Las semanas de recuperación transcurrían lentamente, pero tanto Gabbie como Peter disfrutaban del tiempo que pasaban charlando. Gabriella necesitaba terapia en el brazo y las costillas, y las heridas de la cabeza tardaron mucho en cicatrizar, pero transcurridas cuatro semanas a Peter se le agotaron las excusas para retenerla. Gabriella estaba prácticamente recuperada. Y el día de su partida, Peter entró en su habitación con un ramo de flores y le dijo lo mucho que iba a echarla de menos. Deseaba preguntarle algo, pero había tardado mucho tiempo en reunir el coraje. Nunca había hecho nada parecido, y le había resultado un poco violento mientras Gabriella estaba en el hospital porque era su paciente. Mas una vez fuera, ya no tendría prohibido verla.
– Me estaba preguntando -dijo tímidamente, sintiéndose como un adolescente- si te apetecería salir un día a cenar conmigo… o a tomar un café.
Su apartamento no quedaba lejos de la casa de huéspedes.
– Me encantaría -dijo ella con cautela, pero había estado meditando y sabía que había algo que debía hacer primero, por su propio bien-. Pero quiero buscar a mis padres.
– ¿De veras? -después de conocer su historia, Peter sentía un intenso deseo de protegerla. Gabriella era mucho más hermosa de lo que había imaginado al principio, pero también más delicada y en cierta manera, frágil. Poseía una fortaleza que la empujaba a seguir viviendo, pero también una vulnerabilidad que hacía que Peter temiera por ella-. ¿Está segura de que es una buena idea?
– No.
Gabriella sonrió valientemente y Peter la admiró por ello. Estaba dispuesta a luchar, a no desanimarse. No obstante, hasta la fecha ese coraje le había valido muchos golpes, golpes que habían estado a punto de matarla. Peter sabía mejor que nadie que Gabriella necesitaba protección. Era doce años mayor que ella y conocía mejor el mundo. Ahora comprendía lo que Gabriella necesitaba, y quería dárselo. Peter había cometido errores a lo largo de su vida, y había fracasado en su matrimonio, pero también había aprendido mucho de él y quería ser para Gabbie alguien mejor de lo que había sido.
– Sólo sé que tengo que hacerlo, Peter -explicó ella-. Si mis padres no me dan las respuestas que necesito, siempre me faltará algo.
– Puede que las respuestas estén dentro de ti, Gabbie, no en ellos.
No estaba seguro, pero no quería que volvieran a herirla. El pasado era el pasado y Gabriella tenía toda una vida por delante. Y ella lo sabía. Peter significaba ahora mucho para ella. Y Gabbie quería ser una persona completa para él, no una persona que vivía en el pasado y se preguntaba constantemente por qué sus padres no la habían querido.
– Tengo que hacerlo.
Había decidido llamar a la madre Gregoria para pedirle información sobre sus padres, pero sabía que hasta eso sería doloroso. Si la monja se negaba a hablar con ella, le traería a la memoria lo mucho que había perdido al dejar el convento. No había hablado con la madre Gregoria desde el día que la expulsaron. Gabriella sabía que no tenía permitido llamarla, pero pensó que la madre superiora lo entendería.
Peter tenía que trabajar los dos días siguientes y estaba preocupado por ella. Por la noche la llamó a la pensión y Gabbie se alegró de oír su voz. Reconoció que todavía estaba débil y que le había costado mucho subir las escaleras. Y nada más ver la habitación, se había dado cuenta de que estaba llena de recuerdos de Steve y que no quería estar allí. Durante ese mes se habían producido algunos cambios en la casa. El cuarto del profesor lo ocupaba ahora un inquilino nuevo y los libros estaban en el sótano guardados en cajas. La habitación de Steve también había sido alquilada.
Gabbie le contó que la señora Boslicki se estaba portando muy bien con ella y que le había subido la cena. Peter odiaba imaginársela allí. No deseaba otra cosa que estar con ella. Después de haberla visto cada día en el hospital, la separación se le hacía dolorosa. Pero Gabriella seguía manteniendo cierta distancia entre ellos. Quería seguir el rastro de su pasado y todavía no estaba preparada para el futuro.
Pasó la noche inquieta, preocupada por las llamadas que tenía que hacer. Al día siguiente, nada más levantarse, telefoneó al convento preguntando por la madre Gregoria. Al dar su nombre temió que le dijeran que no podía hablar con ella. Hubo una larga espera. Finalmente la monja recepcionista, cuya voz Gabriella no reconocía, pasó la llamada. Sonó un timbre y los ojos de Gabriella se llenaron de lágrimas al oír la voz que tanto había añorado durante los últimos meses.
– ¿Estás bien, Gabbie?
La madre Gregoria había leído el artículo en el periódico y necesitado de toda su fuerza de voluntad para no llamarla. Con todo, estuvo telefoneando al hospital hasta que Gabbie salió del coma.
– Sí, madre. Un poco magullada, pero no más de lo habitual -dijo con voz suave, pero ambas sabían que había sido mucho peor que eso.
Gabriella le explicó entonces el motivo de su llamada. Quería conocer las últimas direcciones que la madre Gregoria tenía de sus padres. La monja dudó. Sabía que no debía revelarlas, siguiendo los deseos de la señora Harrison, pero hacía cinco años que no sabía nada de ella y no vio mal alguno en ello. Además, comprendía perfectamente los motivos de Gabbie. Le dio la última dirección de la madre en San Francisco y la dirección del padre en la calle Setenta.
– ¿Mi padre está en Nueva York? -preguntó Gabbie con asombro-. No lo sabía.
– Sólo pasó en Boston unos meses. Después de eso, siempre estuvo aquí.
– ¿Y por qué no vino a verme?
– Lo ignoro, Gabbie -respondió la monja con dulzura, aunque tenía sus sospechas.
– ¿La llamó a usted alguna vez?
– No. Tu madre me dio la dirección de tu padre por si algún día te pasaba algo, pero nunca tuvimos que llamarle.
– Probablemente desconocía mi paradero.
La idea le parecía horrible. Su padre había estado a escasas manzanas del convento mientras ella pensaba que vivía en Boston.
– Ahora tendrás la oportunidad de contárselo.
La madre Gregoria le dio las direcciones de una oficina y una casa y los números de teléfono correspondientes. Tenían doce años de antigüedad, pero era mejor que nada.
– Gracias, madre -dijo Gabriella, y luego, con cautela, añadió-: la he echado mucho de menos.
– hemos rezado mucho por ti -la monja sonrió con orgullo-. Leí tu relato en el New Yorker. Era estupendo.
Gabbie le habló entonces del profesor, de lo bueno que había sido con ella y del dinero que le había dejado. La madre Gregoria escuchaba con los ojos cerrados, deleitándose en la voz de la niña que tanto quería, agradecida de que al menos una persona hubiese sido buena con ella desde que dejó el convento. Todavía tenían prohibido pronunciar su nombre.
– ¿Puedo escribirle para contarle cómo me fue con mis padres? -preguntó Gabbie.
– No, hija mía, no es posible. Que Dios te bendiga.
– La quiero, madre… siempre la querré -dijo Gabbie con un sollozo.
– Cuídate mucho -susurró la religiosa con las mejillas cubiertas de lágrimas, incapaz de seguir hablando. La pérdida de Gabriella la había envejecido durante el último año.
Gabbie quería hablarle de Peter, pero no se atrevió. Todavía había muy poco que decir. Y ahora que había dejado el hospital, puede que él la olvidara o se lo pensara mejor. O quizá sólo le había dado conversación porque estaba allí. Gabriella había aprendido a no confiar en que los hombres no le hicieran daño o la dejaran.
– Que Dios te bendiga, hija mía -dijo de nuevo la monja y las dos estaban llorando cuando colgaron.
Gabbie ignoraba si algún día volvería a oír su voz. La idea la aterraba, pero sabía que probablemente sería así.
Trató de tranquilizarse y luego marcó el número de la oficina que le había dado Gregoria. No quería esperar a que su padre llegara a casa por la noche para hablar con él. Después de trece años, era posible que ya no trabajara allí, pero cuando preguntó por John Harrison enseguida le pasaron la llamada.
– ¿Gabriella?
Su voz sonaba sorprendida, pero era la misma que ella recordaba, y enseguida le asaltó la imagen que tenía de su padre en la infancia, cuando, para ella, se parecía al Príncipe Azul.
– ¿Papá? -Gabriella se sintió de nuevo como una niña.
– ¿Dónde estás? -preguntó él con tono de preocupación.
– En Nueva York. Acabo de conseguir tu número después de todos estos años. Pensaba que vivías en Boston.
– Regresé hace trece años.
a Gabriella le era imposible imaginar lo que su padre estaba sintiendo. Probablemente lo mismo que ella. No podía ser de otro modo.
– Mamá me dejó en un convento -dijo impulsivamente, deseosa de explicarle dónde había estado todos estos años.
– Lo sé -respondió él-. Me lo explicó en una carta que me envió desde San Francisco.
– ¿Cuándo? -Gabriella no entendía nada. Si lo sabía ¿por qué no la había llamado? ¿Qué se lo había impedido?
– Me escribió en cuanto llegó a California. Nunca volví a saber nada de ella, pero quería que supiera dónde te había dejado. Creo que volvió a casarse.
– ¿Lo has sabido todos estos años? -Gabriella atónita, no estaba obteniendo de su padre la respuesta que quería.
– La vida sigue, Gabriella. Las cosas cambian. La gente cambia. Para mí fue una época muy dura -dijo, como si esperara que ella lo entendiera.
Para su hija, no obstante, había sido más duro aún. Más duro de lo que él estaba dispuesto a reconocer.
– ¿Cuándo podemos vernos? -preguntó Gabriella de repente.
– Pues… -John no había esperado que su hija le pidiera tal cosa y se preguntó si quería dinero de él. Su carrera como inversor había tenido un éxito moderado-. ¿Estás segura de que sería una buena idea?
– Me gustaría mucho verte -insistió con nerviosismo. Su padre no estaba mostrando la ilusión que ella había esperado. Pero catorce años era mucho tiempo y le había llamado sin avisar. Se dijo que quizá hubiera debido presentarse en su despacho por sorpresa-. ¿Podría ser hoy? -todavía le quedaba algo de la euforia de la infancia, y la voz de su padre le hacía entirse como la niña que había sido cuando le vio por última vez.
John volvió a titubear. No sabía qué decir, pero al final cedió.
– ¿Por qué no vienes a mi despacho esta tarde a las tres? -quería acabar de una vez con el asunto. Iba a ser doloroso para ambos, pero no tenía sentido aplazarlo.
– Allí estaré.
Gabriella estaba radiante cuando colgó el auricular, y se pasó la mañana hecha un manojo de nervios pensando en su padre, en el aspecto que tendría, en lo que le diría, en cómo le explicaría lo ocurrido. Necesitaba preguntárselo. Sabía que la culpa era de su madre, pero quería oír por boca de su padre por qué había ocurrido y por qué lo había permitido.
Se puso su traje de lino azul y se ido el gusto de ir en taxi hasta el despacho, situado en la esquina de Park Avenue y la Cincuenta y tres. Su padre trabajaba en un elegante edificio de oficinas para una pequeña firma que gozaba de una excelente reputación.
Con una amplia sonrisa, la secretoria la condujo a las tres en punto por un largo pasillo hasta un despacho esquinado. Gabriella estaba impaciente por ver a su padre y sabía que en cuanto lo tuviera delante sus miedos se esfumarían.
La secretaria abrió lentamente la puerta y se hizo a untado para dejarla pasar. La estancia gozaba de una vista excelente y allí, detrás del escritorio, estaba su padre. Al principio tuvo la sensación de que apenas había cambiado, que seguía tan guapo como siempre, pero cuando lo tuvo cerca advirtió algunas arrugas en la cara y canas en el pecho. Acababa de cumplir cincuenta años.
– Hola, Gabriella -dijo John mirándola fijamente, sorprendido de su hermosura y su elegancia. Con todo, se parecía a él, no a su madre. Tenía su pelo rubio y sus ojos azules-. Siéntate -dijo señalando una silla situada delante del escritorio.
Gabriella ardía en deseos de abrazarle, besarle y tocarle, pero de repente se sintió intimidada. Tomó aliento y supuso que su padre se acercaría para besarla más tarde, después de charlar un rato. Sobre la mesa había cuatro fotografías enmarcadas en plata de dos muchachas de su edad y dos niños pequeños. Los retratos parecían recientes. También había una fotografía grande de una mujer con un vestido rojo, de aspecto severo y no muy feliz. Gabriella advirtió que no había ninguna fotografía suya de la infancia, pero dedujo que era porque, de h echo, no tenía.
– ¿Cómo estás? -preguntó él, ligeramente acongojado.
Ella supuso que se sentía culpable. Después de todo, él las había abandonado. Debió de resultarle duro, o por lo menos eso pensaba.
– ¿Son hijos tuyos, papá?
John asintió con la cabeza.
– La dos chicas son de Bárbara y los dos muchachos son de los dos. Jeffrey y Winston. Tienen doce y nueve años respectivamente. -miró inquieto a Gabriella, deseoso de llegar al grano cuanto antes-. ¿Por qué has venido?
– Quería verte. No sabía que vivías en Nueva York.
Había estado tan cerca, llevando una vida de familia sin contar en absoluto con ella.
– A Bárbara no le gustaba Boston -dijo John, como si eso lo explicara todo, pero para Gabbie no explicaba nada.
– Si sabías que estaba en el convento ¿por qué no fuiste a verme?
Gabriella vio en su padre una mirada que recordaba de la infancia, una mirada débil, acorralada, la mirada de alguien que no estaba a la altura de las circunstancias. La misma mirada que tenía cuando, desde la puerta, veía cómo su madre la apalizaba.
– ¿Qué sentido hubiera tenido? -repuso él, angustiado-. De mi matrimonio con tu madre gurdo un recuerdo horrible, y seguro que tú también. Pensé que lo mejor era cerrar esa puerta e intentar olvidar. -pero ¿cómo podía olvidar a su hija?-. Tu madre estaba muy enferma -luego, con voz ahogada, añadió algo que dejó perpleja a Gabriella-. Siempre pensé que acabaría matándote.
Impulsivamente Gabbie le formuló una pregunta que llevaba haciéndose toda la vida. Para ella era muy importante.
– ¿Por qué nunca la detuviste?
– No podía. ¿Cómo querías que la detuviera? -recurriendo a la fuerza, las amenazas, la separación, el divorcio, la policía. Había muchas opciones-. ¿Qué podio hacer yo? Si la criticaba por lo que te hacía, se enfurecía aún más, sobre todo contigo. Mi única salida era irme y empezar una nueva vida en otro lugar. -¿y yo?, quiso gritarle Gabriella ¿y mi nueva vida?-. Pensé que estarías mejor con las monjas. Además, tu madre nunca habría permitido que te llevara conmigo.
– ¿Se lo preguntaste alguna vez? -Gabriella quería saberlo todo. Necesitaba las respuestas que eran la clave de su vida.
– No -contestó él con franqueza-. Bárbara se hubiera opuesto a la idea. Tú eras parte de otra vida, Gabriella. No nos pertenecías -y luego soltó el golpe de gracia-. Y ahora tampoco. Nuestras vidas tomaron caminos diferentes hace muchos años y ya es demasiado tarde para unirlos. Si Bárbara supiera que te he visto, se pondría furiosa conmigo. Lo sentiría como una traición a nuestros hijos.
Gabriella estaba horrorizada. Su padre no la quería, nunca la quiso y al final la abandonó, dejándola a su suerte.
– Pero ¿no vivían sus hijas con vosotros?
– Claro, pero eso era diferente.
– ¿Qué tenía de diferente?
– Son sus hijas. En aquel entonces tú sólo eras para mí un mal recuerdo, la reliquia de una pesadilla que quería olvidar. No podía llevarte conmigo, y ahora tampoco. Gabriella, nuestras vidas han transcurrido por separado durante años. Ya no nos pertenecemos.
Pero él tenía dos hijos y dos hijastras y una esposa. Ella, en cambio n o tenía a nadie.
– ¿Cómo puedes decir eso?
Tenía lágrimas en los ojos, pero no iba a permitir que la vencieran.
– Porque es cierto. Para los dos. Cada vez que me vieras recordarías el dolor que te causamos, las ocasiones en que fui incapaz de ayudarte. Con el tiempo me odiarías por ello.
Gabriella ya estaba empezando a odiarle. Su padre no era nada de lo que había imaginado. Había sido un hombre débil y todavía lo era. Carecía del valor necesario para ser su padre.
– ¿Cómo es posible que no me llamaras en todos estos años? -Gabriella estaba al borde de las lágrimas, pero ahora ya no le importaba lo que pensara de ella.
Su padre era un ser indiferente y cruel y le había defraudado completamente. No tenía amor que darle a ella ni a nadie. Era un egoísta, un cobarde, y ahora una mujer llamada Bárbara lo dominaba del mismo modo que lo había dominado su madre.
– ¿Qué hubiera podido decirte, Gabriella? -al miró con exasperación-. No quería verte.
Así de sencillo. No tenía nada en el corazón para dar, ni a ella, no posiblemente a nadie, ni siquiera a los niños de la fotografías. Gabriella sintió lástima por ellos y sobre todo por su padre y por todo lo que no era. No era siquiera una persona. Era una figura de cartón.
– ¿Me quisisteis alguna vez? -preguntó entre sollozos y a él le desgarró semejante muestra de emociones. Parecía incómodo y Gabriella sabía que no la quería allí, pero no le importaba. Lo estaba haciendo por ella, no por él. Era cuanto necesitaba llevarse consigo a su futuro. John no respondió y ella le miró implacable-. Te he hecho una pregunta.
– Nos é qué sentía en aquel entonces. Supongo que te quería. Eras una niña.
– Pero no lo bastante para incluirme en tu nueva vida. Sólo me diste nueve años. ¿Por qué?
– Porque fue un fracaso. Peor que eso, un desastre. Y tú eras el símbolo de ese desastre.
– Yo era la víctima.
– Todos lo éramos.
– Pero tú nunca acabaste en el hospital -Gabriella estaba dispuesta a saber toda la verdad, y por muy doloroso que le estuviera resultando, se alegraba de haber venido.
– Sabía que nos odiarías por eso. Se lo dije a tu madre. No tenía ningún control sobre sí misma.
– ¿Por qué me odiaba tanto? -¿y por qué tú me querías tan poco?, quiso añadir, pero ahora sabía que su padre no era capaz de querer.
John suspiró y se recostó en su sillón de piel con expresión exhausta.
– Tenía celos de ti. Los tuvo desde el momento en que naciste. Me temo que no tenía madera de madre. Supongo que debía haber me dado cuenta cuando me casé con ella -y él no tenía madera de padre, por muchas fotografías que pusiera sobre el escritorio-. ¿Satisfecha, Gabriella? -preguntó, ansioso por terminar la reunión-. ¿He respondido a todas tus preguntas?
– A casi todas -dijo ella con tristeza, consciente de que había muchas respuestas que nunca obtendría.
John simplemente no tenía lo que hacía falta para ser padre. Era menos persona de lo que Gabriella había imaginado. Quizá, en el fondo, siempre lo supo y nunca quiso aceptarlo. Quizá, como decía Peter, las respuestas estaban en ella misma.
Su padre se levantó. No rodeó la mesa como Gabriella había esperado. No se cercó a abrazarla. Se aseguró de guardar las distancias ya Gabriella le dolió, pese a lo que ahora sabía.
– Gracias por la visita -dijo John, indicando que la reunión había terminado. Apretó un botón y la secretaria apareció y sostuvo la puerta abierta.
– Gracias -dijo Gabriela.
Esta vez no le llamó “papá” y tampoco intentó besarle. No tenía sentido. El hombre que recordaba había sido débil, pero éste era aún peor. Y estaba claro que ya no era su padre. Hacía catorce años que había renunciado al puesto. El padre que Gabriella conocía murió el día que se marchó de casa.
Se detuvo en la puerta y se volvió para mirarle. Quería recordar su cara. Luego se marchó sin más. No quedaba nada que decir. Todo había terminado.
En cuanto la secretaria cerró la puerta, John rodeó el escritorio con expresión acongojada. Había sido como contemplar el pasado por una ventana y recordar mucho dolor. Gabriella era muy bonita, pero no sentía nada por ella. Había cerrado esa puerta mucho tiempo atrás y no podía abrirla de nuevo. Siempre lo había sabido. Esforzándose por olvidar la mirada que había sentido como rescoldos candentes, abrió un armarito, se preparó un martini y se quedó mirando fijamente la ventana mientras bebía.