Vanessa siempre había pensado que los conflictos no hacían aflorar lo mejor de las personas.
Definitivamente había algún conflicto entre el vizconde de Lyngate y Constantine Huxtable. Y a pesar de sentirse inclinada a culpar de todo al vizconde por su naturaleza arrogante y malhumorada, y aun cuando el señor Huxtable fuera el hijo ilegítimo del anterior conde y por tanto estuviera muy por debajo de su primo en el escalafón social, a esas alturas no estaba muy segura de que el señor Huxtable fuera del todo inocente.
Escuchó parte de la conversación que mantenían los dos caballeros mientras se acercaba a ellos con el té. No se sintió mal por escuchar una conversación privada. Un salón (el salón de Stephen, para más señas) a la hora del té no era el lugar apropiado para mantener una discusión si no se quería que otras personas la escucharan.
Sin embargo, y aunque el vizconde de Lyngate se estaba comportando con su habitual arrogancia, Constantine Huxtable mostraba una faceta de su personalidad que había mantenido oculta hasta ese momento. Lucía una mueca desdeñosa y aguijoneaba de forma intencionada al vizconde, disfrutando muchísimo con la irritación resultante de sus esfuerzos.
Le habían ordenado que se marchara de Warren Hall antes de que ellos llegaran, pero se había quedado.
¿Tal vez porque quería saludar a Stephen y a su familia, a sus primos perdidos, y recibirlos en el que había sido su hogar hasta el momento? ¿O porque sabía que su presencia molestaría al vizconde de Lyngate?
Si se trataba de lo último, podría haberse compadecido de él, aunque eso significara que la llegada de Stephen y su familia le importara muy poco. Además, ¿por qué marcharse solo por mandato del vizconde de Lyngate?
El asunto en su conjunto parecía muy absurdo. ¡Por el amor de Dios! Se trataba de dos hombres adultos que además eran primos. Se parecían lo bastante para pasar por hermanos, salvo por sus expresiones: la del vizconde perpetuamente ceñuda y la de su primo risueña y agradable, detalle que resaltaba su apostura pese a la nariz torcida. Claro que el señor Huxtable no era tan guapo como el vizconde de Lyngate.
A ella no le importaba el motivo de la discusión. O sí que le importaba, ya que la gente solía sentir una curiosidad innata por ese tipo de cuestiones. Pero en su opinión ni ella ni sus hermanos tenían que verse involucrados en la discusión, y mucho menos ese día en concreto. Porque ese día posiblemente era uno de los más interesantes de la vida de Stephen, y ellos podrían demostrar su buena educación dejando la discusión para otro momento y otro lugar.
Sin embargo, era incapaz de olvidar que la buena suerte de Stephen se debía, al fin y al cabo, a la mala suerte de otra persona. Y durante la cena se había percatado de que el señor Huxtable guardaba luto, ya que tanto su traje de montar como su frac eran negros. Guardaba luto como ella, aunque en el caso del señor Huxtable era un luto riguroso. ¿Qué se sentiría al perder a un hermano? Pensó en Stephen, pero desterró la idea al punto. No quería ni pensarlo.
– Cuénteme cosas de Jonathan -le pidió al señor Huxtable después de que todos se trasladaran al salón.
Meg le estaba comentando algo al vizconde de Lyngate y a Stephen, pero debieron de escuchar las palabras de la señora Dew, porque guardaron silencio para oír la respuesta.
Vanessa creyó que no iba a darle el gusto. La mirada del señor Huxtable estaba clavada en el fuego y sus labios reflejaban una media sonrisa. Pero a la postre habló.
– Suele ser imposible describir a una persona con una sola palabra -dijo su primo-. Pero en el caso de Jon una sola palabra parece apropiada. Era amor. No había nada ni nadie en el mundo a quien no amara.
Vanessa esbozó una sonrisa compasiva, animándolo a seguir.
– Era un niño atrapado en el cuerpo de un joven -continuó él-. Le encantaba jugar. Y en ocasiones le gustaba bromear. Le gustaba jugar al escondite, aunque no fuera capaz de esconderse en condiciones. ¿Verdad, Elliott?
El señor Huxtable miró al vizconde de Lyngate y la expresión desdeñosa que Vanessa le había visto en el salón regresó a su semblante. Una lástima, porque no le sentaba nada bien.
El vizconde, cómo no, frunció el ceño.
– Debe de echarlo muchísimo de menos -comentó ella.
El señor Huxtable se encogió de hombros.
– Murió la noche de su decimosexto cumpleaños -dijo él-. Murió mientras dormía después de haber disfrutado de un alegre día de juegos y risas. Todos deberíamos tener la misma suerte. Aunque no le deseaba la muerte, ahora al menos soy libre de buscar mi fortuna en otra parte. En ocasiones el amor puede ser casi una carga.
Le impresionó que confesara algo así en voz alta. Ella jamás podría ser tan sincera. Pero reconoció la sinceridad con la que las había pronunciado. Sin embargo, ¿no era egoísta pensar de ese modo? Aunque había dicho «casi». Ella conocía de primera mano lo mucho que dolía el amor.
– ¡Caray! -exclamó Stephen, evitando de esa forma que se prolongara el silencio que a los demás les habría resultado incómodo-. Espero que no tengas pensado marcharte pronto, primo. Tengo muchas cosas que preguntarte. Además, no tienes por qué dejar de considerar esta como tu casa solo porque legalmente sea mía.
– Eres muy amable, muchacho -repuso el señor Huxtable, y la burla que encerraban sus palabras fue tan sutil como su forma de enarcar una de las cejas.
¿Era un hombre agradable que se escondía detrás de una fachada despreocupada o un hombre desagradable que se ocultaba detrás de una fachada encantadora?, se preguntó Vanessa. ¿O era, como la mayoría de los mortales, una desconcertante mezcla de rasgos contradictorios?
¿En qué lugar dejaba eso al vizconde de Lyngate? Se volvió para mirarlo y descubrió que la estaba observando. El intenso tono azul de sus ojos siempre conseguía sorprenderla.
– No se trataba de amabilidad, señor Huxtable -repuso ella sin apartar la mirada del vizconde-. Estamos encantados de haber encontrado a un primo del que no sabíamos nada. Nadie nos había hablado de usted.
El vizconde hizo una especie de mueca que no podría calificarse de sonrisa de ninguna de las maneras.
– Pues dado que somos primos, os pediría que me llamarais por mi nombre de pila -sugirió el señor Huxtable.
– Constantine -dijo ella, mirándolo de nuevo-. Llámame Vanessa, por favor. Siento mucho lo de Jonathan. La muerte de una persona joven es dura, sobre todo si es un ser querido.
Su primo le devolvió la sonrisa sin hacer ningún comentario al respecto, y eso la llevó a pensar que en parte era un hombre agradable. Nadie podía fingir esa expresión. Era un gesto que ponía de manifiesto lo mucho que había querido a su hermano, a pesar de que Jonathan le hubiera arrebatado el título que le pertenecía por orden de nacimiento.
– Constantine, durante la cena me has dicho que me enseñarías a montar a caballo -le recordó Kate-. Seguro que no puedes conseguirlo en un solo día. Tienes que quedarte más tiempo.
– Podría llevarnos una semana si no se te da muy bien -comentó el aludido-. Aunque estoy seguro de que no será así. Me quedaré hasta que seas una consumada amazona, Katherine.
– Eso nos complacerá a todos -afirmó Meg.
Vanessa se preguntó si el vizconde de Lyngate era consciente de que se estaba golpeando el muslo con los dedos de la mano derecha.
¿Por qué estarían enemistados?, se preguntó. ¿Siempre lo habían estado?
La intención de Elliott era la de empezar con la educación de Merton a la mañana siguiente de su llegada a Warren Hall. Tenía asuntos que atender en Finchley Park, su casa solariega, emplazada a unos siete kilómetros de la propiedad de los Merton. Además, estaba ansioso por volver a casa, aunque tendría que visitar con asiduidad Warren Hall durante unos cuantos meses. Había muchas cosas por hacer.
Su intención era que Merton conociera a su administrador, Samson, un hombre muy competente que su padre había contratado hacía dos años. Su intención era pasar la mañana en la mansión, explicándole una serie de cosas al muchacho en el despacho de Samson. Y después, por la tarde, salir con el joven conde y el administrador para visitar la granja que abastecía a la mansión y otros lugares de especial importancia para la administración de la propiedad.
Su intención era pasar todo el día ocupado con el muchacho. No tenían tiempo que perder.
Sin embargo, después del desayuno, Merton le comunicó que Con había accedido a enseñar a los recién llegados la mansión y los jardines.
El recorrido se prolongó durante toda la mañana.
Y después del almuerzo Merton le dijo que Con le había prometido acompañarlo en un paseo a caballo por la propiedad y las tierras de labor, y también presentarlo a los trabajadores y a algunos de los arrendatarios.
– Es muy amable de su parte que se preste a perder todo un día por mi culpa -dijo Merton-. ¿Nos acompañará?
– Yo me quedaré -respondió Elliott con sequedad-. Pero mañana tendrás que reunirte con Samson, tu administrador. Yo también estaré presente.
– Por supuesto -le aseguró Merton-. Necesito enterarme de muchas cosas.
Sin embargo, a la mañana siguiente fue a buscarlo, y lo descubrió acompañado de Con y del encargado de los establos visitando las cuadras, familiarizándose con todos los caballos y con aspecto de estar pasándoselo en grande. Y después, cómo no, tuvo que subir a cambiarse antes de ir al despacho.
– A Meg no le gusta que huela a caballo dentro de la casa -explicó-. Se molesta mucho si detecta el más leve olor a estiércol en mi persona.
El muchacho, ciertamente, se mantuvo muy atento mientras escuchaba la ingente cantidad de información que recibió en el despacho durante las pocas horas de las que dispuso antes del almuerzo, y demostró una disposición admirable a la hora de aprender, además de hacer una gran cantidad de preguntas inteligentes. No obstante, después del almuerzo anunció que Con iba a llevarlo a conocer al vicario, a los Grainger y a algunas de las familias más importantes de la zona.
– Es digno de agradecer que se muestre dispuesto a hacerlo -comentó el muchacho-. Podría estar resentido conmigo. Sin embargo, está esforzándose por ser amable. Mañana va a llevar a mis hermanas al lago para dar un paseo en barca, siempre que el tiempo no empeore. Supongo que yo también iré, así que podemos usar dos barcas. Puede venir con nosotros si quiere.
Elliott declinó la invitación.
Todas las noches después de la cena Con charlaba poniendo de manifiesto un encanto que el vizconde conocía muy bien. Siempre había sido capaz de cautivar a las personas de todas las edades y de ambos sexos cuando le apetecía. Era una habilidad que a ambos les hacía mucha gracia. Y que siempre se le había dado mejor a Con que a él.
Por supuesto, a Con no le importaban en lo más mínimo sus recién descubiertos primos. O en el caso de que sí le importaran, no lo guiaba el cariño ni muchísimo menos. ¡Por el amor de Dios! Eran unos perfectos desconocidos que habían salido de la nada para echarlo de su propia casa o, cuanto menos, para hacerle sentirse como si fuera un invitado. Seguramente los odiaba con todas sus fuerzas.
Se había quedado en Warren Hall con el único propósito de irritarlo.
El problema era que se conocían a la perfección. Con sabía lo que tenía que hacer para irritar al que fuera su mejor amigo en otro tiempo. Y Elliott sabía muy bien lo que pensaba Con.
La mañana del paseo en barca, Elliott se encontraba junto a la ventana del dormitorio de invitados que ocupaba cuando vio que Con salía por la puerta principal, tras lo cual atravesó la terraza y bajó los escalones por los que se accedía al jardín.
Elliott ya estaba vestido. De hecho, había pensado salir a cabalgar. Sin embargo, había llegado el momento de que Con y él mantuvieran una conversación lejos del resto de los habitantes de la casa. Merton era joven e impresionable. Sus hermanas eran inocentes e ingenuas. Con había manipulado a Jon con mucho éxito, dificultando de forma extraordinaria su labor como tutor. No estaba dispuesto a dejar que manipulara al nuevo conde de la misma manera.
De modo que salió en pos de Con. Había abandonado el jardín por la izquierda, según comprobó desde la ventana antes de abandonar su habitación. Eso quería decir que no se dirigía ni al lago ni a los establos. Su destino era evidente.
Se dirigió a la capilla privada de la familia y al cementerio que la rodeaba. Y sí, allí estaba al pie de la tumba de Jonathan.
Por un instante se arrepintió de haberlo seguido. Si era un momento íntimo, no quería entrometerse. Pero no tardó en sentir que la rabia se apoderaba de él. Porque aunque Con había querido a Jonathan, también se había aprovechado de él de la peor manera posible, robándole y mancillando la reputación de la familia. Lo mismo daba que Jonathan ignorara lo sucedido o no lo comprendiera a pesar de haberle explicado los hechos. Esa no era la cuestión.
Y en ese instante perdió la oportunidad, en el caso de quererla, de marcharse sin ser visto. Con volvió la cabeza y lo miró fijamente. Sin sonreír. No tenía una audiencia a la que hechizar.
– Elliott, ¿no te basta con meterte en casa de mi padre y de mi hermano (y de mi primo) y empezar a dar órdenes como si fuera tuya? ¿También tienes que invadir el cementerio donde están enterrados?
– Nunca discutí con ellos -le recordó-. Y por suerte para ti, ellos tampoco discutieron contigo. Están todos muertos. Pero me sorprende que te atrevas a pisar suelo sagrado. Porque ellos sí discutirían contigo si estuvieran vivos y supieran lo que yo sé.
– Lo que crees saber. -Con soltó una carcajada amarga-. Te has convertido en un pedante mojigato, Elliott. Antes no lo eras.
– Antes cometí muchas locuras, sí -admitió-. Pero nunca fui un sinvergüenza, Con. Nunca renuncié a mi honor.
– Vuelve a la casa mientras te queden todos los dientes intactos -le advirtió Con-. Mejor aún, vuelve a Finchley Park. El polluelo se las apañará muy bien sin tu intervención.
– Pero con la tuya perderá lo que quede de su herencia -replicó-. No he venido para discutir contigo, Con. Márchate hoy mismo. Si te queda un mínimo de decencia, vete y deja tranquila a esta gente. Son inocentes. No saben nada.
Con hizo una mueca burlona.
– Le tienes echado el ojo a una de ellas, ¿no, Elliott? -le preguntó-. La mayor es una perita en dulce, ¿verdad? La pequeña también está para comérsela. Incluso la viuda tiene su encanto. Esos ojos risueños son bonitos. ¿Cuál te gusta? Supongo que estás pensando en ser un buen chico, en casarte pronto y tener hijos enseguida. Sería muy conveniente que te casaras con una Huxtable de Warren Hall.
Respondió acercándose de forma amenazadora.
– Más te vale no ser tú quien le echa el ojo a alguna -le advirtió-. Sabes que no lo toleraría. No merecen a alguien de tu calaña.
Con volvió a hacer una mueca desdeñosa.
– Me encontré a Cecily la semana pasada -dijo Con-. Había salido a cabalgar con los Campbell. Me dijo que este año sería su presentación en sociedad. Me invitó a su baile de presentación. Va a reservarme una pieza. La dulce y pequeña Cecé… se ha convertido en toda una belleza.
Elliott apretó los puños a los costados y dio otro par de pasos hacia Con.
– No irás a darme un puñetazo, ¿verdad, Elliott? -Preguntó su primo al tiempo que enarcaba una ceja y soltaba una carcajada-. Ha pasado una eternidad desde la última vez que nos peleamos. Creo que fue cuando me rompiste la nariz… aunque también creo recordar que te hice sangrar como un cerdo y te puse un ojo morado. Vamos, ven a por mí. Si buscas pelea, aquí me tienes. De hecho, ni siquiera esperaré a que tú des el primer paso. Siempre te costó arrancar.
Al escucharlo, Elliott acortó la distancia que los separaba y le asestó un puñetazo en la cara… que habría dado en el blanco si Con no hubiera desviado el golpe con el antebrazo, de manera que su puño le pasó rozando la oreja. Con le devolvió el golpe, pero solo atinó a darle en el hombro en vez de hacerlo en la barbilla, como había sido su intención.
Se separaron con los puños en alto y empezaron a trazar un círculo mientras buscaban un punto débil en la defensa de su rival. Estaban listos para la pelea aunque ni siquiera se habían quitado las chaquetas.
Eso era lo que había estado buscando desde hacía mucho tiempo, comprendió Elliott, un tanto entusiasmado muy a su pesar. Ya era hora de que alguien le diera a Con su merecido. Además, siempre había sido mejor que él con los puños, por muy cierto que fuese que en una ocasión Con le puso un ojo morado y lo hizo sangrar por la nariz… ¡aunque ni mucho menos como un cerdo!
En ese momento vio dónde flaqueaba su defensa…
– ¡Por favor, no! -Exclamó una voz a su espalda-. Con la violencia no se consigue nada. ¿No pueden hablar para resolver sus diferencias?
La voz de una mujer.
Diciendo una sarta de tonterías.
La voz de la señora Dew. ¡Cómo no!
Con dejó caer los puños y sonrió.
Él volvió la cabeza y la fulminó con la mirada.
– ¿Hablar? -repitió él-. ¿¡Hablar!? Me veo obligado a ordenarle que dé media vuelta y regrese a la casa, y que se quede allí, porque este asunto no le concierne, señora.
– ¿Para que puedan hacerse daño el uno al otro? -replicó ella, que siguió acercándose-. Los hombres son muy tontos. Creen que son el sexo superior, pero siempre que tienen una diferencia, ya sea entre dos hombres, entre dos grupos de hombres o entre dos países gobernados por hombres, solo se les ocurre pelear para solucionarla. Una pelea, una guerra viene a ser lo mismo.
¡Por el amor de Dios!
Supuso que se había vestido a toda prisa. No llevaba ni guantes ni bonete, y tenía el pelo recogido en un moño medio deshecho en la nuca. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.
Era la mujer más abominable que había tenido la desgracia de conocer.
– Tienes razón, Vanessa -dijo Con, incapaz de disimular la risa-. Yo siempre he creído que el sexo femenino es el superior. Pero debes entender que a los hombres nos encanta una buena pelea.
– No vas a convencerme de que es un enfrentamiento amistoso -le aseguró ella-. Porque no lo es. Por algún motivo os odiáis… o creéis que lo hacéis. Si os sentarais a hablar, tal vez podríais solucionar este malentendido con más facilidad de la que pensáis y volveríais a ser amigos. Supongo que una vez lo fuisteis. Habéis crecido a pocos kilómetros de distancia y sois primos de edades muy parecidas.
– Si Elliott está de acuerdo, nos daremos un beso y haremos las paces -dijo Con.
– Señora Dew, su impertinencia no conoce límites -comentó Elliott-. De todas formas, siento mucho haber estropeado su paseo. Permítame acompañarla de vuelta a la casa.
La fulminó con la mirada para dejarle claro que era muy consciente de que no estaba dando un paseo como acababa de decir. Al igual que él, había estado mirando por la ventana y los había visto salir de la mansión. La señora Dew, como buena metomentodo que era, había sacado sus propias conclusiones y los había seguido.
– No me moveré hasta que me aseguren, los dos, que no se pelearán más tarde, mañana o cualquier otro día, cuando yo no esté presente para detenerlos -sentenció sin moverse del sitio y con voz firme.
– Yo sí vuelvo a la casa -dijo Con-. No te preocupes por este asunto, Vanessa. Como ya te imaginarás, Elliott y yo llevamos toda la vida siendo amigos y enemigos, aunque hemos sido amigos mucho más tiempo. Siempre que nos peleamos (incluso el día que me rompió la nariz a los catorce años y yo le puse un ojo morado), acabamos echándonos unas risas, encantados de haber pasado un buen rato.
La señora Dew chasqueó la lengua, pero Con siguió hablando.
– Debo marcharme en breve. Ciertos asuntos reclaman mi presencia en otra parte. Prometo no iniciar ninguna pelea con Elliott hasta mi regreso.
Después de la promesa, soltó una carcajada, le hizo una reverencia a la señora Dew, le lanzó una mirada burlona a Elliott y se dio media vuelta para echar a andar hacia la casa.
– Esa promesa haría que usted fuera el responsable de cualquier pelea que pudiera suscitarse -afirmó la señora Dew, que se volvió hacia Elliott con una sonrisa-. Ha sido muy listo. ¿Siempre ha tenido la habilidad de dejarlo a usted en el papel del villano?
– Estoy muy enfadado con usted, señora -le aseguró.
– Lo sé. -Su sonrisa se tornó tristona-. Pero yo también estoy enfadada con usted. Esta es una semana muy feliz para mi hermano. Y para mis hermanas. No quiero que su felicidad se vea empañada por el enfrentamiento que mantienen Con y usted. ¿Cómo se sentirían si los ven aparecer en la casa con los ojos morados, las narices rotas o los nudillos destrozados? Ya se han encariñado con Constantine y a usted lo respetan. No merecen verse afectados por un insignificante enfrentamiento personal.
– No tiene nada de insignificante, señora -afirmó con sequedad-. Pero ha dejado clara su postura. ¿Su felicidad se ha visto empañada?
– La verdad es que no. -Su sonrisa se ensanchó de nuevo y a su rostro asomó la misma expresión risueña y deslumbrante que recordaba de la fiesta de San Valentín-. ¿Aquí están enterrados mis antepasados? Constantine no nos trajo aquí cuando nos enseñó la propiedad.
– Tal vez creyera que es un lugar muy sombrío -aventuró.
– O tal vez el dolor que siente por la pérdida de su hermano es demasiado reciente y demasiado íntimo para compartirlo con unos primos que no lo conocían de nada. Ojalá lo hubiera conocido. ¿Era tan dulce como Constantine lo describe?
– Desde luego -contestó-. Podía ser deficiente en muchos aspectos y tal vez no se pareciera al resto de las personas, pero todos deberíamos aprender de gente como Jonathan. Le entregaba su cariño a todo el mundo, incluso a los que carecían de paciencia para tratar con él.
– ¿Usted lo trataba con paciencia? -le preguntó ella.
– Siempre -explicó-. Después de que mi padre muriera y yo me convirtiera en su tutor, solía esconderse de mí cuando venía a verlo. A veces, si era capaz de seguir escondido sin reírse, me costaba horrores encontrarlo. Pero siempre se alegraba tanto de que lo hiciera que me resultaba imposible enfadarme con él. Al fin y al cabo, era Con quien lo animaba a esconderse de mí.
– ¿Para que su hermano se divirtiera? -Quiso saber Vanessa-. ¿O para molestarlo a usted?
– Lo segundo, sin duda alguna.
– ¿Le molestaba a Con el hecho de que usted fuera el tutor de su hermano a pesar de que son casi de la misma edad? Si es que lo son, claro está.
– Le molestaba muchísimo -contestó con sequedad.
– Pero supongo que tendría claro que no fue a usted a quien nombraron tutor en primer lugar, sino a su padre, mucho mayor y con más experiencia que cualquiera de ustedes.
– Supongo que lo tendría claro -reconoció.
– ¿No podría haber demostrado un poco de sensibilidad y cederle el puesto de tutor a Constantine, aunque fuera de modo oficioso?
– No podía -le aseguró.
– ¡Por Dios! -Lo miró fijamente, con la cabeza ladeada-. Es usted el hombre más inflexible y poco comunicativo que he conocido. Que sepa que esta enemistad entre ambos me parece injustificada. Y ahora exige a Constantine que abandone el único hogar que ha conocido. ¿Es que no le da lástima?
– Señora Dew, la vida no es tan simple como usted parece creer -dijo él al tiempo que entrelazaba las manos a la espalda y se inclinaba un poco hacia ella-. Tal vez sería mejor que no intentara aconsejarme sobre un asunto del que no sabe absolutamente nada.
– La vida suele ser más sencilla de lo que creemos -le aseguró ella-. Pero si quiere que no me meta en sus asuntos, eso haré. ¿Dónde está enterrado mi bisabuelo?
– Allí. -Se volvió, señaló el lugar y echaron a andar hacia la tumba.
La señora Dew contempló la lápida y el poético epitafio escrito en honor al conde allí enterrado.
– Me pregunto qué diría si pudiera vernos aquí ahora mismo, a los descendientes del hijo al que repudió y de la mujer con la que este se casó.
– La vida nunca es predecible -dijo él.
– Además, todos los conflictos, todo el sufrimiento y toda la soledad que debieron de sentir ambas partes fueron totalmente innecesarios -prosiguió ella-. Aquí estamos de todos modos, aunque se han perdido unos años valiosísimos.
Tenía una expresión triste en los ojos. Con había dicho la verdad, pensó él. La señora Dew tenía unos ojos muy bonitos, incluso cuando no tenían una expresión risueña.
– ¿Dónde está enterrado Jonathan? -preguntó ella.
La llevó hasta la tumba más reciente. La lápida estaba inmaculada y la hierba que la rodeaba estaba bien cortada, sin hierbajos. Alguien había plantado flores de temporada, de modo que las campanillas de invierno ya habían florecido y las hojas de los crocos comenzaban a asomar.
Alguien se había preocupado de atender la tumba. Supuso que se trataba de Con.
¿Una ofrenda nacida de la culpa?
– Ojalá lo hubiera conocido -dijo ella-. Y lo digo de verdad. Creo que lo habría querido mucho.
– Era imposible no encariñarse con él -le aseguró Elliott.
– ¿Acaso no sucede lo mismo con su hermano? -preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarlo-. Tal vez si se hubiera reído de sus intentos por hacerlo enfadar cada vez que le decía a Jonathan que se escondiera de usted, los tres se habrían echado a reír juntos y habrían seguido siendo amigos. Tal vez lo único que le hace falta es un poco de sentido del humor.
Resopló al escucharla.
– ¿¡Sentido del humor!? -masculló-. ¿En el manejo de un deber muy serio? ¿Para enfrentarme a un sinvergüenza? ¿Mientras representaba los intereses de un inocente retrasado mental? Y supongo que también debería demostrar sentido del humor para lidiar con la impertinencia, ¿verdad?
– ¿Yo soy la impertinente? -replicó ella-. En fin, confieso que no podía quedarme de brazos cruzados y dejar que se pelearan sin hacer nada. Y ahora mismo solo quería señalarle un modo de hacer que su vida fuera más feliz y sencilla. Constantine al menos sonríe a menudo, aunque su sonrisa tenga un deje burlón. Usted nunca sonríe. Y si sigue frunciendo el ceño todo el tiempo, como está haciendo ahora mismo, tendrá arrugas permanentes en la frente antes de llegar a viejo.
– Sonreír… -repitió-. ¡Vaya! Por fin comprendo el gran secreto de la vida. Si uno sonríe, la vida será algo sencillo y alegre, sin importar lo sinvergüenza que se sea. Debo aprender a sonreír, señora. Muchas gracias por sus consejos.
Y le sonrió.
La señora Dew lo miró fijamente con la cabeza ladeada.
– Eso no es una sonrisa -dijo ella-. Es una mueca feroz que lo asemeja a un lobo, aunque he leído en algún sitio que los lobos pueden ser las criaturas más admirables y apacibles. Ya ha usado dos veces la palabra «sinvergüenza» para referirse a Constantine. ¿Lo acusa de serlo porque le molestaba que usted fuera el tutor de su hermano y animaba a Jonathan a gastarle bromas? ¿Porque no obedeció su orden y se quedó aquí hasta que nosotros llegamos? «Sinvergüenza» es una palabra muy dura para describir a un hombre como él, ¿no le parece? Si no hay más pruebas de su maldad que lo que me ha contado, no puede pretender que acepte su opinión sin cuestionarla.
– Señora, siempre es bueno tener claro de quién se puede uno fiar y de quién no.
– ¿Y se supone que yo debo confiar en su palabra? -le preguntó ella-. ¿Se supone que debo creer que mi primo es un sinvergüenza porque usted lo dice? ¿Se supone que tengo que descartar todo lo que él diga? Ni tengo motivos para confiar en usted ni los tengo para desconfiar de él. Me formaré mis propias opiniones y sacaré mis propias conclusiones, milord.
– Creo que el desayuno nos espera, señora -dijo-. ¿Volvemos a la casa?
– Sí, supongo que debemos hacerlo -contestó ella con un suspiro-. ¡Ay, Dios! No me he puesto guantes. -Se tocó la cabeza-. Y tampoco he cogido el bonete. ¿Qué pensará usted de mí?
Elliott tuvo el buen tino, tal vez, de no decírselo.
Así que no tenía sentido del humor, ¿verdad?
¡Por el amor de Dios! ¿Acaso tenía que ir gastando bromas a diestro y siniestro y riéndose como una hiena aunque nadie más lo hiciera?, pensó mientras caminaban en silencio el uno junto al otro.
¿O era mejor ir derrochando un encanto tan falso como el de Con?