17.-

El día de Acción de Gracias fue una fiesta muy hermosa para todos. Un grueso manto de nieve cubría las calles y la ciudad entera se había detenido. La gente esquiaba en Central Park y los niños hacían muñecos de nieve en la calle. La señora Boslicki preparó un pavo inolvidable. Era tan grande que a duras penas había cabido en el horno. Y como cada año, el profesor Thomas fue el encargado de trincharlo. Todo el mundo tenía alguna historia divertida que contar acerca de otras celebraciones donde todo había salido al revés, de familiares espantosos o de detalles absurdos sobre la infancia.

Y después de comer salieron a dar un paseo. El restaurante Baum’s había cerrado ese día y Gabriella se alegraba de pasarlo con los demás huéspedes. Era como la hija, la sobrina o la nieta favorita de cada uno de ellos. En los dos meses escasos que llevaba en la casa, todos le habían tomado un gran cariño.

Y el resto del fin de semana lo pasaron hablando de las compras de Navidad. La señora Boslicki y la señora Rosenstein fueron de compras a Macy’s y aseguraron que no cabía un alfiler. Y Gabriella, que tenía el fin de semana libre, lo pasó en su habitación escribiendo un relato, y el domingo por la noche dejó cae el cuaderno en el regazo del profesor con expresión altanera.

– ¡Toma! Para que no te quejes más.

– Vale, vale… Y ahora, veamos qué has escrito.

Hasta él se quedó atónito esta vez. Era un relato navideño brillante, lleno de dramatismo y de escenas conmovedoras. Estaba elegantemente escrito, y el sorprendente giro del final era genial. Cuando hubo terminado de leerlo el profesor dejó escapar un silbido de admiración. Gabriella le había estado observando desde un rincón, sobre una cómoda butaca, con los brazos cruzados.

– ¿Te ha gustado? -preguntó con nerviosismo.

– ¿Qué si me ha gustado? ¡Me ha encantado!

El `profesor estaba entusiasmado e insistió en que había que publicarlo. Esta vez no iba a permitir que Gabriella lo negara.

– Todavía tengo que pulirlo.

– ¿Qué tal si te hago algunas correcciones primero? -sugirió el profesor, y se guardó el cuaderno en el bolsillo antes de que ella protestase.

Luego le propuso una partida de dominó para distraerla, y Gabriella estaba tan contenta que hubiera hecho cualquier cosa por complacerle. Había trabajado duro y estaba muy satisfecha con el resultado. Incluso ella tenía que admitir, aunque regañadientes, que era su mejor relato. Esa noche ganó al profesor al dominó y se fue a dormir con una profunda sensación de victoria y feliz de haber terminado el relato. Había estado trabajando en él hasta las tres de la madrugada. Era la primera vez que sentía un dominio pleno del tema, y la sensación resultaba embriagadora.

Al día siguiente fue al trabajo con la alegría todavía a flor de piel. Después de haber cerrado durante el fin de semana, el señor Baum había decidido abrir el lunes. El profesor Thomas seguía visitando a Gabriella cada día, unas veces acompañado de otro inquilino y otras solo, y esa tarde, antes de marcharse del restaurante, Gabriella le rogó que fuera con cuidado. La nieve se había helado y el suelo estaba resbaladizo.

Los clientes se hallaban de muy buen humor ese día y todos hablaban de los preparativos de Navidad. Incluso los Baum, tras haber pasado el día de Acción de Gracias con sus tres hijas, estaban más habladores de lo normal y recibían a sus clientes con una alegría impropia de ellos. Preguntaron a Gabriella cómo había pasado las fiestas, lo cual tampoco era normal, pues en realidad la veían como una simple trabajadora y no parecían interesados en saber de ella.

Y esa noche, cuando Gabriella llegó a casa, la señora Boslicki asomó la cabeza por el vestíbulo y le hizo señas para que se acercara. Gabriella temió que al profesor le hubiese ocurrido algo, pero la casera parecía muy animada para ser la portadora de malas noticias.

– Tenemos un nuevo huésped -dijo con aire triunfal. Llevaba varias semanas intentando alquilar la habitación del viajante.

– Estupendo -la felicitó Gabriella, aliviada.

En a penas dos meses el profesor se había convertido en alguien muy importante para ella. Era su única familia, y a veces Gabriella se preocupaba tanto por él que hasta tenía pesadillas. Todavía dormía a los pies de la cama, y aún más desde que dejó el convento.

– Es muy guapo -añadió la señora Boslicki.

– Qué bien -dijo Gabriella sin entender qué tenía que ver eso con ella.

La señora Boslicki, sin embargo, parecía encantada. Gabriella sonrió y se preguntó si habría tenido un flechazo con el nuevo inquilino.

– Tiene veintisiete años y es muy inteligente. Ha ido a la universidad.

Gabriella sonrió de nuevo, ligeramente divertida. Los hombres le traían sin cuidado, por muy inteligentes o atractivos que fueran. El único hombre que necesitaba hora en su vida era el profesor.

– Buenas noches, señora Boslicki.

Había tenido un día duro, pero las propinas habían sido generosas. Últimamente se había comprado algo de ropa y sospechaba que los Baum se alegraban tanto como ella, pues más de una vez habían hecho comentarios sobre sus horribles vestidos. Ahora casi siempre vestía faldas y jerseys. También se había comprado un collar de perlas falsas, y un día que se miró al espejo temió que estuviera empezando a parecerse a su madre, pero al profesor le encantaba su aspecto y no dudaba en hacérselo saber. Siempre le decía que era idéntica a Grace Kelly.

Gabriella se alegraba de que la habitación del nuevo huésped estuviera en la segunda planta y de que no tuviera que compartir el cuarto de baño con él. Su baño era sólo para mujeres. Y confió en que pasara mucho tiempo antes de encontrárselo.

Pero al día siguiente tropezó con él cuando salía hacia el trabajo envuelta en un grueso abrigo gris, una de sus últimas adquisiciones, y unas orejeras blancas. El nuevo huésped estaba en la puerta ayudando a la señora Boslicki con una bolsa de comestibles y sonrió amablemente a Gabriella.

– Hola, soy Steve Porter -dijo-, el nuevo niño del barrio.

– Hola -dijo ella, alegrándose inconscientemente de que no le resultara tractivo.

Steve Porter era un joven de cabello negro y espeso y ojos oscuros, y alto y delgado aunque de espalda ancha. Tenía un aspecto muy distinguido, pero Gabriella notó algo en él que no le gustaba, y camino del trabajo dedujo que era su arrogancia. Se sentía muy seguro de sí mismo y se tomaba demasiadas confianzas. Era muy distinto de Joe, que para ella se había convertido en un modelo de perfección. Desde el primer momento había notado que el nuevo huésped no le agradaba, y así se lo hizo saber al profesor durante una partida de dominó.

– ¡No seas quisquillosa! -le espetó el anciano-. Es un muchacho agradable. Es guapo y probablemente lo sabe, pero eso no le convierte en un villano.

– No me gusta -insistió Gabriella.

– Lo que pasa es que tienes miedo de que vuelvan a hacerte daño. Has de saber que no todos mueren o se marchan, ni todos van a herirte -repuso él.

Gabriella sacudió la cabeza, y negándose a continuar con la conversación, mostró un súbito interés por ganar, pero ambos sabían que fingía. El profesor tuvo la sensación de que estaba asustada. La presenciad e Steve Porter en la casa constituía una amenaza para ella, lo cual no era de extrañar después de haber pasado toda su adolescencia en un convento.

– No te preocupes más -le tranquilizó el profesor-. Es probable que él tampoco esté interesado en ti.

Advirtió que Gabriella ponía cara de alivio, pero en el fondo esperaba estar equivocado y que Steve acabara interesándose por ella. Parecía un buen tipo y el anciano opinaba que sería bueno para Gabriella tener una auténtica cita. La joven no mostraba interés por ver a nadie salvo a él, lo cual resultaba muy halagador pero poco saludable para ella. Decidió que a lo mejor, si dejaba el tema de lado, los dos jóvenes acabarían encontrándose.

Durante las semanas siguientes, sin embargo, Gabriella hizo lo posible por esquivar a Steve Porter, hasta el punto de mostrarse grosera con él, lo cual no era propio de ella, siempre tan cortés con todo el mundo. Mas no con Steve. A él le reservaba su lado más gruñón, aunque el joven no parecía darse cuenta. Siempre estaba de buen humor y era muy amable con la gente mayor. Compró un precioso árbol de Navidad y lo instaló en la sala de estar. También compró los adornos, pues la señora Boslicki nunca se había molestado en hacerlo y además temía ofender a sus huéspedes judíos. A nadie, no obstante, pareció importarle y todos opinaron que Steve era un hombre encantador. Acababa de llegar de Des Mines y estaba buscando trabajo en el mundo de l informática. Acudía a entrevistas cada mañana y cada tarde y siempre iba bien vestido. En la casa todos tenían buena opinión de él salvo Gabbie. Y todos pensaban que sería fantástico que se enamoraran. Steve era muy amable con ella, pero Gabbie le dejaba siempre muy claro que no tenía ningún interés en él.

Y una mañana que salí hacia el trabajo Steve consiguió irritarla de veras. Había comprado guirnaldas de Navidad para todos y colgado una en la puerta de Gabriella sin su permiso. Ella no quería estar en deuda con él y se indignó, pero pensó que era peor quitarla y acabó dejándola contra su voluntad. Y estuvo refunfuñando durante todo el trayecto al trabajo.

– Pareces muy contenta esta mañana -bromeó el señor Baum cuando la vio entrar.

No era normal ver a Gabbie de mal humor, pero hoy lo estaba y mucho, pero no se atrevió a preguntarle qué había ocurrido.

Sólo faltaba una semana para Navidad, y aunque había cierto nerviosismo en el ambiente la mayoría de la gente estaba de buen humor. La fiestas navideñas parecían sacar lo mejor y lo peor de cada uno. El señor Baum adoraba la Navidad y la señora Baum se había pasado varias semanas haciendo unas casas preciosas de pan de jengibre para los niños. Las hacía cada año y siempre eran las más bonitas de la calle Ochenta y seis. La gente entraba en el establecimiento nada más asomarse al escaparate, y hoy no era una excepción. Había media docena de personas frente al mostrador y la caja registradora mientras sus hijos señalaban la casa que querían. Estaban adornadas con caramelos, chocolate y azúcar hilado. A Gabriella le encantaba mirarlas mientras soñaba con haber tenido algo tan mágico de niña. Pero en la infancia de Gabriella no había habido lugar para la magia ni para las casas de pan de jengibre o las visitas de Papá Noel. Su madre siempre se había mostrado especialmente malvada en Navidad, y nunca olvidaba castigarla.

Estaba atendiendo una mesa, tratando de no pensar en ello, cuando una mujer entró en el local con una niña pequeña que señalaba entusiasmada una casita de pan de jengibre.

– ¡Ésa! ¡Ésa!

Tenía unos cinco años y estaba tan exaltada que apenas podía contenerse. Su madre le sujetaba la mano y le decía que se calmara, que iban a comprarla. Y cuando les llegó el turno la niña empezó a aplaudir y a dar saltitos de alegría. Llevaba un sombrero muy gracioso, con una campanilla en lo alto, y cuando brincaba hacía un tilín que a Gabriella le sonó a magia navideña. Pero en uno de los brincos la pequeña dio un traspié y cayó al suelo. La madre la agarró del brazo y tiró bruscamente de ella, y la niña empezó a llorar mientras se masajeaba el codo.

– Te dije que te estuvieras quieta -la reprendió la madre-. Te lo estabas buscando. Como vuelvas a caerte, Allison, te daré un bofetón.

Olvidándose del pedido que acababa de anotar, Gabriella había contemplado la escena con espanto. La expresión perversa de la mujer y sus palabras le resultaban demasiado familiares. La niña lloraba cada vez con más fuerza, pues el brusco tirón le había dislocado el brazo. A Gabriella le había ocurrido lo mismo en una ocasión en que su madre tiró de su brazo con tal fuerza que el codo se le salió de la cuenca. Todavía recordaba el dolor. Finalmente su padre le había encajado el codo efectuando un tirón y un giro rápidos. Más tarde él y su madre discutieron y luego ella se desquitó con Gabriella. Pero esta mujer estaba furiosa pese a los gemidos de dolor de su hija, así que Gabriella se acercó para sugerirle que el codo podía estar dislocado.

– No diga tonterías -le espetó la mujer mientras los Baum observan la escena-. Es puro cuento. -pero Allison no tenía pinta de estar fingiendo-. ¿Quieres una casa o no? -le dijo la madre. Volvió a tirarle del brazo y la gente que estaba mirando hizo una mueca de dolor. Era evidente que esta vez la madre le había hecho daño de verdad-. Allison, si no dejas de llorar te bajaré los pantalones y te azotaré delante de toda esta gente.

– No hará nada de eso -dijo Gabriella con calma mientras una ola de adrenalina se apoderaba de ella. No tenía intención de quedarse con los brazos cruzados.

– ¿Quién se ha creído que es para decirme cómo tengo que disciplinar a mi hija?

La mujer estaba indignada. Llevaba un abrigo de visón e iba camino de su apartamento de Park Avenue. Gabriella conocía demasiado bien la escena. Y la palabra “disciplinar” disparó una alarma en su corazón.

– Usted no la está disciplinando -respondió con una voz que no reconocía en ella-. La está humillando y atormentando delante de toda esta gente. ¿Por qué no le pide perdón? ¿Por qué no le arregla el brazo si le quita el abrigo verá que está dislocado.

La mujer se volvió indignada hacia el señor Baum.

– ¿Quién es esta chica? ¿Cómo se atreve a hablarme así?

Y como la niña seguía llorando, la madre le dio otro tirón de brazo. La criatura soltó un aullido. Sin más titubeos, Gabriella la apartó suavemente de la madre, le quitó el abrigo y comprobó que sus sospechas eran acertadas: el brazo colgaba inerte y al tocarla la niña soltó un grito.

– ¡Aparte sus manos de mi hija! -gritó la mujer-. ¡Que alguien llame a la policía!

Gabriella replicó con voz gélida:

– Me parece muy bien. Llamemos a la policía y expliquémosle lo que le ha hecho a su hija. Y ahora, si vuelve a abrir la boca le daré un bofetón.

Y mientras la mujer miraba boquiabierta, Gabriella se volvió hacia la chiquilla y rezando para que todo saliera bien, procedió a hacer lo mismo que su padre había hecho con ella. Tiró del brazo con un chasquido horrible y l o giró bruscamente. En ese momento el llanto cesó y la niña volvió a sonreír. El codo dislocado había vuelto a su cuenca. Pero tras salir de su asombro la mujer arrebató a Gabriella el abriguito y temblando, se lo embutió a la pequeña.

– ¡Si vuelve a tocar a mi hija llamaré a la policía y haré que la detengan! -gritó mientras se dirigía a la salida.

– Y si yo la veo haciéndole eso a su hija otra vez, declararé contra usted en los tribunales y ya veremos a quién detienen.

La mujer no le dio las gracias por lo que había hecho, pero Gabriella conocía bien este tipo de situaciones. Simplemente se alegraba de haber acabado con el dolor de la pequeña. La niña se encontraba ahora en la puerta, con el abrigo puesto, llorando por la casa de pan de jengibre.

– Mami, dijiste que me la comprarías.

– Después de lo que has hecho, Allison, olvídalo. Nos vamos a casa. Papá se enterará de lo mala que has sido y te dará unos buenos azotes. Has avergonzado a mamá delante de toda esa gente.

La mujer estaba concentrada en la niña y no vio la expresión de horror en los demás clientes. Era un auténtico monstruo, pero a Gabriella la escena le resultaba muy familiar.

– ¡Pero me has hecho daño en el brazo! -gimió la criatura mientras miraba por encima del hombro a Gabriella.

Quería quedarse, quería buscar protección de la única mujer amable que había conocido. Gabbie enseguida pensó en Marianne Marks, la mujer que le había dejado probarse la diadema y en lo mucho que anheló ser su hija. Siempre había personas como ella que se cruzaban en el camino de los niños que sufrían y nunca llegaban a conocer o ver el deseo que engendraban en ellos.

Gabriella vio como Allison salía por la puerta empujada por su madre. Esa tarde se quedaría sin casa de pan de jengibre. La madre seguía recordándole lo horrible que era, que todo era culpa suya, que si no fuera tan mala mamá no tendría que pegarle. Gabriella se volvió hacia los Baum con la mirada vidriosa y el estómago dolorido. Pero lo que vio en ellos la espantó aún más que lo ocurrido entre Allison y su madre. Estaban furiosos con ella. Nunca habían presenciado una escena así. No podían creer que Gabriella les hubiera puesto en una situación tan incómoda, que hubiera desafiado a un cliente por muy equivocado que estuviera y estropeado la venta de una de sus casas de pan de jengibre. De hecho, dedujo la señora Baum, Gabriella probablemente estaba loca. Y lo había estado durante un minuto. Si la mujer del abrigo de visón la hubiera provocado un poco más, la habría abofeteado par que supiera lo que se sentía. Sus recuerdos al respecto eran muy vívidos. Todavía recordaba el día que su madre la golpeó hasta dañarle el tímpano.

– Quítate el delantal -dijo con calma el señor Baum mientras eran observados por clientes y empleados-. Estás despedida.

Alargó una mano para coger el delantal mientras su mujer asentía con la cabeza.

– Lo siento, señor Baum -dijo Gabriella. No quería discutir por su empleo, sino por la salvación de un aniña que no tenía a nadie más en el mundo que la defendiera-. Tenía que hacerlo.

– No tenía derecho a intervenir. Es su hija y tiene derecho a hacer con ella lo que quiera.

Reflejaba las convicciones de todo el mundo que creía que los padres tenían derecho a hacer lo que quisieran con sus hijos, por muy cruel, peligroso, inhumano o violento que fuera. Pero ¿qué ocurriría si nadie les detenía? ¿Quién podría defender a esos niños? Sólo los fuertes y valientes. No los cobardes como los Baum o el padre de Gabriella. A ella nunca la habían defendido.

– ¿Y si llega a matarla en este establecimiento? ¿Y si la mata cuando llegue a casa, señor Baum? ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Qué dirá mañana cuando lo lea en el periódico? ¿Qué lo siente, que ojalá hubiera hecho algo, que cómo iba a saberlo? Pues lo sabía. Todos lo sabemos. La gente lo ve pero la mayoría de las veces pasa de largo porque no quiere enterarse, porque le asusta y le violenta, porque es demasiado doloroso. ¿Y para la niña, señor Baum? También es doloroso para ella. Era su brazo el que colgaba fuera de la cuenca, no el de la madre.

– Sal de mi restaurante, Gabriella, y no vuelvas nunca -dijo el señor Baum-. Eres peligrosa y estás loca.

Y sin más, se volvió para atender a sus clientes, quienes, a pesar de lo que habían visto y oído, solo querían olvidar.

– Espero ser peligrosa para gente como ésa -dijo Gabriella mientras dejaba el delantal sobre el mostrador-. Espero serlo siempre. Las personas como ustedes, las que vuelven la cara, son el verdadero peligro.

Se refería tanto a los clientes como a los señores Baum, que se sentían demasiado incómodos para mirarla. Gabriella fue recoger su abrigo y en ese momento vio al profesor Thomas por primera vez. El hombre había entrado justo cuando la niña empezaba a llorar y lo había visto todo con estupefacción. Sin decir palabra, ayudó a Gabriella a ponerse el abrigo y salieron del restaurante cogidos del brazo. Notó que la joven temblaba violentamente, pero Gabriella caminara erguida y orgullosa, y cuando finalmente se detuvo estaba llorando.

– ¿Viste lo ocurrido? -susurró.

Apenas podía hablar y todavía tiritaba. El profesor pensó que en su vida había admirado tanto a alguien, y quería decírselo, pero esperó a que se le pasara un poco la emoción.

– Eres una mujer extraordinaria, Gabriella, y estoy orgulloso de ti. Lo que hiciste en ese restaurante fue increíble. La mayoría de la gente no puede entenderlo.

– Porque tiene miedo -dijo Gabriella con tristeza mientras se alejaban. El anciano le había rodeado los hombros con su brazo. Quería, ante todo, protegerla, tanto del pasado como del futuro-. Es más fácil fingir que no lo ves. Eso es lo que siempre hacía mi padre. Simplemente dejaba hacer a mi madre.

Era la primera vez que Gabriella hablaba de su infancia al profesor, y éste sabía que había más, mucho más, e intuía que se lo contaría cuando estuviese preparada.

– ¿Te pasó a ti algo parecido? -preguntó con tristeza.

Él no tenía hijos, pero no podía comprender que la gente los tratara así. Escapaba a su entendimiento.

– Y cosas mucho peores -confesó Gabriella-. Mi madre me pegaba hasta cansarse y mi padre no hacía nada por evitarlo. Sólo me salvó el hecho de que mi madre me abandonara. Soy casi sorda de un oído, casi todas mis costillas han estado fracturadas y tengo varias cicatrices. Me dieron puntos, tuve morados y conmociones cerebrales. Mi madre me dejaba sangrando en el suelo y luego me pegaba con más saña aún porque había ensuciado la moqueta. No me dejó en paz hasta que me abandonó.

– Dios santo…

Los ojos del profesor se habían llenado de lágrimas. No podía imginar siquiera semejante pesadilla, pero la creía. Explicaba muchas cosas sobre Gabriella, por qué era tan cauta y tímida con la gente, por qué había querido vivir refugiada en un convento. Pero ahora entendía por qué la gente le decía que era fuerte. Gabriella era más que fuerte. Tenía la fuerza de un alma que había desafiado al mal. Había padecido pesadillas inimaginables y sobrevivido a ellas. Era una persona íntegra y sumamente fuerte. Pese a sus esfuerzos por destruirla, su madre nunca consiguió aniquilar su espíritu. Y eso mismo le dijo mientras regresaban a casa de la señora Boslicki.

– Por eso me odiaba tanto -Gabriella estaba orgullosa de lo que había hecho por la niña del restaurante. Le había costado su trabajo, pero valía la pena-. Siempre supe que quería matarme.

– Es terrible decir una cosa así de una madre, pero te creo -dijo él- ¿Dónde está ahora?

– Lo ignoro. Supongo que en San Francisco. No he vuelto a saber de ella desde que me abandonó.

– Mejor. Es preferible que no vuelvas a tener contacto con ella. Ya te ha causado suficiente daño.

Al profesor, no obstante, le costaba aún más comprender al padre que nunca hizo nada por evitarlo. En su opinión, los dos eran peor que animales.

Llegaron casad e la mano y al entrar en la sala de estar se encontraron con la señora Rosenstein. La mujer sabía que Gabriella trabajaba hasta mucho más tarde y enseguida se inquietó. Pensó que al profesor le había sucedido algo y que Gabriella lo traía a casa, pero era ella quien tenía el problema.

– ¿Estáis bien? -preguntó angustiada, y ambos asintieron con la cabeza.

– Acaban de despedirme -explicó Gabriella. Ya no temblaba y se sentía extrañamente serena.

El profesor Thomas fue a buscar dos vasos de brandy a su cuarto.

– ¿Por qué? -preguntó la señora Rosenstein. El anciano regresó a la sala con un tercer vaso, pero la mujer rechazó la invitación y él se ofreció a bebérselo en su nombre-. Pensaba que te iba bien.

– Y así era -sonrió Gabriella, sintiéndose de repente libre y fuerte. El brandy le quemaba la lengua, los ojos y la nariz, pero después de quemarle también la garganta decidió que le gustaba-. Todo iba bien hasta que abrí la boca y amenacé a un cliente con abofetearle. -sonrió. Ahora casi le parecía divertido, pero ella y el profesor sabían que no lo era.

– ¿Alguien se te puso fresco?

La señora Rosenstein había supuesto que se trataba de un hombre y le indignó que alguien le hiciera eso a la muchacha.

– Te lo explicaré más tarde -dijo el profesor tras apurar el segundo vaso.

En ese momento apareció la señora Boslicki, alarmada por el revuelo causado en el vestíbulo.

– ¿Qué ocurre? ¿Estáis de fiesta y habéis olvidado invitarme?

– Tenemos algo que celebrar -dijo Gabriella riendo. Empezaba a sentirse algo achispada y no le importaba. Había sido un día duro, repleto de recuerdos desagradables, pero lo había superado y ahora se sentía más fuerte.

– ¿Y qué celebramos? -preguntó alegremente la señora Boslicki.

– Que me han despedido -respondió Gabriella con una risita.

– ¿Estás borracha? -la casera miró al profesor.

– Se lo ha ganado, créeme -repuso éste, y de pronto recordó que en realidad sí tenían algo que celebrar. Por eso había ido al restaurante. Sacó un sobre de su bolsillo y se lo tendió a Gabriella. Contrariamente a sus predicciones, la respuesta sólo había tardado dos semanas en llegar-. Si no estás demasiado achispada -dijo cariñosamente-, árelo y lee.

Gabriella lo hizo con gesto algo ebrio. Era la primera vez que bebía brandy y lo cierto era que la había calmado. Pero cuando empezó a leer la carta sus ojos se abrieron como platos y para cuando llegó al final ya estaba totalmente serena.

– ¡Oh, dios mío…! No me lo puedo creer. ¿Cómo lo hiciste?

Se volvió hacia el profesor y empezó a dar brincos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la señora Boslicki. Se habían vuelto todos locos. Probablemente llevaban rato bebiendo-. ¿le h tocado la lotería?

– Mejor aún -contestó Gabriella mientras abrazaba a su casera, a la señora Rosenstein y finalmente al profesor.

Sin decir nada, el anciano había enviado el último relato de Gabriella al New Yorker y la revista había decidido publicarlo en el número de marzo. En la carta le comunicaban que iban a enviarle un talón y preguntaban si tenía agente literario. Le pagarían mil dólares. De la noche a la mañana, gracias al profesor, Gabriella se había convertido en una escritora con una obra publicada.

– Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

El profesor y la madre Gregoria tenían razón. Era buena. Podía hacerlo.

– Sólo quiero que me lo agradezcas escribiendo más. Yo seré tu agente, a meno que quieras buscarte uno de verdad.

Gabriella, no obstante, todavía no necesitaba agente, aunque el profesor estaba seguro de que con el tiempo lo necesitaría. Tenía talento para llegar a ser una gran escritora. Lo había visto claramente la primera vez que leyó uno de sus relatos.

– Puedes ser mi agente y lo que quieras. Es el mejor regalo de Navidad que he tenido en mi vida.

A Gabriella ya no le importaba haber perdido el trabajo. Ahora era escritora, y siempre podía trabajar de camarera en otro lado.

Una vez los demás se hubieron ido a la cama, ella y el profesor se quedaron en la sala y hablaron del episodio del restaurante, y también de la infancia de Gabriella y su talento para escribir, y lo que esperaba hacer con él algún día. Él le dijo que podía llegar lejos como escritora si realmente lo deseaba y estaba dispuesta a luchar y cuando ella dijo que sí, la creyó. Pero lo más importante ahora era que Gabriella, con la carta del New Yorker en la mano, también lo creía.

Y esa noche, en su habitación, pensó en lo orgulloso que Joe habría estado de ella. Si las cosas hubiesen sido diferentes a estas alturas estarían casados y pasando hambre en un pequeño apartamento, pero felices como dos críos. Estarían celebrando su primera Navidad juntos y ella estaría embarazada de cinco meses. Pero las cosas no habían sido así. Joe no había querido luchar. Le aterraba demasiado cruzar el puente que había de llevarle a otra vida con ella. Y de repente Gabriella comprendió qué quiso decir cuando le hablaba de su fortaleza. Porque ahí residía la diferencia entre ello dos. Ella estaba dispuesta a cruzar el puente, a luchar por alguien o algo. Ella quiso luchar por él, pero por mucho que se amaran, a él le faltó valor. Gabriella se preguntó si Joe habría sido capaz de detener la escena del restaurante y tampoco pudo imaginárselo haciendo eso. Era un hombre dulce y sabía que nunca podría amar a nadie como lo había amado a él. Pero Joe no la había amado lo suficiente para luchar por ella. Se había echado atrás en el último minuto, había renunciado a todo y lo habían perdido todo. Y ahora, poco a poco, ella tenía que volver a empezar. No le odiaba por ello, pero todavía se ponía muy triste cuando pensaba en él, y probablemente siempre sería así.

Esa noche, cuando miró por la ventana, vio el rostro de Joe con una claridad casi tangible. Su sonrisa, sus ojos azules, la forma en que la abrazaba y la besaba. Le dolía el corazón sólo de pensarlo. No obstante, ahora sabía algo más: que era una superviviente. Él la había abandonado, pero ella no había muerto. Y por primera vez le ilusionaba lo que la vida podía depararle y no tenía miedo.

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