Con nueve años, tras haber soportado la conducta inconcebible de sus padres durante dos años más, Gabriella se había retirado a un mundo que le permitía escapar de ellos. Escribía poemas, relatos, cartas a amigos imaginarios. Había creado un mundo donde, durante una o dos horas al día, sus padres y los tormentos que le imponían desaparecían. Escribía sobre gente feliz en mundos hermosos donde ocurrían cosas maravillosas. Nunca escribía sobre su familia ni las cosas que su madre todavía le hacía cuando se ponía de mal humor. L a escritura era su única válvula de escape, el único medio de supervivencia, la huida de un mundo cruel pese al entorno confortable. Ella sabía mejor que nadie que ni la dirección donde vivía, ni los elevados ingresos de su padre ni los apellidos distinguidos la protegerían de las realidades que otras personas sólo sufrían en pesadillas. La elegancia de su madre, las joyas y los bellos vestidos que colgaban de su armario no significaban nada para Gabriella. Conocía las verdades de la vida mejor que mucha gente, así como las amargas contradicciones de su propia existencia. Había comprendido desde muy pequeña qué era importante y qué no. El amor lo era todo para ella, soñaba con él, pensaba en él, escribía sobre él. Y era lo único que faltaba en su vida.
La gente seguía comentando lo bonita que era, lo bien que se portaba, lo mucho que respetaba a sus padres. Tanto los profesores del colegio como los amigos de los Harrison hacían comentarios sobre su hermoso cabello, sus grandes ojos azules, su aplicación en los estudios. Gabriella obtenía siempre unas notas excelentes, y aunque los maestros lamentaban que sólo hablara en clase cuando la presionaban, estaba muy por encima de los niños de su edad. Leía sin descanso. Y al igual que la escritura, los libros la transportaban a un mundo situado a años luz de su existencia real. Le encantaba leer, y ahora, cuando su madre quería atormentarla, le tiraba los libros o le escondía los bolígrafos y los cuadernos. Era muy hábil en descubrir lo que realmente incesaba a su hija y obturar sus vías de evasión. Y cuando eso ocurría, Gabriella se quedaba absorta en sus pensamientos y se ponía a soñar. Por lo menos dentro de su mundo imaginario sus padres ya no podían tocarla, aunque ellos no se daban cuenta. Y por razones que ella no alcanzaba a comprender, sabía instintivamente que era una superviviente.
Eloise solía obligarla a trabajar en la cocina, ya fuera fregando el suelo, lavando los platos o sacando brillo a la plata. Aseguraba que era una niña tremendamente mimada y que gracias a ellos se había convertido en algo útil. Gabriella lavaba su propia ropa, cambiaba sus sábanas, se limpiaba la habitación y se bañaba y vestía sola. A diferencia de otros niños de su edad que podían jugar en el jardín o en sus cuartos y recibían libros y juguetes con los que entretenerse, a ella nunca le permitían estar ociosa. La vida de Gabriella seguía siendo una lucha continua por la supervivencia, y a medida que crecía la apuesta aumentaba, y las reglas cambiaban diariamente. Su pericia consistía en evaluar el humor de su madre en cada momento y hacer lo posible por no encender su ira.
Las palizas se producían con la misma frecuencia que antes, pero ahora Gabriella pasaba más tiempo en el colegio y eso, afortunadamente, la mantenía fuera de casa más horas. Y a medida que crecía las faltas que se le atribuían eran más graves. Deberes olvidados, prendas extraviadas, un plato roto. Consciente de que era preferible no intentar justificarse, se limitaba a prepararse para la tormenta. Era habilidosa a la hora de ocultar sus cardenales tanto a los profesores como a los pocos niños del colegio con los que jugaba. Casi siempre evitaba el contacto con ellos. Además, tampoco podía verlos después de la escuela. Su madre no permitía la presencia de otros niños en la casa. Ya tenía bastante con que su hija lo destrozara todo para que sus amigos la ayudaran. Una sola criatura ya era, de por sí, una carga difícil de soportar.
Durante sus tres años de colegio, sólo en dos ocasiones observaron los maestros algo anormal en ella. En una ocasión estaba saltando a la comba cuando la falda del uniforme se le levantó y vieron los espantosos moretones que tenía en los muslos. Cuando le preguntaron cómo se los había hecho, explicó que al caerse de la bicicleta en el jardín de su casa, y después de consolarla y simpatizar con ella, se olvidaron del asunto. La segunda vez ocurrió a principios del actual curso escolar. Gabriella llegó al colegio con los brazos llenos de magulladuras y un esguince en la muñeca. Tenía, como siempre, la cara intacta, y con mirada inocente explicó que se había caído de un caballo durante el fin de semana. Los maestros le dispensaron de hacer los deberes hasta que la muñeca mejorara, pero Gabriella no podía explicar eso a su madre cuando llegó a casa esa tarde, así que acabó haciéndolos.
Su padre seguía mostrándose tan distante como siempre. Y durante los últimos dos años pasaba casi todo el tiempo fuera de casa. Hacía muchos viajes de trabajo y Gabriella intuía que algo malo había sucedido entre él y su madre. El caso es que llevaban seis meses durmiendo en cuartos separados, y Eloise parecía más rabiosa que nunca cuando John estaba en casa.
Había adquirido la costumbre de salir por las noches. Se acicalaba y se iba con sus amigos, dejando a su hija sola. Gabriella no creía que su padre lo supiera, pues viajaba mucho y su madre no salía cuando él estaba en la ciudad. Pero era evidente que la relación entre ellos se había deteriorad. Eloise hacía muchas observaciones groseras sobre John y ya no vacilaba en insultarle a la cara, estuviera Gabriella presente o no. La mayoría de los comentarios versaban sobre otras mujeres a las que su madre llamaba zorras o rameras. Hablaba de la “co-habitación” de John, una expresión que Gabriella oía a menudo pero cuyo significado desconocía. Su padre nunca respondía, pero últimamente bebía mucho, y después de beber se marchaba de casa y Eloise se desahogaba con su hija.
Gabriella seguía durmiendo acurrucada a los pies de la cama, pero más por costumbre que por su éxito a la hora de convencer a su madre de que no estaba. Eloise sabía siempre dónde encontrarla. Gabriella ya no perdía el tiempo escondiéndose. En lugar de eso intentaba aceptar con valentía lo que se le avecinaba. Sabía que su única misión en la vida era sobrevivir.
También sabía que, en cierto modo, ella era la causa del distanciamiento entre sus padres, y aunque su madre nunca la mencionaba cuando censuraba a John, se sentía culpable de los problemas. Su madre no paraba de repetirle que todos sus problemas eran por su causa, y Gabriella había acabado por aceptarlo, junto con las palizas, como su destino.
Para cuando llegaron las Navidades se podía decir que su padre ya no vivía con ellas. Apenas aparecía por casa y cuando lo hacía Eloise montaba en cólera. Y ahora había un nombre que escupía constantemente. Hablaba a gritos de “una putita” y de “esa zorra con la que cohabitas”. Se llamaba Bárbara, pero Gabriella ignoraba quién era. No recordaba ese nombre entre las amigas de sus padres. No entendía lo que estaba ocurriendo, pero era evidente que su padre estaba cada vez más distante. No quería nada con su esposa y apenas le dirigía la palabra a Gabriella. Y cuando estaba en casa, se pasaba casi todo el tiempo borracho y ya no hacía nada por ocultarlo.
El día de Navidad Eloise no salió de su habitación. John se había marchado el día antes y no regresó hasta bien entrada la noche. Ese año no hubo árbol, ni luces, ni adornos. No hubo regalos para Gabriella ni para sus padres. Y su comida de Navidad consistió en un emparedado de jamón que se hizo ella misma. Pensó en prepararle uno a su madre, pero temía llamar a la puerta del dormitorio o atraer su atención. Le pareció más prudente mantener la distancia. Sabía que su madre estaba muy enfadada por la ausencia de su padre, sobre todo porque era Navidad. Gabriella ya tenía nueve años y era capaz de comprender mejor la situación, aunque la razón por la que se odiaban sus padres no la tenía del todo clara. Tenía algo que ver con la mujer llamada Bárbara e indudablemente, con Gabriella. Siempre tenía que ver con Gabriella, según su madre.
El día de Navidad, cuando su padre llegó a casa por la noche, la pelea no se redujo al dormitorio. Él y Eloise se persiguieron por toda la casa gritando, arrojándose objetos y rompiendo cosas. Su padre dijo que no aguantaba más y su madre aseguró que los mataría a los dos. Le dio una bofetada y él le pegó por primera vez en su vida. Y Gabriella sabía que cuando la pelea terminara ella cargaría con las consecuencias. Por primera vez desde hacía mucho tiempo deseó que existiera un lugar seguro donde esconderse o una persona a la que poder recurrir. Pero no había nadie, y sabía que sólo le quedaba esperar. Hacía años que había descubierto que en su precaria vida no existían los salvadores.
Finalmente John se marchó y fue entonces cuando Eloise fue por ella. Se abalanzó como un enorme y furioso pájaro negro, con el pelo suelto y agitado. Sus puñetazos fueron potentes e implacables. Gabriella notó un fuerte dolor en el oído derecho desde el primero. Luego recibió un porrazo tremendo en la cabeza y una retahíla de golpes en el pecho, y esta vez su madre utilizó un candelero para atizarle las piernas. Gabriella estaba segura de que acabaría golpeándole la cara o la cabeza con él, pero milagrosamente no lo hizo. Y tras la fuerte conmoción de los primeros minutos, el resto transcurrió de forma nebulosa. Eloise nunca había estado tan furiosa, y su hija comprendió que si hacía o decía algo, su vida correría peligro.
No hizo nada por evitar los golpes. Simplemente esperó, como siempre hacía, a que la tormenta amainada. Y cuando al final amainó y su madre se fue, dejándola tirada en el suelo, Gabriella no pudo ni encaramarse a la cama. Se quedó en el suelo oscilando entre la conciencia y la oscuridad y descubrió con sorpresa que esta vez no sentía dolor. De hecho no sentía nada, y se pasó la noche viendo una suerte de halos luminosos a su alrededor. En un momento dado creyó oír voces, pero no entendía lo que decían. Y no fue hasta la mañana siguiente cuando se dio cuenta de que alguien real le estaba hablando. La voz le resultaba familiar, pero al igual que las que había oído durante la noche, no entendía lo que decía. Ni siquiera se daba cuenta de que era su padre. Gabriella no había visto sus lágrimas ni la exclamación de horror cuando descubrió lo que Eloise le había hecho. La había encontrado rodeada de un charco de sangre, el pelo pegajoso, los ojos vidriosos e invisibles y una herida atroz en la parte interna del muslo. John temió llamar a una ambulancia, de modo que sin esperar siquiera hablar con Eloise la envolvió en una manta y salió a buscar un taxi.
Cuando llegó al hospital no sabía si su hija respiraba, pero aún así la colocó sobre una camilla, pidió ayuda y explicó entre lágrimas que se había caído por las escaleras. Dado el alcance las lesiones, nadie dudó de la historia. Pusieron una máscara de oxígeno sobre la pálida carita de Gabriella y se la llevaron rodeada de enfermeras con semblante preocupado.
Esperó sentado varias horas con expresión perpleja, y a las cuatro de la tarde salieron para decirle que su hija viviría. Tenía una conmoción cerebral, un tímpano roto, tres costillas fracturas y un corte grave en la pierna. Con todo, la habían cosido y vendado y tras unos días en el hospital lo peor ya habría pasado. Le preguntaron cuánto tiempo había transcurrido desde el instante en que Gabriella cayó hasta el momento en que él la encontró. John contestó que varias horas, si bien reconoció que no estaba seguro de cuándo había “caído” exactamente. No les dijo que no se hallaba en casa cuando sucedió.
– Se recuperará -le aseguró un médico joven, y las enfermeras le prometieron que cuidarían de ella.
John fue a verla un momento, pero Gabriella dormía y decidió marcharse. Llegó a casa en taxi, sintiéndose mareado y sin saber qué decir. No tenía ni idea de cómo detener a Eloise, cómo terminar con esa situación, qué otra cosa hacer salvo huir. Por lo menos Gabriella estaba ahora en bunas manos. Era un milagro que hubiese sobrevivido.
Entró en casa presa de una turbación abrumadora, y con alivio, comprobó que Eloise no estaba. Fue a la biblioteca, se sirvió una copa y se sentó a esperarla sin saber aunque iba a decirle cuando la viera. ¿Qué podía decirle? Eloise no era humana. Era un animal, un ser de otro planeta, una máquina que destrozaba cuanto tocaba. Se preguntó cómo era posible que la hubiese amado, que hubiese creído que podía ser una esposa para él y una madre para su hija. Lo único que quería ahora era alejarse de ella todo lo posible. Quería estar con Bárbara, pero por una vez no se atrevió a marcharse. Sabía que tenía que esperar a Eloise y plantarle cara, aunque fuera por última vez. Tenía que hacerlo.
Eloise llegó poco después de la medianoche. Lucía un vestido azul marido de noche y cuando John alzó la vista le pareció una reina malvada. La Reina de las Tinieblas. Y Eloise, al ver a su marido tumbado en el sofá, le miró con desdén.
– Qué detalle que hayas venido -dijo con un desprecio que John capto pese a su embriaguez-. Tienes buen aspecto. ¿A qué debo Leonor de tu visita? ¿Está Bárbara fuera de la ciudad o acaso se halla atendiendo a otros clientes?
Eloise cruzó lentamente la estancia balanceando un pequeño bolso de cuentas. John sintió un impulso de abofetearla o arrojarle la copa a la cara, pero se contuvo. Por mucho que dijera o hiciera, nunca podría herirla. Eloise no era humana.
– ¿Tienes idea de dónde se encuentra nuestra hija esta noche, Eloise?
Arrastraba las palabras, pero ahora sabía exactamente lo que quería decir. Finalmente lo había visto claro, después de demasiados años. Lamentaba haber tardado tanto. Pero Bárbara le había dado el valor necesario. Y el estado en que había encontrado a Gabriella había fortalecido su decisión.
– Estoy segur de que me lo vas a decir, John. ¿La has dejado en algún lugar? ¿La has regalado?
Eloise parecía divertida en lugar de preocupada, y resultaba fácil ver el monstruo que llevaba dentro. John no entendía cómo había podido tenerle engañado durante tanto tiempo. Pero era él quien había querido vivir engañado, creer que Eloise era alguien que no era, pero eso era otra historia, algo que John todavía no era capaz de reconocer.
– Te gustaría que la hubiese regalado ¿verdad? ¿Por qué no la dejamos en un orfanato cuando nació, o en los escalones de una iglesia? Seguro que te hubiera encantado, y para ella habría sido mucho mejor.
John recordó el cuerpecito de Gabriella sobre la camilla y se esforzó por reprimir las lágrimas. Nunca olvidaría esa imagen.
– Déjate de sensiblerías. ¿Está en casa de Bárbara? ¿Tienes intención de raptarla? Si es así, tendré que denunciarte a la policía.
Eloise dejó el bolso sobre la mesa y se sentó elegantemente en una butaca frente a John. Seguía muy hermosa, aunque estaba podrida hasta la médula. Carecía de alma. Era un cruel trozo de hielo. Y cuanto John deseaba era olvidarla, olvidar la vida que habían compartido e irse de allí. Llevaba un año sin decidirse a causa de Gabriella, pero ya no podía hacer nada por ella, ya no podía detener a ese monstruo. Lo único que podía hacer era salvarse él mismo.
– Gabriella está en un hospital -dijo con tono amenazador-. Estaba casi inconsciente cuando la encontré esta mañana.
El solo hecho de mirar a Eloise le hacía temblar de rabia. Sin embargo, todavía conseguía aterrorizarle. Ahora sabía de lo que su esposa era capaz, y temía que pudiera perder el control de sí mismo y acabara matándola. Eloise sólo merecía ser destruida.
– Qué suerte que vinieras a casa ¿no? Eres una bendición para Gabriella -dijo Eloise fríamente.
– Estuvo a punto de morir. Tenía una conmoción cerebral, varias costillas rotas, un tímpano reventado…
Pero era evidente que a Eloise le traía sin cuidado. No sentía el mínimo remordimiento por lo que había hecho.
– ¿Esperas que me ponga a llorar? Lo tenía bien merecido.
Encendió un cigarrillo con indiferencia y miró a su marido.
– Estás mal de la cabeza -susurró John con voz ronca al tiempo que se mesaba el pelo con mano nerviosa.
Estaba resultando más difícil de lo que había imaginado. Con esa calma imperturbable y esa crueldad libre de remordimiento, Eloise era una rival sin parangón.
– No lo estoy, John, pero tú sí pareces estarlo. ¿Te has mirado al espejo? Tienes cara de loco.
John sintió un deseo repentino de llorar.
– Casi la matas -la acusó.
– Pero no la maté. Quizá debía hacerlo. Ella tiene la culpa de nuestros problemas. Si yo te quisiera menos, no me enojaría tanto con ella. nada de esto habría ocurrido si Gabriella no se hubiese interpuesto entre nosotros, si no estuvieses tan encandilado con ella.
era evidente que una parte de su retorcido cerebro se había convencido de que Gabriella tenía la culpa de todo y merecía cuanto le habían hecho. Habría resultado imposible hacerle ver la locura de sus palabras.
– Gabriella no tiene nada que ver con lo que ocurre entre nosotros, Eloise. Eres un monstruo. Tienes unos celos enfermizos y odias a esa chiquilla. Cúlpame a mí, maldita sea, pero no a ella. Ódiame a mí por haberte fallado, por haberte sido infiel, por no ser lo bastante fuerte para darte lo que quieres, pero por favor… por favor… -John rompió a llorar-. No la culpes a ella.
– ¿Es que no ve lo que nos ha hecho? Te ha cambiado por completo. Tú me querías antes de que ella naciera. Nos queríamos… y ahora míranos. -por primera vez en muchos años había lágrimas en los ojos de Eloise-. Es culpa suya.
Eloise la culpaba incluso deshecho de que John estuviese enamorado de otra mujer. En su opinión, su hija era la responsable de todo.
– No, tú tienes la culpa -replicó John, impasible ante las lágrimas de su mujer-. Dejé de amarte cuando me di cuenta de lo mucho que odiabas a nuestra hija, cuando vi cómo le pegabas. Te aseguro que un día nos odiará por lo que le hemos hecho.
– Se lo merece -insistió Eloise, convencida de la autenticidad de sus palabras-. Me trae sin cuidado lo que le he hecho. Ella ha destrozado nuestro matrimonio y nuestro amor.
– La has odiado desde el día que nació ¿Cómo es posible?
– Porque enseguida comprendí lo que se avecinaba.
– Tiene que dejar que pegarle, Eloise, o acabarás matándola y pasando el resto de tu vida en la cárcel.
– Eso no ocurrirá -aseguró Eloise.
Ya lo había pensado, y siempre tenía cuidado de no pasarse, no por el bien de su hija sino por el suyo propio. Pero esa noche había rozado el límite. John lo sabía mejor que su mujer. Había visto a Gabriella y escuchado a los médicos. Afortunadamente nadie le acusó de haber maltratado a su hija. A juzgar por sus buenos modales, su respetable apellido y el elegante barrio donde vivía, dicha posibilidad resultaba impensable. Y aunque hubiesen sospechado de él, no habrían osado preguntárselo.
– No la mataré, John -le tranquilizó Eloise, pero era una promesa vacía de una mujer sin alma-. No tengo por qué. Gabriella sabe lo que espero de ella. Conoce la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal.
– Pero tú no la conoces.
– Estoy cansada y me aburres -dijo Eloise, levantándose-. ¿Duermes aquí o tienes intención de volver con tu putita? ¿Cuándo piensas terminar con esa historia?
Nunca, se prometió John. Ni en mil años. Nunca volvería con su esposa. Pero sabía que tenía que quedarse unos días para calmarla, por lo menos hasta que Gabriella regresara a casa. Por mucho que odiara a Eloise, se lo debía a su hija. No podía sacrificar el resto de su vida por ella, pero al menos podía suavizarle las cosas.
– Subiré dentro de un rato -dijo John tranquilamente mientras se servía una última copa.
Se alegro de que durmieran en cuartos separados. Actualmente le habría asustado dormir en la misma cama que su esposa. Temía que pudiera matarlo. Le aterraba pensar de lo que era capaz. Había alertado de ello a Bárbara, pero ésta, inocentemente, insistía en que no le tenía miedo. Nadie podía comprender el monstruo que Eloise llevaba dentro, salvo John y Gabriella.
– Supongo que esta noche dormirás en tu cuarto -dijo Eloise antes de irse.
John no contestó. Estaba pensando en su hija y no le quedaban fuerzas para seguir hablando.
Esa noche, cuando Gabriella despertó, no supo dónde estaba. Todo era blanco, limpio y puro. Había sombras en el techo y una lucecita en un rincón de la habitación. Una joven enfermera con un gorro almidonado la estaba mirando y en cuanto los ojos de Gabriella se abrieron sonrió. Gabriella no estaba acostumbrada a esa clase de imágenes. La mirada de la enfermera era muy dulce.
– ¿Estoy en el cielo? -preguntó, feliz de haber muerto.
– No, estás en el hospital de San Mateo, y todo va bien. Tu papá se fue a casa hace un rato, pero dijo que volvería mañana.
Gabriella quería preguntar si su madre estaba enfadada por el hecho de que estuviera en el hospital y si tendría que volver a casa algún día. Si nunca se curaba, ¿podría quedarse? Tenía un montón de preguntas, mas sólo se atrevió a asentir con la cabeza, y a l hacerlo le dolió mucho.
– Intenta no moverte -la enfermera había visto la mueca de dolor. Sabía que la conmoción cerebral le estaba provocando un fuerte dolor de cabeza y todavía le brotaba sangre del oído-. Tu papá dijo que te caíste por la escalera. Tienes mucha suerte de que te encontrara tan pronto. Te cuidaremos muy bien mientras estés aquí.
Gabriella asintió agradecida y cerró los ojos. Después de eso lloró en sueños. La enfermera del nuevo turno comprobó sus constantes vitales y al cambiarle la venda de la pierna se quedó contemplando la herida. Por su cabeza rondaron preguntas que nadie había tenido el valor de hacer. Había visto esta clase de lesiones en otros niños, habitualmente niños pobres. Siempre volvían a casa y casi todos acababan de nuevo en el hospital. La enfermera se preguntó si con Gabriella ocurriría lo mismo. Quizá los padres se habían asustado tanto esta vez que a partir de ahora irían con más cuidado.
Gabriella durmió mucho durante los días siguientes. Su padre fue a verla dos veces y explicó a los médicos y enfermeras que su mujer no acudía porque estaba enferma. Se compadecieron de ella y cubrieron a su hija de elogios. Era una niña dulce y buena. Nunca daba problemas nunca pedía nada y agradecía todo lo que hacían por ella. Tampoco hablaba. Sólo miraba y sonreía.
John la llevó a casa el día de Año Nuevo. Gabriella salió del hospital con un abrigo azul, un vestido de lana gris, calcetines blancos y zapatos rojos. John había olvidado traerle los guantes y el sombrero. Gabriella dio las gracias a todo el personal por lo bien que la habían atendido, y antes de que las puertas del ascensor se cerraran sonrió y agitó una mano. Todos lamentaban que no hubiera más niños como ella. La noche antes incluso había comentado que le daba pena irse.
– ¡Es increíble! -exclamó una enfermera con una sonrisa mientras corría a atender a un niño con tos ferina.
Gabriella había sido la favorita de la sección pediátrica y el personal lamentaba su marcha. Pero no tanto como ella. Odiaba tener que dejar ese cielo protector y regresar a su vida en el infierno.
Su madre la estaba aguardando con el rostro ceñudo y la mirada cargada de reproches. No había ido a verla al hospital y había comentado a su marido que tanto mimo era innecesario. John no replicó, pero hasta el más ciego habría reparado en la palidez de Gabriella, que todavía caminaba insegura a causa de la lesión en el oído.
– ¿Y qué? ¿Has conseguido con tanto cuento que te mimaran mucho en ese hospital? -le preguntó Eloise mientras John subía a dejar las cosas de su hija ya prepararle la cama. El médico había dicho que necesitaba reposo.
– Lo siento, mami.
– Mocosa del demonio -repuso Eloise, y luego giró sobre sus talones y desapareció.
Gabriella cenó esa noche con sus padres y como era de esperar, fue una velada silenciosa e incómoda. Su madre estaba enfadada con ella y su padre, que había bebido más de la cuenta antes de sentarse a la mesa, tenía la cabeza en otra parte. Gabriella derramó un poco de agua y se apresuró a secarla con manos temblorosas.
– Por lo que veo, tus modales en la mesa no han mejorado. ¿Qué demonios hicieron contigo en ese hospital? -preguntó maliciosamente Eloise.
Gabriella bajó la mirada y prefirió no contestar. No habló en toda la comida, y en cuanto terminó el postre su madre la envió a su cuarto. Gabriella presentía que se avecinaba una tormenta y se alegró de desaparecer.
Se acostó enseguida y escuchó a oscuras la discusión de sus padres, y más tarde no le extrañó oír pasos en su habitación. Convencida de que era su madre, se preparó para lo peor. Esta vez la colcha fue apartada lentamente. Gabriella tensó el cuerpo, apretó los ojos y aguardó el primer golpe. Mas éste no llegaba. Notaba una presencia humana junto a ella, pero no olía el perfume de su madre. Tras una larga y tensa espera, abrió los ojos.
– Hola ¿te he despertado? -era su padre, que le hablaba en susurros con aliento a whisky-. He venido a decirte… a ver si estabas bien.
Aturdida, Gabriella asintió. Su padre nunca entraba en su cuarto de ese modo.
– ¿Dónde está mamá?
– Durmiendo -Gabriella respiró aliviada, aunque ambos sabían lo fácil que era despertarla-. Sólo quería verte… -John se sentó en el borde de la cama-. Siento mucho lo del hospital… y todo lo demás. Las enfermeras dijeron que eras muy valiente… -pero él ya sabía mejor que nadie lo valiente que era su hija. Mucho más que él mismo.
– Eran muy simpáticas -susurró Gabriella mientras contemplaba el rostro de su padre iluminado por la luna que entraba por la ventana.
– ¿Cómo te encuentras?
– Bien… El oído todavía me duele, pero estoy bien.
El dolor de cabeza había desaparecido, pero las costillas necesitaban estar vendadas dos semanas más.
– Cuídate, Gabriella, y sé siempre valiente. Eres una niña muy fuerte.
La niña se preguntó por qué su padre le decía esas cosas y por qué pensaba que era fuerte. Ella no tenía esa impresión. La mayor parte del tiempo sólo pensaba en lo mala que era.
John deseaba decirle que la quería, pero no sabía cómo. Hasta él sabía que si de verdad la hubiese querido, no habría permitido que su madre la apalizara hasta casi matarla. Pero Gabriella ignoraba las intenciones de su padre. John la contempló por un instante, la cubrió de nuevo con la colcha y se fue sin decir otra palabra.
Una vez en elumbral, se detuvo durante una fracción de segundo y luego cerró la puerta con sumo cuidado. Ninguno de los dos quería que Eloise despertara, y John actuó con tanto sigilo que Gabriella ni siquiera le oyó alejarse.
Se acurrucó de nuevo en la cama y por la mañana todavía dormía cuando su madre irrumpió en el cuarto dando gritos.
– ¡Levántate!
Gabriella brincó de la cama. La brusquedad del gesto le devolvió al instante el dolor de cabeza, desafió a sus costillas y le recordó su lesión en el oído.
– Lo sabías, mala pécora ¿no es así? Él te lo dijo.
Eloise la sacudió por los brazos sin tener en consideración su estado convaleciente.
– ¿De qué hablas, mami? Yo no sé nada…
Gabriella había perdido práctica, y muy a su pesar, rompió a llorar. Sabía por la cara de su madre que algo terrible había sucedido. Nunca la había visto tan fuera de sí.
– Desde luego que lo sabes. ¿Te lo dijo en el hospital? ¿Qué te dijo exactamente? -Eloise la sacudía con vehemencia.
– Nada… no me dijo nada. ¿Qué le ha ocurrido a papá?
A lo mejor había sufrido un accidente o algo parecido. Le costaba creerlo, pero su madre le espetó las palabras a la cara antes de que pudiera repetir la pregunta.
– Se ha ido, y tú lo sabías. Tú tienes la culpa. Eres tan mala que al final nos ha dejado. Pensabas que te quería, ¿verdad? Pues te equivocas. Te ha dejado, como también me ha dejado a mí. Ya no quiere a ninguna de las dos, mocosa de mierda, y tú tienes la culpa. Se fue porque te odia tanto como a mí. -esto último lo dijo dándole una sonora bofetada-. Se fue por tu culpa… y ahora ya no tienes a nadie que te proteja.
Gabriella empezó a atar cabos. Su padre las había abandonado. Por eso había ido a verla la noche anterior… para despedirse. Ahora ya no estaba, y todo lo que le quedaba a Gabriella era esto: los malos tratos interminables, las palizas. Su padre le había dicho que fuera valiente, que era una niña fuerte. Y mientras recordaba sus palabras y los puños de su madre la castigaban con más fuerza, Gabriella luchó en vano por no llorar. Esa pesadilla era cuanto le quedaba en esta vida. Su madre había dicho que su padre la odiaba, pero ella sabía que no era cierto. ¿O si lo era? Nunca la había protegido ni ayudado. Jamás la había rescatado. Y por la razón que fuera, acababa de abandonarla. Y lo único que la niña sentía ahora, subiéndole por la garganta como la bilis, era miedo.