16.-

Gabriella pasó una semana entera pateándose las calles. buscó trabajo en grandes almacenes, cafeterías y restaurantes, e incluso en el mugriento establecimiento del otro lado de la calle. Pero a pesar de su diploma de Columbia, su experiencia como jardinera, sus buenos modales y su talento para escribir, nadie quería contratarla. Los restaurantes alegaban que nunca había servido mesas y los grandes almacenes su falta de experiencia como dependienta.

Caminó tanto y hasta tan lejos que tuvo que rezar para no sufrir otra hemorragia, pues sus fondos habían disminuido de forma alarmante y no se atrevía a gastar dinero en un médico. Estaba a punto de perder la esperanza cuando una tarde se detuvo en una pequeña cafetería alemana de la calle Ochenta y seis para tomar una pasta y un café. No había comido nada desde el desayuno.

Pidió un bollo de chocolate y un café con schalg, la deliciosa crema que servían en el local. Y mientras merendaba vio al dueño del establecimiento colgar un letrero en la ventana que rezaba: SE BUSCA AYUDNTE. Aunque sabía que era inútil, Gabriella decidió preguntarle por el anuncio cuando fue a pagar. Le dijo que carecía de experiencia pero que necesitaba el trabajo y que estaba segura de que podía servir mesas. Desesperada, dijo que había vivido en un convento y servido las mesas del comedor. Era la primera vez que lo mencionaba, pues no quería responder a demasiadas preguntas, pero necesitaba el trabajo y estaba dispuesta a decir lo que hiciera falta para conseguirlo.

– ¿Era usted monja? -preguntó el dueño, mirándola con interés.

El hombre, de origen alemán, tenía un bigote blanco y frondoso y una calva amplia y lustrosa.

– Postulante -repuso ella con una mirada tan triste que el hombre tuvo ganas de acariciarla.

La muchacha tenía aspecto de necesitar una buena comida y una mano amable en su vida. Estaba en los huesos y terriblemente pálida, y se compadeció de ella.

– ¿Cuándo puede empezar? -preguntó.

Era muy bonita y de porte elegante. El hombre intuía que la historia no terminaba ahí y le sorprendía su indumentaria. Gabriella todavía llevaba aquel horrible vestido negro porque no se atrevía a gastar dinero en otro. Tenía aspecto aristocrático y parecía de una familia adinerada, se dijo el hombre, pero era evidente que estaba pasando un mal momento.

– cuando quiera -respondió Gabriella-. Vivo aquí cerca y no tengo trabajo.

– No hace falta que lo diga -sonrió él. Por el estado de su ropero era obvio que necesitaba el dinero-. De acuerdo. Empezará mañana. Seis días a la semana de doce del mediodía a doce de la noche. Cerramos los lunes.

Era un turno extenuante y Gabriella aún no se hallaba en condiciones de hacer tanto esfuerzo, pero estaba tan agradecida que hubiera hecho cualquier cosa, hasta fregar suelos.

El propietario se llamaba Baum y era de Munich. En el establecimiento trabajaban otras cuatro mujeres, todas de edad madura y tres de ellas alemanas. Era un negocio familiar, un lugar limpio y agradable que servía generosos platos alemanas y entre comida y cena, productos de repostería. La señora Baum era quien cocinaba y hacía los pasteles.

Gabriella mostraba una sonrisa de oreja a oreja cuando entró en la casa de la calle Ochenta y ocho y tropezó con la señora Boslicki.

– Una de dos, o ha visto a su príncipe azul o ha encontrado trabajo.

La mujer estaba preocupada por Gabriella. Pasaba los días fuera de casa buscando trabajo y las noches metida en el cuarto con la luz apagada. No era una existencia normal para una muchacha de su edad.

– He conseguido trabajo -explicó Gabriella con el rostro iluminado. Le pagaban dos dólares por hora y eso le permitiría costear el alquiler-. En un restaurante de la calle Ochenta y seis.

Se hallaba a cuatro manzanas de la casa y aunque eran muchas horas de trabajo, Gabriella estaba encantada. Sólo le preocupaba que pudiera sufrir otra hemorragia. Habían transcurrido menos de dos semanas desde el aborto, menos de dos semanas desde la muerte de Joe y sólo una semana desde que la obligaron a abandonar el convento. Le habían ocurrido muchas cosas horribles, pero ahora, por fin, también algo bueno.

– ¡Felicidades! -dijo la señora Boslicki con una sonrisa-. Puede que ahora salga de su habitación de vez en cuanto para ver la televisión o escuchar un poco de música. Todo el mundo cree que he alquilado su cuarto a un viajante.

– Estaré fuera casi todo el día, señora Boslicki. Trabajaré desde las doce del mediodía hasta la medianoche, pero hoy le prometo que bajaré.

– No sin antes permitirse una buena cena. Mírese, está hecha un palillo. No encontrará marido si no se alimenta de vez en cuando. A los chicos no les gustan los palillos.

Agitó un dedo de desaprobación y Gabriella se echó a reír. La señora Boslicki le recordaba a las viejas monjas del convento, aunque ninguna de ellas la había empujado a buscar marido.

Gabriella siguió su consejo y esa noche fue al restaurante del otro lado de la calle y pidió un plato de carne. Le recordó a la comida que servían en el convento y al final se puso nostálgica. Hubiera hecho cualquier cosa por ver de nuevo a la madre Gregoria, siquiera un momento, corriendo por el pasillo con los brazos cruzados, las manos dentro de las mangas y las cuentas del pesado rosario de madera revoloteando. O a cualquier otra hermana: Agatha, Timothy, Emanuel, Inmaculada… seguía pensando en ellas cuando regresó a la pensión y de repente recordó la promesa hecha a la señora Boslicki de detenerse un momento en la sala de estar. No le apetecía pero no quería ser maleducada, así que se obligó a entrar unos minutos. Y al hacerlo se sorprendió de encontrar a tanta gente. Había seis o siete personas, unas charlando y otras jugando a cartas. El televisor estaba encendido y un anciano de pelo blanco que se parecía a Einstein estaba jugueteando con el piano. El hombre comentó a la señora Boslicki que el afinador debía echar un vistazo al instrumento, pero ésta le aseguró que nunca había sonado tan bien.

A Gabriella le embargó la timidez cuando todos se volvieron a mirarla. Había hombres y mujeres, la mayoría en la sesentona salvo el hombre de piano, que parecía aún mayor. Las mujeres tenían en cabello blanco y sonrieron al verla. Gabriella era como un soplo de aire joven, e increíblemente bonita. Llevaba puesto el vestido floreado y su viejos zapatos, pero el pelo, rubio y brillante, le enmarcaba el rostro como un halo. Sus enormes ojos azules parecían llenos de inocencia, pero nadie fue lo bastante perceptivo para advertir la tristeza que ocultaban. Gabriella les parecía muy joven para haber sufrido demasiado en esta vida.

La señora Boslicki se encargó de hacer las presentaciones. Muchos de sus huéspedes provenían de Europa, y uno de ellos, la señora Rosenstein, explicó con orgullo que era una superviviente del campo de Auschwitz. Vivía en la pensión desde hacía veinte años, y ella misma le presentó al hombre del piano. El anciano hizo una leve reverencia y dijo que se llamaba Theodore Thomas. Había sido profesor de literatura en la Universidad de Harvard y ahora estaba jubilado. Su especialidad era la literatura inglesa del siglo XVIII.

– ¿A qué universidad has ido tú? -preguntó a Gabriella con una sonrisa.

– A Columbia -respondió Gabriella con voz queda.

– Buena universidad.

La señora Boslicki les había hablado de la nueva huésped, pero ninguno la había visto en toda la semana.

– ¿A qué te dedicas ahora, jovencita? -preguntó el señor Thomas.

El cabello ensortijado y los pantalones caídos le daban un aspecto desmañado. Tenía toda la pinta de un viejo profesor excéntrico y Gabriella le echó casi ochenta años. El hombre, no obstante, todavía tenía ingenio y la mirada diáfana, y parecía poseer un gran sentido del humor.

– Acabo de conseguir trabajo en un restaurante de la calle Ochenta y seis -respondió Gabriella con orgullo. Para ella representaba toda una victoria, una victoria que necesitaba desesperadamente-. Empiezo mañana.

– Supongo que será uno de esos establecimientos tan acogedores que también venden pasteles. La señora Rosenstein y yo tendremos que hacerte una visita cuando demos un paseo en esta dirección.

Al profesor Thomas le fascinaban las historias que la señora Rosenstein le contaba sobre su pasado y llevaba en la casa casi tanto tiempo como ella. Tras la muerte de su esposa, acaecida dieciocho años atrás. Había vendido su piso y se había mudado a la casa de huéspedes. Vivía con una pensión mísera, no tenía familia y le gustaba la compañía de la señora Boslicki y los demás huéspedes. Pero esta nueva adquisición le tenía embelesado, pues le encontraba cara de ángel y una elegancia y un estilo naturales.

Le preguntó sobre sus estudios en Columbia y se embarcaron en una interesante conversación sobre las novelas que Gabriella había leído durante la carrera. Le sorprendió averiguar que escribía, pero ella le aseguró que eran cosas que nadie querría leer. Y aunque no se lo dijo al profesor, estaba convencida de que sólo las monjas del San Mateo disfrutaban con sus relatos. Joe, naturalmente, había leído algunos, y le habían parecido sensacionales.

– Algún día me gustaría leer alguno de tus relatos -dijo el profesor.

– No los tengo aquí -respondió Gabriella con una tímida sonrisa.

– ¿De dónde eres?

el profesor estaba fascinado con Gabriella. Hacía mucho tiempo que no charlaba con alguien joven y la experiencia le resultaba muy estimulante. Le recordaba sus años en Harvard. La mente enérgica de los jóvenes todavía le estimulaba, y hubiera pasado horas conversando con Gabriella.

– Es de Boston -respondió la señora Boslicki.

Gabriella se puso repentinamente nerviosa. El profesor Thomas había enseñado en Harvard y probablemente conocía bien la ciudad, mientras que ella no.

– Mi madre vive en California.

– ¿Dónde exactamente? -preguntó una mujer que tenía una hija en Fresno.

– En San Francisco -contestó Gabriella como si hubiera hablado con su madre el día antes.

– Las dos son ciudades maravillosas -comentó el profesor Thomas mirando a Gabriella.

Aquella muchacha tenía algo que le conmovía, algo profundo y triste, y tremendamente desamparado. La señora Boslicki lo habría atribuido a la añoranza, pero era algo más ahondo y crudo, y el anciano percibía en la joven un aura de tragedia.

La dulzura de Gabriella contuvo a todos. Después de hablar con cada uno de los huéspedes, subió a su curto con un juego de toallas limpias que la señora Boslicki le entregó.

– Qué muchacha tan encantadora -opinó la señora Rosenstein, y otra mujer comentó que le recordaba a su nieta de California-. Está muy bien educada. Debe de tener unos padres muy cultos.

– No necesariamente -le contradijo el profesor Thomas-. Algunos de mis mejores estudiantes, y los más agradables, provenían de familias más cafres que Atila, y entre los más inteligentes los había con padres increíblemente estúpidos. Los genes pueden dar muchas sorpresas.

A Gabriella le habría aliviado oír eso. Llevaba toda la vida temiendo descubrir en su personalidad aspectos de su madre, pero hasta ahora, y para su tranquilidad, no había aparecido ninguno. Por eso, hasta que conoció a Joe, nunca había querido tener hijos.

– Es una muchacha muy agradable. Espero que se quede con nosotros una temporada -dijo el anciano con cariño.

– dudo que se vaya de aquí ahora que ha encontrado trabajo -tranquilizó a señora Boslicki a sus inquilinos. Todos agradecían la presencia de un alma joven en la casa, si bien Gabriella era una muchacha muy reservada-. Me parece que no tiene amigos. Sus padres no la han llamado en toda la semana y nunca pregunta si hay mensajes para ella. Tengo la impresión de que no espera ninguna llamada.

Los inquilinos, en su mayoría jubilados, se fijaban en todo, pues no tenían nada mejor que hacer con su tiempo. De vez en cuando llamaba a la puerta un huésped joven, pero sólo se quedaba hasta que ahorraba un poco de dinero y se iba a otro lugar. Actualmente, el residente más joven aparte de Gabriella era un vendedor de cuarenta y pocos años recién divorciado. El hombre no había pasado por alto el atractivo de Gabriella cuando se detuvo en la sala de estar para dar las buenas noches camino del cine. Gabriella, sin embargo, apenas le prestó atención, pues estaba hablando con el profesor Thomas.

– Me gustaría tener más conversaciones con ella -dijo el profesor Thomas y la señora Rosenstein sonrió.

– Si tuvieras cincuenta años menos me preocuparía.

Llevaba muchos años enamorada de él, pero su relación era estrictamente platónica.

– ¿Debería tomármelo como un cumplido? -el profesor miró a la señora Rosenstein por encima de las gafas-. Me pregunto qué hace una muchacha con esa cabeza y con un diploma de Columbia trabajando de camarera.

– Hoy día no es fácil encontrar trabajo -dijo la señora Boslicki, pero el profesor intuía que había algo más.

Al día siguiente la vio salir y se detuvo a hablar con ella. Gabriella se dirigía a su nuevo trabajo y llevaba el mismo vestido que el día anterior. Era tan feo que estaba ridícula, y sólo conseguía aumentar el contraste con su belleza. Con lo bonita que era, se dijo el profesor, podía ponerse hasta un plumero en la cabeza.

– ¿Adónde vas? -preguntó el anciano.

Gabriella todavía estaba pálida y parecía cansada, y él se preguntó si había dormido bien.

– Al restaurante Baum’s -respondió ella con una sonrisa.

El profesor llevaba el pelo más crispado que nunca, como si hubiese metido un dedo mojado en un enchufe.

– Estupendo. Iré a verte más tarde y me sentaré en una de tus mesas.

– Gracias -dijo Gabriella, conmovida por su interés.

Y al salir la señora Boslicki la saludó con la mano desde la ventana de la sala de estar. Estaba regando las plantas y uno de sus numerosos gatos se le había subido a la espalda. Era una casa extraña, se dijo Gabriella, llena de personas mayores y raras, pero le gustaba. Era un buen lugar para vivir después del acogedor convento. Y aunque hubiera podido permitirse un apartamento, sabía que en él se habría sentido muy sola.

Llegó al restaurante Baum’s con diez minutos de antelación y procedió a ponerse un delantal limpio mientras la señora Baum le explicaba cómo funcionaban las cosas. El señor Baum, como siempre, estaba comprobando la caja registradora, y se alegró de ver el agradable aspecto de su nueva empelada. El vestido, aunque feo, estaba limpio y la joven había sacado brillo a sus zapatos y se había recogido el pelo con una diadema. Todavía le tenía muy corto, pero lo llevaba lavado y bien peinado.

En opinión de los Baum, era perfecta. Y por la tarde estaban más que encantados con ella. Gabriella era educada con todos los clientes, anotaba meticulosamente los pedidos y no se había confundido ni una sola vez de plato. Para colmo, era rápida y capaz de atender varias mesas a la vez. En cierto modo era como servir las mesas del convento. Había que ser rápida y organizada, y Gabriella lo era. Y cuando el profesor Thomas y la señora Rosenstein entraron en el restaurante ya se sentía como en casa.

La pareja pidió pastel de manzana, tarta de ciruela y dos cafés con crema, y dejaron una generosa propina que Gabriella, turbada, acabó por aceptara y agradeció profusamente. Antes de marcharse se detuvieron a charlar con el señor Baum y le alabaron el pastel de manzana.

A partir de ese momento el profesor Thomas y la señora Rosenstein acudían al restaurante cada día y a la misma hora. Se había convertido en una suerte de ritual, pero Gabriella se negaba a aceptarles la propina. Decía que el simple hecho de tenerles en el restaurante era propina suficiente.

El lunes, al regresar de la lavandería, se encontró con la señora Rosenstein que volvía del dentista. La mujer la invitó a sentarse con ellos esa noche en la sala de estar, y más tarde comentó a la señora Boslicki que Gabriella tenía mejor aspecto. Parecía bastante recuperada y ya no estaba tan pálida. Y esa noche el profesor Thomas advirtió menos tristeza en su cara. Él y Gabriella estaban charlando afablemente mientras los demás jugaban a cartas cuando de repente, con voz queda, el anciano le preguntó algo que la dejó perpleja.

– El señor Baum me dijo que eras monja.

Gabriella no había contado con que el señor Baum pudiera decírselo a alguien. Únicamente había mencionado ese hecho para conseguir el trabajo, pues era su única experiencia sirviendo mesas. El profesor se preguntó si ésa era la razón de su tristeza o si había algo más.

– Postulante -aclaró Gabriella-. No es lo mismo.

– Sí lo es -sonrió é-. Simplemente eras un renacuajo en lugar de una rana.

Gabriella se echó a reír.

– Dudo que las hermanas aprobaran semejante comparación.

– Yo siempre solía tener uno o dos curas en mis clases de Harvard, la mayoría jesuitas, y me caían muy bien. Eran educados, inteligentes e imparciales. ¿Cuánto tiempo viviste en el convento?

Gabriella vaciló antes de contestar. Había mucho que explicar y no quería hacerlo. El solo hecho de recordar lo que había perdido le hacía sufrir. El profesor advirtió el dolor en su mirada, pero a Gabriella le caía tan bien que quiso ser sincera con él.

– Doce años. Crecí en él.

– ¿Eras huérfana? -inquirió Thomas con ternura, y Gabriella sintió que se lo preguntaba por interés auténtico y no por el deseo de contárselo luego a los demás. El profesor era un hombre dulce y sensible.

– Mis padres me dejaron allí. Es el único hogar que he conocido.

Sin embargo lo había abandonado. El profesor, no obstante, se abstuvo de preguntarle el motivo, pues intuía que la joven no quería hablar de ello.

– La vida de monja debe de ser muy dura. El celibato nunca ha sido mi fuerte -dijo el anciano con un guiño-, hasta ahora. -miró a la señora Rosenstein, que estaba jugando al bridge, y él y Gabriella se echaron a reír. Durante cuarenta años el profesor Thomas sólo había tenido ojos para su esposa, y aunque gozaba de buenas amigas aquí, nunca había querido casarse con otra mujer-. Solía tener charlas muy interesantes con mis jesuitas sobre ese tema, pero nunca me convencieron de la validez de esa teoría. -Gabriella pensó en Joe y el profesor vio dolor en su cara-. ¿He dicho algo inoportuno? -preguntó.

– No, no… Es sólo que echo mucho de menos a las hermana s-explicó ella con lágrimas en los ojos-. Fue muy duro dejarlas.

Hablaba como si la hubieran obligado a ello, y el profesor decidió que era el momento de cambiar de tema.

– Háblame de tus relatos -dijo.

– Hay poco que contar -Gabriella le sonrió agradecida-. De vez en cuando escribo alguna cosilla. Nada de lo que valga la pena hablar, y desde luego, nada comparable al nivel al que usted estaba acostumbrado en Harvard.

– Los mejores escritores suelen decir esas cosas, mientras que los peores siempre insisten en lo magnífica que es su obra. Cuídate del escritor que te asegure que su novela te va a encantar. Te habrás dormido antes de terminar el primer capítulo. -Gabriella rió mientras el profesor agitaba un dedo para dar énfasis a su teoría-. Y dicho esto ¿cuándo podré ver algo de su obra, señorita Harrison? -era amable pero insistente, y en opinión de Gabriella estaba dando a su trabajo más importancia de la que merecía.

– No la tengo aquí.

– Entonces escribe algo. Solamente necesita papel, un bolígrafo y un poco de inspiración. -y tiempo, perseverancia y alma, un alma que Gabriella creía extinguida desde la muerte de Joe-. Te aconsejo que mañana te compres un cuaderno. -el profesor acababa de tocar otra herida, y comprendió que hablar con Gabriella era como caminar por un campo de minas-. ¿Has escrito alguna vez un diario? -preguntó inocentemente y frunció el entrecejo al ver la cara de pena de Gabriella.

– Sí… pero lo he dejado.

Consciente de que era un tema doloroso, el profeso no le preguntó por qué. Gabriella tenía muchas heridas para ser tan joven y algunas parecían muy recientes.

– ¿Qué te gusta más: la poesía o el relato corto?

Le gustaba hacerla hablar, como también estar sentado junto a ella. Era tan joven y bonita. El estar a su lado le transportaba un pasado muy lejano, cuando Charlotte y él estudiaban en la Universidad de Washington. Le contó a Gabriella que se casaron una semana después de graduarse, y lo único que el profesor lamentaba era no haber podido tener hijos. Pero durante cuarenta años sus estudiantes habían sido sus hijos. Ella enseñaba música, teoría y composición, y solía escribirle canciones con letras preciosas.

– Debió de ser una mujer extraordinaria -dijo Gabriella con una sonrisa.

– Lo era. Algún día te enseñaré una foto. Charlotte era muy guapa de joven y yo, la envidia de todos. Nos comprometimos cuando teníamos veinte años.

y tras averiguar que Gabriella tenía veintidós, el profesor sonrió yle dio unas palmaditas en la mano con sus dedos nudosos.

– No tienes ni idea de lo afortunada que eres, querida. No pierdas el tiempo lamentándote por los lugares y la personas que has perdido. Tienes toda una vida que llenar, muchos momentos, años y personas buenas por delante. Debes correr a su encuentro.

Gabriella, sin embargo, no podía correr. Apenas conseguía arrastrarse, pero aquellas palabras le llegaron muy hondo.

– A veces es difícil no mirar atrás -murmuró y en su caso los recuerdos eran muchos, no todos ellos agradables.

– Todos tendemos a eso, pero el secreto está en no hacerlo muy a menudo. Quédate con los buenos momentos y deja atrás los malos.

Pero Gabriella tenía demasiado de lo último y los momentos buenos habían sido excesivamente breves y escasos salvo durante los años tranquilos del convento. Y ahora hasta ese recuerdo le resultaba doloroso. Admiraba al profesor. Aunque se hallaba prácticamente al final de sus días, seguía contemplando la vida con entusiasmo e interés. Le gustaba hablar con Gabriella y mantenerse en contacto con la juventud y todavía conservaba la ilusión de vivir y el sentido del humor. Gabriella estaba impresionada. El hombre era un buen ejemplo para los demás huéspedes que tanto se quejaban de su salud, sus dolencias, su pensión, los amigos fallecidos, el estado de las aceras de Nueva York y los excrementos de perro que las cubrían. Al profesor Thomas todo eso le traía sin cuidado. Estaba más interesado en Gabriella y en la vida que ésta tenía por delante. Le estaba ofreciendo un mapa cuyos caminos llevaban hacia la felicidad y la libertad.

Esa noche hablaron largamente. El profesor nunca jugaba al bridge con los demás huéspedes porque lo detestaba, pero al final jugó al dominó con su nueva amiga. Ganó todas las partidas pero Gabriella aprendió mucho de él, y al final, cuando subió a su habitación, había pasado una noche encantadora. Lo que compartía con el profesor eran pequeños placeres, mas de repente tuvo la sensación de que su vida estaba llena de nuevas aventuras. Había pasado la noche hablando con un anciano de ochenta años mucho más interesante que la gente de cuarenta o veinte. Estaba impaciente por volver a conversar con él. Gabriella hasta le había prometido que pasaría a verle antes de ir al trabajo y que compraría un cuaderno.

Al día siguiente, cuando el profesor Thomas llegó solo al restaurante porque la señora Rosenstein tenía hora con el urólogo, preguntó a su joven amiga si lo había hecho.

– ¿Si he hecho qué? -había tenido una tarde muy movida y estaba algo distraída.

– Comprar un cuaderno.

– Oh -sonrió victoriosa, sorprendida por la insistencia del anciano-. Sí.

– Estoy impresionado de ti. Debes empezar a llenarlo esta misma noche, cuando llegues a casa.

– Por las noches estoy demasiado cansada para escribir.

Todavía estaba débil por la hemorragia sufrida durante el aborto, pero no quería que nadie lo supiera. El médico había dicho que tardaría varios meses en recuperarse y Gabriella empezaba a creerle. El profesor, no obstante, no aceptó sus excusas.

– Entonces escribe por la mañana. Quiero que escribas cada día. Es bueno para el corazón, el alma, l mente, la salud y el cuerpo. Si de verdad eres escritora, la escritura es un soporte vital sin el cual no puedes ni debes vivir. Escribe cada día -insistió, y fingiendo dureza añadió-: Y ahora ve por mi pastel de manzana.

– Sí, señor.

El profesor Thomas era como el abuelo benevolente que Gabriella no había tenido, una figura con la que ni siquiera había podido soñar. Siempre había estado demasiado concentrada en sus padres. La presencia del anciano en su vida era una auténtica bendición.

Venía a verla cada día, y los lunes, el día libre de Gabriella, adoptó la costumbre de llevarla a cenar. Le hablaba de sus días en la universidad, de su mujer, de su infancia en Washington. Había pasado muchísimo tiempo, y sin embargo el profesor era una persona moderna y muy enterada de lo que ocurría en el mundo actual. A Gabriella le encantaba charlar con él, pero lo que más le gustaba era escucharle. Y hablaban, sobre todo, de literatura. Gabriella habría escrito finalmente un relato que dejó impresionado al profesor. Y tras hacerle algunas correcciones, éste le explicó cómo desarrollar la trama de forma más efectiva y le aseguró que tenía verdadero talento. Gabriella trató de desestimar sus cumplidos. El anciano se enfurruñó y agitó su famoso dedo. Era un gesto que siempre había intimidado a sus estudiantes, pero Gabriella no temía al profesor Thomas. Todo lo contrario. Cada día le quería más.

– Si digo que tienes talento, jovencita, significa que lo tienes. Harvard no me contrató para plantar bananas. Todavía hay cosas que pulir, pero tiene suna capacidad instintiva para dar con el tono y el ritmo adecuados, para saber cuándo decir las cosas y cómo. ¿Entiendes? ¿O acaso eres una cobarde? ¿Te asusta escribir? ¿Te asusta ser buena? Pues lo eres, así que acéptalo de una vez y vive de acuerdo con ello. Es un talento que poca gente posee. ¡No lo desperdicies!

Ambos sabían que no era una cobarde, y Gabriella le sonrió tristemente mientras recordaba las palabras que tanto odiaba.

– La gente suele decirme que soy fuerte -dijo, compartiendo uno de sus secretos con él. El primero de muchos-. Pero luego me abandona.

Él asintió con la cabeza y aguardó a que Gabriella dijera algo más, pero no lo hizo.

– Quizá los cobardes sean ellos. L a gente débil suele felicitar a los demás por su fortaleza, así ellos no tienen que ser fuertes o lo utilizan como excusa para hacer daño… es como si dijeran: “Tú puedes soportarlo, tú eres fuerte”. En este mundo se espera mucho de la gente fuerte, Gabbie. Es una carga muy pesada. Pero sí eres fuerte, y un día conocerás a alguien tan fuerte como tú. Te lo mereces.

– Creo que ya he encontrado a ese alguien.

Gabriella sonrió y acarició la mano del dedo amenazador que ahora descansaba.

– Tienes suerte de que no sea cincuenta o sesenta años más joven, de lo contrario te enseñaría lo que es la vida. Ahora eres tú la que tiene que enseñarme a mí, o por lo menos refrescarme la memoria.

El profesor la llevaba cada semana a algún restaurante pequeño e interesante del West Side, el Village o el mismo barrio, y a veces cogían el metro. Siempre pagaba él, a pesar de que parecía vivir con una pensión muy reducida, y Gabriella, en deferencia, tenía precaución con lo que pedía. El profesor entonces recordaba las palabras de la señora Rosenstein sobre la delgadez de Gabriella y le obligaba a pedir más. Y de tanto en tanto la regañaba por no esforzarse por conocer a gente joven, aunque en el fondo le encantaba tenerla para él solo.

– Deberías jugar con niños de tu edad -solía gruñir, y ella sonría.

– Son demasiado brutos. Además, no conozco a ninguno. Y me encanta hablar contigo.

– Pues demuéstramelo escribiendo.

Siempre estaba animándola a escribir, y para el día de Acción de Gracias, dos meses después de haberse conocido, Gabriella ya había llenado tres cuadernos con sus relatos. Algunos eran excelentes, y el profesor solía decirle que, gracias a su esfuerzo, su estilo estaba mejorando. Y al igual que la madre Gregoria, le había propuesto más de una vez que enviara su trabajo a alguna revista, pero Gabriella no acababa de decidirse. Tenía mucha menos fe en su talento que él.

– No estoy preparada.

– Hablas como Picasso. ¿Qué significa eso de estar preparada? ¿Estaba preparado Steinbeck? ¿Hemingway? ¿Shakespeare? ¿Dickens? ¿Jane Austen? No. Simplemente lo hicieron. No se trata de buscar la perfección, Gabriella. Se trata de comunicarnos unos con otros. Por cierto ¿tienes previsto volver a casa para el fin de semana de Acción de Gracias?

Estaban cenando en un pequeño restaurante italiano del East Village.

– Yo… no lo creo.

Gabriella no quería decirle que no tenía casa. El profesor sabía que había crecido con las monjas, pero ella nunca le había contado que no mantenía ningún contacto con su familia y que ya no era bienvenida en el convento. La única familia que tenía ahora era él.

– Me alegro de oír eso -dijo el hombre. La señora Boslicki les preparaba un pavo cada año. A muy pocos huéspedes les quedaba familia, y el viajante divorciado se había mudado a otra ciudad-. Esperaba pasar la fiesta contigo.

– Yo también.

Gabriella sonrió y procedió a hablar de su último relato. Algo fallaba en el argumento y no sabía si resolverlo con violencia o con un romance inesperado.

– Son opciones ciertamente diferentes, querida -musitó el profesor-, aunque a veces la violencia y el amor se dan la mano.

Gabriella pensó en Joe y su mirada se ensombreció. El profesor fingió no darse cuenta y se preguntó si algún día le contaría las tragedias que había vivido. Por ahora se limitaba suponer, y era lo bastante sabio como para no hacer preguntas.

– De hecho, el amor es bastante violento -prosiguió-. A veces resulta tan doloroso, tan devastador, que no existe nada peor. Ni mejor. En el amor, tanto los momentos álgidos como los bajos me parecen insoportables, pero peor es la ausencia de ellos. -era un comentario muy romántico viniendo de un hombre de su edad, y Gabriella se lo imaginó de joven, enamorado de su novia, como un héroe-. Y tú Gabriella, sospecho que también has encontrado dolor en clamor. Puedo verlo en tus ojos cada vez que tocamos el tema. -hablaba con la ternura de un joven amante-. El día que consigas escribir sobre ello, te resultará menos doloroso. Es una catarsis, y el proceso puede ser brutal. No lo hagas hasta que estés preparada.

– Estuve… -Gabriella empezó a decirle algo, pero se detuvo. Quería hablar, pero tenía miedo y el dolor todavía era demasiado intenso-. Estuve muy enamorada de alguien una vez.

Lo dijo como si fuera un secreto terrible, y en su caso lo había sido. El profesor Thomas, no obstante, intuyó que la cosa iba mucho más lejos.

– Y te ocurrirá más veces, Gabriella -él sólo había amado a Charlotte, pero ellos eran un caso raro y afortunado-. Imagino que no salió bien.

Tenía la impresión de que la relación había terminado. Gabriella asintió y aspiró profundamente.

– Murió en septiembre -dijo con un susurro, pero no quiso entrar en detalles y él no le preguntó-. Me sentí morir, y casi lo consigo.

Gabriella recordaba con claridad el aborto, y aunque se encontraba mucho mejor todavía no estaba del todo recuperada.

– Lamento oír eso -dijo el profesor-. El amor no siempre termina de ese modo y nunca debería terminar así. Lo deja todo inacabado. Después de cuarenta años juntos, todavía tenía muchas cosas que decirle a Charlotte.

Gabriella asintió con la cabeza. Comprendía al profesor pero era incapaz de seguir hablando, y él, para tranquilizarla, se puso a charlar acerca de su esposa y de los relatos de Gabriella. Se preguntó cómo había muerto su enamorado. Supuso que de un accidente, pero jamás se lo habría preguntado. Él ya no estaba y ella tenía el corazón roto, y eso era lo único que importaba. El profesor, no obstante, no podía ni imaginar el alcance de la tragedia. Gabriella sabía que era demasiado desagradable para su bondadosa imaginación.

Esa noche regresaron a casa en taxi. Hacía frío y el profesor estaba muy animado porque acababa de cobrar su pensión y sabía que a Gabriella le había costado mucho contarle lo del hombre fallecido dos meses antes. Quería hacer algo especial por ella. y al bajar del taxi frente a la casa ambos alzaron la mirada al cielo al mismo tiempo. Estaban cayendo las primeras nieves del invierno y Gabriella recordó lo hermoso que aparecía el jardín del convento por esas fechas. De niña le encantaba jugar en él y las monjas siempre se lo permitían. Lo mencionó al entrar en casa y el profesor se alegró de verla sonreír. Gabriella necesitaba aferrarse a momentos felices. Todos lo necesitaban.

– Ha sido una noche maravillosa -dijo tras detenerse frente al cuarto del profesor-. Gracias.

– El placer es siempre mío, querida -dijo él con una leve reverencia.

Ella no se daba cuenta de las ganas con que el profesor esperaba esas veladas. La joven se estaba convirtiendo casi en una hija para él… o una nieta, y más aún después de haber compartido su secreto con él. Era una muestra de confianza que el anciano apreciaba de corazón.

– Estoy deseando que llegue el día de Acción de Gracias.

– Y yo -respondió Gabriella con una sonrisa.

Al principio lo había temido, pero ahora ya no le parecía tan terrible. Había perdido muchas cosas, pero también había encontrado algo, un diamante fulgurante en la nieve. Y mientras subía a su cuarto pensando en el profesor, se dijo cuán triste habría sido habérselo perdido.

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