CAPÍTULO 01

Los habitantes de Throckbridge, un pueblecito situado en Shropshire, y sus alrededores pasaron la semana anterior al 14 de febrero muy emocionados. Alguien (la identidad de la persona en concreto no estaba del todo clara, aunque seis o siete personas se atribuían el mérito) había sugerido que se celebrara una fiesta en la planta alta de la posada para celebrar el día de San Valentín, dado que parecía haber pasado una eternidad desde las Navidades y todavía faltaba otro tanto para el verano, fecha en la que se celebraba la verbena estival de Rundle Park.

Una vez planteada la sugerencia (de labios de la señora Waddle, la esposa del boticario, o de la señora Moffet, el ama de llaves de sir Humphrey Dew, o de la señorita Aylesford, la hermana solterona del vicario, o de cualquier otra persona de las que afirmaban haber tenido la idea), nadie fue capaz de explicar por qué nunca se les había ocurrido celebrar dicha festividad con un baile. Sin embargo, y dado que ese año sí se les había ocurrido, a nadie le cabía la menor duda de que la celebración de San Valentín se convertiría en un evento anual a partir de ese momento.

Todos estuvieron de acuerdo en que era una idea magnífica. También estuvieron de acuerdo, con especial énfasis tal vez, los niños que no tenían la edad suficiente para asistir ese año pese a las enérgicas protestas dirigidas a los adultos que habían impuesto las reglas. La asistente más joven sería Melinda Rotherhyde, que contaba con quince años, y su presencia quedaba justificada porque era la benjamina de los Rotherhyde y era impensable dejarla sola en casa. Y también se le permitía la asistencia, según añadieron las voces más críticas, porque los Rotherhyde siempre habían sido muy indulgentes con sus hijos.

El varón más joven sería Stephen Huxtable. Solo tenía diecisiete años, aunque a nadie se le había pasado por la cabeza que no asistiera. Pese a su juventud, era el preferido de las mujeres de todas las edades. Melinda, en especial, llevaba tres años suspirando por él, fecha en la que se vio obligada a renunciar a él como compañero de juegos porque su madre dejó de considerar apropiado que estuvieran juntos a todas horas a tenor de sus avanzadas edades y la diferencia de sexos.

El día del baile estuvo lloviznando desde el amanecer, aunque no parecía tan desastroso como la predicción del anciano señor Fuller, que el domingo anterior, después de misa, anunció mientras movía la cabeza y parpadeaba sin cesar que habría dos metros de nieve. El salón de reuniones de la posada estaba recién barrido y fregado; los candelabros de pared tenían velas nuevas; el fuego crepitaba en las chimeneas situadas en los extremos opuestos de la estancia; y se había probado el piano para comprobar que estuviera afinado… aunque a nadie se le había ocurrido pensar qué hacer si no era ese el caso, ya que el afinador más cercano vivía a más de treinta kilómetros de distancia. El señor Rigg se llevó el violín, lo afinó y estuvo tocando un poco a fin de calentar los dedos y hacerse a la acústica de la estancia. Las mujeres llevaron comida suficiente para alimentar a quinientas personas y dejarlas saciadas durante una semana entera, o eso declaró el señor Rigg después de probar una tartaleta de mermelada y unos trozos de queso, motivo por el cual su nuera le llamó la atención dándole una palmadita en la mano.

Las mujeres de todas las edades se pasaron el día rizándose el pelo y cambiándose de vestido unas cuantas veces hasta que acabaron volviendo, cómo no, a su primera opción. Casi todas las jóvenes casaderas de menos de treinta años, y bastantes de las que superaban esa edad, soñaban con San Valentín y con las posibilidades románticas que ese día podría reportarles si acaso… En fin, si acaso un adonis desconocido apareciera de la nada para caer rendido a sus pies. O en cualquier caso si un conocido por el que sintieran especial predilección se dignara bailar con ellas y reparara en sus maravillosos encantos y…

Bueno, al fin y al cabo era el día de San Valentín.

Y aunque a lo largo y ancho del pueblo todos los hombres fingían un enorme desinterés por todo ese fastidioso asunto de la fiesta, se aseguraron de que sus zapatos de baile estuvieran bien relucientes, de que sus fracs estuvieran impecables y de haber invitado a bailar a la mujer con la que deseaban compartir la primera pieza. Después de todo, las damas seguro que se mostrarían más predispuestas de lo acostumbrado al coqueteo, dado que se estaba celebrando el día de San Valentín.

Aquellas personas demasiado mayores para bailar, para coquetear o para soñar con un romance arrebatador esperaban una velada bulliciosa en la que cotillear y jugar a las cartas… y un festín delicioso que siempre era lo mejor de todas las celebraciones locales.

Por tanto, salvo por las quejas de los más jóvenes del pueblo, todos se mostraban entusiasmados con el baile, ya fuera abiertamente o para sus adentros.


Sin embargo, había una excepción muy notable.

– ¡Una fiesta pueblerina, por el amor de Dios! -Elliott Wallace, vizconde de Lyngate, estaba repantingado en un sillón una hora antes de que diera comienzo el baile; sobre el apoyabrazos había colocado una pierna, que balanceaba con impaciencia-. ¿Podríamos haber llegado en peor momento aunque nos lo hubiéramos propuesto, George?

George Bowen, que estaba delante de la chimenea para calentarse las manos, sonrió sin dejar de mirar las ascuas.

– ¿Bailar con unas cuantas pueblerinas solteras no te parece un buena forma de divertirse? -preguntó-. Pues tal vez sea lo que necesitamos para aliviar los músculos que tenemos agarrotados por el largo viaje.

El vizconde de Lyngate miró a su secretario y amigo con seriedad.

– ¿Has hablado en plural? Creo que estás equivocado, amigo mío -le aseguró-. Puede que a ti te guste pasar toda la noche bailando. Pero yo preferiría una botella de buen vino, si es que se puede encontrar semejante lujo en este remedo de posada, un buen fuego en la chimenea y una buena noche de sueño si no se me presenta nada mejor. Y una fiesta pueblerina no entra en esa categoría ni por asomo. Sé de buena tinta que esas idílicas pastorales que aseguran que las doncellas campestres no solo abundan, sino que son siempre rubias, voluptuosas, de mejillas sonrosadas y muy dispuestas solo son patrañas que no valen ni el papel en el que están escritas. Vas a bailar con señoras casadas de caras largas y con sus atontadas hijas, George, date por avisado. Y tendrás que entablar conversación con un buen número de caballeros con la cabeza aún más hueca que la de sir Humphrey Dew.

Tuvo que reconocer que era un comentario muy cruel.

Sir Humphrey había sido muy amigable y hospitalario.

Y un cabeza hueca.

– ¿Eso quiere decir que vas a quedarte en tus aposentos? -George seguía sonriendo-. Es posible que te lleguen los acordes de los violines y las risas durante toda la noche, compañero.

El vizconde de Lyngate se pasó los dedos por el pelo y suspiró con fuerza. Siguió balanceando la pierna.

– Tal vez eso sea preferible a dejar que me paseen como un mono de feria -replicó-. ¿Por qué hemos tenido que llegar hoy y no mañana, George? Mañana habría estado igual de bien.

– Lo mismo puede decirse de ayer -señaló su amigo con lógica-. Pero el hecho es que hemos llegado hoy.

Elliott frunció el ceño.

– Pero si hubiéramos llegado ayer -dijo-, ahora ya estaríamos de camino a casa, con el deber cumplido y con el muchacho.

– Dudo mucho que sea tan sencillo como esperas -le avisó George Bowen-. Incluso los muchachos necesitan tiempo para asimilar noticias que no esperan y para hacer el equipaje y despedirse. Además, hay que tener en cuenta a sus hermanas.

– Tres nada menos. -Elliott apoyó la cara en la mano después de colocar el codo sobre el reposabrazos-. Pero seguro que las noticias las alegrarán tanto como a él. ¿Cómo no iban a hacerlo? Estarán en las nubes. E intentarán por todos los medios que su hermano se dé prisa en preparar el equipaje y partir lo antes posible.

– Para ser un hombre con hermanas, te veo muy optimista, Elliott -comentó George con sorna-. ¿De verdad crees que se reunirán en la puerta al día siguiente de conocernos a fin de despedirse de su único hermano para siempre? ¿De verdad crees que seguirán con sus vidas como si nada hubiera pasado? ¿No crees que lo más seguro es que quieran remendarle todos los calcetines y confeccionarle media docena de camisas nuevas…? ¿O hacer un millar de otras cosas útiles e inútiles por su hermano?

– ¡Maldita sea mi estampa! -Elliott se dio unos golpecitos en el muslo-. Quería pasar por alto la posibilidad de que representaran un inconveniente, George. Como suele suceder con las mujeres. Con lo sencilla y cómoda que sería la vida sin ellas… En ocasiones me tienta la vida monástica.

Su amigo lo miró sin dar crédito y entonces soltó una sonora carcajada que puso de manifiesto lo gracioso e inconcebible que encontraba dicho comentario.

– Conozco a cierta viuda que retomaría el luto y se sumiría en una profunda melancolía si lo hicieras -le aseguró George-. Por no mencionar a todas las damas solteras de la alta sociedad de menos de cuarenta años. Y a sus madres. Además, ¿no me dijiste ayer mismo cuando veníamos de camino que tu principal objetivo durante la próxima temporada social será elegir esposa?

Elliott hizo una mueca.

– Pues sí-reconoció, al tiempo que dejaba de darse golpecitos en la pierna con los dedos, aunque al instante volvió a hacerlo con renovado ímpetu-. Por mucho que me tiente la vida monástica, George, tienes razón: el deber mitiga la tentación sin miramientos, y lo hace con la inconfundible voz de mi abuelo. Se lo prometí en Navidad… Y llevaba mucha razón en lo que me dijo. Ha llegado el momento de que me case, y lo haré este año, de forma que coincida en la medida de lo posible con mi trigésimo cumpleaños. -Frunció el ceño al pensar en el feliz acontecimiento y sus dedos adoptaron un ritmo frenético contra su muslo-. ¡Es para echarse a temblar! -añadió.

Sobre todo porque su abuelo le había indicado con énfasis que la señora Anna Bromley Hayes, su amante durante los últimos dos años, no podría ser su esposa. Aunque tampoco habría hecho falta que su abuelo se lo dijera. Anna era guapa, voluptuosa y muy habilidosa en los asuntos de alcoba, pero había tenido un sinfín de amantes antes que él, algunos en vida de su difunto esposo. Y jamás había sido discreta en sus aventuras. Estaba orgullosa de ellas. Sin duda alguna, en el futuro querría seguir incrementando su lista de amantes aparte de él.

– Eso está bien -dijo George-. Si abrazaras la vida monástica, no necesitarías a un secretario y yo perdería un puesto muy lucrativo. Eso me molestaría muchísimo.

– Mmm. -Elliott apartó la pierna del reposabrazos y apoyó el pie sobre la rodilla de la otra pierna.

Ojalá no hubiera pensado en Anna. No la había visto, y lo más importante: no se había acostado con ella, desde Navidad. Era una eternidad. Un hombre no estaba hecho para el celibato. Había llegado a esa conclusión mucho tiempo atrás; un motivo más para no dejarse tentar por la vida monástica.

– Es posible que las tres hermanas asistan al baile esta noche -afirmó George-. ¿No ha dicho sir Humphrey que iba a ir hasta el gato? O algo parecido, creo. Tal vez el muchacho también asista.

– Es demasiado joven -replicó Elliott.

– Pero estamos en pleno campo -le recordó su amigo-, muy alejados de las convenciones sociales. Te apuesto lo que quieras a que estará allí.

– Si crees que con eso vas a convencerme para que asista, te equivocas de parte a parte, George -le advirtió-. No pienso entablar conversación con él esta noche bajo la atenta mirada de todo un pueblo de cotillas. ¡Faltaría más!

– Pero puedes echarle un ojo. Los dos podemos hacerlo. Y a sus hermanas también. Además, amigo mío, ¿cómo hacer el feo de no asistir cuando sir Humphrey Dew ha venido a verte en cuanto le han llegado las noticias de tu presencia? Recuerda que ha venido en persona para invitarnos a la velada y que se ha ofrecido a acompañarnos para presentarnos a todas las personas dignas de semejante honor. Estoy convencido de que no excluirá a nadie. Será incapaz de resistirse.

– George, ¿acaso te pago para que seas mi conciencia? -le preguntó. Su amigo, muy lejos de acobardarse, se limitó a reírse-. ¿Cómo se enteró de que estábamos aquí? -prosiguió Elliott, de nuevo enfadado y molesto-. Hace menos de dos horas que llegamos al pueblo y nos instalamos en la posada, y nadie sabía que veníamos.

George se frotó las manos cerca del fuego antes de dar media vuelta y dirigirse hacia su habitación con paso firme.

– Estamos en el campo, Elliott -volvió a recordarle-. Aquí las noticias vuelan de casa en casa y de puerta en puerta. No me cabe la menor duda de que hasta la más humilde fregona sabe a estas alturas que estás en Throckbridge y está intentando, en vano, encontrar un alma que no lo sepa. Y todo el mundo se habrá enterado de que sir Humphrey te ha invitado personalmente a la fiesta. ¿Vas a decepcionarlos a todos quedándote en tu habitación?

– Te equivocas al usar el singular -le advirtió, al tiempo que lo señalaba con un dedo-. Porque no solo están al tanto de mi presencia. También lo están de la tuya. Ve tú y entretenlos si crees que es tu deber.

George chasqueó la lengua y abrió la puerta que daba a su dormitorio.

– Yo no soy un aristócrata -replicó-. Es posible que suscitara un ligero interés como desconocido que acaba de llegar al pueblo en caso de haberlo hecho solo. Pero tú eres un vizconde, Elliott, varios peldaños por encima de Dew en el escalafón social. Para ellos será como si el mismísimo Dios hubiera bajado de los cielos. -Se detuvo un momento y soltó una carcajada-. La palabra galesa para Dios es Duw (mi abuela la repetía a todas horas), con «u», pero se pronuncia igual que el apellido de nuestro querido baronet. Sin embargo, tú estás por encima de él. Y eso es algo muy importante en un pueblecito donde jamás pasa nada, viejo amigo. Seguramente nunca han visto a un vizconde de carne y hueso, y nunca han pensado que llegaría ese día. ¿No te parece que sería un detalle por tu parte dejarte ver? Voy a acicalarme para esta noche. -Y cerró la puerta con una alegre carcajada.

Elliott la fulminó con la mirada.

Había ido a ese pueblo por un asunto de negocios. Los dos lo habían hecho. Aunque dicho asunto le resultaba muy irritante. Después de un largo y frustrante año durante el cual su vida había sufrido unos cuantos cambios radicales, había creído que por fin se había quitado de encima la parte más abrumadora de las obligaciones que había heredado con la repentina muerte de su padre. No obstante, esa obligación en concreto, que había salido a la luz poco antes por culpa de George, no acabaría en mucho tiempo. Y no era un descubrimiento que mejorara su ya de por sí agrio carácter.

Nadie esperaba que su padre muriese tan joven. Al fin y al cabo, su abuelo paterno seguía vivo y disfrutaba de muy buena salud, y dicha rama de la familia era famosa por la longevidad de sus miembros. De modo que había previsto muchos más años para seguir haraganeando y disfrutando de la vida ociosa de los jóvenes aristócratas que poblaban Londres, sin cargar con la seriedad que conllevaban las responsabilidades.

De repente, sin embargo, esas responsabilidades habían recaído en él, estuviera preparado o no. Como en el juego infantil del escondite.

«Ya voy, estéis preparados o no.»

Su padre había muerto de forma vergonzosa en la cama de su amante, un hecho que se había convertido en una de las bromas más repetidas de la alta sociedad. Para su madre no había tenido tanta gracia, ninguna en realidad, aunque sabía desde mucho tiempo atrás, como todo el mundo, que su marido le era infiel.

Menos él.

Al igual que sucedía con la longevidad, los hombres de su familia eran famosos por mantener una relación estable con sus amantes y los hijos que tenían con estas, al tiempo que mantenían a sus esposas y a sus descendientes legítimos. La relación de su abuelo con su amante acabó cuando la susodicha murió hacía unos diez años. Fruto de esa relación nacieron ocho hijos. En cuanto a su padre, dejó cinco hijos ilegítimos, todos bien establecidos.

Nadie podría acusar a los Wallace de no poner su granito de arena a la hora de aumentar la población del país.

Anna no tenía hijos, ni suyos ni de otro hombre. Sospechaba que su amante sabía cómo evitar la concepción, algo de lo que se alegraba. Por su parte, él tampoco tenía hijos de otras amantes.

Bien podría haber mandado a George solo, se dijo, concentrándose de nuevo en el presente. Bowen era perfectamente capaz de encargarse de ese asunto. Su presencia no era necesaria. Sin embargo, había descubierto que el deber imponía un estricto código de honor propio, de modo que por eso se encontraba en un rincón del país dejado de la mano de Dios, aunque según George era pintoresco; o más bien lo sería cuando la primavera decidiera aparecer.

Se habían alojado en la única posada de Throckbridge, un establecimiento muy rústico sin pretensiones; de hecho, ni siquiera tenía parada de postas. Su intención era la de proceder con todo ese asunto antes de que acabara la tarde. Albergaba la esperanza de emprender el viaje de regreso al día siguiente, aunque George había predicho que haría falta otro día, pudiera ser que dos más… y que incluso eso sería pecar de optimistas.

No obstante, la posada demostró tener un punto flaco, como solía suceder en tantas posadas campestres, ¡malditas fueran! Porque tenía un salón de reuniones en la planta alta. Y esa estancia se usaría esa misma noche. George y él habían tenido la desgracia de llegar el mismo día de la celebración de un baile. No habían imaginado que los habitantes de un pueblecito perdido de Inglaterra estarían dispuestos a celebrar el día de San Valentín. ¡Por Dios! Él ni siquiera había reparado en que era el día de San Valentín.

El salón de reuniones estaba justo encima de donde él se encontraba, repantingado en el sillón junto al fuego a pesar de que no era un asiento especialmente cómodo, de que había que echarle más leña al fuego y de que la campanilla para llamar al servicio estaba fuera de su alcance. El salón también estaba justo encima de su dormitorio. Estaba justo encima de todo. Sería imposible escapar de la música y del ruido que habría sobre su cama durante casi toda la noche. Las alegres tonadas asaltarían sus oídos, sin duda vulgares y pobremente ejecutadas, de la misma forma que lo harían los gritos y las risotadas.

Tendría suerte si podía pegar ojo. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer en ese lugar dejado de la mano de Dios? No le quedaba más remedio que intentarlo. Ni siquiera había llevado un libro consigo… Un olvido imperdonable.

Sir Humphrey Dew, a quien había conocido esa misma tarde, era de esa clase de caballeros prestos a hacer un millar de preguntas que él mismo se respondía en el noventa y nueve por ciento de los casos. Les había preguntado si honrarían al pueblo con su presencia en el baile y les había asegurado que estaba en deuda con ellos por su amable consideración al honrar a su humilde persona y a sus humildes vecinos. Les había preguntado si podía ir a buscarlos a las ocho y les había asegurado que le estarían haciendo un honor enorme, mucho mayor que el favor que él les hacía al ir a buscarlos. Les había preguntado si les importaba que los presentase a un selecto grupo de personas y les había asegurado que no se arrepentirían de conocer a gente tan amable y distinguida… aunque nadie era tan amable y distinguido como ellos, por supuesto. Lady Dew estaría encantada por su amable consideración. Al igual que sus hijas y su nuera. Esperaría con ansia a que dieran las ocho en punto.

Podría haberse negado en redondo. Por regla general, no soportaba a los imbéciles. Su intención era la de no asistir al baile, la de quedarse en su habitación cuando llegara el baronet, y dejar que George le trasladara sus disculpas. Al fin y al cabo, ¿para qué estaban los secretarios?

En ocasiones estaban para azuzar las conciencias de sus señores… maldita fuera su estampa.

No obstante, George tenía razón, por supuesto. Elliott Wallace, vizconde de Lyngate, era (¡diantres!) un caballero. Había aceptado la invitación de forma tácita, al no rechazarla en su momento. Sería muy poco caballeroso de su parte encerrarse en la relativa intimidad de su habitación. Y si no asistía a la fiesta, el ruido le molestaría toda la noche e igualmente acabaría de mal humor. Peor todavía: se sentiría culpable.

¡Dichosa fiesta y dichoso pueblo!

Y era muy posible que el chico estuviera en el baile, si George volvía a estar en lo cierto. Sus hermanas asistirían con total seguridad. Bien podía echarles un vistazo esa noche, ya que le habían servido la oportunidad en bandeja, y aprovechar para formarse una opinión sobre ellas antes de ir a su casa por la mañana.

«¡Por el amor de Dios! ¿Esperan que baile?»

¿Esperarían que invitara a bailar a las mujeres casadas y a las solteras del pueblo?

¿El día de San Valentín?

Imposible. No se le ocurría un destino peor.

Se llevó la mano a la frente e intentó convencerse de que le dolía la cabeza o de que disponía de cualquier otra excusa convincente para meterse en la cama. Nada, se dijo. Nunca le dolía la cabeza.

Suspiró.

A pesar de lo que le había dicho a George, tendría que asistir a esa dichosa fiesta pueblerina, ¿no? Sería de muy mala educación no hacer acto de presencia, y él nunca era maleducado abiertamente. Ningún caballero que se preciara de serlo lo era.

En ocasiones ser un caballero era muy tedioso, cosa que sucedía cada vez con más frecuencia de un tiempo a esa parte.

Calculó que le quedaba menos de una hora para arreglarse. Por regla general, su ayuda de cámara tardaba media hora en anudarle la corbata según su estricto criterio.

Suspiró de nuevo y se puso en pie.

En el futuro no volvería a salir de su casa el 14 de febrero… o no volvería a salir de la casa de Anna.

¡Celebrar el día de San Valentín, por el amor de Dios! ¿Qué sería lo próximo?

La respuesta era dolorosamente evidente, claro estaba. ¡Una fiesta pueblerina, eso era lo siguiente!

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