El reloj del vestíbulo tintineaba insistentemente mientras Gabriella Harrison se ocultaba en la oscuridad del armario. Los abrigos de invierno le rozaban la cara cada vez que empujaba su cuerpecito hacia el fondo y en el proceso tropezó con las botas de su madre. Era un buen escondite. Allí nunca se les ocurriría mirar, y menos ahora, en pleno verano neoyorquino.
El calor en el abarrotado armario era sofocante. Con la mirada pasmada, Gabriella oyó acercarse pasos y contuvo la respiración. El martilleo de los tacones de su madre pasó frente al armario como un tren expreso y Gabriella notó la ráfaga de aire en la cara. Aliviada, se permitió respirar una vez y volvió a contener el aliento, como si su sonido pudiera atraer la atención de su madre. Con apenas seis años sabía ya que su madre poseía poderes sobrenaturales. Dondequiera que se escondiera siempre acababa encontrándola, como si pudiera detectar su olor. Era la inevitable atracción de una madre hacia su hija, de esos ojos castaños y profundos que todo lo veían y sabían. Gabriella era consciente de que por mucho que se escondiera su madre siempre acababa encontrándola, mas tenía que intentarlo.
Gabriella era, para su edad, una niña menuda tanto de peso como de altura, y sus enormes ojos azules y sus rizos dorados le daban el aspecto de un duendecillo. La gente que la conocía decía que era como un ángel. Siempre parecía estar espantada, como un ángel recién caído sobre la tierra que ignora lo que le espera. Nada de lo que había vivido durante esos seis años guardaba parecido alguno con lo que hubieran podido prometerle en el cielo.
Los tacones de su madre pasaron de nuevo frente al armario. Esta vez el martilleo fue más fuerte y la niña comprendió que la búsqueda se había intensificado. A estas alturas el armario de su cuarto ya estaría patas arriba, así como el de las herramientas, situado detrás de la cocina y el cobertizo del jardín. Vivían en el East Side, en una casa angosta con un pequeño y cuidado jardín. Su madre detestaba la jardinería, pero un japonés venía dos veces por semana para podar las plantas y segar la diminuta parcela de césped. Pero su madre, ante todo, odiaba el desorden, odiaba el ruido, odiaba la suciedad, odiaba las mentiras, odiaba los perros, y Gabriella tenía razones para sospechar que, más que cualquier otra cosa, odiaba a los niños. Los niños mentían, decía su madre, eran bulliciosos y siempre estaban sucios. Se pasaba el día ordenando a su hija que no se ensuciara, que no saliera de su cuarto, que no hiciera ruido. Gabriella no podía escuchar la radio ni utilizar lápices de colores porque lo manchaba todo. En una ocasión se destrozó su mejor vestido, cuando su padre estaba en un lugar llamado Corea. Había regresado a casa el año anterior, tras dos años de ausencia. Todavía guardaba el uniforme en el fondo de un armario. Gabriella lo vio una vez, mientras se escondía. Tenía botones brillantes y tela áspera. Nunca había visto a su padre con él. Era un hombre alto, esbelto y guapo, con unos ojos azules como los suyos y un pelo rubio también como el suyo aunque una pizca más oscuro. Y cuando regresó a casa después de la guerra, a Gabriella le recordó al Príncipe Encantado de Cenicienta. Su madre se parecía a la reina de algunos cuentos que había leído. Era hermosa y elegante, pero siempre estaba enfadada. Se irritaba por cosas sin importancia, como los modales de Gabriella en la mesa, sobre todo cuando la comida s ele salía del plato o volcaba un vaso. Una vez derramó zumo sobre el vestido de su madre. A lo largo de los años Gabriella había hecho cosas terribles.
Se acordaba de todas ellas y se esforzaba por no repetirlas, pero no lo conseguía. No quería que su madre se enfadara con ella. No era su intención ensuciarse, derramar comida u olvidar el sombrero en el colegio. Lo hacía sin querer, le explicaba a su madre con mirada suplicante. Pero por mucho que se esforzaba, siempre acababa haciendo algo malo.
Los tacones de aguja pasaron nuevamente por delante del armario, esta vez más despacio, y Gabriella comprendió que la búsqueda estaba tocando a su fin. Era el último lugar que quedaba por registrar y su madre iba a encontrarla de un momento a otro. La niña de los ojos grandes pensó en entregarse. Su madre le decía a veces que no la habría castigado si hubiese sido lo bastante valiente para entregarse. Pero casi nunca lo era. Lo había intentado una o dos veces, pero siempre demasiado tarde, y su madre le decía que de haber confesado un poco antes las cosas habrían sido diferentes. Todo sería diferente si Gabriella se comportara debidamente, si contestara sólo cuando le preguntaban, si mantuviese su cuarto ordenado, si no jugara con los guisantes y manchara la mesa, si no se estropeara los zapatos en el jardín. La lista de errores e infracciones era interminable. Gabriella se daba cuenta de lo mala que había sido toda su vida, de lo mucho que sus padres la querrían sólo con que les obedeciera y dejara de causarles tanto pesar. Era una niña horrible, una decepción. Ella lo sabía, y llevaba toda su corta existencia soportando esa pesada carga. Habría hecho cualquier cosa por cambiar, por ganarse el amor y la aprobación de sus padres pero hasta ahora sólo había conseguido fallarles. Su madre no se cansaba de decírselo.
Los pasos se detuvieron frente al armario y tras un breve e interminable silencio la puerta se abrió de golpe. Gabriella cerró los ojos para protegerse de la luz que se filtraba entre los abrigos. La había alcanzado un finísimo rayo, pero para ella fue como si tuviera el sol delante. Podía percibir la proximidad de su madre y el pesado aroma de su perfume. El frufrú de las enaguas fue el aviso final. Los abrigos se separaron poco a poco, creando un profundo pasadizo que llegaba hasta lo más hondo del armario. Y durante un largo instante sus miradas se encontraron. No se dijeron nada. Gabriella sabía que era preferible no disculparse ni llorar. Sus ojos, ya de por sí enormes, se abrieron aún más cuando vieron cómo la ira desencajaba el rostro de la mujer. Con un solo gesto agarró a Gabriella del brazo, la levantó del suelo y tiró de ella con tal fuerza que el aire le silbó en los oídos. Y en cuanto la tuvo delante le asestó el primer golpe y Gabriella cayó al suelo con estrépito. Pero no emitió ningún gemido ni sollozo cuando su madre le propinó un golpe en la coronilla, la levantó del suelo y le abofeteó la cara con violencia. Su voz fue, para Gabriella, ensordecedora:
– ¡Otra vez escondiéndote!
La mujer habría sido muy bella si sus ojos no hubiesen reflejado aquella rabia desenfrenada que le deformaba el rostro. Llevaba la melena, larga y morena, recogida en un moño holgado. Era una mujer distinguida, con una figura adorable. Llevaba un vestido de seda azul caro y elegante. Sus manos lucían dos enormes anillos de zafiros que, como siempre, se habían quedado marcados en la cara de Gabriella. La pequeña tenía un pequeño corte en la cabeza y marcas en la mejilla a causa de la bofetada. Eloise Harrison abofeteó a su hija en el oído derecho y empezó a zarandearla.
– ¡Siempre te estás escondiendo! -gritó-. ¡No haces otra cosa que darnos problemas! ¿De qué tienes miedo ahora, mocosa? Seguro que has hecho algo malo, o de lo contrario no te esconderías en el armario.
– No he hecho nada… te lo aseguro… -susurró Gabriella mientras se esforzaba por recuperar el aliento y miraba a su madre con ojos suplicantes y llenos de lágrimas. La paliza le había robado el aire y el alma-. Lo siento, mami… Lo siento…
– No es cierto… Nunca lo sientes… Siempre me estás haciendo enfadar con tu mal comportamiento. ¿Qué demonios quieres de nosotros, desgraciada? No puedo creer que tu padre y yo tengamos que soportar…
Empujó a su hija, que resbaló por el lustroso suelo, pero sólo unos centímetros, y en ese momento un zapato de tacón alto le asestó en el muslo una patada cargada de odio. Las peores magulladuras se producían siempre en los brazos, las piernas y el torso, donde la gente no podía verlas. Las marcas de la cara siempre desaparecían en unas horas. Era como si su madre supiera instintivamente dónde pegar. Tenía mucha experiencia. Llevaba años haciéndolo. Prácticamente los mismos que tenía Gabriella.
No hubo palabras de remordimiento ni de consuelo para Gabriella. Ningún esfuerzo por disculparse o aliviar su dolor. Sabía que si se levantaba demasiado pronto haría estallar de nuevo la ira de su madre, así que bajó la cabeza, y con las mejillas bañadas en un llanto silencioso, clavó la mirada en el suelo, como si quedándose así pudiera desaparecer.
– Levántate de una vez -la pequeña recibió otro tirón del brazo y una última bofetada en la sien-. Cómo te odio, Gabriella. Eres patética…Mira qué sucia estás… menuda cara.
En el rostro angelical de Gabriella habían aparecido como por arte de magia dos manchas negras que se mezclaban con las lágrimas. Cualquier persona se habría compadecido de ella, pero no su madre. Eloise Harrison era una criatura de otro mundo, todo menos una madre. Abandonada por sus padres cuando era una niña, encomendada a su tía de Minnesota, había vivido en un mundo frío y solitario con una tía soltera que apenas le dirigía la palabra y que en invierno la obligaba a cargar leña y quitar la nieve del camino. Era la época de la Depresión. Sus padres habían perdido casi todo su dinero y emigrado a Europa a vivir con lo poco que les quedaba. No había sitio para Eloise en su mundo ni en sus corazones. Habían perdido a su hijo, el hermano de Eloise, a causa de la difteria, y ninguno de los dos sentía especial aprecio por la pequeña. Eloise vivió con su tía de Minnesota hasta los dieciocho años y luego se fue a Nueva York a vivir con unos primos. A los veinte se encontró con John Harrison, viejo a migo de su hermano y al que conocía desde la infancia, y se casó con él dos años más tarde. Los padres de John habían tenido más suerte que los de Eloise. Su fortuna había permanecido intacta durante la Depresión. Bien criado, bien alimentado y bien educado, aunque sin grandes ambiciones ni fortaleza de carácter, John había conseguido un trabajo en un banco y cuando vio a Eloise se quedó prendado de su hermosura.
En aquella época Eloise era bonita y joven, casi una belleza, y a John le volvía loco su indiferencia. Le rogó, le suplicó desesperadamente que se casara con él, y cuanto más insistía más distante se mostraba ella. Tardó cerca de dos años en convencerla de que fuera su esposa. Quiso tener hijos nada más casarse, le compró una casa preciosa y estaba tan orgulloso de Eloise que casi cacareaba cuando se la presentaba a sus amistades. Con todo, tardó casi otros dos años en convencerla de que tuvieran un hijo. Eloise siempre decía que necesitaba más tiempo. Y aunque nunca lo confesó, lo cierto era que no quería ser madre. Había tenido una infancia tan infeliz que la idea de traer niños al mundo le resultaba muy poco atractiva. No obstante, significaba tanto para John que al final cedió. Pero enseguida lo lamentó. Estuvo enferma durante todo el embarazo y el parto fue una experiencia horrible que nunca repetiría ni olvidaría. En opinión de Eloise, y a pesar del adorable bulto rosado que le colocaron en los brazos al día siguiente, no merecía la pena. Y desde el principio le molestó la atención que John prestaba a la criatura. Mostraba la misma pasión que en otros tiempos había mostrado por ella. De repente se hubiera dicho que sólo podía pensar en Gabriella: tenía frío, tenía calor, había comido, le había cambiado el pañal, había reparado en su preciosa sonrisa… John veía en la pequeña un enorme parecido con la abuela paterna. Y a Elosie le entraban ganas de gritar.
Eloise volvió a sus antiguas aficiones como ir de compras, salir a tomar el té por la tarde o almorzar con las amigas. Y cada vez le apetecía más salir por la noche. No tenía el menor interés por la niña. En una ocasión confesó a sus compañeras de bridge que su hija le resultaba soporífera y repulsiva. Y a las mujeres les hizo gracia la forma en que lo decía. Eloise hablaba con una franqueza que sonaba divertida. No mostraba ningún instinto maternal, pero John estaba convencido de que con el tiempo s ele iría despertando. A algunas personas simplemente no se les daban bien los niños, se decía cada vez que veía a su esposa con Gabriella. Todavía era muy joven, sólo tenía veinticuatro años, y muy guapa. Estaba seguro de que Gabriella lograría conquistar el corazón de su madre a medida que creciera. Pero ese día nunca llegó. De hecho, Eloise estuvo a punto de volverse loca cuando Gabriella empezó a gatear y encaramarse a las mesas.
– Mira como lo deja todo esa cría. Sólo rompe cosas y siempre está sucia…
– Es sólo una niña -decía John con suavidad al tiempo que levantaba a Gabriella del suelo, la abrazaba y le soplaba en la barriguita.
– ¡Ya bata! -protestaba Eloise-. Es repugnante.
Eloise, a diferencia de John, apenas tocaba a Gabriella. Su primera niñera enseguida se dio cuenta y se lo comentó a John. Según ella, Eloise tenía celos de su propia hija. A John la idea le pareció absurda, pero con el tiempo empezó a preguntarse si no habría algo de verdad en ella. Cada vez que él hablaba o abrazaba a la pequeña, Eloise se ponía furiosa. Y para cuando Gabriella cumplió dos años, le golpeaba las manos cada vez que alargaba el brazo para tocar algún objeto. En su opinión, Gabriella debía estar siempre en su cuarto.
– No podemos tenerla todo el día confinada -protestaba John cuando llegaba del trabajo y encontraba a Gabriella en su habitación.
– Lo destroza todo -respondía Eloise enfadada.
Y más se enfadó aún el día que John alabó los hermosos tirabuzones de su hija. A la mañana siguiente Gabriella tuvo su primer corte de pelo. Eloise la llevó a la peluquería con la niñera y a su regreso los tirabuzones ya no estaban. Y cuando John preguntó por qué lo había hecho, su esposa le contestó que era bueno para la niña.
La rivalidad se agravó cuando Gabriella empezó a decir frases enteras y a correr por los pasillos llamando a su padre. Intuyendo el peligro, solía dibujar un amplio círculo para esquivar a su madre. Eloise a duras penas podía contener la rabia cuando les veía jugar, y el día que John empezó a criticarla por el poco tiempo que dedicaba a su hija se hizo el abismo entre ellos. Eloise estaba harta de las quejas de su marido. Consideraba su actitud repulsiva y poco masculina.
Gabriella recibió la primera zurra a los tres años, una mañana en que el plato del desayuno se le cayó al suelo. Eloise estaba sentada a su lado, tomando una taza de café, y en cuanto el plato tocó el suelo se volvió hacia su hija y la abofeteó.
– No vuelvas a hacer una cosa así ¿entendido? -gritó-. ¿Me has oído? -Gabriella, cuyos rizos habían aparecido de nuevo, miró a su madre con lágrimas en los ojos y el miedo reflejado en la cara-. ¡Contéstame!
– Lo siento, mami…
John acababa de entrar en la habitación y presenció la escena, pero estaba tan espantado que no hizo nada por detener a su esposa. Temía que su intervención empeorara las cosas. Nunca había visto a Eloise tan enojada. Tres años de rabia, celos y frustración acababan de estallar como un volcán colmado hasta el borde.
– ¡La próxima vez te daré un azote en el trasero! -dijo Eloise con el rostro colérico mientras zarandeaba a su hija-. Eres una niña muy mala, y a la gente no le gustan las niñas malas.
Gabriella desvió la mirada hacia su padre, de pie en el umbral de la puerta. Pero John no dijo nada. Tenía miedo. Y cuando Eloise reparó en su presencia, cogió a la niña y se la llevó al cuarto sin desayunar, y antes de irse la zurró en el trasero. Gabriella se quedó tumbada en la cama, llorando.
– No tenías por qué hacerlo -dijo John con calma cuando Eloise regresó a la mesa para servirse otra taza de café con mano temblorosa.
– Si no lo hago tu hija acabará siendo una delincuente juvenil. La disciplina es buena para los niños.
John había tenido padres benévolos y todavía no daba crédito a la reacción de Eloise. Por otro lado, sabía que Gabriella sacaba de quicio a su madre. Eloise no había vuelto a ser la misma desde que la niña nació y ahora siempre estaba enojada con John. Hacía tiempo que las esperanzas de tener una familia numerosa y feliz se habían desvanecido para él.
– Ignoro qué hizo para ponerte así, pero seguro que no fue tan grave.
– Rompió un plato a propósito. No pienso permitir esta clase de berrinches en mi casa.
– A lo mejor lo hizo sin querer -repuso John para intentar calmar a su esposa, pero sólo consiguió irritarla aún más.
Dijera lo que dijera para defender a su hija, Eloise siempre se negaba a escucharle.
– Disciplinar a Gabriella es tarea mía. Yo no te digo cómo tienes que dirigir la oficina -masculló y se levantó de la mesa.
En seis meses, la “disciplina” de Gabriella se convirtió en una tarea de jornada completa para Eloise. Siempre había alguna falta que merecía un azote, una bofetada o una paliza, como jugar sobre el césped del jardín y mancharse las rodillas de verde, o retozar con el gato de los vecinos y recibir un arañazo en el brazo. Pero el día que Gabriella se cayó en la calle y se manchó el vestido y los calcetines de sangre, la ofensa le costó la peor paliza recibida hasta entonces, justo antes de su cuarto cumpleaños. John sabía lo de las palizas y las presenciaba a menudo, pero se veía incapaz de detener a Eloise. Y si intentaba consolar a su hija la situación empeoraba, de modo que era más fácil aceptar las explicaciones de Eloise. Al final decidió que era preferible callar y tratar de no pensar. Se decía que a lo mejor Eloise tenía razón. Quizá la disciplina era buena para los niños.
John había perdido a sus padres en un accidente de coche y no tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien contarle lo que Eloise le hacía a su hija.
Gabriella se había convertido en un modelo de niña. Apenas hablaba, recogía la mesa con esmero, doblaba su ropa meticulosamente, obedecía a pie juntillas y jamás replicaba. Tal vez Eloise estuviera en lo cierto. Había que reconocer que los resultados eran impresionantes. Y cuando se sentaban a la mesa Gabriella no hablaba y mantenía sus ojos abiertos en par en par.
Sin embargo, a los ojos menos generosos de su madre Gabriella estaba muy lejos de ser una niña modélica. Siempre encontraba algún motivo para regañarla, castigarla o azotarla. Con el tiempo las palizas se hicieron más prolongadas y frecuentes. Los cachetes regían cualquier intercambio entre ellas, como también las sacudidas, los golpes y las bofetadas. John temía que algún día Eloise hiriera seriamente a la niña, pero se guardaba su opinión. Para él la discreción era la mejor de las virtudes y procuraba convencerse de que Eloise no estaba obrando mal, pero también se aseguraba de no ver nunca los moretones. Según Eloise, la niña era torpe y se caía a cada momento, de modo que no podían dejarla ir en bicicleta o aprender a patinar. Las privaciones que le imponían buscaban protegerla, y los morados constituían la prueba de que Gabriella era tan torpe como aseguraba su madre.
Para cuando cumplió seis años, las palizas se habían convertido en algo habitual. John las evitaba, Gabriella las esperaba y Eloise las disfrutaba. Ésa se habría puesto hecha una fiera si alguien le hubiera sugerido esto último. Las palizas eran por el bien de la niña, decía. Eran “necesarias”. Impedían que la cría les saliera más mimada de lo que ya estaba. Y Gabriella sabía que era una niña muy mala. De lo contrario su madre no tendría que pegarle, de lo contrario su padre impediría que su madre la zurrara, de lo contrario ambos la querrían. Pero ella sabía mejor que nadie que no se merecía el cariño de sus padres, que sus faltas eran terribles. Lo sabía porque su madre se lo decía.
Y esa tarde de verano, cuando su madre la levantó del suelo y le dio otra bofetada antes de enviarla a su cuarto, Gabriella vio a su padre en la puerta. Sabía que había presenciado la paliza y que, como siempre, no había hecho nada para evitarlo. John tenía expresión lúgubre y cuando Gabriella pasó por su lado, en lugar de consolarla o acariciarla, desvió la vista. No podía soportar la mirada de su hija.
– ¡Vete a tu cuarto y no te muevas de allí!
Las palabras de Eloise retumbaron en los oídos de Gabriella mientras subía lentamente las escaleras palpándose la mejilla. Sabía que era una niña mayor y que las cosas que hacía eran terribles. Y nada más cerrar la puerta de su habitación, e le escapó un sollozo y corrió hacia la cama para abrazar a su muñeca. Era el único juguete que su madre le permitía tener. Su abuela paterna se la había regalado antes de morir. Era rubia y tenía los ojos y las pestañas grandes y azules, y la quería muchísimo. Se llamaba Meredith y era su única aliada. Gabriella estaba ahora meciéndose en la cama, aferrada a su muñeca, preguntándose por qué su madre le pegaba con tanta saña, por qué era una niña tan horrible, pero de pronto recordó la mirada de su padre. Parecía muy decepcionado, como si hubiese esperado algo mejor que ese pequeño monstruo que, según su madre, tenía por hija. Y Gabriella le creía. Todo lo hacía mal. Por mucho que se esforzaba no había manera de complacerles, de detener lo inevitable, de escapar… Y entonces comprendió que siempre sería así. Nunca conseguiría ser lo bastante buena, nunca conquistaría el corazón de sus padres. Siempre supo que no la querían y que no merecía ser amada. Sólo merecía el dolor que su madre le causaba. Lo sabía, pero aún así se preguntaba por qué tenía que doler tanto, por qué su madre se enfadaba siempre tanto con ella, qué había hecho para que la odiaran de ese modo… Y comprendió que no tenía la respuesta y que nadie podía rescatarla. Ni siquiera su padre. Meredith era cuanto poseía en este mundo, su única amiga. No tenía abuelos, ni tíos, ni amigos ni primos. No le permitían jugar con otros niños, probablemente porque era muy mala. Y en cualquier caso, seguro que los niños la despreciarían. ¿Cómo podía gustar Gabriella a alguien si no gustaba siquiera a sus padres, si era una niña tan mala? Sabía que no podía contar a nadie lo que le hacían porque con eso confirmaría lo mala que era, y cuando en el colegio le preguntaban sobre sus morados, ella explicaba que se había caído por las escaleras o que había tropezado con el perro, aunque no tenían perro. Sabía que debía guardar el secreto o de lo contrario la gente se enteraría de lo malvada que era, y ella no quería eso.
También sabía que la culpa no era de sus padres. La culpa era suya, por ser tan mala, por cometer tantos errores, por hacer enfadar a su madre. Ella era la culpable. Y allí, tumbada en la cama y abrazando a su muñeca, oyó a sus padres. Estaban gritando, como siempre, y Gabriella sabía que también eso era culpa suya. Nunca alcanzaba entender lo que su padre decía, pero probablemente hablaba de ella, de lo mala que era. Gabriella hacía que se pelearan, que se enfadaran. Hacía infeliz a todo el mundo.
Poco a poco, entre lágrimas, fue quedándose dormida, sin cenar, con la mejilla dolorida y el muslo palpitante. Intentó pensar en otros lugares: en un jardín, en un parque lleno de gente feliz, niños que reían y querían que Gabriella jugara con ellos, una mujer alta y hermosa se acercaba, le tendía los brazos y le decía que la quería… Era la sensación más maravillosa del mundo, y todo lo demás se desvaneció. Gabriella se durmió abrazada a su muñeca.
– ¡A este paso acabarás matándola! -dijo John a su mujer, que le miró con una sonrisa despectiva.
John había tomado unas copas de más y se tambaleaba ligeramente. La bebida había comenzado al mismo tiempo que las palizas. Era más fácil beber que intentar detener los azotes o justificar el comportamiento de Eloise. La bebida hacía que la situación fuera casi soportable para él, pero no para Gabriella.
– Gracias a mis esfuerzos es posible que no acabe siendo una borracha como su padre. Probablemente le esté ahorrando mucho sufrimiento futuro.
Sentada en el sofá, Eloise miró a su marido con desdén mientras éste se preparaba otro martini.
– Lo peor es que lo crees.
– ¿insinúas que soy demasiado dura con ella? -repuso Eloise, furiosa ante el desafío de su marido.
– ¿Demasiado dura? ¿Se te ha ocurrido alguna vez echar un vistazo a sus morados? ¿Cómo crees que se los hace?
– ¿Acaso intentas culparme de ellos? No seas ridículo. Se cae de bruces al suelo cada vez que se calza los zapatos. -encendió un cigarrillo y se recostó en el sofá para observar cómo John se bebía el martini.
– ¿A quién pretendes engañar? Estás hablando con tu marido. Sé lo que sientes por Gabriella, y ella también lo sabe… a pobre criatura no se lo merece.
– Yo tampoco ¿Tienes idea de lo que tengo que aguantar? Un pequeño monstruo es lo que se oculta debajo de esos ricitos y esos inocentes ojos azules que tanto te gustan.
John la miró como si le hubiesen descorrido un velo de los ojos.
– Tienes celos de Gabriella ¿no es así? De eso se trata ¿vedad? Puros celos. Estás celosa de tu propia hija.
– Estás borracho -dijo Eloise, agitando desdeñosamente su cigarrillo.
– Tengo razón y lo sabes. Estás enferma. Lamento mucho por Gabriella el haberla tenido. No se merece la vida que le estamos dando… que tú le estás dando.
No se responsabilizaba de la crueldad de su mujer y se enorgullecía de no haber pegado nunca a Gabriella. No obstante, nunca había hecho nada para protegerla.
– Si lo que pretendes es hacerme sentir culpable, ahórrate la molestia. Sé lo que me hago.
– ¿De veras? Le das una paliza casi diaria. ¿Es eso lo que tenías previsto para ella?
Horrorizado, John apuró el vaso y empezó a notar el efecto de su cuarto martini. A veces necesitaba más para olvidar las cosas que Eloise hacía.
– Es una niña muy difícil, John. Hay que darle una lección.
– Estoy seguro de que nunca olvidará tus lecciones -dijo John con la mirada vidriosa.
– Eso espero. No es bueno mimar a los niños. Gabriella sabe que tengo razón y nunca protesta cuando la castigo. Sabe que se lo merece.
– Está demasiado asustada para protestar. Probablemente tiene miedo de que la mates si dice algo o intenta resistirse.
– Cielo santo, hablas de mí como si fuera una asesina.
Eloise cruzó sus esbeltas piernas, pero hacía años que John no sentía atracción por ella. La detestaba por lo que le hacía a Gabriella, pero no lo suficiente para detenerla o abandonarla. Le faltaban agallas y estaba empezando a detestarse por ello.
– Dentro de unos años deberíamos enviarla a un internado para que no tenga que soportarnos. Se lo merece.
– Primero se merece que la eduquemos como es debido.
– ¿Es así como lo llamas? ¿Educación? ¿Viste el moretón que tenía en la mejilla cuando subió a su cuarto?
– Mañana habrá desaparecido -repuso Eloise con calma.
John sabía que tenía razón, pero odiaba reconocerlo. Eloise siempre sabía la fuerza que debía utilizar para que los cardenales no aparecieran en las zonas descubiertas del cuerpo de Gabriella. Las señales de los brazos y las piernas eran otra historia.
– Eres una zorra despreciable y estás enferma -le espetó John antes de dirigirse al dormitorio haciendo eses.
Lo era, pero él no podía hacer nada al respecto. Y por el camino se detuvo en el cuarto de su hija. Reinaba el silencio y la cama parecía vacía, pero cuando se acercó sigilosamente vio un pequeño bulto en un extremo y supo que era Gabriella. Siempre dormía de ese modo, oculta en el fondo de la cama para que su madre no la encontrara cuando iba a buscarla. Los ojos de John se llenaron de lágrimas al contemplar el cuerpecito maltratado y asustado de su hija. Ni siquiera e atrevió a trasladarla hasta la almohada vacía. Con ello sólo conseguiría exponerla a la ira de Eloise si entraba. La dejó donde estaba, sola y aparentemente olvidada, y se fue a su habitación mientras meditaba acerca de lo injusta que era la vida y de la desgracia que había recaído sobre su hija. Con todo, sabía que no podía hacer nada para salvarla. A su manera, ante su esposa se sentía tan impotente como Gabriella. Y se detestaba por ello.