Gabriella se sumó al curso de postulantes en agosto e hizo lo que siempre había visto hacer a las demás: donó sus ropas, se cortó el pelo y se puso el hábito corto que habían de llevar durante un año. Sabía que tenía un largo camino por delante antes de poder pronunciar los votos: un año de postulante, dos años de novicia y dos años de formación monástica. En total, un lustro. Para Gabriella y sus compañeras iba a ser un proceso más largo que la universidad, pero también más interesante. Era el momento que todas habían soñado.
Le asignaron un montón de tareas y casi ninguna le resultó desagradable o novedosa. Había realizado tantas labores humildes en el convento a lo largo de los años que nada de lo que le pedían ahora le provocaba aversión, y lo hacía todo de buen talante. Y tanto la tutora de las postulantes y la tutora de las novicias como la madre Gregoria coincidían en que Gabriella había tomado la decisión correcta. Había elegido el nombre de hermana Bernadette y sus compañeras la llamaban hermana Bernie.
Se llevaba bien con casi todas. Había ocho postulantes en la clase y seis de ellas sentían un gran respeto por ella. La octava era una chica de Vermont que se pasaba el día rebatiendo cuanto Gabriella decía e intentando indisponerla con las demás. Se quejaba a la tutora de que era una arrogante y no respetaba a las monjas mayores. la tutora la explicaba que Gabbie llevaba muchos años en el convento y se sentía como en casa. La joven postulante de Vermont replicaba que Gabriella era una vanidosa y juraba que la había visto mirándose en el cristal de la ventana.
– Puede que sólo estuviera absorta en sus pensamientos.
– En su aspecto -respondía la muchacha.
Era una chica poco agraciada que había decidido ingresar en la orden seis meses después de que su prometido rompiera el compromiso. La tutora de las postulantes tenía sus dudas sobre su vocación, pero no sobre la de Gabriella. Nadie en el convento la ponía en duda. Y era evidente que Gabriella nunca había sido tan feliz. Le encantaba su nueva vida. Y a las monjas que la conocían desde niña se les iluminaba la cara cada vez que la veían.
Gabriella escribió un cuento de Navidad a lo largo del año y elaboró a mano un librito para cada hermana, trabajando por las noches en el despacho de la madre Gregoria. Y la mañana del día de Navidad cada monja encontró su librito en su puesto del comedor. La tutora de las novicias insistió en que el relato debía ser publicado.
– ¡Ya está presumiendo otra vez! -exclamó la hermana Anne, la chica de Vermont, mostrando su poca generosidad de corazón y su falta de espíritu navideño. Entonces se levantó de la mesa y se fue a su habitación después de arrojar el librito a la basura.
Por la tarde Gabriella fue a verla e intentó explicarle que el convento había sido su casa durante muchos años y que no podía ocultar su júbilo por ingresar en la orden.
– Seguro que crees que todas las monjas te adoran porque te conocen. Pues no eres mejor que las demás, y si no te pasaras el día presumiendo podrías emplear el tiempo en convertirte en una buena monja. ¿Lo has pensado alguna vez?
Hablaba escupiendo las palabras y a Gabriella le recordó a su madre. El hecho de que le dijeran lo inepta y lo mala que era le sentaba como una cuchillada en el estómago, y esa tarde habló del asunto con la madre Gregoria.
– A lo mejor tiene razón. A lo mejor soy una arrogante y presumo sin darme cuenta.
La monja intentó hacerle entender que la hermana Anne estaba celosa. Pero durante los tres meses que siguieron el asunto se convirtió en una especie de cruzada. La muchacha se quejaba de Gabriella constantemente y sacaba a relucir sus defectos cada vez que tenía oportunidad. La situación acabó preocupando profundamente a Gabriella, que vivía con el temor constante de que la muchacha le viera imperfecciones que le impidieran servir a Cristo con genuina humildad y devoción. Gabriella acudía a confesarse continuamente y comenzó a dudar de su vocación. Para primavera ya había empezado a pensar que había cometido un error y que la muchacha de Vermont le veía defectos que eran reales y que debía eliminar antes de tomar la decisión definitiva de ingresar en la orden. La forma en que le acosaba la joven era tan desagradable y le resultaba tan familiar que a Gabriella la acongojaba, y una noche durante la confesión, reconoció que tenía serias dudas sobre su vocación.
– ¿Qué le hace decir eso? -preguntó con sorpresa la voz al otro lado de la rejilla, y Gabriella se dio cuenta de que se trataba de un sacerdote nuevo.
– La hermana Anne me acusa de vanidosa, orgullosa y arrogante, y quizá tiene razón. ¿Cómo puedo ser útil a Dios si no consigo expresar humildad y sencillez? Y lo que es peor -Gabriella enrojeció en la oscuridad del confesionario, pero no le importó porque el cura no la veía-, creo que estoy empezando a odiarla.
Hubo un momento de silencio.
– ¿Ha odiado antes a alguien?
El cura poseía una voz dulce y Gabriella se descubrió preguntándose qué aspecto tendría.
– A mis padres -respondió sin vacilar.
– ¿Lo ha confesado otras veces? -el hombre parecía intrigado y Gabriella le respondió que muchas, desde que llegó al convento-. ¿Por qué les odiaba?
– Porque me pegaban -dijo sencillamente Gabriella. Hablaba de forma más humilde y abierta que nunca. El sacerdote solo sabía que estaba ante una postulante, pues era la segunda vez que confesaba en el convento-. En realidad era mi madre la que me pegaba -prosiguió-. Mi padre simplemente la dejaba hacer… pero a medida que me hice mayor le odié por eso.
Nunca se había mostrado tan franca en una confesión e ignoraba el motivo. Únicamente sabía que necesitaba soltarlo todo para liberarse de sus sentimientos hacia la hermana Anne.
– ¿Le contó alguna vez a sus padres cómo se sentía?
Parecía un cura muy moderno. No sólo estaba escuchando su confesión, sino que intentaba ayudarle a cicatrizar las heridas.
– No he vuelto a verlos desde entonces. Mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía nueve años y no volví a saber nada de él. se fue a vivir a Boston y unos meses después mi madre me dejó aquí. Me dijo que se iba seis semanas a Reno, pero luego volvió a casarse y decidió que yo no encajaba en la foto de familia. En realidad fue una bendición. Si hubiese vuelto con ella, al final me habría matado.
Conmocionado, el cura tardó en responder.
– Comprendo -dijo.
Gabriella decidió entonces que era mejor confesarlo todo.
– La hermana Anne empieza a recordarme a mi madre y creo que por eso la odio tanto. Siempre me está regañando y diciendo lo mala que soy. Como hacía mi madre…y yo la creía.
– ¿Cree a la hermana Anne? -las rodillas de Gabriella empezaban a estar doloridas y en el confesionario hacía un calor sofocante. Era como arrodillarse en el suelo de una cabina telefónica a pleno sol, y la oscuridad acrecentaba la sensación de ahogo-. ¿Creer lo que la hermana Anne dice de usted? ¿Qué es mala?
El sacerdote parecía muy interesado en el problema de Gabriella.
– A veces. A mi madre siempre la creía, y a veces todavía la creo. Me digo que si no hubiese sido mala, mis padres no me habrían abandonado. Debe de haber en mí algo terrible.
– O en ellos -repuso el cura con voz profunda, y Gabriella intentó imaginarse su cara-. El pecado fue de ellos, no de usted. Y puede que lo mismo ocurra con la hermana Anne, aunque debo reconocer que no la conozco. Quizás esta celosa porque usted se siente aquí como en casa. Puede que simplemente le moleste helecho de que haya vivido en el convento casi toda su vida.
– ¿Y qué puedo h hacer?
– Dígale que se deje de tonterías o que saque los guantes de boxeo -bromeó el sacerdote-. Cuando yo estaba en el seminario, lidié un combate de boxeo con un compañero con el que no congeniaba demasiado. Nos pareció el único modo de resolver nuestras diferencias.
– ¿Y funcionó? -preguntó Gabriella con una sonrisa.
Parecía más una sesión terapéutica que una confesión, pero independientemente de quien fuera ese cura, sentía que la estaba ayudando. Era un hombre compasivo, inteligente y con sentido del humor.
– Pues la verdad es que sí. Me puso un ojo morado y casi me dejó sin conocimiento, pero después nos hicimos grandes amigos. Todavía me escribe por Navidad. Está de misionero en Kenia, con los leprosos.
– Podríamos adelantar el noviciado de la hermana Anne y enviársela -susurró Gabriella.
Ni siquiera con sus compañeros y profesores de la universidad había bromeado de forma tan relajada.-
– ¿Por qué no se lo propone? -preguntó el cura con una risa ahogada-. Entretanto rece tres Avemarías y un Padrenuestro, y hágalo con el corazón -prosiguió, esta vez seriamente, y Gabriella se sorprendió de la levedad del castigo.
– No es muy exigente, padre.
– ¿Se está quejando? -sonrió el hombre.
– No, simplemente estoy sorprendida. Nunca me había librado con tan poco castigo.
– Creo que es hora de que se dé un respiro, hermana. No sea tan dura consigo misma. ¿Por qué no se olvida del asunto durante una temporada? El problema es de la hermana Anne, no de usted. No la confunda con su madre porque no son la misma persona. Ni tampoco usted es ahora la misma. Sólo usted puede atormentarse ahora. Ama a tu prójimo como a ti mismo, hermana. Medite sobre ello hasta la próxima confesión.
– Gracias, padre.
– Vaya en paz, hermana.
Gabriella salió del confesionario y se arrodilló en el último banco de la iglesia para cumplir su penitencia. Y cuando levantó la cabeza vio entrar en el cubículo a la hermana Anne. Estuvo mucho rato y salió con la cara roja y llorosa. Gabriella confió en que el sacerdote no hubiese sido demasiado duro con ella y se sintió culpable por haberle contado tantas cosas. Con todo, se encontraba mejor que antes, y camino de la salida se detuvo a hablar con la tutora de las postulantes. Estaban charlando sobre la larga enfermedad de una de las monjas ancianas cuando la luz del confesionario se encendió y el cura salió. Gabriella se sorprendió al verle. Era un hombre muy alto y de complexión atlética, de espaldas anchas y cabello denso y dorado como el de ella misma, y en cuanto levantó la cabeza y vio a las dos monjas hablando, sonrió.
– Buenas noches, hermanas -dijo tras detenerse frente a ellas-. Tienen una iglesia muy bonita.
La tutora de las postulantes sonrió y Gabriella evitó mirarle. Había algo sumamente impactante y atrayente en él. Y aunque en una versión más atlética y atractiva, le recordaba a su padre cuando regresó de Corea.
– ¿Es la primer vez que nos visita, padre? -preguntó la tutora.
– La segunda. Estoy sustituyendo a padre O’Brian. Se ha tomado seis meses sabáticos para visitar el Vaticano y realizar un proyecto para el arzobispo. Soy el padre O’Connors, Joe O’Connors.
– Qué maravilla -dijo la hermana, impresionada con el viaje del padre O’Brian al Vaticano. Gabriella, entretanto, permanecí callada.
– ¿Es usted postulante? -le preguntó finalmente el cura, y ella asintió con la cabeza, temerosa de que reconociera su voz tras la larga charla mantenida en el confesionario. Gabriella intentó imaginárselo con un ojo morado y boxeando con su compañero.
– Le presento a la hermana Bernadette -dijo la tutora con orgullo. Quería mucho a Gabriella desde que era una niña, y ahora era su mejor alumna. Cuando supo que Gabbie había decidido ingresar en la orden, se llevó una gran alegría-. Lleva muchos años viviendo con nosotras -explicó-, y ahora ha decidido ingresar en la orden. Estamos muy orgullosos de ella.
El padre Connors estrechó la mano de Gabriella con mirada interrogativa.
– Es un placer conocerla, hermana.
Sonrió dulcemente y Gabriella, algo más relajada, le devolvió la sonrisa.
– Gracias, padre. Me temo que esta noche le hemos dado mucho trabajo.
Gabriella comprendió, por su expresión, que le había reconocido la voz, pero él no dijo nada.
– Soy adicto a las confesiones prolijas -reconoció el padre Connors con una sonrisa que habría conquistado el corazón de cientos de mujeres de haber sido otras sus circunstancias. Gabriella le echaba unos treinta años, aunque no era muy buena en estas cosas. Había vivido casi toda su vida de adulta alejada del mundo laico-. Pero mis penitencias son leves.
Le guiñó un ojo y Gabriella enrojeció. Ya no le cabía duda de que la había reconocido.
– Me alegra oír eso -dijo-. Resulta muy embarazoso tener que pasar una hora entera de rodillas, haciendo cuatrocientos actos de contrición. Todo el mundo se da cuenta de lo mala que has sido. Prefiero las penitencias leves.
– Lo tendré en cuenta. Volveré a finales de semana. El padre George me sustituirá hasta entonces. Tengo que viajar a Boston para ver al arzobispo.
– Le deseo un buen viaje, padre -dijo la tutor de las postulantes con una sonrisa. El cura le dio las gracias y se marchó-. Qué hombre tan encantador -comentó a Gabriella mientras salían de la iglesia-. Ignoraba que el padre O’Brian estuviera en Roma. Me tenéis tan atareada que ya nunca me entero de nada.
Se dieron las buenas noches y Gabriella se dirigió a su dormitorio confiando en que la hermana Anne no estuviera esperándola en algún recodo del pasillo para censurarla. Y mientras subía pensó en el joven cura que había escuchado su confesión. Era un hombre inteligente y muy atractivo. Le había hecho sentirse mucho mejor en lo referente a su hostilidad para con la hermana Anne. De repente el asunto ya no le parecía tan importante. Y por primera vez en muchas semanas, Gabriella estaba de buen humor cuando entró en la habitación que compartía con otras dos postulantes. Por fortuna, la hermana Anne no era una de ellas. Y por una vez no sufrió pesadillas. Últimamente habían empeorado, sobre todo desde que advirtió lo mucho que la hermana Anne le recordaba a su madre.
– Buenas noches, hermana Bernie -dijo una de las postulantes en la oscuridad.
– Buenas noches, hermana Tommy. Buenas noches, hermana Agatha…
A Gabriella le encantaba vivir con ellas, ser una de ellas, llevar el hábito de postulante. De repente se dio cuenta de lo mucho que amaba todo lo que hacían y compartían. Y antes de dormirse comprendió lo mucho que el padre Connors le había ayudado con su consideración y su buen humor. Se alegraba de que volviera a finales de semana. Era mucho más juicioso que el padre O’Brian. Tenía la sensación de que las cosas empezaban a irle bien, y antes de conciliar el sueño profundo del que no despertaría hasta el día siguiente, sonrió.