A la mañana siguiente Gabriella se sumó a la cola del confesionario. Sus compañeras todavía estaban medio dormidas, pero ella llevaba despierta desde las tres de la madrugada. Las horas se le habían hecho eternas y había empezado a temer que lo hubiera soñado todo, que Joe lamentara lo ocurrido, que le dijera que lo había pensado mejor y que no quería volver a verla. Era una posibilidad y su semblante reflejaba pavor cuando finalmente entró en el confesionario y pronunció las palabras habituales previas a la confesión. El reconfortante ritual constituía ahora una mera fachada.
El padre Joe reconoció su voz al instante. Abrió la rejilla con sigilo y Gabriella divisó la silueta de su rostro como en un sueño.
– Te quiero, Gabbie -dijo en un susurro apenas audible, y Gabriella suspiró aliviada.
– Temía que hubieses cambiado de parecer.
– También yo lo temía de ti.
Joe la besó a través del ventanuco y tras un breve silencio, le preguntó si podían ver se fuera del convento.
– Es posible. Mañana es día de correo, pero generalmente se encarga una de las hermanas. Puedo ofrecerme a enviarlo yo. La madre Gregoria me deja hacerlo de vez en cuando, aunque no lo sabré hasta el último minuto.
– Llámame al San Esteban. Diles que eres la secretaria de mi dentista. Sólo tienes que decir la hora. ¿A qué oficina de correos vais?
Gabriella se lo dijo y él prometió acudir al punto de encuentro en cuanto ella le llamara.
– ¿Y si no puedes ir?
– Iré. Tengo mucho papeleo pendiente y últimamente veo a los feligreses en la rectoría. Puedo salir en cualquier momento en caso de urgencia. Por lo menos, inténtalo.
– Te quiero.
– Yo también te quiero.
Estaban decididos a verse a cualquier precio, por muy breve que fuera el encuentro. Apenas habían dormido y sabían que, a pesar de los riesgos, estaban haciendo lo correcto.
– Recita tantos Avemarías como te apetezca y reza por mí, Gabbie. Lo digo en serio. Los dos lo necesitamos en estos momentos. Yo rezaré por ti. Llámame cuando sepas algo.
– hasta mañana.
Gabriella dejó el confesionario cabizbaja y con expresión grave, confiando en que nadie percibiera la ilusión reflejada en sus ojos. Se alegraba de que la madre Gregoria hubiera estado tan ocupada el día anterior y no se hubiera detenido a hablar con ella durante la cena. Gabbie temía que la monja, conociéndola tan bien, descubriera su secreto nada más verle los ojos.
Durante la misa Gabriella vio a Joe de una forma diferente. Ya no le parecía tan lejano ni místico. Ahora lo veía como un hombre. Estaba ligeramente asustada, cada vez que pensaba en ello un escalofrío le subía por la espalda. Con todo, sabía que no podía dar marcha atrás. Quería sus besos, quería sentir la fuerza de sus brazos y sus manos.
Salió de la iglesia acompañada de las demás monjas y fue a trabajar al huerto. La tarea la mantenía distraída y lejos de las miradas curiosas. Después del desayuno se ofreció a la madre Emanuel para llevar la correspondencia a la oficina de correos.
– Te lo agradezco mucho, hermana Bernadette, pero creo que hoy tenemos pocas cartas que enviar. Quizá en otra ocasión.
Al final fue una semana frustrante para ambos. Gabriella no halló ninguna excusa para salir del convento. Aún así, se vieron en el despacho abandonado en dos ocasiones. Corrían un gran riesgo y ambos lo sabían, pero Joe estaba más tranquilo. Y aunque Gabriella había encontrado el último libro mayor que le faltaba, lo mantenía oculto fin de tener un motivo para acudir al despacho. Cerraban l puerta con llave y se besaban, se decían cosas al oído y se abrazaban. Sentados en el suelo, bañados por el sol de julio, se contaban sus vidas. Aún no habían tomado ninguna decisión. Joe necesitaba más tiempo. Tiempo para que ambos pudieran comportarse como gente real, para hablar abiertamente y pasear por el parque cogidos de la mano. Pero debían ser prudentes y Gabriella no podía estar fuera del convento mucho tiempo sin preocupar a las hermanas.
Por ahora sólo soñaban con un paseo, con unos minutos juntos, un placer que otras parejas daban por sentado, un placer que ellos no obtendrían mientras no se les presentara la oportunidad.
La ocasión surgió inesperadamente una semana después de la declaración de Joe, cuando la hermana Inmaculada entregó a Gabriella las llaves de una vieja furgoneta que utilizaban para recoger provisiones. Habían llegado unas tela de hábito y las monjas costureras estaban impacientes por ponerse a coser. Nadie más podía ir a buscarlas. El almacén estaba en el centro de la ciudad en la calle Delancey, y Gabriella conocía el camino. Había hecho ese mismo recado en otras ocasiones. Y aprovechando la salida, le hicieron otros dos encargos. Era mucho trabajo, pero si se apuraba conseguiría hacerse un hueco para ver a Joe.
Cogió la lista de encargos con mano temblorosa. Tenía las llaves del coche y el sobre con el dinero y en cuanto estuvo lista salió presurosa por la puerta de San Mateo. L furgoneta estaba aparcada en la calle. Se despidió de la madre Gregoria agitando una mano y ésta le sonrió. La monja se alegraba de ver a Gabbie tan animada. En sus ojos había una jovialidad conmovedora. Todas las monjas estaban de cuerdo en que el postulado le sentaba de maravilla. Gabriella trabajaba duramente en el huerto y Gregoria confiaba en que aún le quedara tiempo para escribir. Se dijo que tenía que preguntárselo.
Gabbie pisó el acelerador y giró en la primera esquina. Recorrió dos manzanas, se detuvo en una cabina telefónica y llamó al San Esteban. El joven hermano de la centralita respondió al tercer timbrazo. Gabriella le explicó que era la secretaria del dentista del padre Connors. Un paciente acababa de anular su visita y había pensado que a lo mejor el sacerdote le interesaría aprovecharla.
– Oh, lo siento -respondió el hermano-, pero creo que no está. -Gabriella sintió que el alma se le caía a los pies-. Hace unos minutos se estaba preparando para salir, pero de todas maneras voy a asegurarme.
Hubo una larga pausa mientras Gabriella esperaba y maldecía su mala suerte. Ojalá hubiese salido media hora antes. Por un instante se dijo que tal vez ésa era la forma que tenía Dios de decirle que no siguiera adelante. Ella y Joe habían hablado largo y tendido sobre las consecuencias de abandonar la Iglesia. Gabriella sabía que con el tiempo habría de sentirse culpable, pero todavía era pronto para eso. Todo resultaba demasiado nuevo y emocionante, y habían esperado mucho tiempo para compartir unos momentos juntos. Puede que al final no ocurriera nada, puede que recobraran el juicio antes de que fuera demasiado tarde. Pero por lo menos habrían compartido su amor durante unos momentos, unos días, y Gabriella no quería renunciar a ello. Tenía el resto de su vida para arrepentirse, y servir a Dios, si así lo quería Él.
Con la respiración entrecortada, el hermano regresó al teléfono y Gabbie casi soltó un grito de alegría cuando le dijo que había encontrado a padre Connors y que, si no le importaba esperar, no tardaría en ponerse.
Al cabo de unos instantes oyó la voz jadeante de Joe. Sonaba como si hubiese corrido los cien metros lisos. El hermano le había encontrado con un pie en la puerta y Joe había salido como un bólido para atender la llamada.
– ¿Dónde estás? -le preguntó con una sonrisa jubilosa.
Ambos habían perdido la esperanza de que este día llegara.
– A dos manzanas del San Mateo. Tengo que ir al centro a recoger algunas cosas, pero no creo que la monjas se preocupen si me retraso.
– ¿Puedo acompañarte? ¿O sería peligroso? Me encontraré contigo donde tú digas.
– Tengo que ir a la calle Delancey y a algunas tiendas de Lower East Side que nos hacen descuento.
– ¿Nos reunimos en Washington Square Park? Nadie nos conocerá allí. ¿O prefieres Bryant Park, el parque que está detrás de la biblioteca? siempre le había gustad ese lugar pese a las palomas y los borrachos. Era tranquilo y bello.
Al final potaron por Washington Square Park en una hora. Eso permitiría a Gabbie recoger las telas, y si se apuraba, todo lo demás.
– Estaré allí a las diez en punto -prometió Joe-. Por cierto… gracias por hacer esto, mi amor. Te quiero.
Nadie le había llamado nunca “mi amor” o por lo menos no como él.
– Y yo a ti, Joe -susurró Gabriella, todavía temerosa de que alguien pudiera oírles.
– Hasta luego.
El personal del almacén actuó por una vez con suma rapidez y la ayudaron a cargar los gruesos rollos de tela en la furgoneta. Cada hábito necesitaba cinco metros y había más de cien monjas en el convento. La carga de ese día sólo era para algunas y ya llenaba casi todo el maletero. Gabriella hizo el resto de los recados a una velocidad vertiginosa, y a la diez y cinco giraba por la Sexta Avenida y divisaba el arco del parque. El lugar le recordaba ligeramente a algunas fotos de París que había visto. Joe la estaba esperando. Gabriella aparcó la furgoneta y cerró la puerta con llave, pero enseguida volvió a abrirla. Se quitó la toca con cuidado y la dejó en el asiento delantero. No se molestó en mirarse en el espejo, simplemente se mesó el cabello mientras volvía a cerrar el vehículo e iba al encuentro de Joe con la esperanza de no llamar la atención. Se alegró de llevar todavía el vestido corto de postulante. Le habría resultado imposible pasar desapercibida con el hábito si hubiera pronunciado ya sus últimos votos.
Gabriella se apresuró nada más verle, sonriendo de felicidad. Sin decirle una palabra, Joe la estrechó y la besó. Había dejado el cuello y la americana de clérigo en el coche. Con su camisa negra de manga corta y sus pantalones a juego, parecía un hombre corriente.
– Tenía tantas ganas de verte -dijo él con la respiración entrecortada, feliz de hallarse con su amada en el mundo exterior.
Era un mundo lleno de colores, de ilusiones, de gente. Había niños con globos, parejas cogidas de la mano conversando en los bancos de la plaza, ancianos que jugaban al ajedrez. Y la bóveda que formaban los árboles mitigaba el fuerte sol de julio. Joe compró un helado en un carrito ambulante y se sentaron en un banco. Allí se besaron y acariciaron. Gabriella nunca le había visto tan feliz. Era como un sueño, un sueño que podía fácilmente transformarse en una pesadilla, pero ninguno de los dos podía pensar en eso ahora.
– Gracias por venir -dijo Joe consciente de lo difícil que era para ella salir del convento.
La larga espera hacía de ese momento algo precioso. No desperdiciaron ni un segundo. Hablaron de todo, compartieron ideas y se concentraron en el presente. Joe quería saber cuándo podrían verse de nuevo, pero Gabriella no podía responderle. Este encuentro les parecía tan milagroso que les costaba imaginar la posibilidad de repetirlo, pero Gabriella sabía que tenían que hacerlo. Los momentos que se veían en el convento les parecían ahora meras migajas. Era maravilloso salir al mundo y sentirse tan libres el uno con el otro.
– Creo que podré conseguir que la madre Emanuel me dé más encargos. Dudo que alguien se oponga, siempre y cuando haga el trabajo y no desaparezca durante demasiadas horas.
Las monjas siempre hacían l vista gorda con Gabriella, y ella siempre les había sido de gran ayuda. No había razón para que dejara de ser así siempre que no desatendiera sus tareas de postulante. No había escrito una frase en toda la semana, pero había dedicado muchas horas al huerto.
– Me encantaría pasear contigo por Central Park o por la orilla del río.
Eran muchas las cosas que Joe quería hacer con ella y muy escaso el tiempo de que disponían. A las once y media la acompañó hasta la furgoneta. Habían llenado tanto ese rato que tenían la sensación de haber estado juntos varias horas. Joe la besó y ella se sobresaltó al sentir su cuerpo tan cerca, pero enseguida se relajó y se fundió entre sus brazos.
– Cuídate mucho, cariño, y sé prudente. No le cuentes a nadie lo nuestro -la previno Joe innecesariamente.
– ¿Tampoco a la hermana Anne? -bromeó Gabriella, y él sonrió.
Quería acompañarla, estar con ella, telefonearla esa noche. Quería hacer todas las cosas que hacían los hombres enamorados. Tenía treinta y un años y jamás había amado a una mujer, jamás se había permitido abrigar esa posibilidad. Jamás había coqueteado ni tenido un flechazo, ni se había permitido las fantasías que tenía ahora. Para él era como si acabara de abrir una presa. Y una vez abierta, era imposible detener la avalancha de sentimientos que le embargaban.
Esperó junto al coche mientras Gabriella se ponía la toca. Y cuando le miró con sus enormes ojos azules le pareció una chiquilla y sintió deseos de huir con ella. Ignoraban cuándo podrían volver a verse de ese modo.
– Nos veremos mañana en el confesionario -dijo Gabriella y él asintió con la cabeza, deseando mucho más de ella.
– ¿Todavía tienes las llaves del despacho? -preguntó esperanzado, y Gabriella sonrió.
– Sé dónde están.
Era peligroso, pero preferible a los susurros del confesionario. Joe quería de ella más de lo que había querido hasta ahora. Se besaron por última vez y Gabriella se sumergió en el lento tráfico. Llegó al convento sin problemas y una postulante la ayudó a descargar la furgoneta. Los rollos de tela eran pesados, pero Gabriella sentía la fuerza de veinte manos después de los tiernos momentos compartidos con Joe.
Almorzó con las demás monjas, trabajó en el huerto, llegó puntualmente a la cena después de los rezos y luego se retiró a su habitación a escribir. La madre Gregoria fue a verla y le preguntó si había escrito algún relato nuevo. Tenía la sensación de que llevaba mucho tiempo sin hablar con ella y se alegró de verla tan animada. Todos los informes que le llegaban acerca de la hermana Bernadette alababan su progreso. La madre superiora estaba impaciente por que pronunciara sus últimos votos. El momento todavía estaba lejos, pero Gabriella iba por muy buen camino. Y cuando se marchó, Gabbie sintió la primera punzada de culpa desde que comenzó su relación con Joe. Sólo habían transcurrido dos semanas, pero le parecía toda una vida.
No pudo evitar pensar en la decepción y la tristeza que causaría a la madre Gregoria. Y a pesar de ello, sabía que no podía dar marcha atrás. Lo único que deseaba era estar con Joe Connors.
Al día siguiente se vieron en el confesionario y por la tarde se encontraron en el despacho abandonado, pero después de su encuentro en Washington Square Park la habitación les resultó sofocante. Gabriella no confiaba en poder hacer más recados durante un tiempo. Al final tuvieron que pasar dos semanas antes de que surgiera la ocasión y la espera casi les volvió locos.
Cumpliendo los deseos de Joe, se encontraron en Central Park. Pasearon por el estanque y luego se dirigieron lentamente hacia la parte alta. El parque estaba verde y frondoso y una banda de música tocaba en algún lugar lejano. Gabriella se creía en un sueño. Disponían de muy poco tiempo, apenas una hora. Pero querían más, del otro y de sus vidas. Cada momento que compartían era precioso. Al cabo de unos días se vieron de nuevo en Central Prk. Y esta vez retumbaron sobre la hierba, a la sombra de un árbol. Joe colocó la cabeza en el regazo de Gabriella y ella le acarició el pelo mientras hablaban. Tenían mucho que decirse y muy poco tiempo para hacerlo. Y de regreso a la furgoneta Joe le compró un helado. Se veían cada día, en el confesionario y en el despacho polvoriento que ya sentían como propio, y sólo habían estado juntos en el mundo exterior tres veces.
Tenían muchos asuntos que resolver, más ninguno de los dos sabía cómo hacerlo. Era un viaje difícil, pero estaban seguros el uno del otro. No era la primera vez que un sacerdote y una monja se enamoraban, pero sabían que la noticia caería como una bomba y que mucha gente se sentiría traicionada. Y a veces Joe tenía miedo. Pese a estar seguro de su amor por Gabriella, le angustiaba el hecho de dejar la Iglesia.
– Necesitas más tiempo -le decía Gabriella-. No puedes tomar una decisión así sin haber reflexionado sobre el asunto detenidamente.
Pero Joe ya lo hacía. Pensaba en ello continuamente, sobre todo por las noches, cuando, a solas, ansiaba volver a verla, volver a besarla furtivamente en el confesionario. Jamás se había imaginado capaz de una cosa así.
Gabriella había empezado a escribir un diario dirigido a Joe acerca del amor y los sueños que compartían. Confiaba en poder dárselo algún día. Era una especie de carta de amor interminable, una forma de hablar con él cuando estaba ausente, y la ocultaba en un cajón, debajo de la ropa interior.
– ¿Cuándo crees que podrás salir de nuevo? -le preguntó Joe con tristeza un tarde, mientras la acompañaba al coche.
– Quién sabe. Quizá la próxima semana.
Las monjas mayores tenían previsto ir al lago George, a una casa prestada y la madre Gregoria iba a pasar con ellas unos día para ayudarlas a instalarse. Eso podría significar más libertad para Gabriella, o no. Nunca se sabía lo que podía pasar en un convento.
No obstante, el día que se marcharon Gabriella se encontró con toda la tarde libre por delante. Sus compañeras se habían ido al dentista y tardarían varias horas en regresar. Gabriella había visitado la dentista dos meses antes, así que la dejaron en el convento libre de obligaciones. Contó a la hermana supervisora que tenía problemas con algunas hortalizas y que necesitaba un pesticida. La vieja monja hacía días que sufría jaquecas y le entregó las llaves de la furgoneta sin hacer preguntas. Gabriella no especificó a qué hora estaría de vuelta. Como siempre, llamó a Joe. Por suerte no había salido. Últimamente Joe detestaba dejar el San Esteban, pues temía que Gabriella llamara durante su ausencia y perdieran la oportunidad de verse.
– ¿Cuánto tiempo tienes? -siempre le preguntaba lo mismo y esta vez se llevó una sorpresa cuando Gabriella respondió que varias horas. Joe había esperado impaciente este día y le costaba creer que hubiese llegado.
– Espérame en el extremo este de la calle cincuenta y tres.
Gabriella no conocía la dirección, pero se hallaba a pocas manzanas de donde estaba. Esta vez llegó antes que Joe y lo esperó dentro del coche, sin la toca. Joe aparcó al otro lado de la calle. Llegó hasta Gabriella, le rodeó el hombro y echaron a andar. Estaba callado y meditabundo.
– ¿no quieres ir al parque? -preguntó ella.
– Pensé que haría demasiado calor.
Joe la miró con nerviosismo. La había hecho ir hasta allí porque sabía que no tropezarían con nadie conocido. Entonces le explicó lo que había hecho. Un viejo amigo de San Marcos acababa de instalarse en Nueva york. Trabajaba en una empresa de publicidad y le iban bien las cosas. Él y Joe habían tenido recientemente una larga charla. Joe le había contado que estaba pasando por una crisis, aunque no le explicó el motivo. Su amigo le ofreció las llaves de su apartamento y le dijo que lo utilizara cada vez que necesitara alejarse de todo para poder meditar. Joe sabía que su colega se había ido a Cape Cod con unos amigos y estaría fuera toda la semana.
– ¿Quieres subir al apartamento? Pensé que a lo mejor te gustaría estar conmigo en un lugar recogido -no quería presionarla y tampoco se trataba de una artimaña, pero había traído las llaves y estaba dispuesto a dejar que Gabriella eligiera por los dos-. Tú decides -dijo con dulzura y ella sonrío.
– Creo que me encantaría.
Joe no conocía el apartamento y ambos se quedaron boquiabiertos al entrar. Tenía una espaciosa sala de estar con butacones de piel y un sofá marrón también de piel. Era muy moderno, muy masculino. La cocina disponía de un mueble bar amplio y elegante. Y al fondo, dando a un pequeño jardín, había dos dormitorios, el del amigo y el de invitados.
Joe puso en marcha el aire acondicionado y soltó un silbido al reparar en el equipo de música. Tras consultar con Gabriella, hizo una selección de discos favoritos y se sirvió una copa de vino. Estaban compartiendo una experiencia nueva, y Gabbie parecía un poco abrumada cuando se sentaron en el sofá. Nunca se había sentido tan nerviosa en presencia de Joe. No obstante, después de escuchar un poco de música y tomar un sorbo de la copa de su amado, empezó a relajarse. Seguía siendo Joe, el hombre que amaba, aunque las circunstancias fueran diferentes.
Joe la invitó a bailar y Gabriella sonrió. Nunca había bailado con nadie, pero cuando él la tomó entre sus brazos se sintió flotar. Joe pensó que nunca había sido tan feliz. Gabriella parecía fundirse entre sus brazos mientras se besaban y giraban al compás de la música. Sonaba una canción de Billy Joe.
Estaban experimentando algo que habían ansiado durante mucho tiempo; la oportunidad de estar a solas, de ser ellos mismos, de hacer lo que quisieran. Y mientras bailaban Joe la miró y la pasión de ambos empezó a crecer lentamente. Joe podía sentir los fuertes latidos del corazón de su amada, y no podía dejar de besarla. Cuando dejaron de bailar estaban muy excitados y les costaba respirar.
– Sé lo que me gustaría hacer -dijo Joe, ardiendo de deseo.
No estaba seguro de que Gabriella estuviera preparada para dar un paso tan importante. Habían pasado cinco semanas desde que le declaró su amor, pero ambos sentían un deseo mutuo que no podían comprender del todo. Él nunca había estado con una mujer y ella nunca había estado con un hombre. Gabriella le miró con ternura.
– Y yo -susurró.
– No temas nada, Gabbie… Te adoro…
La levantó del suelo y entraron lentamente en el dormitorio. Depositó a Gabriella sobre la cama con suavidad e intentó quitarle torpemente el vestido de postulante. Sin dejar de besarse, Gabriella le ayudó con los botones y los alfileres, y luego él se detuvo y admiró la piel cremosa de su amada, sus pechos, los primeros que veía en su vida, sus piernas, más largas y elegantes de lo que jamás hubiese soñado.
Gabriella no sintió miedo cuando él se desvistió y se deslizó bajo la sábana. Sus ropas formaban una pequeña pila en el suelo. Embargado por el deseo, Joe comenzó a explorar el cuerpo de su amada. Ninguno de los dos había sentido antes nada igual. Era un momento de descubrimiento, de confianza, de no saber qué esperar, pero los dos estaban seguros de querer estar ahí. Era un camino que tenían que recorrer juntos en su viaje a una nueva vida en común.
Joe le cubrió el cuerpo de besos. Temblando bajo sus caricias, Gabriella empezó lentamente a tantearle y cuando encontró lo que buscaba sus ojos se abrieron de par en par. Nadie la había preparado para eso. No tenía ni idea de qué hacer, pero la naturaleza tomó gradualmente las riendas, y él supo instintivamente qué hacer por ella. Gabriella se sobresaltó al sentirse penetrada y Joe actuó con suma delicadeza pese a la pasión que le dominaba. Sabía que iba a ser doloroso para su amada, y lo fue al principio, y aunque Joe intentó reprimirse, al final no pudo más. Temblando con violencia, pronunciando su nombre, alcanzó el clímax mientras ella le abrazaba con fuerza y gemía con una extraña mezcla de dolor y placer. Después él la acarició y vio lágrimas en sus ojos, pero eran lágrimas por una nueva vida que ahora compartían, por el dolor que habían dejado atrás, por el vínculo que les mantendría unidos el resto de sus vidas. Gabriella sabía que ya nunca podría abandonarle, y él besó los labios, el cabello, los ojos, y luego se tumbó a su lado y la abrazó. Y cuando finalmente se vio capaz de apartarse de ella, contempló maravillado la belleza que había estado oculta bajo el anodino hábito de postulante.
– Eres preciosa…
Joe jamás había imaginado que pudiera ser así, y aunque quiso poseerla de nuevo, temió hacerle daño. No obstante, cuando volvió a besarla el deseo de Gabriella creció y esta vez fue diferente. Invadidos por el éxtasis, se perdieron uno en el otro durante una eternidad, y luego fueron a cuarto de baño y se ducharon. Gabriella estaba sorprendida de lo cómodos que se sentían pese a la falta de experiencia y la timidez natural que les caracterizaba. Estuvieron largo rato en la ducha, besándose, dejando que el agua limpiara sus cuerpos. Ambos sabían lo que debían hacer ahora. La suerte estaba echada. Y ya no tenían dudas sobre el futuro.
Pusieron las sábanas y las toallas en la lavadora. Luego regresaron a la sala y se sentaron en el sofá para esperar a que el programa terminara y hablaron de lo que iban a hacer con sus vidas.
– No podemos vivir siempre así, amor mío -dijo Joe.
Ambos sabían que la experiencia de esa tarde había cambiado sus vidas para siempre. Gabriella no podía pensar en lo que tarde o temprano tendría que contar a la madre Gregoria. Sólo podía pensar en Joe y en lo que acababan de hacer. Sabía que el resto de su vida sería de él, independientemente de lo que les deparara el futuro.
No iba a ser fácil contenerse con un paseo por el prque o un beso furtivo en el confesionario después de lo que habían compartido allí.
– Podemos hacerlo durante un tiempo -dijo Gabriella, preocupada por su amado. Joe tenía mucho que reflexionar.
– ¿Serías capaz de vivir en la más pura miseria?
Joe sabía que Gabriella desconocía la pobreza y eso le preocupaba. La vida en el convento carecía de lujos, pero todas sus necesidades estaban cubiertas y gozaba de seguridad. Si se casaban, era muy probable que pasaran hambre durante un tiempo.
– Yo también puedo trabajar ¿recuerdas?
Gabriella tenía un diploma. Podía dar clases o trabajar para una revista. También podía escribir e intentar vender sus relatos. Ignoraba cuánto dinero podría ganar con la escritura, pero las hermanas siempre habían querido que lo intentara.
– Yo podría enseñar en un colegio -dijo Joe con nerviosismo.
El San Esteban le pagaba un salario, pero si colgaba los hábitos ninguna de sus habilidades resultaría útil en el mundo exterior. Nunca había tenido que preocuparse de cómo ganarse la vida.
– Puedes hacer muchas cosas -le animó Gabriella- si realmente lo deseas.
No quería que Joe se sintiera presionado para dejar el sacerdocio. Tenía que dejarlo porque realmente lo deseara, o de lo contrario odiaría a Gabriella el resto de su vida, sobre todo si el camino era duro. Y ella sabía que lo sería durante un tiempo. Estaban hablando de una adaptación de increíbles magnitudes.
– Sabes que estar contigo es lo que más deseo en este mundo -dijo Joe.
Entonces la besó y revivió las emociones sentidas durante las dos últimas horas. Ahora se alegraba de no haber sido de nadie antes. Para él significaba mucho el hecho de haberse reservado para Gabriella. Y la pasión compensaba con creces la falta de experiencia.
– Debo irme ya -dijo finalmente Gabriella con tristeza.
Le costaba creer que tuviera que regresar al convento, pero Joe aún tenía que reflexionar largo y tendido. Habían acordado esperar un tiempo para organizarse, pero la decisión estaba tomada. Ahora sólo era cuestión de tiempo, aunque ambos sabían que no podían continuar con esta farsa indefinidamente. A Gabriella, por lo menos, le parecía una injusticia. Tenían que confesar sus pecados y poco a poco avanzar hacia un futuro en común. No quería mentir a la madre Gregoria durante mucho más tiempo.
Se ajustó el vestido y Joe la abrazó una última vez.
– Voy a echarte mucho de menos -dijo con la voz todavía ronca de pasión-. Recordaré este día el resto de mi vida.
– Yo también -susurró ella.
Su amor se mezclaba con el remordimiento por haber traicionado a sus hermanas al entregarse a Joe. Más en su corazón se sentía casada con él,
Joe la acompañó hasta el coche y Gabriella se puso la toca. Volvía a ser una postulante, una monja a los ojos del mundo. Él, sin embargo, recordaba cada centímetro de su cuerpo, su belleza, la pasión que les unía.
– Cuídate -dijo con dulzura-. Hasta mañana.
Joe confesaba y oficiaba misa en el convento a diario. Era cuanto tenían aparte del apartamento prestado.
– Te quiero -dijo Gabriella, y se alejó con pesar tras besarse una última vez.
No quería dejarle. Y más se deprimió aún cuando llegó al convento. Deseaba desesperadamente estar con él y la presencia de las monjas le recordaba lo que había hecho y lo alejada que se sentía ahora de ellas. Pero tenía que seguir allí. Mientras no decidieran qué hacer, no tenía adónde ir, y tampoco Joe. Antes de dar la noticia tenían que resolver algunas cuestiones prácticas. Y Gabriella quería que Joe abandonara el sacerdocio estando plenamente convencido de su decisión. Pero también sabía que si la abandonaba ahora el dolor la mataría.
Esa noche pasó muchas horas despierta en la cama. Algunas postulantes habían notado a Gabriella muy callada y pensativa durante la cena. Temerosa de que estuviera enfermando, la hermana supervisora le sugirió al día siguiente que visitara al médico. Estaba pálida y parecía cansada, pero Gabriella insistió en que se encontraba perfectamente, y como siempre, acudió a la confesión y a la misa.
Joe la esperaba en el confesionario y enseguida abrió la rejilla para besarla.
– ¿Estás bien? -le preguntó. Había pasado toda la noche preocupado por ella y deseándola. Gabriella había despertado en él un deseo insaciable, y cuando regresó al apartamento para limpiarlo le pareció terriblemente vacío sin ella-. ¿Lo lamentas?
Joe aguardó la respuesta conteniendo la respiración.
– Claro que no. Me dio mucha pena tener que volver al convento. Me sentía muy sola sin ti.
– Yo también.
Joe deseaba volver al apartamento, pero Gabriella ignoraba cuándo tendría oportunidad de escaparse. A mediodía se encontraron en el despacho abandonado y por primera vez parecían nerviosos. Habían tenido mucha suerte hasta ahora, pero a Gabriella empezaba a preocuparle que alguien les descubriera.
Trabajó en el huerto el resto de la tarde mientras pensaba en Joe. Tenía tantos deseos de volver a verle que corrió el riesgo de telefonearle desde el despacho de la madre Gregoria. Tuvieron una charla breve y se cuidaron de no revelar sus nombres, pero los dos sabían que el riesgo era cada día mayor. Pronto tendrían que dar la cara, aunque Joe todavía no había decidido cuándo.
Gabriella se las arregló para verle una vez más en el apartamento antes de que la madre Gregoria regresara del lago George, pero esta vez no pudo estar mucho tiempo y ambos tenían todavía hambre del otro cuando se marchó. El tiempo que pasaban en la cama les resultaba demasiado breve, las horas juntos infinitamente preciosas.
Y cuando la madre Gregoria llegó, lo que vio la inquietó sobremanera. Gabriella estaba taciturna y había algo preocupante en su mirada. La monja la conocía desde que era niña e intuía que algo la preocupaba. Trató de hablar con ella esa misma noche, pero Gabriella insistió en que no le ocurría nada. Al día siguiente por la tarde, después de escribir a Joe en su diario, se mostró más animada, pero ahora le extrañaba constantemente y sentía que ya no pertenecía al convento.
A la mañana siguiente Gabriella fue a la oficina de correos y quedó con Joe en el parque. Sabía que no disponían de tiempo para ir al apartamento, y además, temía que la madre Gregoria notase algo.
– Creo que lo intuye, Joe -dijo Gabbie con semblante preocupado mientras escuchaba a un grupo de música compartiendo un helado-. Sabe leer en las personas, incluso en las que no conoce. -miró a Joe con cierto pánico en los ojos-. ¿Crees que puede habernos visto alguien?
Habían dado muchos paseos y visitado el apartamento. Quizás les había visto alguien en la calle Cincuenta y tres.
– No lo creo -Joe estaba más tranquilo, pues gozaba de más libertad que ella. Los sacerdotes no estaban tan vigilados como las monjas y podían ir a sitios que Gabriella no podía ni soñar en visitar. Nadie controlaba las entradas y salidas del padre Connors. Era un hombre concienzudo, responsable y de suma confianza-. Lo que pasa es que a la madre Gregoria le gusta preocuparse por sus polluelos.
– Eso espero.
Era agosto y el verano transcurría a una velocidad vertiginosa. Muy pronto las hermanas maestras volverían ala escuela y las monjas mayores regresarían del lago George y Catskills. El personal de la cocina ya estaba planeando una comida para el día del trabajo, pero para Gabbie todo eso carecía ahora de importancia.
Y cuando el día del Trabajo llegó, apareció en el jardín con una fuerte gripe y la madre Gregoria empezó a preocuparse de veras. Algo no marchaba bien, no sólo a nivel físico, sino espiritual.
Joe acudió a la comida acompañado de los demás sacerdotes, peor esta vez evitó a Gabbie. El día anterior habían acordado mantener las distancias para evitar que alguien pudiera reparar en la confianza con que se trataban. Había algo muy privado e íntimo en su forma de relacionarse. Y a mediodía Gabbie se retiró a su habitación. Se encontraba muy mal y tanto la madre Gregoria como la hermana Emanuel lo notaron.
– ¿Qué cree que le ocurre? -preguntó preocupada la tutora de las postulantes. Nunca había visto a Gabriella en ese estado.
– No estoy segura -respondió la madre Gregoria con tristeza.
Había decidido hablar de ello con Gabbie, así que esa tarde fue a su habitación y la encontró escribiendo frenéticamente en su diario.
– ¿Algo nuevo que pueda leer? -preguntó con dulzura la monja, y se sentó en la única silla de la austera habitación.
– Todavía no -respondió Gabriella con pesar mientras escondía la libreta debajo de la almohada-. Últimamente no he tenido mucho tiempo para escribir. -miró a la madre Gregoria con expresión de disculpa por razones que ésta desconocía-. Siento haber tenido que retirarme.
Fuera hacía un calor sofocante y Gabriella estaba pálida cuando subió a su cuarto.
– Me tienes preocupada -dijo la madre Gregoria.
– No es nada, sólo una gripe -repuso nerviosamente Gabriella-. Todas las hermanas la pasaron mientras usted estaba fuera.
Pero la madre superiora sabía que no era verdad. Sólo una monja muy anciana había estado enferma, algo relacionado con la vesícula biliar. Nadie más había enfermado últimamente en el convento.
– ¿Acaso te están asaltando las dudas, hija mía? A todas nos ocurre tarde o temprano. Nuestra vida no es fácil. Es una elección dura, incluso para alguien con tantos años en el convento como tú. Tarde o temprano todas tenemos que enfrentarnos a ellas y tomar una decisión definitiva. Cuando lo hagas te sentirás en paz contigo misma, puede que para siempre. -y mientras hablaba, deseó que Gabriella hubiera aprovechado más sus años en la universidad. Tal vez la muchacha lamentaba haber renunciado a un mundo que desconocía, un mundo que en sus años de infancia le había sido adverso-. No tengas miedo de hablar.
– Estoy bien, madre.
Era la primera vez que Gabriella mentía a la madre Gregoria y se detestó por ello. La situación se estaba volviendo insostenible. Quería decirle que estaba enamorada de Joe, que tenía que irse.
– Quizás deberías echar un ultimo vistazo al mundo, ahora que todavía eres libre para hacerlo. Podrías conseguir un trabajo fuera y vivir aquí, Gabriella. Sabes que cuentas con nuestro apoyo.
Era justamente la oportunidad que Gabriella necesitaba, y aún así sabía que estaría abusando de esa libertad si la utilizaba para encontrarse con Joe en apartamentos prestados. Si se marchaba, tenía que hacerlo de forma honesta y limpia.
– No es mi deseo -dijo-. Me encanta estar con las hermanas.
Era cierto, pero ahora amaba a Joe más que a ellas. Y Joe todavía tenía que tomar una decisión sobre su sacerdocio. Ambos debían estar muy seguros. Ella lo estaba, y él había dicho que quería dejar la Iglesia, pero hasta ahora no se había planteado la forma de hacerlo. Todavía era pronto para él, por mucho que amara a Gabriella, y ella lo sabía. Su relación sólo tenía dos meses.
Las semanas siguientes fueron una pesadilla para Gabriella. Hacía tantos recados como podía, pero la madre Gregoria estaba tan preocupada por ella que la mayoría de las veces no la dejaba. Gabbie y Joe todavía se veían en el despacho y el confesionario, y pasaban casi todo el tiempo hablando de sus planes y de lo culpable que se sentía Joe por dejar el sacerdocio. Gabriella insistía en que se tomara su tiempo, pues no quería que un día pudiera lamentarlo. Y sólo se habían visto en el apartamento en dos ocasiones más. El amigo de Joe había regresado a la ciudad, pero podían utilizarlo cuando estaba fuera trabajando.
Para colmo, a mediados de septiembre Gabriella empezó a encontrarse muy mal. Intentaba ocultarlo, pero las hermanas se habían dado cuenta de su palidez y de lo poco que comía, y se asustaron muchísimo el día que se desmayó en la iglesia. Joe estaba oficiando misa y levantó bruscamente la cabeza al oír el revuelo que se formó en la hilera de las postulantes, y casi le dio un ataque de pánico cuando vio que se llevaban a Gabriella. Tuvo que esperar todo el día antes de poder verla en el confesionario y preguntarle qué había pasado.
– No lo sé. Creo que fue el calor.
Estaban sufriendo una ola de calor interminable, pero, con gran angustia, Joe le hizo ver que ninguna otra monja se había desmayado, ni siquiera las más ancianas.
Gabriella esperó otras dos semanas para estar del todo segura. Y a finales de septiembre, pese a no poder confirmarlo científicamente, ya no le cabía duda. Tenía todos los síntomas y aunque carecía de experiencia, sabía que estaba embarazada. Un día se las arregló para salir del convento y llamó a Joe. Quedaron en el apartamento y nada más verla Joe comprendió que algo iba mal. Y cuando Gabriella le dio la noticia, lleno de estupefacción la abrazó y rompió a llorar. Estaba muy turbado. No era forma de empezar un matrimonio. Y el embarazo iba a precipitar las cosas. Gabriella supuso que había ocurrido la primera vez, de modo que estaba casi de dos meses. No disponía de mucho más tiempo para tomar una decisión. Independientemente de lo que hiciera Joe, ella tenía que dejar el convento. No haría nada que pudiera poner en peligro al bebé, y tampoco él lo deseaba. De hecho, habría hecho cualquier cosa por impedirlo. Ambos tenían opiniones muy religiosas al respecto.
– No te preocupes, Joe -dijo Gabriella, consciente de su turbación y de la enorme presión añadida a una situación ya de por sí insostenible-. Quizá tenía que ser así. Puede que sea lo que necesitaba para decidirme.
– Oh, Gabbie, no sabes cómo lo siento… es culpa mía… nunca pensé que podría ocurrir… debía suponerlo.
¿Pero cómo podía un sacerdote pensar en comprar preservativos? Y dada su situación, Gabriella tampoco podía disponer de ningún método. Se habían visto obligados a arriesgarse. Y con lo ingenuos que eran, jamás se les ocurrió que algo así pudiera suceder tan rápidamente.
Ahora Joe tenía que pensar en dos personas, una esposa y un hijo, y carecía de medios para mantenerlos. Veía ante sí un futuro desesperanzador y la presión le resultaba casi intolerable.
– Dejaré el convento dentro de un mes -dijo Gabbie. Había tomado la decisión cuando se dio cuenta de su embarazo-. Se lo contaré a la madre Gregoria en octubre.
Eso proporcionaba a Joe un mes para reflexionar. Dadas las circunstancias, era cuanto Gabriella podía ofrecerle. Y aunque le diera más tiempo, ella tenía que actuar antes de que las hermanas se dieran cuenta de su estado y estallara el escándalo en el convento.
Joe la abrazó durante largo rato, temeroso ahora de tocarla, de dañar al bebé, y rompió de nuevo a llorar.
– Tengo tanto miedo de fallarte, Gabbie… ¿Y si no puedo hacerlo? -era su más terrible temor.
– Podrás. Joe, si de verdad quieres. Ambos podemos y tú lo sabes. -Gabriella parecía muy segura de sí misma para su falta de experiencia.
– Yo sólo sé que te quiero con locura -dijo Joe, consciente de que ahora no sólo tenía que pensar en ella, sino también en el bebé. Quería dejar la Iglesia por los dos. Quería estar con Gabriella y cuidarla, pero todavía no estaba seguro de poder hacerlo-. Eres muy fuerte, Gabbie. No puedes comprenderlo. Yo no conozco otra vida que la del sacerdocio.
Y Gabriella no conocía otra vida que la del convento, además de una infancia de maltratos. ¿Por qué pensaban todos que era tan fuerte? Su padre le había dicho lo mismo la noche que la abandonó. El recuerdo desenterró un pavor quedo y profundo en Gabriella. ¿Y si Joe la dejaba también? ¿Y si la abandonaba a ella y a su hijo? Presa de pánico, no dijo nada, simplemente se abrazó en silencio a su amado, decidida a no aumentar su angustia.
Joe la besó una última vez y ella regresó al convento tan absorta en sus pensamientos que no advirtió que la madre Gregoria la estaba observando ni que la hermana Anne estaba dejando un sobre en el despacho de la monja. Esa tarde la madre superiora telefoneó a San Esteban. Por la noche se reunió con el monseñor y regresó al San Mateo con el corazón encogido. Nadie sabía nada con certeza, pero corrían rumores, y el San Esteban había recibido ciertas llamadas telefónicas de una joven que siempre dejaba un nombre diferente. El padre Connors salía con suma frecuencia últimamente y comprendió de repente la madre Gregoria, pasaba mucho tiempo en el San Mateo. Ella y el monseñor habían llegado a un acuerdo. El padre Connors dejaría de confesar y oficiar misa en el convento durante una temporada.
Gabriella no podía saberlo, y cuando entró en el confesionario al día siguiente y dijo “te quiero”, no reconoció la voz del otro lado de la rejilla. Hubo un largo silencio y luego el cura continuó la confesión como si nada hubiera ocurrido. Al marcharse, a Gabriella el corazón le latía con fuerza, y ni siquiera recordaba la penitencia impuesta. Se preguntó si le había ocurrido algo a Joe, si estaba enfermo, si había dicho que se marchaba o, peor aún, si le habían descubierto. Sabía que Joe no habría dicho nada a sus superiores sin consultarlo con ella primero, pero quizá el embarazo le había impulsado a anunciar que dejaba el sacerdocio.
Seguía dándole vueltas al asunto cuando la madre Gregoria la llamó a su despacho. Tras un largo silencio, la mujer miró tristemente a Gabriella por encima del escritorio.
– Creo que tienes algo que decirme.
– ¿Sobre qué? -blanca como la nieve, Gabbie miró a la monja que, durante doce años, había llamado madre y a la que quería como si le hubiera dado la vida.
– Lo sabes muy bien. Me refiero al padre Connors. ¿Has estado telefoneándole? Quiero que seas sincera conmigo. Uno de los sacerdotes del San Esteban creyó verte con él en Central Park en agosto. No tiene la certeza de que fueras tú y yo tampoco, pero todos lo sospechan. Si me dices la verdad todavía estaremos a tiempo de evitar un escándalo.
– Yo… -Gabriella no quería mentir, pero todavía era pronto para decir la verdad. Primero debía hablar con Joe y averiguar qué había contado pues estaba segura de que había sido interrogado-. No sé qué decir.
– La verdad -espetó severamente la madre Gregoria mirando con el corazón encogido a la joven que quería como a una hija.
– Sí… le he llamado… y nos vimos en el parque una vez.
Era cuanto estaba dispuesta a reconocer. El resto era demasiado íntimo y sólo les pertenecía a ella y a Joe.
– ¿Puedo preguntar por qué? ¿O acaso la respuesta es demasiado obvia? El padre Connors es un joven muy atractivo y tú una joven muy guapa. Pero aunque no hayas pronunciado aún tus últimos votos, tú me aseguraste que estabas convencida de tu vocación y yo te creí. Ahora ya no lo tengo tan claro. Y el padre Connors lleva varios años de sacerdote. Ninguno de los dos sois libres para violar vuestros compromisos.
– Lo sé.
Gabriella tenía lágrimas en los ojos, pero se resistía a llorar o suplicar clemencia.
– ¿Hay algo más sobre esta fea historia, Gabriella? Si lo hay, quiero saberlo. -no era una historia fea, y a Gabriella le entristecía que la monja la describiera así. Lo único que podía hacer era negar con la cabeza. No quería decir más mentiras-. Supongo que no te sorprenderá saber que van a llevar a cabo una investigación en el San Esteban. Llamarán al arzobispo hoy mismo y no veremos al padre Connors durante algún tiempo. -se detuvo para coger aire y buscó en los ojos de Gabriella respuestas que ésta no estaba dispuesta a darle-. Te sugiero que pases una buena temporada examinando seriamente tu conciencia y tu vocación. Lo harás en el convento de nuestras hermanas en Oklahoma.
Gabriella recibió la orden como una sentencia de muerte.
– ¿Oklahoma? -dijo con una suerte de aullido que ni ella misma reconoció-. Ni hablar. No pienso irme de aquí.
Era la primera vez que desafiaba a la madre superiora desde sus diferencias sobre la universidad. La monja, no obstante, estaba decidida. Pese a su apariencia tranquila, estaba furiosa, con Gabriella y con el cura que la había tentado y que había estado a punto de aniquilar su espíritu. En su opinión, era un pecado imperdonable. El padre Connors no tenía derecho a hacerle eso a Gabriella, una muchacha joven e inocente. Había abusado de la confianza del convento.
– No tienes elección, Gabriella. Te irás mañana mismo. Y hasta entonces estaremos vigilándote, así que no intentes ponerte en contacto con él. Si eliges quedarte con nosotras y esa decisión es todavía tuya, debes reflexionar detenidamente sobre lo que has hecho. Te ofrecí la oportunidad de volver al mundo durante un tiempo y la rechazaste. Pero la oferta no incluía verse clandestinamente con un sacerdote.
– Y no lo he hecho -dijo Gabriella con el rostro contraído, odiándose por decir mentiras. Pero sentía que debía hacerlo, aunque sólo fuera por el bien de Joe.
– Ojalá pudiera creerte -la madre superiora se levantó, señal de que la reunión había terminado-. Puedes volver a tu habitación. No quiero que hables con tus compañeras hasta el momento de tu partida. Una hermana te llevará al cuarto una bandeja con comida, pero tampoco podrás hablar con ella.
De la noche a la mañana, Gabriella e había convertido en una leprosa. Sin otra palabra, salió del despacho y subió a su cuarto. Estaba desesperada por llamar a Joe, pero no tenía forma de hacerlo. Y sabía que no podía ir a Oklahoma. No le abandonaría.
Se pasó el día escribiendo en el diario y paseando de un lado a otro y par cuando llegó la noche se hallaba sumamente alterada. Le habría gustado poder salir cuando menos al jardín, pero no quería quebrantar las órdenes de la madre Gregoria. Se preguntó qué estaría contando Joe al arzobispo. Ambos habían sabido desde el principio que no iba a ser fácil. Ahora sólo les quedaba soportar el dolor y la humillación hasta que pudieran estar juntos.
No tocó la comida que le trajeron, y fue después de la hora de la cena cuando Gabriella experimentó un extraño dolor en el estómago que le cortó la respiración. Luego desapareció, pero al cabo de un rato tuvo otro. Ignoraba la causa, y estaba tan preocupada por Joe que apenas le prestó atención. Cuando sus dos compañeras de cuarto regresaron, Gabriella estaba en la cama retorciéndose de dolor, pero no dijo nada. Estaba segura de que se debía al miedo.
A las postulantes se les había advertido que Gabriella estaba muy agitada y que no debían hablar con ella. Ignoraban qué había hecho, pero cada vez que la hermana Emanuel salía de la habitación se ponían a especular sobre lo ocurrido. Sólo la hermana Anne permanecía extrañamente callada.
Gabriella no pegó ojo en toda la noche. Se preguntaba qué había contado Joe y qué le estarían diciendo. Se imaginó el San Esteban como una especia de Inquisición española, y a las dos de la madrugada el dolor era tan fuerte que estuvo tentada de despertar a sus compañeras. ¿Pero qué podía decirles? ¿Qué temía perder a su hijo? Se arrastró hasta el curto de baño y vio los primeros indicios de lo que sospechaba era un grave problema. Pero no tenía a nadie a quien acudir, ni siquiera a la madre Gregoria. Y tampoco podía ponerse en contacto con Joe. Debía esperar a tener noticias de él. Si Joe había declarado a sus superiores que tenía intención de dejar el sacerdocio por ella, no tardaría en ir a buscarla. Entonces se juró a sí misma que contaría a la madre Gregoria todo lo ocurrido, o por lo menos lo que necesitaba saber. No tenía intención de abandonar el convento dejando una estela de mentiras a su paso.
Pero al día siguiente el dolor era cegador. Gabriella ignoraba a qué hora vendrían a buscarla para intentar trasladarla a Oklahoma. No tenía intención de abandonar el convento y no podían llevársela en camisón.
Sus compañeras de cuarto se levantaron con sigilo y Gabriella esperó a que e marcharan para salir de la cama, y fue entonces cuando vio las sábanas manchadas de sangre. No sabiendo qué hacer, se acostó de nuevo y lloró en silencio. Y cuando asomó el primer rayo del alba, la puerta de su cuarto se abrió y la hermana Emanuel entro. Gabriella advirtió que la miraba con una pena inconmensurable y tuvo la impresión de que había estado llorando.
– La madre Gregoria quiere verte -dijo. Era un día triste para todas, especialmente para Gabriella, que las había engañado.
– No pienso ir a Oklahoma -dijo con voz ronca. Ni siquiera estaba segura de poder levantarse. El dolor era cada vez más agudo.
– Tendrás que bajar y hablarlo con ella.
Gabriella temió decir que no podía, así que esperó a que la hermana Emanuel saliera de la habitación y se vistió con dificultad. Y mientras lo hacía recordó los tiempos en que, con el cuerpo apalizado y ahogado en dolor, tenía que vestirse para su madre.
Al bajar las escaleras el dolor empeoró, y sólo haciendo un esfuerzo sobrehumano consiguió entrar enseguida en el despacho de la madre superiora. Una vez dentro vio a dos sacerdotes sentados junto a la monja. Llevaban allí cerca de una hora, discutiendo lo que iban a decirle a Gabriella.
La madre superiora nunca la había visto en semejante estado. Era evidente que estaba sufriendo mucho y tuvo que reprimirse para no acudir en su ayuda.
– El padre O’Brian y el padre Dimeola han venido a hablar contigo, hermana Bernadette -dijo, utilizando el nombre de postulante para dar formalidad a la situación y sufrir menos cuando escuchara lo que tenían de que decirle.
Aún así, todo su corazón y toda su alma estaban junto a la niña que había conocido y querido como Gabbie.
– La madre Gregoria decidirá sobre su futuro más tarde -dijo el padre O’Brian con un pesar en la mirada que nada tenía que ver con la situación de Gabbie. La muchacha respiraba con dificultad y cada vez estaba más pálida. Pero en opinión de ambos curas, se merecía el calvario por el que estaba pasando-. Nosotros hemos venido a hablarle del padre Connors.
De modo que Joe había hablado, pensó Gabbie con alivio.
– Le ha dejado una carta -prosiguió el padre Dimeola- en la que le explica cómo se sentía con respecto a la situación a la que usted le empujó.
– ¿Él dijo eso? -preguntó incrédulamente Gabbie.
Joe nunca habría dicho una cosa así de ella. Estaba claro que era la interpretación que le habían dado los curas. El tictac de un reloj de pared resonaba en la habitación y Gabriella deseó que acabaran de una vez y la dejaran marchar.
– El padre Connors no lo dice exactamente con estas palabras, pero es evidente que lo piensa.
– ¿Puedo ver la carta, por favor? -Gabbie alargó una mano temblorosa con una dignidad que sus interlocutores, de haber sido capaces de reconocerlo, habrían admirado.
– Dentro de un momento -respondió el padre O’Brian-. Primero tenemos algo que decirle. Algo con lo que deberá vivir el resto de su vida y cuya responsabilidad debe comprender. Ha condenado a un hombre al infierno para toda la eternidad, hermana Bernadette. No habrá redención para su alma. No puede haberla después de lo que ha hecho… después de lo que usted le ha incitado a hacer. Y su infierno consistirá en saber que usted lo hizo.
Gabriella detestaba el tono del padre O’Brian y su cruel incapacidad para perdonar. Independientemente de lo que ella y Joe hubieran hecho, no se merecían esto, y ahora sólo podía pensar en lo mucho que Joe debía de haber sufrido en manos de esos hombres, y les odió por ello. Lo único que quería era verle, decirle lo mucho que le amaba y darle consuelo. No tenían derecho a torturarle ni a condenarle.
– Quiero verle -dijo con una firmeza que sorprendió a la propia Gabriella.
No iba a dejar que le hicieran eso a Joe. Tampoco podían obligarles a separarse.
– No volverá a verle -dijo el padre O’Brian con una voz tan aterradora que estremeció a Gabriella.
– Usted no tiene derecho a decidirlo. La decisión depende del padre Connors. Y si ése es su deseo, lo respetaré.
Gabriella hablaba con firmeza y dignidad, y la madre Gregoria la quiso por ello. La palidez de su tez le daba el aspecto de un ángel.
– No volverá a verle -repitió el padre O’Brian y Gabriella le miró imperturbable. Entonces le llegó el golpe de gracia, el único que jamás hubiera esperado y con una crueldad que estuvo a punto de destruir su fe para siempre-. Se quitó la vida ayer noche. Le dejó esta carta.
El padre Dimeola la agitó acusadoramente mientras la habitación daba vueltas en torno a Gabriella.
– Él… yo…
Gabriella había oído las palabras, pero no acababa de comprenderlas. Todavía no. Imploró con la mirad que le dijeran que era mentira. Pero no lo era.
– No podía vivir con lo que había hecho… no se vio capaz de dejar la Iglesia ni de hacer frente a las exigencias de usted. Prefirió quitarse la vida a hacer lo que usted quería. Se ahorcó en su habitación de San Esteban, un pecado por el que arderá eternamente en el infierno. Prefirió morir antes que abandonar a Dios, a quien amaba más que a usted, hermana Bernadette… y vivirá con ese peso en la conciencia el resto de su vida.
Gabriella miró al padre O’Brian fijamente. Permaneció muy quieta y erguida durante un rato, contemplando a sus interlocutores con unos ojos que se negaban a creer lo que acababan de decirle, y luego, con un sonido seco, s ele fue la vida por completo y cayó al suelo. En ese instante sólo supo que Joe la había abandonado, que la había dejado sola como los demás.
Y antes de poder hablar desapreció en los brazos misericordiosos de la oscuridad. Y al verla caer, repararon por primera vez en el charco de sangre que se extendía rápidamente en torno a su cuerpo.