11.-

Pasaron varios días antes de que Gabriella volviera a ver al padre Joe. En el convento todavía se hablaba de la fiesta del 4 de Julio y el partido de béisbol se había convertido en un acontecimiento histórico. Las hermanas estaban impacientes por repetirlo. Y teniendo en cuenta el buen humor que persistía en el convento, Gabriella se sorprendió cuando el padre Joe se mostró tan seco al verla. Su actitud fue casi de indiferencia. Gabriella no sabía si estaba enfadado con ella, preocupado por algo o simplemente de mal humor. En cualquier caso, parecía distante, y se dijo que quizá lamentaba haberle hablado de Jimmy.

Quería preguntarle si se encontraba bien pero no se atrevía. Había gente alrededor, y a fin de cuentas, él era sacerdote y diez años mayor que ella. El padre Joe jamás le había hecho sentirse inferior, pero Gabriella no sabía qué pensar de su cambio de actitud.

El padre oyó su confesión de forma lacónica y distante, y ella hasta dudó que la hubiera escuchado. Le ordenó dos Avemarías y una docena de Padrenuestros, algo impropio de él, y en el último momento añadió cinco actos de contrición. Antes de salir del confesionario, Gabriella no pudo más y le susurró.

– ¿Estás bien?

– Sí.

La respuesta fue tan brusca que Gabriella decidió no insistir. Algo grave le sucedía. Había perdido su alegría y parecía distraído. Quizá había discutido con otro sacerdote o había sido reprendido por un superior. Dentro de las órdenes religiosas había mucha política. Gabriella, después de tantos años de vida en el convento, lo sabía bien.

Luego de salir del confesionario cumplió su penitencia y se marchó a hacer un recado. Había prometido a la hermana Emanuel que buscaría unos libros mayores que no aparecían por ningún lado. Creía haberlos visto en un despacho abandonado que daba al pasillo que conducía a la capilla. Gabriella estaba inclinada sobre una caja de libros cuando oyó unos pasos que pasaban de largo, se detenían y luego retrocedían. No se molestó en levantar la cabeza. No estaba haciendo nada indebido y se hallaba demasiado enfrascada en su búsqueda.

Sabía que la persona que había pasado por delante del despacho no era una monja, pues éstas caminaban con sigilo y los pasos que acababa de oír habían resonado contra el suelo. Gabriella no le dio importancia, pero de haberlo hecho se habría do cuenta de que eran las pisadas de un hombre.

Sintiéndose observada, se volvió y vio al padre Joe de pie junto a la puerta. La estaba mirando con expresión de sufrimiento.

– Hola -dijo Gabriella, apenas sorprendida. El despacho se hallaba en el pasillo que conducía a la salida del convento. Él solía salir de la iglesia por el jardín, que era el trayecto más despejado y corto, pero esta vez había tomado el camino largo-. ¿Ocurre algo?

El cura negó con la cabeza. Sus intensos ojos azules se reflejaban en los de ella.

– Pareces preocupado.

Joe entró lentamente en la habitación sin apartar la vista de Gabriella. Sabían que estaban solos, que los demás despachos que flanqueaban el pasillo estaban fuera de uso.

– Lo estoy -dijo al fin, y luego calló. No sabía cómo contarle lo que tenía en la cabeza.

– ¿Ha ocurrido algo?

Gabriella le hablaba como si fuera un niño pequeño, si bien su experiencia con los niños era escasa. Pero Joe parecía un chiquillo nervioso, y ella tuvo ganas de preguntarle si alguien le había molestado en la escuela.

El cura se paseó en silencio por la habitación y levantó uno de los libros que Gabriella había descartado. Los libros mayores no habían aparecido aún.

– ¿Qué haces aquí, Gabbie?

La había llamado Gabbie en lugar de Gabriella o hermana Bernie, y cuando sus miradas se encontraron, ambos comprendieron que se hallaban ante un buen amigo. De hecho, Gabriella casi le consideraba un hermano.

– La hermana Emanuel necesita unos libros mayores que se han perdido. Pensé que podían estar aquí.

Tenía el hábito cubierto de polvo y estaba más bonita que nunca. El padre Joe se cercó a Gabriella, le quitó los libros que sostenía en las manos y los dejó sobre la mesa.

– he pensado mucho en ti últimamente -dijo casi con tristeza. Gabriella no estaba segura de qué quería decir con eso, pero no percibió nada amenazador en su tono ni en sus palabras-. Demasiado.

– ¿Lamentas haberme contado lo de Jimmy? -la voz de Gabriella era tan dulce que él la sintió como una caricia.

Cerró los ojos, negó con la cabeza y sin decir nada le tomó la mano. Al cabo de un rato abrió de nuevo los ojos. Gabriella seguía buscando palabras de consuelo.

– Ni mucho menos, Gabbie. Eres mi amiga. He estado pensando en muchas cosas… en ti, en mí, en la vida que nos trajo aquí, en la gente que nos hizo daño… en la gente que queríamos y perdimos. -él había amado y perdido más que ella. Gabriella no estaba segura de haber conocido el amor antes de ingresar en el convento-. Nuestra vida aquí significa mucho para nosotros, ¿no crees? -dijo como si buscara desesperadamente respuesta a una pregunta que no se atrevía a formular.

– Sabes que sí.

– Yo nunca haría nada para estropear lo que tenemos… No es ésa mi intención.

Gabriella no comprendía adónde quería llegar. Era la primera vez que estaba a solas con un hombre.

– Y no lo has hecho, Joe. No hemos hecho nada malo.

Lo dijo con tal certeza que él sintió una punzada en el corazón.

– Yo sí.

– No es cierto.

– He tenido pensamientos peligrosos -era cuanto se atrevía a decir sobre lo que guardaba en su corazón y su mente.

– ¿De qué estás hablando? -repuso Gabriella con la mirada y el alma abiertas.

Se acercó aún más a él, sin darse cuenta. El imán que les unía lentamente era más poderoso que todo lo que habían experimentado hasta entonces.-

– No sé cómo decírtelo… -dijo él con lágrimas en los ojos. Dulcemente, Gabriella le posó una mano en la mejilla. Era la primera vez que tocaba así a un hombre-. Te amo, Gabbie. -no podía seguir ocultándolo-. Y no sé qué hacer… No quiero hacerte daño, no quiero arruinarte la vida. Tengo que estar seguro de que ésta es la vida que quieres antes de irme de aquí para siempre o dejar mi trabajo en el San Esteban. Voy a solicitar mi traslado al arzobispado. -llevaba toda la mañana lidiando con esa idea.

– No puedes hacer eso -repuso ella con temor en la mirada. La idea de perderle le aterraba más que cuanto había dicho hasta ahora-. No puedes irte -era su amigo y no quería perderle.

– Tengo que hacerlo. No puedo quedarme aquí, cerca de ti. Me estoy volviendo loco. Oh, Gabbie… -la atrajo hacia sí y Gabriella hundió el rostro en su pecho, haciendo que sus palabras se perdieran. Jamás había sentido una atracción tan fuerte, un lugar tan seguro, más seguro incluso que el convento-. Te amo tanto… quiero estar siempre contigo, hablar contigo, abrazarte… ¿pero cómo podemos hacerlo? Estos últimos cuatro días creí volverme loco.

Ella levantó la cabeza y vio sufrimiento en su cara. Joe hubiera querido abrazarla por el resto de su vida. Ella todavía no se había pronunciado, y ahora había lágrimas en sus ojos, lágrimas de pesar, dolor y deseo.

– Yo también te amo, Joe. No estaba segura de lo que sentía pero en el fondo sabía que no estaba bien… Pensé que podríamos ser amigos -se sentía feliz y desolada al mismo tiempo.

– Quizás algún día podamos serlo, pero no ahora… todavía no. Pertenecemos a la Iglesia. No puedo pedirte que abandones el convento. Yo tampoco sé qué hacer.

Estaba tan turbado y angustiado, tan lleno de culpa, que Gabriella empezó a verlo todo con claridad. Le rodeó con sus brazos, atrayéndole, y le dio cuanto tenía para darle.

– Tranquilízate… Lo consultaremos con Dios… Todo irá bien, Joe. Te quiero.

Ahora ella era la fuerte y él el que la necesitaba desesperadamente. Joe notó toda la fortaleza, el calor y el amor que Gabriella sentía por él, y sin decir otra palabra la estrechó entre sus brazos y la besó. Fue un momento que nunca olvidarían, un momento en que dos vidas habían cambiado para siempre, en cuestión de segundos.

– Oh, Gabbie… te amo tanto.

Se alegraba de habérselo dicho. Después de padecer tanta angustia, ya no tenía remordimientos. Jamás había sentido lo que estaba sintiendo en este momento.

– Yo también te amo, Joe -de repente, Gabriella parecía tan madura, segura y valiente… Estaba jugando a un juego que habría de ser cada vez más peligroso-. ¿Qué vamos a hacer?

Él se sentó en el borde de la mesa, junto a ella.

– No lo sé. Necesitamos tiempo para pensarlo.

Pero ambos sabían que si llegaban demasiado lejos no podrían continuar con su vida actual. Todavía estaban a tiempo de dar marcha atrás. Eran como Adán y Eva en el paraíso. La manzana permanecí intacta en sus manos y la contemplaban. Pero la tentación crecería con rapidez, y si actuaban precipitadamente cada uno destrozaría la vida del otro. Era una responsabilidad tremenda. Joe la besó de nuevo.

– ¿Crees que podríamos vernos en algún lugar? -le preguntó-. Para tomar un café dar un paseo en el mundo real, con gente real. Necesitamos estar solos para hablar de todo esto.

– No lo sé -respondió Gabriella-. Las postulantes casi nunca salimos del convento.

– Lo sé, pero tú eres diferente. Eres como una hija para la comunidad, has vivido aquí casi toda la vida. ¿No podrías conseguir que te hicieran un encargo? Me encontraré contigo donde tú me digas.

– Pensaré sobre ello esta noche.

Gabriella temblaba entre los brazos de Joe en apenas media hora su mundo había dado un giro de ciento ochenta grados. Pero no quería resistirse. Sabía que todavía estaba a tiempo de retroceder, pero nada en el mundo hubiera podido empujarla a hacerlo. Jamás había deseado tanto algo como estar junto a él. Entonces cayó en la cuenta de que la hermana Anne había estado en la cierto desde el principio.

– Probablemente sea más lista que nosotros -dijo Joe-. Te juro que jamás se me pasó por la cabeza.

Pero nunca había tenido relaciones con una mujer, ni Gabriella con un hombre. Gabriella no había salido ni coqueteado con nadie, ni hecho amigos en la universidad. En lo que a corazón, vida y conducta se refería, Gabriella había asido una monja desde niña. Y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todo había cambiado. De repente era una mujer y una mujer muy enamorada.

– Me han pedido que a partir de ahora oficie misa y os oiga en confesión cada día -el padre Joe se turnaba con el padre Peter, pero el anciano sacerdote estaba delicado y había decidido que ya tenía suficiente con su trabajo en San Esteban. Había pedido a Joe que le sustituyera porque parecía llevarse bien con las monjas-. Podrás contarme a qué conclusión ha llegado mañana por la mañana, en el confesionario.

– Quizás necesite un par de días -dijo ella, y luego sonrió con picardía.

Joe sintió un deseo salvaje de quitarle la toca y contemplar su cabello. Quería ver de ella más de lo que le estaba permitido, quería abrazarla, besarla. Pero también sabía que no podía retenerla en ese despacho abandonado y que muy pronto tendría que dejarla volver con las demás. Odiaba tener que renunciar a Gabriella aunque sólo fuera durante unas horas.

– Quizás debería empezar a oír confesiones dos veces al día -dijo con una sonrisa infantil, consciente de la fuerza magnética que les unía.

Se besaron de nuevo, esta vez con más pasión.

– Te quiero -susurró Gabriella, deseando de él más de lo que osaba buscar.

– Yo también te quiero. Será mejor que te deje ir. Nos veremos mañana -dijo y volvió a besarla-. Detesto tener que dejarte marchar.

– Debes hacerlo. Podríamos volver a vernos en este despacho. Nunca viene nadie por aquí y sé dónde la madre Emanuel guarda la llave.

– Ve con cuidado -le advirtió Joe-. No hagas ninguna locura. Hablo en serio.

Gabriella sonrió.

– Mira quien habla. Más locura que ésta, imposible.

Pero ambos sabían que si se veían fuera de esas paredes la locura sería aún mayor.

– ¿Estás enfadada conmigo por habértelo dicho, Gabbie? -preguntó Joe.

Se levantó y la miró a la cara. Había corrido un riesgo enorme al confesare su amor y ahora ambos estaban en peligro. Pero Gabriella le miraba sin remordimiento alguno.

– ¿Cómo podría enfadarme contigo, Joe? Te quiero. -y luego, con una sonrisa, añadió-: me alegro de que me lo hayas dicho.

Pero la situación era más fácil para ella. Gabriella sólo era una postulante y todavía no había pronunciado sus últimos votos. Ni siquiera era novicia. Joe llevaba seis años ejerciendo de sacerdote y las consecuencias de lo que habían hecho eran mucho más dramáticas para él. Su vida entera peligraba.

– No estoy seguro de lo que deberíamos hacer ahora, Gabbie. Ni siquiera sé cómo podría mantenerte.

– Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento. -Gabriella sentía una fuerza nueva y en cierta manera parecía más firme que él-. Todavía es demasiado pronto para pensar en ello. Por ahora debe bastarte con saber que te quiero.

– Era cuanto deseaba oír. Tenía miedo de que me retiraras la palabra si te confesaba mi amor… -Gabriella posó una mano en los labios de Joe y él la besó-. No olvides lo mucho que te quiero.

Joe se detuvo en el umbral, sonrió y desapareció. Gabriella se quedó en el despacho escuchando el eco de sus pasos, pensando en lo que le había dicho. Todavía no podía creerlo. No entendía cómo había podido suceder algo así. Por un lado le parecía una bendición, por otro un dragón dispuesto a devorarles. Se pregunto cuánto tiempo podrían ocultar el secreto. Tendrían que hacerlo al menos hasta decidir qué hacer con sus vidas. Y era consciente de que a pesar de su delicada situación en el convento, Joe era quien debía tomar la decisión más difícil.

Gabriella buscó en las demás cajas polvorientas y sólo encontró un libro mayor. Eso bastaría para tener contenta a la hermana Emanuel por el momento y le daría una excusa para regresar. Ella y Joe podrían verse allí en secreto, al menos durante un tiempo. Gabriella salió de la habitación y cerró la puerta con llave, y cuando fue en busca de la hermana Emanuel se sintió flotar como en una nube. Él la amaba, la había besado, quería estar con ella… Era imposible asimilar todo lo ocurrido o intentar comprenderlo. Las palabras de Joe todavía resonaban en su cabeza cundo se unió a sus compañeras y sus labios esbozaban una sonrisa que nadie, salvo la hermana Anne, advirtió.

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