselo mejor en caso de que se le hubiera pasado por la cabeza hacerlo y corrió hacia Vanessa una vez que Stephen la soltó.

Margaret siguió de pie junto a la bandeja del té. Vanessa la miró por encima del hombro de Katherine, y vio en sus ojos una expresión imposible de descifrar.

– ¿Nessie? -la oyó decir, sin mirar siquiera al vizconde de Lyngate.

Vanessa se acercó a ella con los brazos extendidos.

– Meg -le dijo-, felicítame. ¿Acaso no quieres que seamos felices?

La expresión, significara lo que significase, desapareció y fue reemplazada por una sonrisa forzada.

– Por supuesto que quiero que seáis felices -contestó al tiempo que la cogía de las manos con fuerza-. Te deseo toda la felicidad del mundo. Y a usted también, milord.

El vizconde le agradeció las palabras con una reverencia, precisamente a la mujer a la que había pensado proponerle matrimonio ese mismo día.

Una vez que hicieron el anuncio y después de que pasaran la sorpresa inicial y la emoción, se sentaron para disfrutar del té y de las pastas como si fuera una tarde como otra cualquiera.

Salvo que la conversación no era la habitual. El vizconde de Lyngate les dijo que hablaría con su madre, ya que la vizcondesa tenía pensado marcharse a Londres al cabo de unos días a fin de prepararle a Cecily un guardarropa adecuado para su presentación en sociedad. Según les dijo, estaría encantada de llevarse a su prometida para ayudarla a elegir su ajuar y el atuendo adecuado para su presentación en la corte, que tendría lugar después de la boda. Entretanto, prosiguió, él se encargaría de formalizar el asunto para que corrieran las amonestaciones en ambas parroquias sin más demora, de forma que la boda pudiera celebrarse antes de final de mes, mucho antes de que comenzara la temporada social propiamente dicha.

«… antes de final de mes.»

Todos lo escucharon en silencio, tal como dictaban los buenos modales, incluso Vanessa. Todos se mostraron interesados por sus planes y después hicieron los comentarios apropiados o las preguntas pertinentes… salvo ella.

El vizconde de Lyngate se despidió de ellos al cabo de media hora con una reverencia ante cada dama, tras lo cual cogió la mano de Vanessa y se la llevó a los labios.

– Si me lo permite -le dijo-, vendré mañana por la tarde y la llevaré a ver a mi madre a Finchley Park. A ella le gustará.

– Y a mí también -le aseguró, si bien era una exageración. De hecho, había exagerado tanto que más bien no era cierto.

Y después se fue, llevándose a Stephen para que lo acompañara durante un trecho a caballo.

Katherine abandonó el salón después de unos minutos más de conversación emocionada y de unos cuantos abrazos entusiasmados. Había pensado en escribir a sus amistades de Throckbridge para comunicarles la buena noticia.

Lo que le recordó a Vanessa que ella también debía escribirles sin demora a los Dew. Ojalá que no se molestaran mucho por las noticias, deseó.

Pero ya pensaría en eso después. De repente, estaba a solas con Margaret, que seguía sentada en el mismo sillón aunque ya habían retirado la bandeja del té. Vanessa estaba muy cerca.

Margaret fue la primera en romper el silencio.

– Nessie -le dijo-, ¿qué has hecho?

La pregunta la obligó a esbozar una sonrisa deslumbrante.

– Me he comprometido con un hombre guapo, rico e influyente -contestó-. El me ha pedido matrimonio y yo he aceptado.

– ¿Estás segura de que las cosas han sido así? -le preguntó Margaret con una mirada tan penetrante que resultaba incómoda-. ¿O se lo has pedido tú?

– Eso habría sido un atrevimiento -respondió ella.

– Pero no habría sido la primera vez que te comportas de forma atrevida -le recordó su hermana.

– Fui muy feliz con Hedley -protestó Vanessa.

– Sí, lo sé. -Margaret frunció el ceño-. Pero ¿serás feliz con lord Lyngate? Hasta ahora tenía la impresión de que ni siquiera te caía bien.

– Seré feliz -le aseguró mientras se alisaba el vestido azul con una mano.

– Lo has hecho por mí, ¿verdad?

– Lo he hecho porque quería hacerlo -replicó Vanessa, mirándola de nuevo-. ¿Te molesta mucho, Meg? ¿Lo querías para ti? Ahora que ya es demasiado tarde, me aterra la idea de que lo quieras. O de que lo quisieras.

– Lo has hecho por mí -afirmó Margaret, cuyas manos estaban unidas con tanta fuerza sobre el regazo que tenía los nudillos blancos-. Lo has hecho por todos nosotros. ¡Nessie, por Dios! ¿Por qué tienes que sacrificarte por nuestro bien?

– Tú siempre lo haces -repuso ella.

– Pero eso es distinto -adujo su hermana-. Mi sino es protegeros, asegurarme de que todos tenéis la oportunidad de conseguir la mejor vida posible. Deseo con todas mis fuerzas que seáis felices. Te casaste con Hedley por su bien, y ahora vas a casarte con lord Lyngate por el nuestro. No lo harás, Nessie. No lo permitiré. Le escribiré una nota y ordenaré que se la lleven a Finchley Park sin dilación. Le diré…

– No vas a hacer nada -la interrumpió-. Meg, te recuerdo que tengo veinticuatro años. Soy viuda. No puedes vivir mi vida por mí. Ni tampoco puedes vivir la de Kate ni la de Stephen. No es tú sino en la vida abandonar tus sueños ni tus opciones de ser feliz por nosotros. Ya estamos creciditos. Kate tendrá un sinfín de oportunidades si la amadrino. Y Stephen contará con el apoyo del vizconde de Lyngate, del señor Samson y de los tutores que van a contratar antes de que vaya a Oxford para convertirse en un adulto responsable. Ya va siendo hora de que planees lo que quieres hacer con tu vida.

Margaret parecía desolada. Ojalá Crispin se hubiera ido con su regimiento sin decirle nada a Meg salvo un breve adiós, pensó. De haber sido así, a esas alturas su hermana lo habría olvidado.

– ¡Ay, Meg! -Exclamó Vanessa-. No te estoy diciendo que ya no te necesitemos. Por supuesto que te necesitamos. Siempre lo haremos. Te necesitamos porque eres nuestra hermana mayor. Necesitamos tu amor. Pero no necesitamos tu vida. Tú quieres que seamos felices. Pues precisamente eso es lo que queremos nosotros para ti.

– He soñado muchas veces que volvías a encontrar el amor -dijo Margaret con los ojos llenos de lágrimas-. Pero un amor que te durase toda la vida. Te mereces más que nadie un «y fueron felices para siempre».

– ¿Y crees que no voy a tenerlo? -le preguntó-. Meg, es el heredero de un ducado. Me lo ha dicho hace un rato. ¡Yo no lo sabía! ¿No te resulta emocionante? ¿Crees que no voy a ser feliz durante el resto de mi vida? ¡Algún día seré una duquesa!

– ¿Es el heredero de un duque? -exclamó Meg, asombrada-. Nessie… yo tampoco lo sabía. ¿Cómo vas a apañártelas? Aunque…, bueno, está claro que te las apañarás. Eres una mujer hecha y derecha, como tú misma acabas de recordarme hace un momento. Por supuesto que te las apañarás, y muy bien además. Me pregunto si el vizconde de Lyngate se ha dado cuenta de lo afortunado que va a ser por tenerte a su lado.

– Me parece que no -repuso Vanessa con una mirada alegre-. Pero ya lo hará. Tengo la intención de ser feliz con él, Meg. Delirantemente feliz.

Margaret ladeó la cabeza y la miró con seriedad.

– Nessie… -le dijo.

Y al cabo de un instante ambas estaban de pie y abrazadas, y llorando por algún motivo inexplicable.

Acababa de comprometerse, pensó Vanessa. Las suyas eran lágrimas de felicidad.

Por supuesto que lo eran.

Iba a casarse de nuevo.

Con el vizconde de Lyngate.

Que jamás llegaría a quererla.

Aunque ella tampoco podría quererlo nunca, claro. Pero aun así…


– ¿Qué ha dicho? -preguntó Vanessa.

Volvía a estar sentada en el interior del carruaje del vizconde de Lyngate, pero en esa ocasión este la acompañaba, no sus hermanas, iban de camino a Finchley Park, y apenas habían pasado veinticuatro horas desde que anunciaran su compromiso. Una fina llovizna empañaba los cristales. Iba de visita, invitada por la vizcondesa.

– Está ansiosa por hablar con usted -contestó él.

– Pero le he preguntado por lo que ha dicho. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Esperaba que le propusiera matrimonio a Meg, ¿verdad? Y en cambio volvió usted a casa con las noticias de que se había comprometido conmigo. ¿Qué dijo?

– Se quedó un poco sorprendida -admitió-, pero se alegró cuando le aseguré que era usted la dama con la que quería casarme.

– ¿De verdad dijo eso? ¿Y lo creyó? Me apuesto lo que quiera a que no lo hizo. Y me apuesto lo que quiera a que las noticias no le hicieron ni pizca de gracia.

– Las damas no apuestan -repuso el vizconde.

– ¡Qué tontería! -exclamó-. No está contenta, ¿verdad? Prefiero saberlo antes de volver a verla.

El vizconde de Lyngate chasqueó la lengua.

– Muy bien -claudicó-. No está contenta. O, al menos, está preocupada. Usted no es la hermana mayor y ya ha estado casada.

– Y no soy una belleza -añadió ella.

– ¿Qué quiere que le diga? -replicó el vizconde, a todas luces exasperado-. No es fea. No es repulsiva.

¡Unas palabras muy tiernas, desde luego…!, pensó ella.

– Lograré caerle bien -afirmó-. Lo prometo. En cuanto vea que está usted a gusto conmigo, me mirará con buenos ojos.

– ¡Ah! -exclamó él-. Hoy se conforma con lograr que esté a gusto con usted. Ayer me aseguró que sabría cómo complacerme y cómo hacerme feliz.

La estaba mirando de reojo, con los párpados entornados otra vez y con esa expresión indolente tan desconcertante que recordaba del baile de San Valentín.

– Y también se sentirá a gusto -sentenció.

– En fin, eso quiere decir que voy a ser un hombre afortunado.

– Lo es -precisó Vanessa, y se echó a reír.

– Me habría encantado ser una araña para colarme otra vez en el salón cuando ayer se quedaron a solas -dijo el vizconde-. Sobre todo cuando usted y su hermana mayor se quedaron a solas, como supongo que sucedió en un momento dado.

– Margaret no estaba enfadada, si es a eso a lo que se refiere -señaló ella-. O al menos no lo estaba por el hecho de que me hubiera propuesto matrimonio a mí en vez de a ella.

– Me siento desolado -repuso él.

– Nos desea lo mejor -le aseguró.

– Eso sí me resulta más creíble. Su hermana la quiere de forma desmesurada. Y no le gustó nada descubrir, y espero que me corrija si me equivoco, que usted se había ofrecido como sacrificio por el bien de la familia.

– No tengo la menor intención de convertirme en un sacrificio -afirmó-. Seré su esposa, su vizcondesa. Aprenderé a realizar bien mi trabajo, ya lo verá.

– Este año cumpliré los treinta -dijo el vizconde-. El motivo principal por el que decidí casarme antes de que acabara el año no fue otro que el de tener descendencia. Necesito un heredero.

En esa ocasión la miró abiertamente, aunque seguía con los párpados entornados. Su intención no era otra que la de incomodarla, por supuesto.

– ¡Vaya! -exclamó a sabiendas de que se estaba ruborizando. La tensión se apoderó de ella hasta dejarle el cuerpo rígido-. Es lógico, claro. Perfectamente normal. Sobre todo si se tiene en cuenta que algún día será un duque.

– ¿Hubo algún problema en su matrimonio con el señor Dew al respecto? -quiso saber él.

Vanessa negó con la cabeza y se mordió el labio.

– Me dijo usted que no era virgen y la creí. ¿Es posible que sea usted casi virgen?

La pregunta hizo que Vanessa volviera la cabeza con brusquedad para mirarlo. No quería hablar por temor a no controlar la voz. Clavó la vista en la ventanilla y vio descender dos hilillos de agua por el cristal.

Había sucedido en un total de tres ocasiones, se dijo, refiriéndose a las relaciones conyugales con Hedley. Y en dos de ellas su difunto marido había acabado llorando.

– Discúlpeme -lo oyó decir al tiempo que le colocaba una mano enguantada en el brazo-. Mi intención no era la de incomodarla.

– Es comprensible que quiera saber si puedo tener hijos -repuso Vanessa-. Que yo sepa, sí puedo. O al menos eso espero.

– Casi hemos llegado a Finchley Park -anunció el vizconde-. Verá la mansión al doblar la siguiente curva.

Se inclinó por encima de sus piernas para limpiar el vaho de la ventanilla con la manga de su gabán.

Otra mansión de piedra gris, pero más antigua que Warren Hall. De planta cuadrada y sólida, con balaustradas y estatuas en el tejado. La fachada estaba medio cubierta por la hiedra. A su alrededor se extendía un prado verde salpicado de arboledas aún desnudas. En la distancia pastaban las ovejas, posiblemente en un cercado. A lo lejos distinguió otra mansión, porque era imposible llamarla «casa», emplazada a la orilla de un lago.

La propiedad carecía del esplendor de Warren Hall, pero a ella le pareció un lugar majestuoso, sereno y acogedor, aunque ese último adjetivo le recordó lo que sucedería entre sus paredes dentro de escasos minutos. Apoyó la espalda en el respaldo del asiento.

– Luce increíblemente mejor en un día soleado -le aseguró él.

– A mí me parece preciosa así -afirmó ella.

Inspiró profundamente cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta principal de la mansión, una puerta de doble hoja, y soltó el aire con tanta fuerza que, por desgracia, resultó audible.

– Supongo que antes de decidirme a proponerle matrimonio debería haber meditado un poco más sobre lo que me esperaría después -admitió mientras lord Lyngate extendía los escalones para que se apeara del carruaje y le tendía la mano.

– Sí -convino el vizconde al tiempo que ella bajaba-, tal vez habría sido lo mejor. Pero no lo hizo, ¿verdad?

– Y las posibilidades truncadas no sirven de nada -añadió Vanessa-. Usted mismo lo dijo el día que llegamos a Warren Hall.

– Exactamente. Tendrá que cargar usted conmigo, señora Dew. Y yo… -dejó la frase en el aire.

– Sí, usted también tendrá que cargar conmigo.

Era habitual en ella encontrar graciosas las cosas más extrañas. Soltó una carcajada.

La risa era mejor que el llanto tanto para su ánimo como para su orgullo.

Lord Lyngate enarcó las cejas y le ofreció el brazo.

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