22.-

El profesor Thomas, para sorpresa de todos, había dejado sus asuntos en perfecto orden. Con su aspecto de despistado, Gabbie había esperado encontrase un lío de papeles, pero el anciano lo había dejado todo pulcramente archivado junto con instrucciones detalladas y un testamento sellado. Quería una ceremonia sencilla, preferiblemente al aire libre, en la que se leyera un pasaje de Tensión y un poema de Robert Browning que siempre le había recordado a Charlotte. Tenía una caja de seguridad en un banco y un archivador lleno de correspondencia.

La señora Rosenstein estaba desolada y se comportaba como una triste viuda, mientras que la señora Boslicki y Steve ayudaron mucho en los preparativos. Fueron a una funeraria cercana y eligieron un ataúd oscuro. El profesor sería enterrado en Long Island, junto a Charlotte. Y todo se hizo de acuerdo con sus deseos.

Algunos huéspedes fueron a Long Island para el entierro en una limusina alquilada, y Gabbie permaneció largo rato a solas junto a la tumba y posó una rosa roja sobre el ataúd. Lo único que añadieron a la ceremonia descrita por el profesor fue un poema que Gabbie le había escrito y que leyó personalmente con voz trémula. Steve estaba a su lado y le sostenía una mano y ella intentó no pensar en Joe mientras leía. Agradecía la presencia de Steve en su vida y la fuerza que ahora le transmitía. Se había portado muy bien con todos y hasta la señora Boslicki volvía a tener ahora mejor opinión de él.

El profesor Thomas fue enterrado con su único traje y el resto de sus cosas fueron a parar a una sociedad benéfica. En el New York Times apareció una nota necrológica, y por lo visto su carrera docente estaba llena de honores y premios de los que nadie tenía conocimiento. Hubo una lectura formal del testamento en la sala de estar, dirigida por un huésped que era abogado jubilado. Explicó a todos el procedimiento que se debía seguir y retiró el sello del testamento. Estaba escrito con la letra pulcra y clara del profesor, y era más una formalidad que un acto legal, pues todos sabían que sus posesiones eran sumamente escasas.

Pero cuando el abogado empezó a leer el legado todos los presentes le miraron estupefactos. Al parecer el profesor había atesorado e invertido discretamente una suma importante de dinero. Y si vivía en la casa de huéspedes no era por necesidad sino porque le gustaba.

A sus buenas amigas Martha Rosenstein y Emma Boslicki les dejaba cinco mil dólares para cada una con su amor y su agradecimiento por la bondad que le habían dispensado a lo largo de sus muchos años de amistad a la señora Rosenstein le dejaba, además, su reloj de oro, su única joya, pues sabía que significaría mucho para ella. La mujer rompió a llorar cundo el abogado leyó esa parte. Y en cuanto al resto de sus bienes, lo único valioso par él era su biblioteca y se la dejaba toda a su joven amiga y protegida Gabriella Harrison, así como lo que quedaba de sus inversiones y cuentas bancarias, las cuales, en el momento de su muerte, ascendían a poco más de seiscientos mil dólares. Hubo una exclamación general y el abogado miró boquiabierto Gabriella. Los certificados de las acciones se hallaban en la caja de seguridad del banco y según el profesor, todo estaba en regla. Gabriella no daba crédito a sus oídos. Tenía que tratarse de una broma. ¿Por qué iba a dejarle todo eso a ella? Pero el profesor lo dejaba bien claro en la carta. Sabía que Gabriella utilizaría el dinero prudentemente y que le ayudaría a emprender una carrera como escritora sin tener que preocuparse por su situación económica. El dinero podría darle la seguridad de la que no había gozado en los últimos años. El profesor decía también que Gabriella era para él la hija que nunca había tenido, y le legaba aquella fortuna con todo su amor, todo su corazón y una gran admiración por ella como escritora y como persona. Acto seguido daba las gracias a todos y les deseba lo mejor. El testamento estaba fechado y firmado formalmente: “Profesor Theodore Rawson Thomas”. El abogado les aseguró que era legalmente correcto.

Tras un breve silencio, la sala estalló en exclamaciones y felicitaciones para Gabbie. Todos se alegraban por ella y no le envidiaban su buena fortuna. Gabriella se sentía como una heredera y vio sonreír a Steve. Parecía contento por ella y se alegró de que no estuviera enfadado ni celoso. Nadie lo estaba. Todos pensaban que se lo merecía.

– Supongo que después de esto nos dejarás -se lamentó la señora Boslicki-. Ahora ya puedes comprarte tu propia casa -dijo, sonriendo entre lágrimas.

Gabbie le abrazó con fuerza.

– No seas boba. A mí nadie me mueve de aquí.

Todavía no podía creerlo, y los huéspedes no daban crédito a la fortuna amasada discretamente por el profesor. Nadie le hubiese creído poseedor de algo más que sus talones de la seguridad social, pero eso explicaba sus frecuentes salidas cenar con Gabriella. El testamento aclaraba mucha cosa, en particular lo que sentía por Gabbie, quien lamentaba no poder darle las gracias. El único agradecimiento que el anciano siempre había querido de ella era que se dedicara a escribir, y Gabriella tenía toda la intención de hacerlo, tanto en honor del profesor como por su propio placer.

– ¿Y ahora qué, princesa? ¿Un deportivo o unas vacaciones en Honolulu? -bromeó Steve mientras le posaba un brazo en los hombros.

Gabriella tenía que reconocer que la herencia iba a aliviar sus problemas. Lamentaba no poder compartir la noticia con la madre Gregoria y las hermanas de San Mateo. A lo mejor era cierto eso de que había una bendición en todo. Si no le hubieran cerrado las puertas, esto nunca habría ocurrido. Había sido un año extraordinario y le costaba creer que sólo hubieran pasado diez meses desde que dejó el convento. El profesor había escrito el testamento en junio, como si ya entonces hubiese presentido que se acercaba su hora.

Esa noche salieron todos a cenar y Gabriella invitó oficialmente, si bien la señora Boslicki tuvo que prestarle el dinero. Cuando regresaron a casa, Gabbie entró sigilosamente en la habitación del profesor para admirar la biblioteca que había heredado. Había libros muy hermosos, entre ellos la colección que le había regalado por Navidad. Gabriella se sentó frente al escritorio, contempló los archivos y abrió un cajón en busca de más papeles. Entonces reparó en un fajo de cartas marcado con el nombre de “Steve Porter” y extrañada, lo sacó del cajón. Eran copia de las cartas que el profesor había mostrado a Steve. Las cartas enviadas a Stanford y Yale y sus respuestas, así como sobres procedentes de diversos departamentos penales. Poco apoco los ojos de Gabriella se fueron llenando de horror. En ella se hablaba de un hombre que no conocía, o de varios, de un “monstruo” como el profesor le había llamad. Leyó la lista de los diferentes seudónimos, delitos y sentencias, el tiempo que había pasado en la cárcel principalmente por falsificación y exacción. Hbía estafado dinero a mujeres de varios estados. Tras entablar una relación a morosa con ellas, las utilizaba de toda las formas posibles hasta dejarlas sin un céntimo. Veces también vendía droga en pequeñas cantidades. Hacía lo que fuera necesario para sacarle el dinero a los demás. Una de las cartas hacía referencia a una entrevista entre un asistente social y Steve, quien, por lo visto, jamás terminó el bachillerato. Así que de Stanford y Yale, nada. Pero lo más aterrador no era su falta de títulos universitarios. Gabriella se daba cuenta ahora de lo que Steve había estado haciendo con ella durante los últimos siete meses. La había utilizado cruel y despiadadamente. Le traía sin cuidado quién era. No hubo ni accidente ni prometida. Sus padres murieron cuando él aún era un niño y se había criado en familias adoptivas e instituciones estatales. No tenía ninguna madre enferma en Des Moines y su padre no había fallecido el año anterior. Todo cuanto le había dicho para ganarse su compasión y su confianza era mentira. Todo. Hasta el nombre que utilizaba era falso. El Steve Porter que Gabriella conocía y creía amar era una invención.

Era lo peor que le había ocurrido nunca, peor incluso que perder a Joe. Aquello le había partido el corazón, pero Joe era real y Gabriella sabía que la amaba. Este hombre, en cambio, era un estafador y un criminal. Le había mentido y utilizado, le había robado y se había aprovechado de ella de todas las maneras posibles. De repente se sintió enferma y sucia. Le provocaba náuseas sólo pensar en él, en las cosas que le había hecho, en la intimidad que habían compartido. S e sentía como una prostituta, aunque en realidad la prostituta era él. Era peor que eso.

Gabriella se quedó sentada un buen rato con las cartas en la mano. Luego las guardó y cerró el cajón con lave. Ignoraba qué iba a decirle a Steve, cómo iba a escapar de él. Entonces se preguntó horrorizada si el profesor se había enfrentado a él, si Steve le había agredido al averiguar lo que sabía de su pasado. Gabriella empezó a temblar y comprendió que algo terrible había ocurrido.

Volvió a su habitación. Estaba sentada en la cama, tratando de poner sus pensamientos en orden, cundo Steve entró.

– ¿Estás bien?

Parecía un poco rara, pero había tenido un día muy agitado. Steve había creído que el estúpido profesor no tenía un céntimo. Y lo único que él había tenido para seguir viviendo era el salario de Gabriella y unos pobres ahorros. Éste era un regalo caído del cielo y ni por un instante había dudado que tenía a Gabriella en el bolsillo.

– Me duele la cabeza -dijo Gabriella. Lo que acababa de descubrir l tenía anonadada y miró a Steve como si fuera un extraño. Y lo era. Nada de lo que sabía de él existía.

– No te preocupes, cariño -Steve estaba de muy buen humor-. Con seiscientos mil dólares podrás comprarte un montón de aspirinas. ¿Qué te parece si mañana por la noche salimos a celebrarlo? También podríamos hacer una escapadita… a París… Roma… Atlantic City…

Las posibilidades eran ilimitadas. A partir de ahora tendría que trabajarse bien a Gabriella y Europa era el lugar idóneo para ello.

– Ahora soy incapaz de pensar en eso, Steve. Además, no puedo dejar a Ian de la noche a la mañana, y el profesor quería que utilizara el dinero para dedicarme a escribir. No puedo derrocharlo así como así, no sería justo.

Gabriella ni siquiera sabía por qué malgastaba su saliva con Steve, pero tenía que decir algo. Tenía que ganar tiempo para decidir lo que iba a hacer. Ya sólo el hecho de mirarle le resultaba doloroso, sobre todo si pensaba que podía tener algo que ver con el “accidente” o la muerte del profesor.

– Déjame decirte algo -repuso Steve, riéndose de los remordimientos de Gabriella-. El profesor nunca se enterará de lo que hagas con el dinero. Ahora es tuyo.

Ella asintió con la cabeza, incapaz de responder. Y esa noche, como siempre, durmieron en su curto. Steve lo utilizaba como despacho y armario, y ella volvió a decirle lo mucho que le dolía la cabeza. Sabía que si intentaba tocarla, le pegaría. El de Steve constituía un abuso que no había experimentado antes. No era mejor que el de su madre, y resultaba igual de violento.

Por la mañana fingió ir a trabajar para escapar de él, pero una vez en la calle telefoneó a Ian y le dijo que estaba enferma. Luego fue al parque se sentó en un banco par tratar de decidir qué hacer.

Steve había quedado para almorzar con unos amigos y esa mañana le había mencionado de nuevo lo de ir a Europa, pero Gabriella había fingido estar demasiado ocupada vistiéndose para responder, así que no tenía razones para sospechar nada.

La señora Boslicki también estaría fuera. Tenía que compre un colchón nuevo porque uno de sus últimos huéspedes había estropeado la cama. La señora Rosenstein tenía una cita con el médico y el resto trabajaba. Gabriella sabía que si esperaba hasta la hora del almuerzo estaría sola en la casa para registrar a fondo la habitación del profesor. Quería comprobar si había más documentos que incriminaran a Steve, y luego quería pedir consejo al abogado sobre loque debía hacer. Pero si de algo estaba segura era de que quería a Steve fuera de su vida lo antes posible. No quería pasar otra noche con él, no quería que volviera a tocarla. E iba a pedirle a la señora Boslicki que lo desahuciara. Sabía que no podía pagar el alquiler y ella no tenía intención de hacerlo por él. Pero eso supondría semanas y entretanto Gabriella no sabía cómo manejar la situación.

Regresó a casa a mediodía. Sabía que había esperado el tiempo suficiente y cuando entró, en el vestíbulo reinaba el silencio. Subió corriendo al cuarto del profesor y dejó la puerta abierta de par en par. Estaba sola y nadie podía ver lo que hacía. Abrió el cajón del escritorio, sacó las cartas y esta vez lo que leyó le resultó aún más espantoso. Repasó cada detalle, cada seudónimo, cada delito, la lista de mujeres que había utilizado por todo el país. Teniendo en cuenta su corta edad, había estado muy ocupado. Se hallaba absorta leyendo cuando de repente oyó un ruido a su espalda. S e volvió y vio a Steve de pie en el umbral, sonriendo.

– ¿Contando tu dinero tan pronto, Gabbie? ¿O acaso esperas encontrar más? No deberías ser tan avariciosa, cielo.

Sonreía de forma extraña. Gabriella palideció y fue incapaz de devolverle la sonrisa.

– Sólo quería revisar algunas cosas. Ian me ha dado mucho tiempo para almorzar.

Steve se acercó lentamente. Gabriella se preguntó si había cancelado su almuerzo o si nunca había habido tal almuerzo y se trataba de una trampa.

– Una lectura muy interesante ¿no te parece?

Steve señaló las cartas y Gabriella se dio cuenta de que no era la primera vez que las veía. A Steve le traía ya sin cuidado lo que Gabriella supiera de él. Lo único que le interesaba era el dinero.

– No te entiendo -dijo ella, girando una carta para ocultar las demás.

– Desde luego que me entiendes. ¿Te lo dijo antes de morir o lo has encontrado tú solita?

Steve había regresado a casa para comprobar si existían copias de las cartas. Ese viejo cabrón era de los que sabían protegerse.

– ¿Qué crees que he encontrado?

Estaban jugando al gato y el ratón, y ambos lo sabían.

– Mi historia. El profesor hizo una investigación muy exhaustiva. No está todo ahí, como es natural, pero consiguió dar con lo más interesante. -Steve parecía orgulloso de su pasado y tan seguro de sí mismo que Gabriella sintió náuseas. ¿Quién era ese hombre? No era nadie para ella. Un completo desconocido-. Tuvimos una conversación el día que… se cayó -añadió con cinismo.

Furiosa, Gabriella se levantó para plantarle cara.

– Fuiste tú ¿verdad? Hijo de puta -nunca había insultado a nadie de ese modo, pero se lo merecía-. ¿Le pegaste o simplemente le empujaste? ¿Qué le hiciste exactamente Steve?

– Nada en absoluto. El muy estúpido me facilitó mucho las cosas. Se puso tan nervioso que se lo hizo casi todo él solito. Yo sólo le ayudé un poco. el viejo estaba muy preocupado por ti y hora entiendo por qué. No tenía ni idea de que eras su heredera. Menuda sorpresa para los dos ¿no crees? ¿O acaso ya lo sabías y te hiciste la asombrada delante de los demás?

– Naturalmente que no. ¿Cómo querías que lo supiera?

– Quizá él te lo dijo.-Pienso contarles a todos lo que hiciste -dijo Gabriella temerariamente, convencida, como siempre, de que la justicia podía vencer al mal. Bastaba con mantenerse firme y conocer la verdad para que el demonio huyera ante tus ojos. Pero este demonio no iba a huir, como tampoco había huido su madre-. Y luego llamaré a la policía. Será mejor que te largues pronto de la ciudad o lo lamentarás.

Gabriella estaba temblando de rabia. Directa o indirectamente, sabía que Steve había matado al profesor.

– No le vamos a contar nada a nadie, Gabbie -dijo él con calma-. O por lo menos tú no. Yo, en cambio, podría contarle a la policía que sabías que el profesor iba a dejarte una fortuna, que hablamos de ello muchas veces y que quisiste convencerme de que le matara. Yo, como es natural, intenté disuadirte de la idea. Incluso me ofreciste dinero. La mitad del botín, trescientos mil dólares. Lo único que yo hice fue hablar con él, y mientras lo hacía sufrió una apoplejía. No se va a la cárcel por eso pero sí por planear un asesinato, el asesinato de alguien que iba a dejarte mucho dinero. De hecho, si te delato me ofrecerán protección y a ti te caerán entre diez y quince años. ¿Qué te parece? -Gabriella no podía creer lo que estaba oyendo-. Te juro que lo haré a menos que aceptes darme quinientos mil pavos ahora mismo. Es un precio bajo por tu libertad. Piénsalo. Entre diez y quince años. Y la cárcel es un lugar muy feo para una chica como tú. Lo sé porque he estado allí.

– ¿Cómo puedes hacerme esto? -repuso ella con los ojos anegados en lágrimas.

Le había dicho que la amaba. Había fingido muchas cosas y hora le estaba haciendo chantaje, amenazando con destrozarle la vida por medio millón de dólares.

– Es fácil, muñeca. En este mundo no eres nadie sin dinero. Además, te dejo cien de los grandes. No puedes quejarte. Tú no necesitas mucho para vivir. Pero sin no te decides pronto me lo quedaré todo. Creo que ahora es buen momento para llamar al banco y al abogado.

– ¿Cómo explicarás que te lo he dado todo? ¿No temes que puedan sospechar?

– Ya nos inventaremos algo. Las mujeres hacen locuras por amor, Gabbie. Seguro que me entiendes.

Después de todo, ella se había enamorado de un cura y quedado embarazada de él. Eso sí era una locura.

– No puedo creer que seas capaz de una cosa así.

– Pues créelo, Gabbie. Quinientos mil dólares, seiscientos mil si no te das prisa y el lobo feroz saldrá de tu vida par siempre. Entonces podrás llorar cuanto te plazca, quedarte hecha un ovillo en la cama el resto de tu vida, tener pesadillas y lloriquear por tu Joe y tu mamá.

Estaba utilizando todas las confidencias que le había hecho contra ella.

– ¡Hijo de puta! -exclamó Gabriella, e instintivamente avanzó para abofetearle.

Había matado al profesor y ahora estaba haciendo añicos su vida sin el menor remordimiento. Había matado a un hombre que ella quería y respetaba profundamente, una buena persona que había sido su salvación durante el último año, y ahora la amenazaba con acusarla de planear un asesinato y enviarla a la cárcel.

– Mátame si quieres, cuéntale a la policía lo que te dé la gana porque yo no pienso darte un céntimo, Steve Porter o quienquiera que seas. Durante estos siete meses me has arrebatado cuanto tenía. Me hiciste creer que me querías y me utilizaste, me mentiste… No recibirás nada más de mí ¡nada!

Steve comprendió que Gabriella hablaba en serio, pero también sabía que le ganaba en fuerza. Sin más, la agarró del pelo y le echó la cabeza atrás.

– No vuelvas a hablarme de ese modo, Gabbie. No me digas lo que piensas o no piensas hacer. Harás exactamente lo que yo te diga o te mataré. Quiero el dinero y lo quiero ya ¿entendido? Se acabaron las tonterías. Y ahora, llama al abogado -Steve señaló el teléfono.

– No pienso llamar a nadie -repuso ella, pero las rodillas le temblaban-. El juego ha terminado.

– De eso nada -Steve la soltó y se preguntó cuántos golpes iban a hacer falta para que comprendiera que hablaba en serio. Probablemente no muchos-. El juego acaba de comenzar. Lo que ha terminado es el romance, las tonterías, la farsa. Ahora ya no tengo que decirte que te amo para conseguir lo que quiero. Sólo tengo que decirte lo que voy a hacerte si no obedeces. ¿Lo entiendes? -ella le miró fijamente, batallando con sus propios demonios-. Llama al banco ahora mismo, Gabbie, o avisaré a la policía. El viejo está muerto y tú tienes su dinero. Has salido muy beneficiada de todo esto. Seguro que me creen. -Gabriella quería matarle con sus propias manos. La furia que Steve había despertado en ella la abrumaba. Agarró el teléfono y marcó el número de la operadora-. ¿Qué estás haciendo? -preguntó Steve.

– Llamando a la policía por ti. Acabemos de una vez con todo esto.

Steve le arrebató el auricular y luego arrancó el cable telefónico de la pared.

– Seamos sensatos ¿O es que piensas pasarte la tarde discutiendo? ¿Por qué no vamos al banco y recogemos el dinero? Luego cogeré un avión a Europa y todo habrá terminado. Para ti, claro. Para mí será sólo el principio.

– ¿Cómo sé que no le dirás a la policía que te di el dinero para que le mataras?

Era justamente la prueba que Steve necesitaba y Gabriella comprendía ahora que nada le detendría.

– No puedes saberlo, y ahora que lo dices, no es mala idea. Pero tendrás que fiarte de mí. No tienes elección. Si no me das el dinero podría matarte. Quizá valga la pena después de todas las molestias que me has causado.

Gabriella volvía a tener la culpa… Steve tenía que matarla porque era una niña muy mala, él no quería hacerlo, pero ella le obligó…

– Mátame -dijo Gabriella.

Ya no le importaba. Siempre había alguien que quería hacerle daño, culparla de algo, y siempre aparecería otra persona dispuesta a hacerle daño, abandonarla, mentirle, amenazarla con matarla en cuerpo y alma. Todos, a su manera, la habían matado.

– Eres una estúpida -dijo él mientras se acercaba amenazadoramente. Esa mujer no iba a poder con él, esa estúpida con la que había estado viviendo, con la que había estado compartiendo un sueldo mísero, robándole billetes de cinco dólares de los sobres que escondía debajo del colchón. Llevaba demasiado tiempo viviendo de migajas. Ahora quería todo el pastel-. No me hagas enfadar, Gabbie.

Steve vio en sus ojos que no iba a conseguir nada de ella, y no podía perder más tiempo. Los demás huéspedes no tardarían en volver y él quería el dinero. Su dinero. Ahora era suyo. Se lo había ganado.

Sin decir palabra, la agarró por el cuello y empezó a zarandearla. Ella, como siempre, se quedó quieta y le dejó hacer… como la niña buena que siempre había sido.

– ¡Voy a matarte, maldita zorra! -gritó Steve-. ¿No lo entiendes?

Pero Gabriella poseía una fuerza con la que no podía luchar, un lugar insondable al que nadie había llegado. Tendría que matarla para alcanzarlo y Steve lo sabía. No obstante, quería el dinero más que cualquier otra cosa en el mundo, y no iba a permitir que Gabriella se lo negara.

– Te odio -dijo ella con voz serena, hablándole no sólo a él sino a muchos otros-. Te odio Steve Porter.

Él le cruzó la cara de una bofetada. Ella reculó y se golpeó la espalda contra el escritorio. Conocía muy bien el sonido, la sensación, la fuerza de esos golpes. Antes de caer al suelo, Steve le agarró del brazo y le dio un puñetazo en la sien. Gabriella oyó algo parecido a un saco de arena estrellándose contra el suelo, pero ya no le quedaba tímpano que dañar, Steve no podía hacerle nada que no le hubieran hecho ya. Había vivido esa misma pesadilla durante los primeros diez años de su vida. Steve le dio puñetazos en el cuerpo y la cara y luego le aporreó la cabeza contra el suelo. Gabriella le oía decir algo sobre el dinero. Steve estaba totalmente fuera de sí. Gabriella era un enemigo que había que destruir, una furcia que pretendía negarle todo lo que se merecía y soñaba tener.

La levantó del suelo y la lanzó contra la pared, y entonces Gabriella se dio cuenta de que tenía el brazo roto. Pero ya no le importaba. Steve no obtendría nada de ella y la vida que intentaba arrebatarle le traía sin cuidado. Había experimentado demasiadas mentiras, demasiado sufrimiento, demasiado dolor, demasiadas pérdidas y él solo era una más. Finalmente Gabriella divisó una luz blanca a su alrededor, tendida en el suelo, mientras Steve le propinaba patadas y le gritaba que llamara al banco, que le diera lo que quería, que la odiaba, que nunca la había amado. Sus palabras llevaban tanto veneno como sus puñetazos, y cuando Gabriella le miró, creyó ver a Joe, luego al profesor y por último a su madre, y todos le decían algo. Joe le decía que la amaba pero no podía estar con ella. El profesor le suplicaba que no dejara que Steve le hiciera eso. Y su madre le decía que era culpa suya y se lo merecía. Y mientras escuchaba Gabriella comprendió de repente que no era culpa suya, sino de ellos… Steve era el malvado, Steve había matado al profesor y ahora quería matarla a ella… Y haciendo acopio de una fuerza desconocida para ella, se levantó del suelo para plantarle cara. Sangraba profusamente y tenía la cara destrozada. En ese estado Steve no podía llevarla al banco, no podía llamar a la policía, no podía hacer nada salvo huir sin el dinero. Y llevado por un último arrebato de ira, se abalanzó sobre Gabriella y trató de estrangularla. La zarandeó hasta que la habitación empezó a dar vueltas, pero Gabriella seguía aguantando y ahora se defendía arañándole la cara. No iba a permitirle que le hiciera eso, nadie más volvería a hacérselo. Se negó a dejar esta vida mientras él intentaba estrangularla. Finalmente Steve la dejó caer, le asestó una última patada y se marchó.

Gabriella no sabía si había ganado o perdido. Y tampoco le importaba. Todos, a su manera, habían intentado matarla: su madre, su padre, Joe, Steve… pero sin éxito. Habían llegado muy hondo e intentado destruir su espíritu, pero éste estaba fuera de su alcance y por eso la odiaban más que nunca. Gabbie rodó sobre su espalda y contempló el techo con los ojos llenos de sangre y dolor, y vio a Joe allí de pie, mirándola, diciéndole que lo sentía. Y esta vez, cuando él le tendió la mano, Gabriella miró hacia otro lado y, lentamente, se adentró sola en la oscuridad.

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