20.-

El idilio comenzado en Fin de Año volvió consumarse al día siguiente, antes de levantarse, y varias veces durante la tarde. Y al cabo de unos días se hubiera dicho que no hacían otra cosa. Cuando se hallaban en la sala de estar con los demás huéspedes se mostraban educados y circunspectos, pero a la menor oportunidad iban por separado al cuarto de Gabriella y hacían el amor de todas las formas y en todos los lugares posibles. Él le enseñó cosas que ella jamás creyó imaginables. Lo que compartía con Steve no tenía nada que ver con el amor puro y dulce compartido con Joe Connors, pero era algo poderoso y embriagador. Por las mañanas le costaba tener que dejarle para ir a trabajar.

Gabriella había empezado su nuevo trabajo después de Año Nuevo y estaba encantada. La librería era como un sueño para ella. Y las noches las pasaba con Steve, deleitándose con su hechizo. Y cuando no estaban en la cama hablaban, reían y bromeaban y la mayoría de las veces ni se molestaban en cenar. En lugar de eso se devoraban el uno al otro y vivían de patatas fritas y galletas.

– De todos modos, tampoco puedo alimentarte -bromeaba él, pero las veces que conseguían salir de la cama, ella le invitaba a cenar.

Gabriella sabía que con el tiempo las cosas cambiarían y Steve le devolvería el dinero que había pagado a la señora Boslicki por el alquiler de enero. Mas por el momento estaba sin blanca. Steve le habló de mudarse a otra casa en febrero, pero Gabriella detestaba verle marchar ahora. Así pues, le pagó el alquiler de febrero, si bien esta vez le dio el dinero a él para que nadie supiera lo que había hecho. El profesor Thomas se alegraba de que a Gabriella le gustara el muchacho, del cual todavía tenía muy buena opinión, pero algunos huéspedes habían empezado a sospechar de su idilio y no les hacía mucha gracia. Steve llevaba cuatro meses sin trabajar y la gente empezaba a hacer comentario.

Seguía recibiendo numerosas llamadas, pero a pesar de su buen parecido, su inteligencia y su elegante indumentaria, éstas nunca llegaban a buen puerto. En estos momentos las empresas no estaban contratando a hombres con las aptitudes de Steve, o eso le contaba a Gabriella, y ella le creía. Steeve aseguraba que los empresarios le temían porque tenía demasiado talento, mientras que otros simplemente estaban celosos de él. a Gabriella no le extrañaba. Steve tenía mucho que ofrecer.

Últimamente Gabriella escribía menos y el profesor le había regañado y cuando su relato salió publicado en el New Yorker de marzo, le recordó que era hora de escribir otro. Tenía que batir el hierro ahora que estaba candente. Pero el único calor que Gabriella deseaba era el del cuerpo de Steve. Estaba descubriendo con él un mundo apasionante y embriagador. La única nota oscura en su vida era la salud del profesor. La señora Rosenstein insistía en que debía hacerse unos análisis, pero él decía que los médicos siempre creaban problemas donde no los había, y Gabriella le creía. Con todo, era innegable que tenía mala cara y no paraba de toser. Era una tos profunda, y aún cuando Gabriella no estuviera saliendo con Steve, el profesor habría estado demasiado débil para sacarla a cenar. Se alegraba de que Steve la tuviera ocupada. Gabriella tenía mejor aspecto que nunca y la atención del muchacho le sentaba de maravilla.

Steve iba a verla de vez en cuando al trabajo y siempre mantenía interesantes conversaciones con Ian. Gabriella se alegraba de que congeniaran y en más de una ocasión salieron a cenar con Ian y su novia. Y, como siempre, Gabriella tenía que prestar dinero a Steve, que seguía sin blanca. Su cuenta bancaria llevaba tres meses vacía y el único dinero que tenía era el que Gabbie le prestaba. Ella le estaba manteniendo con el salario de la librería. Eso significaba que debía privarse de algunas cosas, pero no le importaba con tal de poder ayudarle. Y Steve siempre se mostraba muy agradecido, y le compensaba cuidando de ella, llevando la ropa de ambos a la lavandería mientras ella estaba en el trabajo y haciéndole el amor durante horas en cuanto aparecía por la puerta. A veces la esperaba en la cama, desnudo, y Gabriella no quería decirle que estaba cansada, que había tenido un día duro o que simplemente no le apetecía. A Steve le encantaba darle placer, era lo único que podía ofrecerle y era más que generoso con su cuerpo.

Fue en mayo cuando Gabriela advirtió que Steve ya no le hablaba de sus entrevistas ni de las empresas a las que llamaba. Parecía haber dejado de buscar trabajo y ya no le incomodaba pedir dinero a Gabriella. Ya no lo llamaba préstamos. A ella, no obstante, le molestaba que Steve lo diera por sentado. Más de una vez le pilló registrándole el bolso, y después de eso Gabriella empezó a esconder el dinero. Ya no le decía qué día iba a cobrar. Y el 1 de junio cayó en la cuenta de que llevaba seis meses pagándole el alquiler y le propuso compartir una sola habitación. De las dos, Gabriella prefería la suya, aunque la de él era más barata. A Steve no le gustó la idea.

– Eso me pondría en una situación muy embarazosa -repuso con orgullo-. Todo el mundo sabría que me estás manteniendo. Además, sería perjudicial para tu reputación.

Pero pagarle el cuarto cada mes constituía una ruina. El salario de Gabriella, apenas adecuado para una persona, resultaba del todo insuficiente si tenía que cubrir el alquiler de Steve, sus comidas y los taxis que cogía. Gabriella decidió sugerirle que se buscara un trabajo de camarero, como había hecho ella. Pero el día que planteó la cuestión, después de pagarle otro alquiler y no tener dinero para sacar de la tintorería su propia ropa, Steve se mostró indignado.

– ¿Me estás llamando gigoló?

Estaban en el cuarto de Gabriella, discutiendo acaloradamente, y ella lamentó que pudiera pensar semejante cosa.

– No he dicho eso. Sólo digo que no puedo mantenerte.

Era la primera vez que trataba un asunto de esa índole. No dominaba el tema y eso le desagradaba. La hacía sentirse mezquina, mientras que Steve se comportaba como si ella le debiera algo.

– ¿Es eso lo que crees que estás haciendo? -repuso, herido hasta la médula-. ¿Mantenerme? ¡Cómo te atreves! -pero así era, lo llamara como lo llamara-. Lo único que estás haciendo, Gabriella, es prestarme dinero.

– Lo sé, Steve… perdóname. Es sólo que… no siempre consigo salir adelante. Mi salario no es suficiente para los dos. Creo que tienes que buscarte un trabajo como sea.

– No fui a Yale y Stanford para aprender a servir mesas.

– Yo tampoco. Yo estudié en Columbia, que también es una buena universidad, pero cuando salí del convento me di cuenta de que tenía que comer.

Y él también, pero ella le pagaba la comida. Cada vez que surgía el tema Steve conseguía hacerla sentir culpable, de modo que al final Gabriella desistió y opto por escribir algunos relatos. Pero esta vez se los rechazaron todos. Y el día que llegó la última devolución volvió a pillar a Steve registrándole el bolso. Tenía casi todo su sueldo en las manos cuando Gabriella regresó del cuarto de baño.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó incrédula-. Todavía no he pagado los alquileres.

– La señora Boslicki puede esperar. Se fía de nosotros. Debo dinero.

– ¿A quién? ¿Por qué? -preguntó ella al borde de las lágrimas.

Steve estaba creando una situación insostenible. Se estaba convirtiendo en una pesadilla, y cuando intentó razonar él se mostró muy hostil. Gabriella se dijo que probablemente estaba avergonzado. No obstante, sus respuestas eran cada vez más vagas.

– A gente.

– ¿A qué gente?

Steve no conocía nadie en Nueva York. Aunque para no conocer a nadie recibía muchas llamadas. La señora Boslicki se quejaba de que su casa parecía una centralita. Gabriella se daba cuenta de que había muchas cosas que no sabía de Steve, y él no parecía dispuesto compartirlas.

– Estoy harto de tus preguntas -bramaba cada vez que Gabriella le presionaba.

Steve había adquirido el hábito de marcharse del cuarto de un portazo y desaparecer durante horas. Gabriella ignoraba adónde iba, pero él siempre conseguía hacerla sentir culpable de sus desapariciones. Steve era un artista en eso, y a Gabriella el papel le iba al dedillo. Lo había interpretado toda su vida. Siempre estaba dispuesta a culparse y a creer en la inocencia de los demás. Y sabía que Steve estaba bajo una fuerte presión. Llevaba en Nueva York ocho meses y le avergonzaba no tener trabajo, o eso decía.

Y cada vez que Gabriella hablaba del tema con el profesor Thomas sentía que le estaba siendo desleal. El anciano siempre le aconsejaba que tuviera paciencia. Pronto encontraría trabajo.

– Si yo tuviera una empresa le contrataría sin pensármelo dos veces. Alguien lo hará tarde o temprano, créeme.

A Gabriella no le gustaba molestar al profesor con sus problemas, pues su salud había empeorado desde el invierno. Empezaba a aparentar su edad y estaba muy débil. Y en primavera se había sabido que la señora Rosenstein padecía cáncer. Todos tenían sus problemas, y los de Gabriella, en comparación, parecían insignificantes. Sabía que los conflictos con Steve terminarían en cuanto encontrara trabajo.

En julio, no obstante, se dio cuenta de que le robaba talones y falsificaba su firma. Para entonces Steve ya había cobrado varios y el gerente del banco de Gabriella estaba desconcertado. El muchacho había colocado talones incobrables por toda la ciudad, así que el resto del mes lo pasaron sin un céntimo. Y una semana más tarde la señora Boslicki atendió en una misma tarde tres llamadas del Departamento de Libertad Vigilada de Kentucky. No sabiendo qué pensar, se lo contó al profesor. Éste le dijo que seguro que había una explicación y que no se preocupara.

Pero después de eso y debido a una serie de extrañas coincidencias, el profesor abrió alguna ca‹rtas de Steve y descubrió que había utilizado otros nombres y cobrado talones en otros lugares, y que se hallaba en libertad condicional en Kentucky y California por falsificador. El anciano hizo algunas llamadas y lo que averiguó no era una historia agradable. Steve Porter no era nada de lo que decía ser. No había ido a Yale ni a Stanford, y no sólo se llamaba Steve Porter: también se llamaba Steven Johnson, John Stevens y Michael Houston. Tenía un montón de nombres falsos y un expediente policial tan largo como sus patrañas. Había llegado a Nueva York en libertad condicional desde Texas y no desde Des Moines. El profesor lamentaba profundamente haberse equivocado tanto con Steve y haber animado a Gabriella a que saliera con él. Ese hombre era un monstruo.

Después de reflexionar, decidió plantar cara a Steve personalmente y sugerirle que se fuera de la ciudad de inmediato si no quería que le denunciara. El plan era sencillo y a cambio de la rápida partida de Steve el profesor ocultaría sus embustes a Gabriella. No quería que la joven supiera que había sido utilizada impúdicamente y que el hombre que creía enamorado de ella era un estafador y un embustero. Después de todo el sufrimiento que Gabriella había padecido a lo largo de su vida, el profesor creía que Steve le concedería por lo menos eso.

Aguardó en la sala de estar y cuando le oyó llegar se levantó y fue a su encuentro. El profesor vestía su mejor traje, pues quería un reunión de hombres sensatos, una suerte de acuerdo entre caballeros destinado a proteger a Gabriella. Y no le cabía duda de que Steve aceptaría.

Mas en cuanto le vio entrar supo que habría problemas. Steve parecía de mal humor y tenía aspecto de haber bebido. Había ido al Lower East Side para comprar marihuana con la intención de revenderla, pero el negocio le había salido mal. El camello le había timado el último dinero que le quedaba a Gabriella.

– Steve me gustaría hablar contigo un momento -dijo el profesor.

Steve casi le gruñó al pasar por su lado. Sus modales dejaban ahora mucho que desear.

– Ahora no, profesor. Tengo cosas que hacer.

Quería registrar el cuarto de Gabriella en busca de más dinero.

– Es importante, Steve -insistió el profesor.

– ¿Qué ocurre?

El muchacho se volvió y el anciano le tendió una pila de cartas. Eran los documentos incriminatorios que había utilizado para iniciar su investigación. Había llamado a Stanford, Yale y el Departamento Penal de cuatro estados. Ahora conocía el lado oscuro de Steve, que lo comprendió nada más ver las cartas.

– ¿De dónde las ha sacado? -preguntó avanzando lentamente, pero el profesor no estaba asustado.

– Cayeron en mis manos por error y las abrí inocentemente, pero creo que ambos preferiríamos que Gabriella no las leyera.

– Me parece que no le entiendo. ¿Pretende hacerme chantaje, profesor?

– No. Te estoy pidiendo que te vayas de la ciudad para que no tenga que contárselo a Gabriella.

Todos los huéspedes habían salido y la señora Boslicki estaba en el médico. Steve sabía que no había nadie más en la casa.

– ¿Y si no me voy?

Le contempló con mirada filada, pero el profesor sabía que tenía las de ganar.

– Te denunciaré, así de sencillo.

– ¿De veras? -Steve propinó un empujón al profesor, que dio un traspié, pero enseguida recuperó el equilibrio-. Dudo mucho que me delate, migo. Como le diga algo a Gabriella, la próxima vez que vaya por la calle usted sufrirá un grave percance. Ya sabe, uno de esos desagradables accidentes que terminan con una cadera rota o un cráneo aplastado. Tengo amigos muy eficientes en esta ciudad.

– Eres un miserable bastardo -repuso el profesor, enfurecido. Steve era el diablo en persona y se había aprovechado de la bondad y la inocencia de Gabriella. Le daba náuseas sólo pensarlo-. Gabriella no se merece esto. Fue muy buena contigo y tú la has esquilmado. ¿Por qué no la dejas en paz de una vez?

– ¿Y por qué iba a hacerlo? -preguntó Steve maliciosamente-. Ella me quiere.

– Ni siquiera te conoce, señor Johnson, señor Stevens, señor Houston. No eres más que un vividor de tres al curto, un estafador que utiliza a las mujeres.

– A mí me sirve, abuelo. ¿Acaso me ve metido en una oficina de nueve a cinco? Es un gran trabajo, si puedes hacerlo.

– Eres una sanguijuela despreciable -espetó el profesor dando un paso adelante, pero enfrentarse a Steve era como enfrentarse a una cobra.

Era un hombre demasiado peligroso, pero el profesor todavía no lo sabía. Aún creía que podía intimidarle y obligarle a marcharse. Funesto error. Sin más, Steve le dio un fuerte empujón. El profesor cayó al suelo y se golpeó la cabeza con el canto de una mesa. La sien le sangraba cuando Steve lo agarró del cuello y lo levantó.

– Si vuelve a amenazarme, viejo patético, le mataré. ¿Me oye?

En ese momento el profesor empezó a toser violentamente y de repente sintió que le faltaba el aire. Steve todavía le tenía suspendido en el aire, estrangulándole con el cuello de la camisa. El anciano intentaba respirar peor no podía y de pronto todo su rostro se contrajo. Justamente lo que Steve quería, un ataque al corazón. Pero algo peor parecía estar ocurriendo. Entre balbuceos, el profesor luchó por respirar hasta que al final perdió el conocimiento y Steve lo dejó en el suelo aparentemente sin vida. Luego puso la mesa en su sitio, se paseó por la sala par asegurarse de que todo estaba en orden y, muy lentamente, marcó el número de la operadora. Muy alterado, explicó que un anciano de la casa de huéspedes donde vivía estaba inconsciente en el suelo y la operadora le prometió que le enviaría una ambulancia de inmediato.

Steve recogió las ofensivas cartas del suelo y se las guardó en el bolsillo, y cuando la ambulancia llegó contó a los enfermeros que había encontrado al profesor en el suelo y que creía que se había golpeado la cabeza con una mesa. Los enfermeros, no obstante, enseguida se dieron cuenta de que había algo más. Probablemente por eso se había caído, no al revés. Le pusieron una linterna delante de los ojos, le tomaron las constantes vitales y lo subieron a una camilla sin detenerse a hablar con Steve.

– ¿Se pondrá bien? -gritó cuando se iban-. ¿Qué tiene?

– Parece una apoplejía -dijeron los enfermeros.

Dos minutos más tarde se alejaban con las sirenas aullando al tiempo que Steve entraba en la casa con una sonrisa y cerraba la puerta tras de sí.

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