Después de dejar a su padre, Gabriella se dirigió a la agencia de viajes de la Quinta Avenida y compró un billete de avión a San Francisco. Nada había sucedido como esperaba. Por un lado estaba triste y por otro se sentía aliviada. Al fin empezaba a comprender que lo ocurrido en su infancia no era culpa suya sino de sus padres, que no se debía a lo que ella era sino a lo que ellos no eran.
Su padre era un hombre vacío, frío, asustado, incapaz de hacer frente a la realidad y a las emociones sinceras. Todavía le sorprendía que en el despacho no la hubiera tocado una sola vez, y estaba segura de que él habría retrocedido si ella lo hubiese intentado. No la quería en su vida. Todavía la relacionaba demasiado con su madre. Pero ahora, por lo menos, Gabriella comprendía algo de él. Si su padre le había negado algo de niña era simplemente porque no tenía nada que dar, y probablemente tampoco su madre. Y tenía razón cuando dijo que era demasiado tarde. Su padre siempre conoció su paradero pero nunca la quiso lo suficiente para ir a verla. A Gabriella le dolía aceptarlo, pero por otro lado la liberaba. Era como si su padre hubiese muerto catorce años atrás. Durante todos estos años había sido como un padre desaparecido en combate, pero ahora tenía un cuerpo que enterrar.
Cuando regresó a la casa de huéspedes supo que Peter había llamado desde el hospital. Gabriella le telefoneó y le habló del encuentro con su padre.
– ¿Te sientes mejor ahora? -preguntó con preocupación.
– Más o menos.
Todavía le dolía que su padre no le hubiese dado siquiera un abrazo. Pero no era nada nuevo. De pequeña tampoco la abrazaba. El encuentro había despertado recuerdos muy dolorosos. Gabriella se daba cuenta ahora de que su padre sólo había sido tierno con ella la noche que la abandonó y probablemente porque se sentía culpable.
_Tenías razón en una cosa -prosiguió-. Creo que algunas respuestas están en mí.
peter se alegró de oír eso. Le inquietaba esa odisea del pasado en la que se había embarcado Gabriella. Sospechaba que la experiencia resultaba muy dolorosa.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó. Le estaban llamando por e busca y pronto tendría que colgar.
– Me voy a San Francisco mañana.
Sin saber por qué, Peter sintió que debía acompañarla, pero estaba seguro de que ella no se lo permitiría. Quería enfrentarse al dragón sola, por muy peligroso que éste fuera, y él la admiraba por ello.
– ¿Crees que es buena idea que vayas sola?
– Sí, lo creo.
Todavía le asustaba la idea de ver a su madre, pero tenía que hacerlo. Ella poseía las verdaderas respuestas. Sobre todo la que más le i mportaba: por qué nunca la quiso. Se sentía como una niña buscando respuestas debajo de las setas, como Alicia en el país de las maravillas o Dorothy en El mago de Oz, y así se lo dijo a Peter.
– Si esperas unos días, podría acompañarte.
– Tengo que hacerlo sola -explicó ella y prometió que le llamaría desde San Francisco.
– Cuídate, Gabbie. Te echo mucho de menos.
– Y yo a ti.
Era el preludio de una próspera relación, pero para ello Gabriella tenía que resolver por completo su pasado. Ahora comprendía que sin las respuestas que necesitaba no tendría nada que ofrecer a Peter y él nunca podría llegar hasta lo más hondo de ella. El dolor de la infancia y de saber que sus padres nunca la habían querido se interpondría siempre entre ellos. Gabriella no confiaría en Peter y viviría con el temor de que la abandonar como los demás. Y dicho temor acabaría destrozándoles.
– Llámame cuando llegues -dijo él antes de colgar.
Gabriella estaba muy pensativa cuando subió a hacer la maleta, y al ver el curto volvió a deprimirse. Estaba lleno de recuerdos y terribles pesadillas relacionadas con Steve. Pasó la noche en vela pensando en el viaje a San Francisco. Quería llamar a Peter, pero el teléfono estaba cuatro plantas más abajo y al final se quedó en la cama, esperando a que llegara la mañana.
Todos en la casa dormían aún cuando Gabriella se marchó después de dejar una nota a la señora Boslicki que decía: “He ido a San Francisco a ver a mi madre”. Qué bien sonaba, pensó, si hubiese sido una madre diferente.
El vuelo a San Francisco transcurrió con normalidad y cargada con su maleta, Gabriella cogió el autobús que iba a la ciudad. Hacía mucho frío para ser agosto. Había niebla y soplaba viento y todo el mundo decía que era típico de los veranos de San Francisco.
Se detuvo en una cafetería a comer algo y luego marcó el número que le había dado la madre Gregoria. En ese momento comprendió que hubiera debido llamar desde Nueva York. ¿Y si se encontraban fuera de la ciudad? Entonces salió una voz diciendo que dicho número estaba fuera de servicio. Gabriella decidió coger un taxi y presentarse en la dirección, pero la persona que le abrió la puerta dijo que ahí no vivía nadie con ese nombre. Estaba al borde de las lágrimas cuando el taxista le sugirió que llamar a información. Gabriella sólo sabía que el hombre con quien su madre se había casado años atrás se llamaba Frank Waterford. Lo recordaba como un hombre bien parecido que nunca le dirigía la palabra. Pero seguro que ahora sí le hablaría y siguió el consejo del taxista. El nombre de Frank Waterford aparecía en la avenida Veintiocho, en el barrio de Seacliff.
Gabriella marcó el número que le habían dado en información y contestó una voz de mujer que no sonaba como la de su madre. Preguntó por la señora Waterford y la mujer le dijo que el matrimonio había salido y estaría de vuelta a las cuatro y media. Sólo faltaba una hora y Gabriella decidió presentarse por sorpresa. Llegó a la casa a las cuatro y media en punto. Frente al garaje había un Bentley plateado.
Llamó al timbre con una mano mientras con la otra sostenía la vieja maleta que le habían dado al marcharse del convento. Aunque su vestuario había mejorado durante el último año, su maleta no. Era la primera vez que viajaba en su vida.
Abrió la puerta una mujer que vestía un jersey de cachemir amarillo y un collar de perlas. Aparentaba unos cincuenta y cinco años, y el color de su pelo, reforzado en la peluquería era rubio.
– ¿Sí? -preguntó mirando a Gabriella con expresión amable-. ¿En qué puedo ayudarla?
Con el pelo desmelenado por el viento y la vieja maleta, Gabriella parecía una fugitiva y aparentaba menos de veintitrés años. La mujer no tenía ni idea de quién era. Gabriella preguntó por la señora Waterford y se quedó de pierda cuando la mujer dijo que era ella. Había vuelto a equivocarse de casa. Se trataba de otro matrimonio Waterford.
– Lo siento -repuso la mujer después de que Gabriella le explicara que estaba buscando a su madre.
En ese momento un hombre alto y corpulento, de pelo canoso, se asomó por detrás de ella. Era el Frank Waterford que Gabriella recordaba, sólo que trece años mayor.
– ¿Ocurre algo? -preguntó. Entonces vio a la muchacha con la maleta. Parecía perdida pero inofensiva.
– Esta joven está buscando a su madre -explicó su mujer- y se ha equivocado de dirección.
– ¿Gabriella? -preguntó Frank, arrugando la frente.
Todavía recordaba su nombre, pero tenía un aspecto muy diferente. Ahora era una mujer.
– La misma -asintió ella-. ¿Señor Waterford?
El hombre sonrió, sor prendido.
– Estoy buscando a mi madre. Supongo que ya no vive aquí.
El matrimonio se miró.
– No -respondió Frank-. ¿Por qué no entras?
Frank parecía más amable y contento de verla que su padre. Entraron en la sala y le ofrecieron un refresco. Gabriella pidió un vaso de agua y la mujer fue a buscárselo.
– ¿Os habéis divorciado mi madre y tú? -preguntó con nerviosismo
Frank vaciló, pero al final decidió que no había razón para ocultar la verdad.
– No, Gabriella, no nos hemos divorciado. Tu madre murió hace cuatro años. Lo siento mucho.
La joven se quedó atónita. Su madre se había ido llevándose todos sus secretos. Gabriella nunca sería libre.
– Creí que tu padre te lo habría dicho -Frank tenía un suave acento sureño que Gabriella recordaba ahora, como también recordaba haber oído a su madre decir que era de Texas-. Le envié una copia de la esquela para que lo supiera, y pensé que te lo diría.
– Vi a mi padre ayer por primera vez después de catorce años y no me lo dijo. Pero tampoco le conté que pensaba venir aquí.
– Pero ¿no vivías con él? -preguntó perplejo FrankWaterford-. Tu madre me dijo que le había cedido tu custodia para casarse conmigo y que tu padre nunca la dejaba verte. Ni siquiera puso fotos tuyas por la casa porque decía que le resultaba demasiado doloroso.
Menuda gente, sus padres. Lo que le habían hecho no había sido un accidente, sino algo intencionado. Gabriella estaba trastornada por las mentiras que sus padres habían dicho a sus respectivos cónyuges para poder abandonarla.
– No puso fotos mías por la casa porque nunca me hicieron ninguna. Mi madre me dejó en el convento de San Mateo de Nueva York antes de irse a Reno y no volví a saber de ella. Sólo sé que cada mes enviaba un talón para pagar mi manutención, hasta que cumplí dieciocho años.
– Murió un año después -explicó Frank encajando finalmente las piezas del rompecabezas-. Tu madre me decía que los talones eran una donación para el convento porque las monjas se habían portado muy bien con ella en cierta ocasión. No tenía ni idea de que vivías allí.
Frank sintió de repente que le debía una disculpa, como si él hubiese participado en la perfidia, pero Gabriella sabía que no. Todo había sido obra de su madre.
– ¿Cómo murió?
– Cáncer de mama -respondió Frank mirándola. Era tanta la tristeza que halló en sus ojos que sintió deseos de abrazarla-. Tu madre no era una mujer demasiado feliz -dijo diplomáticamente-. Estoy seguro de que te echaba de menos.
– Por eso estoy aquí -explicó Gabriella, dejando el vaso sobre la mesa-. Quería hacerle algunas preguntas.
– Quizá yo pueda ayudarte -se ofreció Frank mientras su esposa escuchaba con interés y compasión.
– No lo creo. Quería preguntarle por qué me dejó y por qué… -intentó contener las lágrimas. No quería llorar delante de esa gente que no conocía, pero estaban siendo muy amables con ella y se hallaba en un momento difícil-. Por qué hizo las cosas que hizo antes de abandonarme.
Frank comprendió que eran preguntas dolorosas y empezó a sospechar que desconocía gran parte de la historia, de modo que decidió hablar con franqueza. No podía ser de otra forma y sentía que se lo debía a Gabriella. Era cuanto tenía para darle.
– Quizá no te guste lo que voy a decirte, Gabriella, pero es posible que te ayude. Mis nueve años de matrimonio con tu madre fueron los peores de mi vida. Habíamos hablado de divorciarnos poco antes de que enfermara, pero dadas las circunstancias tuve que seguir a su lado. Tu madre era una mujer fría, colérica, cruel y vengativa. Dudo que tuviera sangre en la venas. Ignoro qué clase de madre fue para ti, pero sospecho que no te trató mejor que a mí, y probablemente lo mejor que pudo hacer por ti fue dejarte en el convento. Era una mujer detestable. -hablaba desapasionadamente. Su esposa le dio unas palmaditas en la mano-. Lamento mucho que te abandonara, pero me temo que nunca hubieras sido feliz con ella, ni siquiera estando yo en la casa. Cuando empecé a salir con ella en Nueva York, me prohibió que hablara contigo. Yo no entendía por qué. Eras la criatura más encantadora que había visto en mi vida, y yo adoro a los niños. Tengo cinco hijos en Texas, y los cinco decidieron no volver a pisar esta casa cuando me casé con tu madre. Eloise los odiaba. Y ellos, por su padre, la odiaron hasta el día de su muerte, y no le culpo. Para entonces yo tampoco tenía a tu madre en gran estima. Apenas poseía cualidades. Su nota necrológica fue inusualmente breve, pues a nadie se le ocurrió nada bueno que decir sobre ella -de repente recordó algo-. Cuando estábamos en Nueva York me dijo que tú habías destrozado su matrimonio. Nunca llegué a entenderlo, pero presentía que tenía celos de ti y que por eso cedió tu custodia a tu padre. No te quería en su vida, cariño, pero jamás se me pasó por la cabeza que te hubiera abandonado. De haberlo sabido no me habría casado con ella. Una mujer capaz de hacer una cosa así no puede tener corazón. Pero ahora que la conozco bien, la creo muy capaz de ello. Resulta increíble que durante todos estos años yo no haya sabido nada de ti. Pensaba que a tu madre le resultaba demasiado doloroso el haber renunciado a ti, así que nunca te mencionábamos.
La historia era, ciertamente, increíble. Tanto su padre como su madre la habían olvidado, enterrado con el pasado.
Gabriella contó a los Waterford lo que su madre le había hecho. Habló de las palizas, los hospitales, las heridas, el odio, las acusaciones, la indiferencia de su padre. La historia era larga y cuando hubo terminado los tres estaban llorando. Frnak Waterford le acariciaba una mano y Jane, su mujer, le había rodeado los hombros. Eran personas realmente amables y Gabriella sabía que su madre no había sido digna de Frank. Había tenido suerte y él había pagado un alto precio por el placer de su compañía.
– Quería preguntarle -prosiguió Gabriella entre lágrimas- por qué nunca me quiso.
Era la clave, la respuesta última. Pero ya nunca la sabría. ¿Por qué sus padres nunca la quisieron? ¿Era culpa de ella o de ellos? Gabriella había esperado queso madre se disculpar, que le suplicara perdón, que le dijera que siempre la había querido pero no sabía cómo demostrárselo. Cualquier cosa habría sido preferible al crudo odio que había sentido en sus manos y visto en sus ojos durante los primeros diez años de su vida. Pero ahora ya no podía preguntárselo.
– La respuesta es muy sencilla, Gabbie -dijo Frank enjugándose los ojos-. Eloise era incapaz de amar. No tenía nada que dar. No me gusta hablar mal de los muertos, pero tu madre era peor que una serpiente. Estaba enferma. Nunca he conocido a un ser humano tan detestable. Durante los primeros cinco años de matrimonio pensé que era culpa mía, que la había decepcionado o no era lo bastante bueno para ella. Pero luego me di cuenta de que no tenía nada que ver conmigo, y a partir de ahí me sentí mejor. Empezó a darme pena, pero seguía siendo muy difícil vivir con ella.
“Lo que te hizo es imperdonable y tendrás que vivir con las cicatrices el resto de tu vida. Tendrás que decidir si quieres perdonarla u olvidarla como ella hizo contigo. Pero hagas lo que hagas, debes saber que no fue culpa tuya. Cualquier ser humano, salvo los dos con quienes te tocó vivir, te habría querido. Tuviste mala suerte, eso es todo. Fuiste a parar a unos padres malvados. Quizá te parezca una respuesta fácil, pero creo que eso fue lo que pasó. Tu madre era una persona horrible. De haber estado viva, habría sido incapaz de darte una respuesta. Su corazón estuvo vacío de amor desde el día que la conocí. Era muy hermosa y divertida, pero esto último duró poco. Su maldad salió a la superficie en cuanto nos casamos. Y así fue hasta el día de su muerte. No tenía nada que ver contigo, Gabbie. Tú simplemente estabas en la cola equivocada en el cielo, en el momento equivocado, cuando se hizo el reparto de padres.
¿Era eso entonces?, se preguntó Gabriella, ¿así de sencillo? En el fondo sabía que era cierto. El hecho de que sus padres no la hubieran querido no tenía nada que ver con ella. Por fin tenía la respuesta. Todo había sido un error del destino, un capricho de la naturaleza, la colisión de dos planetas que hubieran debido coexistir, y cuya explosión la había alcanzado de lleno. Eloise Harrison Waterford nunca había querido a nadie. No tenía amor para dar, ni siquiera a su hija. Gabbie sintió de repente una gran paz. Había llegado al final del camino y ya podía irse a casa. La odisea había durado veintitrés años. O tras personas tardaban más, pero Gabriella había reunido el valor suficiente para enfrentarse a la suya. Quería respuestas y había tenido e coraje de llegar hasta el final. Todos tuvieron razón desde el principio. Era una persona muy fuerte y ahora lo sabía. Ya no podían hacerle más daño. Había sobrevivido.
Los Waterford le pidieron que se quedara a cenar y Gabriella aceptó encantada. Le conmovía la idea de que Frank hubiera sido su padrastro durante trece años y apenas supiera nada de él. Jane, por su parte, era una mujer encantadora. También viuda, llevaban tres años casados y era evidente que se adoraban. Jane le contó que Frank estaba muy mal cuando lo conoció y que, gracias a Eloise, había empezado a odiar a las mujeres, pero ella había arreglado eso.
– No creas una palabra, Gabbie -rió Frank-. Jane era una viuda indefensa y yo la rescaté de las garras de un viejo ricachón de Palm Beach. Me casé con ella antes de que el tipo se diera cuenta.
La invitaron a pasar la noche, pero Gabriella no quería molestar y dijo que dormiría en un hotel próximo al aeropuerto. Frank, no obstante, insistió. Dijo que se lo debía después de una ausencia tan larga. Gabriella pensó en lo diferente que hubiera sido su vida con él. Pero seguro que su madre lo habría estropeado todo y al final decidió que Frank probblemente tenía razón. Lo mejor que había hecho su madre por ella había sido abandonarla. De lo contrario, arde o temprano habría sucumbido a su crueldad.
Le dieron una habitación muy bonita con vistas a la bahía y el Goleen Gate, y por la mañana la criada le sirvió el desayuno en la cama. S e sentía como una princesa, y decidió telefonear a Peter antes de salir para el aeropuerto. Estaba fuera de servicio y se alegró muchísimo de oírla.
Gabriella le habló de los Waterford y Peter se alegró de que todo hubiera ido bien y no hubiese visto a su madre. Al igual que Frank Waterford, estaba seguro de que ésta habría encontrado alguna forma de herir a Gabbie, no se sorprendía de lo que Frnak había dicho y estaba encantado de que la búsqueda hubiese terminado. Gabriella hablaba con una serenidad desconocida. Dijo que tenía previsto regresar a Nueva York esa misma noche, pero él tenía una idea mejor. Disponía de cuatro días libres y comentó que le encantaba San Francisco.
– ¿Por qué note quedas y me reúno contigo? -le sugirió.
Gabriella no sabía qué decir. Todo era demasiado reciente, pero por lo menos había dejado atrás sus fantasmas. Había hecho las paces con ellos. Con Joe, con Steve e incluso con sus padres. Ahora comprendía lo que le había sucedido. En cierto modo, Frank estaba en lo cierto: no había tenido suerte a la hora del reparto de padres. Era como si un rayo la hubiese alcanzado. Y durante todos estos años había creído que era culpa suya. Las palizas, la crueldad, el abandono, incluso el hecho de que no la hubiesen querido. Había aceptado la culpa de todo. Y ahora se daba cuenta de que ni siquiera la muerte de Joe era enteramente culpa suya. Él había tomado la decisión de quitarse la vida.
– ¿Qué me respondes? -preguntó Peter, y ella sonrió lentamente mientras contemplaba la vista desde la habitación de invitados de los Waterford
– Me encantaría -dijo, capaz por fin de abrirle su corazón.
Ignoraba qué ocurriría entre ellos, pero si era algo bueno, probablemente lo merecía. Ya no sentía que estaba maldita o destinada al castigo para siempre. Por eso había ido allí, para liberarse del peso con que le habían condenado vivir.
– Saldré esta misma tarde -dijo entusiasmado Peter-. Reservaré una habitación de hotel.
Pero cuando los Waterford se enteraron, insistieron en que ambos se alojaran en su casa. Eran las personas más amables y hospitalarias que Gabriella había conocido en su vida, y parecían realmente encantados de tenerla.
– Quiero echarle un vistazo a mi nuevo yerno para asegurarme de que no te equivocas -bromeó Frank.
Gabbie les había contado cómo lo había conocido y también lo ocurrido con Steve Porter. La historia les había horrorizado, pero estaban impacientes por conocer a Peter.
Y cuando Gabriella fue buscarlo en taxi al aeropuerto, Frank explicó a su mujer lo mucho que lamentaba la terrible infancia que había padecido Gabriella. Y se culpó a sí mismo por no haberlo percibido y a Elosie por el monstruo que había sido. Deseaba compensar a Gabbie de algún modo. Y se alegraba de ver que era una muchacha sensata. Le costaba creer que hubiera sobrevivido a tanta tragedia.
– Es una buena chica -dijo y Jane estuvo de acuerdo.
Y en el momento en que salían al jardín para contemplar la vista que tanto querían, Peter aterrizaba en el aeropuerto.