Gabriella contempló la puerta del convento. No sabía adónde ir ni qué hacer. Sólo podía pensar en lo que había perdido en los últimos cuatro días: un hombre, una vida, y un bebé. Era tal la magnitud de la pérdida que la cabeza le daba vueltas.
Cogió la maleta y echó a andar. Tenía que encontrar una habitación y un trabajo, pero ignoraba dónde o cómo. Y mientras veía pasar los autobuses, se acordó de sus compañeras de universidad. Algunas vivían en casas de huéspedes o en pensiones y la mayoría en Upper West Side, pero nunca se había fijado demasiado.
Paralizada aún, subió a un autobús con destino a la parte alta. Entonces pensó en la posibilidad de ir a Boston para buscar a su padre. Bajó en la Ochenta y seis con la Tercera, entró en una cabina telefónica y llamó a la oficina de información de Boston. No tenían en sus listas a nadie llamado John Harrison y Gabriella no sabía dónde trabajaba, ni siquiera si estaba vivo o si querría verla. Hacía trece años que no se veían. Gabriella tenía veintidós y estaba empezando una nueva vida, como una recién nacida. Al salir de la cabina sintió un fuerte mareo y recordó que no había comido nada desde el desayuno. Pero tampoco tenía hambre.
La gente pasaba por su lado con mucha prisa y se veían muchas madres empujando los cochecitos de sus niños. Todo el mundo parecía tener un destino, todos menos Gabriella. Se sentía como una piedra en un río, rozada por la corriente y lo que ésta arrastraba a su paso. Finalmente entró en una cafetería y mientras se sentaba sólo pudo pensar en las últimas palabras de la madre Gregoria. No entendía por qué todo el mundo le decía que era fuerte. Aquello era un mal presagio, el indicio de que la gente que amaba iba a abandonarla. Intentaban prepararla para que fuera fuerte porque tendría que serlo sin ellos.
Pidió un té y cogió un periódico abandonado. Tenía que encontrar alojamiento, así que recorrió la lista de hoteles y casas de huéspedes y observó que había una no muy lejos, en la calle Ochenta y ocho, cerca del East River. No conocía el barrio, pero por algún lugar tenía que empezar. No obstante, dudaba que sin trabajo pudiera pagarlo.
Cuando salió a la calle, se sentía muerta por dentro y el té apenas la había reconfortado. Llevaba varios días helada a causa de la sangre que había perdido. Estaba muy pálida y el cuerpo le dolía mientras recorría las largas manzanas en dirección al East River, preguntándose cuánto le costaría una habitación. No podía sobrevivir mucho tiempo con quinientos dólares, o por lo menos eso creía. Nunca había tenido que preocuparse por cubrir sus necesidades. Ignoraba el precio de las cosas, de la comida, los restaurantes, las habitaciones y la ropa. No tenía ni idea de cómo manejar su propia economía, pero agradecía el dinero que le había dado la madre Gregoria. Sin él su situación habría sido más desesperada.
Pasó por delante la primera vez sin reparar en el letrero. Era una vieja casa de piedra roja con la fachada desconchada, y el rótulo, colocado en una ventana polvorienta, únicamente rezaba: SE ALQUILAN HABITACIONES. No era un lugar muy acogedor. Y al abrir la puerta, Gabriella desembocó en un vestíbulo limpio pero destartalado y con un fuerte olor a comida, muy distinto del orden austero e inmaculado del convento de San Mateo.
– ¿Sí? -una mujer de acento fuerte asomó la cabeza al oscuro vestíbulo. Había visto entrar a Gabriella desde la ventana de su habitación-. ¿Qué quiere?
– ¿Tiene… tiene una habitación libre? He visto el letrero… y el anuncio en el periódico.
– Puede.
Gabriella dedujo que la mujer era checoslovaca o polaca. Todavía recordaba los acentos de la personas que acudían a las fiestas de sus padres, aunque era mujer no tenía nada que ver con ellas. Examinó a Gabriella de arriba abajo. No quería drogadictos ni prostitutas en su casa, y Gabriella aparentaba menos edad de la que tenía. La mujer tampoco quería fugitivos ni problemas con la policía. Ella regentaba una casa respetable y prefería gente mayor. Cobraban su pensión y pagaban su alquiler puntualmente, no eran escandalosos ni daban demasiado trabajo a menos que enfermaran o fallecieran. Tampoco quería que sus huéspedes cocinaran en las habitaciones y los jóvenes siempre hacían cosas que no debían, como fumar, comer, beber, cocinar, invitar a amigos y armar jaleo. Jamás cumplían las normas ni tenían un trabajo decente. No quería quebraderos de cabeza.
– ¿Tiene trabajo? -preguntó.
– No, todavía no… -se disculpó Gabriella-. Estoy buscando.
– En ese caso, vuelva cuando lo tenga -no se trataba de una niña rica con una mensualidad fija o unos padres en Park AVenue dispuestos a pagarle el alquiler. Aunque claro, de haberlo sido no estaría allí-. ¿De dónde es?
Gabriella se dio cuenta de que la casera desconfiaba de ella. Vaciló un instante, preguntándose cómo explicar el hecho de que no tuviera trabajo ni un lugar donde vivir. Parecía recién salida de la cárcel, y el horrible vestido que llevaba no contribuía a mejorar su imagen.
– Soy de Boston -dijo al fin, pensando en el padre que no había logrado localizar-. Acabo de mudarme.
La mujer asintió. Era una historia verosímil.
– ¿Qué clase de trabajo busca?
– Lo que sea -reconoció Gabriella-. Empezaré a buscar mañana mismo.
– Hay algunos restaurantes alemanes en la calle Ochenta y seis y muchos más en la Segunda Avenida. Quizá encuentre algo allí.
La mujer se compadeció de ella. Parecía cansada y enferma, pero no tenía pinta de drogadicta. Su aspecto era muy aseado y correcto. La señora Boslicki finalmente cedió.
– Tengo una habitación pequeña en el ático. Puede verla si quiera. No es nada del otro mundo y ha de compartir el curto de baño con otras tres inquilinas.
– ¿Cuánto cuesta?
– Trescientos al mes sin comida. Y no puede cocinar en el curto. Nada de platos, fogones ni cacharros. Tendrá que cenar fuera o traerse una pizza.
Eso no parecía un problema. Gabriella tenía aspecto de no haber comido en años. Estaba en los huesos y sus enormes ojos contrastaban tanto con su rostro chupado que la casera pensó que pasaba hambre.
– ¿Quiere verla?
– Me encantaría, gracias.
Parecía muy educada, y bien hablada, y a la señora Boslicki le gustó eso. No quería niñatas malcriadas en su casa. Llevaba veinte años alquilando habitaciones, desde que su marido murió y tampoco había admitido nunca hippies.
Gabriella la siguió mientras la casera le preguntaba si le gustaban los gatos. Tenía nueve. Gabriella le aseguró que le encantaban. En el convento de San Mateo había uno que a veces se sentaba a su vera cuando trabajaba en el huerto. La fornida casera jadeaba cuando llegó al ático, pero era Gabriella la que parecía a punto de desmayarse. La habitación estaba en la cuarta planta y todavía se encontraba demasiado débil. El médico había insistido en que evitara las escaleras, el ejercicio y los objetos pesados si no quería correr el riesgo de empezar a sangrar de nuevo. No podía permitirse perder otra gota de sangre.
– ¿Se encuentra bien? -la casera advirtió que Gabriella estaba aún más pálida y caminaba con lentitud.-he estado ago delicada -explicó mientras la mujer de la bata floreada asentía con la cabeza. Llevaba zapatillas y el pelo pulcramente recogido en un moño y tenía el aire cálido de una abuela.
– Hay que tener cuidado con la gripe. Antes de que te des cuenta se te ha convertido en una neumonía. ¿Ha estado tosiendo? -tampoco quería huéspedes con tuberculosis.
– No. Y ya estoy bien -la tranquilizó Gabriela.
La señora Boslicki abrió la puerta de la habitación. Era sombría y apenas si tenía espacio para una cama angosta, una silla y una cómoda con tapete de ganchillo incluido. Se la había alquilado durante años a una anciana de Varsovia fallecida el verano pasado. La señora Boslicki no había conseguido alquilarla desde entonces. Y hasta ella se daba cuenta de que trescientos dólares al mes era un precio exorbitante. Los postigos de la ventana estaban medio rotos y las cortinas raídas, y a la moqueta apenas le quedaba pelo. La mujer reparó en la cara de Gabriella, a quien las celdas del convento nunca le habían parecido tan deprimentes. Y pro primera vez la señora Boslicki pareció preocupada.
– Podría dejársela por doscientos cincuenta -dijo, orgullosa de su generosidad. Quería alquilar la habitación a toda costa. Necesitaba el dinero.
– Me la quedo -dijo Gabriella sin vacilar.
Era un cuarto triste, pero no tenía nada más. Además, las escaleras la habían dejado tan agotada que estaba deseando tumbarse. Necesitaba un lugar donde pasar la noche, pero la idea de que ésa pudiera ser su nueva casa le provocaba ganas de llorar. Pagó a la mujer.
– Le daré sábanas y toallas limpias. Sus cosas se las lavará usted. Al final de la calle hay una lavandería y muchos restaurantes. Casi todos mis huéspedes comen en la cafetería de la esquina.
Gabriella recordaba haber pasado por delante y confió en que no fuera demasiado cara. Sólo le quedaban doscientos cincuenta dólares, pero por lo menos contaba con un techo seguro sobre su cabeza durante un mes.
La señora Boslicki le enseñó el cuarto de baño. Situado en el mismo pasillo, tenía una bañera con ducha incorporada y una cortina de plástico rosa. Había un pequeño lavamanos, un retrete y un espejo que pendía de un clavo. No era bonito, pero sí suficiente.
– Manténgalo aseado para las demás. Yo lo limpio una vez a la semana, pero los otros días deben hacerlo ustedes. Abajo hay una sala de estar. Puede ir cuando quiera. Tiene televisor y -añadió con una sonrisa grandilocuente- piano. ¿Toca el piano?
– No, lo siento -se disculpó Gabriella.
Entonces se acordó de que su madre sí lo tocaba, pero sus padres nunca derrocharon clases con Gabriella. Además, no tenía talento para la música y algunas monjas se metían con su forma de cantar. Le gustaba mucho, pero cantaba con demasiada estridencia y cierto desafino.
– Lo que tienes que hacer es encontrar un trabajo para que puedas quedarte aquí. Pareces buena chica -dijo la señora Boslicki con dulzura. Había decidido que Gabriella no estaba mal. Tenía buenos modales y era muy educada, y no parecía que fuera a dar problemas-. Pero tienes que cuidarte. Se diría que has estado enferma. Debes comer en abundancia para recuperar fuerzas.
Se disponía a marcharse cuando le prometió que volvería más tarde con las toallas y Gabriella le dijo que ella misma bajaría a buscarlas para ahorrarle la molestia. La señora Boslicki se despidió agitando una mano y bajó por las escaleras, aferrando el dinero de Gabriella.
Gabriella regresó al cuartucho y miró en derredor. Se sentó en la incómoda silla y se preguntó qué podría hacer para animar el lugar. Cuando ganara dinero podría comprar algunas cosas, como una colcha, grabados para las paredes y flores frescas.
Con un suave suspiro, depositó la maleta en el armario y colgó su otro vestido. Dentro de la maleta guardaba algo más, el diario dirigido a Joe, pero no lo tocó. Le entristecía pensar que nunca fuera a leerlo. Finalmente lo cogió y se sentó en la cama. En él hablaba de su amor por Joe, del miedo exquisito de los primeros encuentros clandestinos, de la pasión que había encontrado entre sus brazos en aquel apartamento. Todo estaba allí, incluida la vida que habían de compartir y la ilusión por el futuro bebé. Y al volver la última página cayó sobre la cama un sobre dirigido a la hermana Bernadette. Gabriella comprendió de repente que era la carta de Joe y la abrió con manos temblorosas. Tardó en darse cuenta de que era su nota de suicidio, lo último que había escrito de su puño y letra antes de morir. El padre O’Brian se la había dado a la madre Gregoria y ésta la había introducido en el diario sin decir nada, y ahora Gabbie contempló la carta con los ojos llenos de lágrimas. Se sentía extraña al pensar que Joe había tocado ese mismo papel unos días antes. Lo único que le quedaba de él eran esas palabras escritas en dos folios.
“Gabbie”, comenzaba. Había escrito en el sobre el nombre de hermana Bernadette para asegurarse de que le llegara, si bien la carta sólo había conseguido que salieran a la luz todos sus secretos. Sin ella puede que Gabriella siguiera aún en el convento de San Mateo. Pero lo hecho hecho estaba y no tenía más remedio que aceptarlo.
“No sé qué decir ni por dónde empezar. Eres mucho más maravillosa y fuerte que yo. Siempre he sido consciente de mi debilidad, de mis defectos, de las muchas personas a las que he decepcionado… como a mis padres el día que Jimmy murió porque no pude salvarle”.
Poco importaba que Jimmy hubiera sido dos años mayor que él y mucho más fuerte. El hermano menor seguía culpándose por el milagro heroico que no había sido capaz de realizar. Tal vez era cierto que sus padres le habían culpado en silencio, y Gabriella les odió por ello.
“He decepcionado a todo el mundo, a personas que me conocían, que me querían y contaban conmigo. En el fondo por eso ingresé en el sacerdocio. Si no les hubiese decepcionado tanto…”
Gabriella comprendió que volvía a hablar de sus padres. Podía oír su voz y se le desgarraba el corazón. Quería decirle que se equivocaba, quería convencerle de que se quedara… ojalá hubiese estado con él aquella noche, ojalá él le hubiese dicho lo que estaba pensando cuando le vio por última vez…
“Si no les hubiese decepcionado tanto, o si hubiese sido importante en sus vidas, mi madre no habría hecho lo que hizo cuando mi padre murió. Habría sabido que yo estaba a su lado para ayudarla. No obstante, prefirió morir a vivir sin él.
“Cuando ingresé en el orfanato de San Marcos, los hermanos me dieron el afecto, las oportunidades y la comprensión que necesitaba. Tenían tanta fe en mí que me lo perdonaban todo, y sé que me querían mucho, como también sé lo mucho que nos querremos tú y yo. He aquí las únicas verdades de mi vida, las bendiciones a las que me aferro incluso ahora, en mis horas más oscuras.
“Ingresé en el sacerdocio por ellos, por los hermanos de San Marcos, porque sabía que era la mayor alegría que podía darles. No querían otra cosa de mí y yo les di mi corazón y mi vida. Pensaba que si hacía algo bueno por una vez, Dios me perdonaría por lo que les había hecho a mi madre y a Jimmy.
“Fui feliz durante mucho tiempo, Gabbie. Me sentía bien aquí, haciendo lo que me parecía correcto. Me gustaba la idea de haber entregado mi vida por mi madre y mi hermano… hasta el día que te conocí y comprendí lo mucho que deseaba recuperar esa vida. No supe lo que era la felicidad ni el amor verdadero hasta que te conocí. Desde el primer momento no deseé otra cosa que ser tu marido y tu amante. Sólo quería estar contigo y darte todo mi ser, mi vida y mi alma., pero mi vida y mi alma ya no me pertenecían y no podía dártelas.
“He intentado imaginarme casado contigo y siendo para ti todo lo que te mereces, pero estoy seguro de que sólo conseguiría decepcionarte. No sé cómo darte todo lo que mereces, y por otro lado tampoco puedo faltar a una promesa. No puedo dejar de servir a Dios porque he encontrado a alguien a quien amo más o con quien prefiero estar. No puedo hacerles eso a los hermanos de San Marcos ni a mis compañeros de San Esteban. Cambié mi vida por la de Jimmy y mi madre porque les había fallado, y si ahora la recupero sólo conseguiré fallarte a ti, a mí y a las personas a quienes ya he entregado mi alma. Siempre tendrás mi corazón, siempre te amaré, siempre estaré contigo. No podría soportar vivir sin ti ni volver a decepcionarles a todos. No puedo dejarles. Si lo hiciera tú y yo nunca encontraríamos la paz. Ahora sé que, por mucho que me cueste, debo quedarme aquí. El trato se cerró hace mucho tiempo y las cosas que prometí darte no me pertenecían. Pero también sé con toda mi alma y mi corazón que no puedo vivir sin ti. No puedo soportar un día más aquí sabiendo que te hallas cerca y no puedo verte. Gabbie, no puedo vivir sin ti.
“Me voy, con Jimmy y con mamá. Me ha llegado la hora. He hecho aquí cuanto podía. Durante mis años de sacerdote he ayudado a algunas personas. No obstante, ¿cómo podría ahora mirarles a la cara sabiendo lo poco que me importan y lo mucho que te quiero? Si no puedo estar contigo, no estaré con nadie. No puedo cumplir las promesas que les hice a ellos y a ti. No puedo dejar a mis hermanos y tampoco puedo dejarte a ti. Estoy dividido en dos. Y con lo mal que me he portado ¿cómo podría ser un buen padre para nuestro hijo?
“Gabbie, tú eres una persona muy fuerte. -otra vez las odiosas palabras, pensó ella con una mueca de dolor, leyendo a través de las lágrimas-. Eres mucho más fuerte que yo. Serás una madre maravillosa para nuestro hijo y yo seré mucho más feliz contemplándoos desde el cielo, si alguna vez llego allí. Cuéntale un día a nuestro hijo lo mucho que le quise y lo mucho que te quise a ti, que fui un hombre bueno, que intenté serlo… pero sobre todo, oh, Gabbie, dile lo mucho que yo te quería. No lo olvides nunca, por favor. Perdóname por lo que he hecho y por lo que estoy a punto de hacer. Que Dios os proteja a los dos. Reza por mí, Gabbie. Te quiero. Que Dios me perdone…”
Firmaba simplemente “Joe”. Gabriella contempló la carta mientras lloraba quedamente. Ahora lo veía todo claro. Joe pensaba que había fallado a todo e mundo y que ella era fuerte, pero sólo porque él tenía demasiado miedo para hacer lo que realmente quería. Estaba más aterrorizado que ella. y el bebé del que hablaba ya no existía. Si Joe hubiese tenido el valor de dejar San Esteban, si hubiesen podido emprender una vida juntos, ella habría podido demostrarle lo equivocado que estaba, que no había fallado a nadie… hasta este momento, cuando les falló a todos y la abandonó mientras le pedía que fuera fuerte porque él no lo era. En cierto modo le recordaba a su padre; la había dejado sola, sin nada a lo que agarrarse salvo una carta. Gabriella quería gritar, pero se limitó a llorar. Leyó la carta varias veces. Todo estaba allí, toda la angustia de Joe, todos sus temores, todo el remordimiento que sentía por cosas de las que no era responsable, como la muerte de su hermano y el suicidio de su madre.
¿Y quién era responsable de lo ocurrido ahora? ¿De quién era la culpa? Gabriella sabía que era suya porque había conducido a Joe a un lugar donde no podía existir, porque lo había arrojado a los brazos de oro fracaso. Y todo eso por el simple hecho de amarle. Le había conducido hasta el borde de un precipicio del que Joe no sabía escapar, así que saltó al abismo y la arrastró a ella con él. Pero Gabriella había sobrevivido y él había muerto. Él la había condenado a un cuartucho en una casa de huéspedes inhóspita. La había dejado sola, sin nada salvo recuerdos y una carta donde le decía lo fuerte que era, algo que ahora Gabriella tendría que ser porque él había optado por ser débil. Y de pronto, tras haber leído la carta por décima vez, Gabriella se sintió indignada, indignada por lo que Joe no se había atrevido a hacer, por lo que no había intentado, por no haberla amado lo suficiente como para vivir. Había huido para refugiarse junto a Jimmy y su madre. Había actuado del mismo modo que su progenitora. Había preferido morir a luchar y correr el riesgo de ganar, de que las cosas fueran bien, de ser felices. No había dado la oportunidad a otras opciones. Había salido por la única puerta que conocía y dejado que Gabbie se las arreglara sin él. a Gabriella le dieron ganas de gritarle, de zarandearle… Si hubiese sabido lo que le rondaba por la cabeza habría podido hablar con él, discutir, incluso abandonarle si eso le hubiese mantenido vivo. Pero Joe no había elegido ninguna de esas opciones. Simplemente se había ido por el extremo de una cuerda en un armario sombrío.
Era la huida de un cobarde, y Gabriella sabía que una parte de sí misma le odiaba, pero que otra le amaría siempre. Y al caer la noche, mientras miraba por la ventana, recordó cuando la madre Gregoria le dijo que la madre de Joe había muerto del mismo modo, que había un problema allí que nada tenía que ver con Gabriella. Mas aún sabiendo eso, se sentí terriblemente culpable. En el fondo de su corazón se sabía responsable de la muerte de Joe. Y mientras pensaba en él, en la oscuridad de la noche, se dijo que por mucho que se hubieran amado, ella le había matado. Había pagado un alto precio por ello, pero estaba segura de que ocurriera lo que ocurriera, Dios nunca la perdonaría.