23.-

Esa tarde, camino de su cuarto, la señora Rosenstein vio a Gabriella tirada en el suelo de la habitación del profesor. Los muebles estaban volcados y había sangre por todas partes. Gabriella parecía una muñeca de trapo. Tenía la cara irreconocible, el pelo empastado de sangre y el cuello amoratado. Se hallaba en una postura tan forzada que la señora Rosenstein pensó que estaba muerta. Tenía que estarlo, pues no parecía respirar. Cuando la mujer empezó a gritar, los demás inquilinos acudieron alarmados.

Llamaron a una ambulancia y aguardaron apiñados en torno Gabriella, llorando. Un huésped le comprobó el pulso y dijo que, aunque débil, todavía tenía. Era imposible calcular la gravedad de su estado. A juzgar por los golpes en la cabeza, susurró otro huésped, probablemente sufría una lesión cerebral irreversible… Tan joven, tan bonita… Qué horror, musitaron mientras se preguntaban quién podía haberle hecho una cosa así. La señora Boslicki, que no podía dejar de llorar, se dijo que a lo mejor había sido Steve y que luego había huido, pero cambió de opinión al ver que sus cosas seguían en el cuarto. Le preocupaba cómo iban a contarle lo ocurrido.

Seguían alrededor de Gabriella, como dolientes en un velatorio, cuando los enfermeros irrumpieron en la casa. Tras examinarla, la trasladaron a la ambulancia y desaparecieron con la sirena aullando.

Pero esta vez Gabriella no oyó nada ni tuvo visiones. Había entrado en coma poco después de que Steve se marchara. Se hallaba en un lugar remoto, libre de todo dolor.

El equipo de la sección de traumatología al completo la atendió toda la tarde. Le encajaron el brazo y le cosieron las heridas. Las magulladuras eran espantosas y tenía casi todas las costillas rotas, si bien eran las contusiones de la cabeza lo realmente preocupante. Le hicieron varios electroencefalogramas, pero lo más importante era que el cerebro soportara la inflamación. Poco después llegó un cirujano plástico para tratarle el rostro. Gabriella tenía una herida alargada en el mentón y otra en la ceja izquierda. El médico, no obstante, se mostró satisfecho con su trabajo. Habiendo reparado en las marcas del cuello, salió del quirófano sacudiendo la cabeza y luego se detuvo a hablar con el jefe del equipo de traumatología, Peter Mason, un joven médico con quien había trabajado con anterioridad.

– Bonita paliza -comentó el cirujano plástico mientras hacía anotaciones en la hoja clínica. Gabriella había soportado dos intervenciones esa tarde, una con él y otra con el ortopedista, que le había tratado el codo-. Debió de cabrear mucho a alguien.

Le extrañaba que no la hubieran matado.

– Probablemente le quedaron duros los garbanzos -dijo Peter sin sonreír.

Necesitaban esa clase de humor para seguir adelante. Veían demasiados casos de esa índole, desde accidentes de coche y paliza casi mortales hasta gente que saltaba por una ventana y sobrevivía pese a sus esfuerzos por morir. Peter odiaba, sobre todo, ver los malos tratos que recibían los niños. La crudeza del departamento de traumatología era talque no dejaba lugar para la imaginación.

– ¿La ha visto la policía? -preguntó el cirujano plástico.

– Le hicieron fotos después de que le encajaran el brazo. Su aspecto era tremendo.

Y lo seguía siendo. Nadie podía adivinar cómo era Gabriella en realidad.

– ¿Crees que saldrá de ésta?

Peter Mason soltó un silbido. Tenía la bata manchada de sangre, la lista de las heridas era interminable y las radiografías revelaban un montón de viejas lesiones, quizá causadas por un accidente de coche. Pero esta vez el daño había sido casi mortal. Gabriella tenía el hígado y los riñones maltrechos a causa de las patadas. Se diría que ninguna parte de su cuerpo se había librado.

– Me gustaría pensar que sí -dijo Peter, aunque en realidad no lo creía.

Las heridas de la cabeza sólo constituían una complicación más. El resto de la lesiones hubiera bastado par matarla. Hasta tenía dañado un ojo.

– Espero que cojan al hijo de puta que se lo hizo -comentó el cirujano plástico.

– Su marido, probablemente -dijo Peter.

Estaba familiarizado con esta clase de casos. Maridos o novios celosos, borrachos o trastornados por nimiedades, que creían justificado cargarse otra vida para apaciguar su ego. Había visto muchas tragedias como ésa en los últimos diez años. Tenía treinta y cinco, estaba divorciado y temía estar volviéndose cada vez más amargo. Su esposa le había dejado porque ya no podía más. Nunca estaba en casa y cuando estaba tenía el busca encendido. Siempre andaba pensando en sus pacientes o salvando víctimas de accidente de coche. Su mujer aguantó cinco años y luego le dejó por un cirujano plástico que sólo hacía liftings. Y Peter, en el fondo, no la culpaba.

Esa noche comprobó varias veces el estado de la nueva paciente y todo parecía estable. Gabbie se hallaba en la UCI de traumatología junto con una mujer que había saltado desde un tercer piso y aterrizado sobre dos niños que habían muerto a causa del impacto. Otra cama la ocupaba una víctima de sobredosis de heroína que había caído a la vía del metro y estaba destinada a morir. Pero lo de Gabbie era un enigma.

Sobreviviría si luchaba lo suficiente, siempre y cuando saliera del coma.

Las enfermeras comentaron que varias personas de la casa donde Gabriella vivía habían llamado par saber cómo estaba, pero que entre elos no había familiares. Al parecer tenía un novio del que nadie sabía nada. Peter pensó que probablemente había sido el autor de la paliza, ya que un desconocido no se habría ensañado tanto. Al agresor sólo le había faltado prenderle fuego.

– ¿Ha habido algún cambio? -preguntó Peter a la enfermera de a UCI.

– No. Permanece estable.

– Esperemos que continúe así.

Era medianoche y en el departamento reinaba la tranquilidad, de modo que Peter decidió echar una cabezada. Nunca se sabía lo que podía ocurrir más tarde. En la UCI de la sección de traumatología trabajaban en turnos de veinticuatro horas y el suyo acababa de empezar.

– Avíseme si ocurre algo.

La enfermera le sonrió. Le encantaba trabajar con el doctor Mason. Era un hombre muy agradable y más guapo de lo que osaría confesar a su marido. Tenía ojos marrones y un pelo moreno y desgreñado. Pero no siempre era fácil trabajar con él. Peter Mason era muy exigente y un médico sensacional.

Entró en la habitación que utilizaba cuando necesitaba echar una cabezada. Era el almacén de los productos químicos, pero disponía de una camilla.

El resto de la noche Gabriella estuvo vigilada por las enfermeras. No se movió una sola vez, y aunque no parecía respirar, los monitores mostraban unos signos vitales constantes. Por la mañana le hicieron otro electroencefalograma que resultó norma, si bien Gabbie seguía en coma.

En la casa de huéspedes los ánimos estaban por los suelos. La señora Boslicki informaba de la situación a los inquilinos que salían a trabajar y prometía llamarlos en cuanto hubiera novedades. Era lo peor que había sucedido en su casa aparte de la muerte del profesor. Todos sabían que Steve no había venido a dormir ni había telefoneado. Esa misma mañana la señora Boslicki denunció su desaparición a la policía. La noche antes los inspectores habían interrogado a todos los inquilinos y hecho muchas preguntas sobre Steve. Y fue entonces cuando todos se dieron cuenta de lo poco que sabían de él. Sabían que había estudiado en Stanford, y Yale, que llevaba ocho meses en la casa, que no tenía trabajo y que era el novio de Gabriella. Eso era todo. La policía se llevó una serie de mensajes telefónicos que la señora Boslicki guardaba para Steve en la cocina. Y cuando la mujer habló con la policía por la mañana, no habían averiguado nada nuevo.

Al caer la tarde los informes del hospital eran desoladores. El estado de Gabriella permanecía inalterado y el doctor Mason habló con la señora Rosenstein por teléfono en términos poco optimistas. Su estado todavía era crítico y la paciente seguía en coma. Era cuanto podía decirle por ahora, pero prometió llamarla si se producía algún cambio.

El turno de Peter debía terminar esa tarde, pero su compañero le había llamado poco antes para decirle que su mujer se había puesto de parto y que se hallaba en el piso de arriba ayudándole a dar a luz a su primer hijo. Peter aceptó cubrir su turno, lo que significaba que tenía otras veinticuatro horas de servicio por delante. Estaba acostumbrado a esas cosas y últimamente no tenía mucho que hacer, pero era la clase de situación que había arruinado su matrimonio.

– ¿Algo nuevo? -preguntó Peter en recepción cuando regresó de la cafetería.

Le comunicaron que acababan de llegar dos casos nuevos: un muchacho de diez años trasladado a la sección de quemados después de un incendio en Harlem y una mujer de ochenta y seis años que se había caído por una escalera de mármol. En otras palabras, nada interesante.

Y más por rutina que por la calma reinante, Peter decidió visitar a Gabriella. Observó los monitores durante un par de minutos y luego la examinó con cuidado. Y mientras lo hacía advirtió una mueca de dolor en su cara y se detuvo. Volvió a tocarla y observó la misma mueca, pero era difícil saber si se debía a un reflejo o a que estaba saliendo del coma. Leyó su nombre en la hoja clínica y se acercó un poco más a ella.

– ¿Gabriella?… Gabriella, abre los ojos si puedes oírme -viendo que no reaccionaba, Peter introdujo un dedo en la mano de Gabriella-. Aprieta el dedo si puedes oírme.

Estaba a punto de apartarlo cuando notó que la mano se movía. Le había oído, y Peter no pudo por menos que sonreír. Ésos eran los logros por los que vivía, por los que había renunciado a su matrimonio y a gran parte de su vida. Probó de nuevo y esta vez la presión fue más firme.

– ¿Puedes abrir los ojos? -preguntó con suavidad-. ¿O parpadear un poco? Aprieta los ojos o ábrelos… Me gustaría verte.

Durante un rato no sucedió nada, pero luego las pestañas de Gabriella temblaron levemente. Eso significaba que le oía y que su cerebro había dejado de inflamarse. Y también significaba que el trabajo de Peter acababa de comenzar. Llamó a la enfermera y le explicó lo ocurrido.

– Nos estamos acercando a la primera base. Hable con ella un rato, a ver qué pasa. Volveré más tarde.

Fue a visitar a la mujer que había caído por una escalera de mármol y la encontró en muy buen estado. Se había roto la pelvis y la cadera y exigía que la devolvieran enseguida a casa porque tenía cita con el peluquero al día siguiente. Era una mujer arisca y aristocrática y Peter sabía que no habría dudado en azotarle con el bastón de haberlo tenido a mano. Le prometió que a enviaría a casa en cuanto pudiera manejar un andador, pero que tenían que operarla por la mañana.

Y a medianoche, tras poner al día unos cuantos papeles, Peter regresó junto a Gabriella.

– ¿Cómo está la Bella Durmiente? -preguntó a la enfermera.

La mujer se encogió de hombros. Gabriella no había vuelto a reaccionar en todo ese rato. Quizá había sido un reflejo o quizá estaba tan destrozada que ya no quería formar parte de este mundo y se había retirado a un lugar donde nadie podía dañara. A veces ocurría.

La enfermera se marchó y Peter se sentó junto a Gabriella. Le puso un dedo en la mano, pero no ocurrió nada. Parecía inmersa en un coma profundo. Estaba a punto de rendirse cuando Gabriella movió un brazo y estiró dos dedos en su dirección. Tenía los ojos cerrados, pero Peter sabía que le había oído.

– ¿Me hablas a mí? -preguntó con dulzura-. ¿Por qué no me dices alguna casilla? -necesitaban saber si podía hablar, y con el tiempo razonar. Pero por ahora le bastaba una palabra, una mirada, un sonido-. ¿Qué tal una canción?

El doctor Mason trataba de forma divertida y despreocupada a los pacientes bajo las circunstancias más devastadoras, y por eso tantos enfermos como personal le querían. Por otra parte, su increíble habilidad para devolverles a la vida le habían valido el respeto de sus colegas.

– Venga, Gabriella, cántame algo. ¿Qué te parece el himno nacional? O mejor Twinkle, Twinkle -Peyer tarareó la canción con desafío y una enfermera que pasaba por delante sonrió-. ¿Y el Abc? Es la misma melodía, ya sabes. Yo haré el Abc y tú el Twinkle, Twinkle.

En ese momento Gabriella soltó un gemido que no parecía humano.

– ¿Qué era eso? -preguntó Peter, sintiendo cerca la victoria-. ¿El Abc o el Twinkle, Twinkle? He reconocido la música, pero no la letra.

Gabriella volvió a gemir, esta vez más alto, y Peter comprendió que estaba volviendo al mundo. No se trataba de ningún reflejo. Sus pestañas vibraron. Estaba intentando abrir los ojos, pero todavía los tenía muy hinchados. Peter la ayudó con delicadeza y los ojos se abrieron lentamente. Distinguió una silueta humana junto a ella, pero lo veía todo borroso y no pudo apreciar las lágrimas que asomaban en los ojos del doctor. A base de esfuerzo, habían conseguido arrancarla de los oscuros nichos de la muerte. Y era posible, aunque sólo posible, que saliera de ésta.

– Hola, Gabriella. Bienvenida. Te hemos echado de menos.

Ella gimió de nuevo. Tenía lo slabios demasiado inflamados para hablar con claridad, pero Peter se daba cuenta de que lo estaba intentando. Eran muchas las preguntas que querían a hacerle referente a la paliza, pero aún era pronto.

– ¿Cómo te encuentras? ¿Te parece una pregunta estúpida?

Gabriella asintió con la cabeza y al hacerlo sintió un fuerte dolor. Soltó un gemido y cerró los ojos. Poco después volvió abrirlos.

– Apuesto a que sí.

Más adelante, Peter podría darle analgésicos y sedantes, pero no recién salida del coma. Gabriella tendría que vivir con el dolor durante un tiempo.

– ¿Podrías decirme algo? Aparte del Twinkle, Twinkle, claro.

Ella intentó sonreír, pero el gesto le hacía daño.

– Duele… -logró farfullar al fin.

– Apuesto a que sí. ¿La cabeza?

– Sí… -susurró Gabriella con voz algo más clara-. Brazo… cara…

Apenas quedaba alguna parte de su cuerpo sin apalear. Gabriella, no obstante, sonaba bastante coherente ahora que había otras preguntas que hacerle. La policía debía regresar por la mañana. Era la peor agresión que habían visto en años y querían agarrar al autor.

– ¿Sabes quién te hizo esto? -Gabriella cerró los ojos, pero él insistió-. Si lo sabes, me gustaría que me lo dijeras. No querrás que tu agresor le haga lo mismo a otra mujer ¿verdad? Piensa en ello.

Ella abrió los ojos y le miró. Parecía estar meditando. Siempre les había protegido, a todos, pero sabía que esta vez era diferente.

– ¿Sabes quién te lo hizo? -Peter sospechaba que no había sido un desconocido-. Podemos hablar de ello más tarde.

Gabriella asintió con los ojos y trató nuevamente de hablar.

– Nombre…

– ¿El nombre de la persona que te pegó?

Gabriella frunció el entrecejo. Luego, sin a penas levantar la sábana, señaló al médico con un dedo. Quería saber quién era él.

– Peter Mason. Soy médico y tú estás en el hospital. Vamos a repararte y luego te enviaremos a casa, pero queremos que allí estés a salvo. Por eso necesitamos saber quién te lo hizo.

Gabriella soltó otro gemido y agotada, cerró los ojos. Finalmente se durmió y Peter tras contemplarla un rato, se marchó. Indudablemente pensaba con claridad. Había contestado a todas sus preguntas y quiso saber quién era él. Constituía un estupendo comienzo y Peter estaba muy esperanzado.

Por la mañana la visitó de nuevo. Gabriella parecía más animada, hablaba con más claridad y se acordaba de su nombre. El electroencefalograma y los monitores tenían buen aspecto. Poco después la policía fue a verla. Se alegraron de saber que había salido del coma y lo que querían ahora era información.

Peter les pidió que no la presionaran demasiado. Sólo llevaba consciente unas pocas horas. Los inspectores le hicieron las mismas preguntas que él le había hecho pero con menos delicadeza. Le dijeron que querían hacer lo posible por protegerla, pero que no podrían si no les decía el nombre de su agresor. Gabriella estaba muy pensativa.

– No puedes permitir que vuelvan a hacerte esto -dijo Peter mirándola compasivamente-. La próxima vez podrías tener menos suerte. Quienquiera que haya sido, Gabriella, quería matarte.

Le habían golpeado, magullado, estrangulado. En opinión de Peter, no se trataba de un accidente ni de un crimen pasional. Era un intento alevoso y premeditado de matarla y casi lo habían conseguido, y Gabriella lo sabía.

– Fue un acto intencionado. Ahora tienes que ayudarnos a atrapar a tu agresor para que no vuelva a hacerlo. No estarás a salvo hasta que lo metan entre rejas. Piénsalo.

Gabriella miró a sus interrogadores. Se había pasado la vida protegiendo a los demás, ocultando sus crímenes, justificándolos, diciéndose a sí misma que se lo merecía. Pero ya no lo creía. Ella no se merecía esto. Él sí. Gabriella abrió la boca, pero vaciló y volvió a cerrarla. Al final, cuando Peter estaba seguro de que no hablaría, Gabriella le miró y asintió con la cabeza. Algo que él había dicho le había llegado al alma y le había abierto una puerta.

– Venga, Gabriella, tienes que decírnoslo. No te mereces esto.

No, no se lo merecía, y Gabriella lo sabía. Como también supo durante la paliza que Steve no tenía derecho a hacerle lo que su madre le había hecho. No dejaría que volviera a ocurrir. Nadie volvería a ponerle un dedo encima para hacerle daño. No lo permitiría.

– Steve -susurró con voz casi inaudible-. Steve Porter. -sabía que debía explicar más cosas y apenas tenía fuerzas para ello, pero los inspectores eran insistentes y uno de ellos hacía notaciones en una libreta. Sabían por los demás inquilinos que Porter era su novio y vivía en la casa de huéspedes-. Otros nombres… cartas en la mesa del profesor… ha estado en prisión.

Los inspectores e miraron. La cosa estaba clara.

– ¿Recuerda qué otros nombres utilizaba, señorita Harrison?

– Steve Johnson… John Stevens… Michael Houston. -los recordaba todos con una facilidad sorprendente. Y quería hablar. Se lo debía a sí misma. Nadie volvería a hacerle daño. Y Steve merecía cuanto pudiera pasarle-. Ha estado en prisión en Kentucky… Texas… California.

– ¿Sabe dónde está ahora?

– No.

– No ha venido a verla ¿verdad? -los inspectores miraron al médico, que negó con la cabeza. El agresor no estaba tan loco como para eso-. ¿Sabe porqué le hizo esto? ¿Estaba enfadado con usted? ¿Tenía celos? ¿Iba a abandonarle? ¿Se veía con otro?

– Quería dinero… llevaba meses dándole dinero -susurró Gabriella-. Acababa de heredar dinero de un amigo y… y él quería que se lo diera casi todo, o de lo contrario contaría a la policía que intenté convencerle de que matara al profesor… Él me legó el dinero. Steve lo quería… quería ir a Europa… me dijo que me mataría si no se lo daba. -y había estado a punto de cumplir su promesa-. Creo que mató al profesor… quiso agredirle… entonces tuvo una apoplejía… él me legó el dinero.

El relato era un poco confuso, pero los inspectores decidieron obtener el resto de la información de la casera y sus huéspedes. Cuando Gabriella se encontrara mejor podrían interrogarla con más detenimiento.

– ¿La atacó con algún arma?

A Gabriella le sorprendió la pregunta.

– No. Sólo me pegó.

– Qué amable.

Los inspectores le dieron las gracias y dijeron que volverían cuando se encontrara mejor. Esperaban tener buenas noticias para ella en breve. Cuando Gabriella se recostó y cerró los ojos, se dio cuenta de que no lamentaba lo que había hecho. Había actuado correctamente. Era hora de detener a la gente que le hacía daño. Algunos no podían evitarlo, como Joe y la madre Gregoria, pero tanto su madre como su padre pudieron obrar de otro modo, y también Steve… Este último no se saldría con la suya. Con los demás ya no podía hacer nada.

Abrió los ojos y vio que Peter seguía allí de pie, observándola. Estaba intentando adivinar si Gabriella estaba enamorada de ese tal Steve y destrozada por lo ocurrido, pero en realidad parecía contenta. Y Peter empezó a sospechar que debajo de las heridas, los morados y las vendas había una cara bonita, aunque le habría gustado con cualquier cara. Gabriella poseía una fuerza abrumadora. Había pasado por un infierno y ahora le estaba sonriendo.

– Buen trabajo.

– Mala persona… horrible… mató a mi amigo.

– Y casi te mata a ti -para Peter eso era lo más importante-. Espero que le atrapen.

– Y yo.

Ambos deseos se cumplieron. La policía regresó esa tarde a las seis, poco antes de que finalizara el turno de Peter. H abían encontrado a Steve a las cuatro de la arde jugando en un casino de Atantic City. El FBI tenía su historial y Texas y California habían colaborado gustosamente. Steve, como es natural, lo negó todo y aseguró que Gabbie era una psicópata y le tenía amenazado. Pero a juzgar por el estado de Gabriella, no existía la menor posibilidad de que alguien le creyera. Todo había terminado para el. Aunque no le hubiera puesto un dedo encima, había infringido la libertad condicional en tres estados y le iban a caer muchos años. Era un milagro que no le hubiesen atrapado antes. De haberlo hecho, probablemente Gabriella no estría ahora en el hospital. La agresión iba a costarle a Steve muchos años entre rejas. Le leyeron sus derechos y le arrestaron allí mismo. Le acusaban de intento de asesinato e iban a tratar de acusarle también de homicidio sin premeditación por la muerte del profesor. Gabriella, entretanto, les escuchaba atónita.

– ¿Irá a la cárcel? -preguntó.

– Irá y permanecerá en ella mucho tiempo.

Todavía se deprimía al recordar lo ocurrido y se angustiaba cuando pensaba en el profesor. Hubiera preferido tenerlo a él en lugar de su dinero. Antes de irse, la policía le dijo que sus amigos de la pensión estaban muy contentos y le enviaban saludos, pero aún no tenían permitido visitarla. Vendrían a verla en cuanto el médico lo autorizara.

– Ése soy yo, el malo de la película, pero necesitas reposo -dijo Peter cuando la policía se hubo marchado-. ¿Cómo te encuentras?

Había sido un día cargado de emociones. Peter estaba seguro de que a Gabriella no le había sido fácil delatar al tipo y luego oír las consecuencias. Debía de ser muy duro enviar a alguien a la cárcel por mucho que se lo mereciera. Y más aún a un ser querido. Y Gabriella había querido a Steve, pero lo suyo había sido más una aventura amorosa y una droga. No había sabido cómo salir de ella, cómo dejar de darle dinero, sobre todo cuando Steve empezó a exigírselo. La había engañado y manipulado. Gabriella había sido una presa fácil, pero ahora se daba cuenta de que nunca le quiso.

– ¿Estás bien? -preguntó de nuevo Peter.

– Creo que sí -estaba demasiado confusa aún para saber cómo se sentía.

– Supongo que no es fácil, sobre todo si le considerabas tu amigo -debía de sentirse tremendamente traicionada.

– En realidad creo que no le conocía -repuso ella-. ¿Cuánto tiempo estaré aquí?

Peter pensó en la anciana que había rodado por la escalera de mármol y no quería perderse la cita con el peluquero.

– ¿tienes hora con el peluquero? -repuso con una sonrisa.

– No exactamente -el pelo de Gariella estaba oculto bajo los ventajes. Peter ni siquiera sabía qué color tenía-. Era sólo curiosidad.

– Unas semanas. Lo suficiente para que puedas volver a bailar claqué o lo que sea que hagas. ¿A qué te dedicas?

Sabía por la hoja clínica que tenía veintitrés años, era solera, vivía en una casa de huéspedes, trabajaba en una librería y no tenía familia.

– Estoy intentando ser escritora -respondió tímidamente Gabriella.

– ¿Tiene algo publicado?

– Un relato en el New Yorker de marzo.

– Entonces debes de ser muy buena.

– Todavía no. Estoy trabajando en ello.

– No escribas sobre esto todavía. Tenemos que ponerte en forma antes de que vuelvas al trabajo. ¿Dónde conociste a ese tipo? ¿En un congreso de ex presidiarios?

Gabriella sonrió. Le gustaba aquél médico. Se había portado muy bien con ella y se daba cuenta de que le preocupaba realmente lo que había ocurrido. Todo el mundo se había portado de maravilla, incluidas las enfermeras.

– Vivíamos en la misma pensión.

– Quizá deberías pensar en mudarte a un apartamento. Y hablando de apartamentos -consultó su reloj-, estoy a punto de convertirme en una calabaza. Intenta no meterte en líos. Estaré fuera dos días -le dio unas palmaditas en la pierna-. Cuídate, Gabriella.

– Gabbie.

Gabriella sonaba demasiado formal. Peter se despidió agitando una mano. Gabbie lamentó verlo marchar. Era su único amigo allí.

Dos días después, anda más entrar en el hospital, lo primero que hizo Peter fue visitar a Gabbie, y se sorprendió de sus rápidos progresos. La voz era casi normal pero aún le dolía al reír. La habían sentado en el borde del lecho dos veces al día y ahora ya no se mareaba. Y le habían prometido que la sacarían de la cama a finales de semana, un objetivo que Gabriella creía inalcanzable. La señora Rosenstein y la señora Boslicki habían ido a verla con un ramo de rosas y los demás le habían enviado tarjetas y pequeños obsequios.

Estaban indignados con Steve. En el periódico salía publicado un largo artículo acerca de sus delitos.

– ¡Y pensar que estaba viviendo con nosotros! -exclamó horrorizada la señora Rosenstein.

Gabriella no había tenido noticias de Steve y esperaba no tenerlas nunca. Todavía la ponía enferma pensar que había dormido con él y que le había mantenido. Algún día tendría que vérselas con él en los tribunales y sabía que mentiría sobre ella, pero para entonces Gabriella sería más fuerte y capaz de hacerle frente.

Ian Jones la había llamado desde la librería para decirle que se tomara el tiempo que necesitara antes de volver al trabajo. Gabriella deseaba conservar e puesto pese a la herencia. El trabajo en la librería le encantaba y todavía le dejaba tiempo para escribir. Tampoco tenía intención de dejar a la señora Boslicki. Ahora que Steve ya no estaba en la casa, se sentía segura en ella.

– ¿A qué te has dedicado mientras estuve fuera? -preguntó Peter después de examinarla-. ¿Cenar, bailar, lo de siempre?

– Lo de siempre. Me lavaron el pelo y todavía no me dejan visitar el cuarto de baño -Gabriella rió. Sus logros aún eran pequeños, pero se legraba de ver a su médico.

– Quizá podamos cambiar eso -Peter hizo una anotación en la hoja y luego le examinó el brazo y la obra del cirujano plástico. La cosa iba bien. Luego le preguntó sobre algo que había observado en las radiografías-. ¿Has sufrido alguna vez un accidente de coche, Gabbie? Tus costillas muestran viejas fracturas. Se diría que han sobrevivido a una guerra.

– Más o menos -respondió Gabriella con una mirada extraña, y Peter percibió que se encerraba en sí misma. Era una mujer con muchos secretos.

– Una respuesta interesante. Hablaremos de ello más adelante.

Tenía otros pacientes que atender, pero por la noche regresó con una cerveza de jengibre para Gabriella y un café para él.

– Acabo de cenar. En la cafetería tienen una bomba de estómago por si envenenan a alguien. La utilizamos como mínimo cuatro veces al día.

Peter se sentó junto ala cama mientras Gabriella reía. Esta vez le notó cansado y se dio cuenta de que trabajaba en exceso,

Entonces él le preguntó por sus relatos y por sus estudios. Peter era del sudoeste del país y Gabriella percibió en él cierto aire vaquero. Había observado que caminaba con paso largo y relajado y calzaba botas de vaquero. Peter, por su parte, había reparado en sus ojos azules y en lo bonita que era. Y muy joven. Y muy mayor al mismo tiempo. Era una mujer de numerosos contrastes. Sus ojos sugerían mucha tristeza y mucha sabiduría, lo cual le tenía fascinado. Peter le hizo preguntas sobre su agresor y ella le respondió con serenidad. Una enfermera le había enseñado el artículo del periódico, pero no le dijo nada a Gabbie.

– ¿Y dónde creciste? -preguntó Peter.

– Aquí, en Nueva York -no mencionó el convento.

Los dos eran hijos únicos y él había estudiado en la facultad de medicina de Columbia, que era lo que le había traído a Nueva York en un principio y algo que tenía en común con Gabriella. Pero, en ciertos aspectos, parecían muy diferentes. Peter era una persona relajada y extrovertida y había visto mucha crueldad en su vida, pero no la había vivido en carne propia. Y algo le decía que Gabriella había visto más que la mayoría de la gente. Sabía que mantenía muchas puertas cerradas y no sabía dónde buscar la llave que las abría.

Peter mencionó entonces que tenía un amigo de universidad que se había hecho sacerdote, y Gabriella sonrió. Pensando que se estaba riendo de él, Peter intentó convencerla de que los curas eran gente normal. Gabbie no pudo resistir la tentación de contarle que había sido postulante y crecido en un convento. Mas no mencionó a Joe ni lo ocurrido entre ellos.

Él estaba asombrado y al final le preguntó por qué había decidido no hacerse monja.

– Es una larga historia -respondió ella con un suspiro.

Peter tenía que volver al trabajo y le prometió que la vería al día siguiente. No obstante, pasada la medianoche fue a echarle un vistazo convencido de que estaría dormida. Pero Gabriella no dormía. Estaba tumbada en la cama con los ojos abiertos. Desprendía una gran paz y serenidad.

– ¿Puedo entrar?

– Desde luego.

Gabriella sonrió y se apoyó en su codo sano. Había una pequeña lámpara en un rincón de la habitación y la atmósfera era acogedora. Había estado reflexionando sobre sus padres. Lo hacía mucho últimamente, en especial sobre su padre.

– Estabas muy seria ¿Te encuentras bien?

Gabriella asintió. Estaba, de hecho, meditando sobre todo lo ocurrido. Steve había desaparecido de su vida como un sueño, como si en realidad nunca hubiera existido. Toda la gente que le importaba acababa desapareciendo de una forma u otra, pero últimamente ya no le creaba tanta angustia.

– Estaba pensando en mis padres -confesó.

Su hoja clínica decía que no tenía familia y Peter, dando por sentado que sus padres habían muerto, le preguntó cuándo.

– Están vivos. Creo que mi padre vive en Boston y mi madre en California. Hace trece años que no veo a mi madre y catorce que no veo a mi padre.

– ¿Tan mala eras? ¿Te escapaste con el circo?

Gabriella rió.

– No; me escapé con el convento. Es una larga historia. Mi padre me abandonó cundo yo era niña. Luego mi madre me dejó en el convento y nunca volvió.

– Qué extraño. ¿Por qué no podían tenerte con ellos? ¿Hiciste algo grave para enfadarles?

– Eso pensaban ellos. No les gustaban los niños.

– Qué encantadores.

Peter la miró y deseó poderse acercar más a ella, pero estaba de servicio y era su paciente. Ya pasaba más tiempo de la cuenta con ella y no quería provocar comentarios.

– No lo eran -dijo ella con voz suave y luego decidió que no tenía nada que ocultarle. Se sentía segura hablando con Peter. Siempre le había avergonzado su secreto, pero ahora ya no-. Ellos fueron el accidente de coche del que hablamos. Bueno, en realidad fue ella. Él sólo miraba.

– Creo que no te entiendo.

– Las costillas rotas. El regalo de Navidad de mi madre durante varios años -explicó Gabriella, tratando de darle un toque de humor-. Era su obsequio favorito.

– ¿Te pegaba? -preguntó estupefacto Peter-. ¿Fue eso lo que vi en las radiografías?

– Probablemente. Nunca me rompió nada de otro modo. Mi madre se pasó diez años pegándome constantemente antes de abandonarme.

Gabriella le miró con tristeza y Peter alargó un brazo para acariciarla. Luego le cogió la mano y le abrió su corazón, incapaz de imaginar lo mucho que había sufrido.

– Qué horror ¿No te ayudó nadie? ¿Nadie la detuvo? -la idea de que hubiese sido una niña sin aliados le parecía inconcebible.

– Mi padre solía mirar, pero nunca dijo nada. Creo que temía a mi madre, y al final ya no pudo soportarlo más y la dejó.

– ¿Por qué no te llevó con él?

Gabriella nunca se había atrevido a hacerse esa pregunta y se encogió de hombros.

– Lo ignoro. Hay muchas respuestas que aún no tengo. Últimamente he estado pensando en ello. Sé por qué Steve hizo lo que hizo: le hice enfadar, quería dinero y yo me negué a hacerlo. Sin embargo, nunca supe por qué mis padres me odiaban. Decían que yo era una niña terrible, que si no fuera tan mala no tendrían que pegarme. ¿Pero hasta qué punto puede ser malo un niño?

Era una pregunta que había empezado a rondarle por la cabeza.

– Nunca lo bastante para romperle los huesos. Yo tampoco lo entiendo. ¿Se lo preguntaste alguna vez?

– No he vuelto a verlos desde que me abandonaron. Hace un año intenté llamar a mi padre, pero no encontré su nombre en la guía telefónica.

– ¿Y tu madre? Parece una persona de la que más vale mantenerse alejado.

– Así era entonces -dijo Gabbie mientras las cuerdas del recuerdo vibraban en su interior. La paliza de Steve había despertado viejos sentimientos que ahora le costaba aplacar-. No dejo de preguntarme qué ha sido de ella, si ha cambiado, si ahora sería capaz de explicármelo, si lamenta lo ocurrido después de tantos años. Casi me destrozó la vida, y supongo que también la suya propia. -la mirada de Gabriella se tornó tan abierta, valiente y honesta que Peter se quedó mudo-. Todavía quiero saber por qué me odiaba tanto.

– Supongo que estaba enferma del alma -dijo Peter pensativamente-. La culpa no podía ser tuya, Gabbie.

Había visto a niños maltratados en la unidad de traumatología con anterioridad. Y siempre se le rompía el corazón cuando, con la mirada aterrorizada y el cuerpo dañado, le decían que nadie tenía la culpa a fin de proteger a sus padres. Estaban indefensos, a merced de gente cruel y depravada. Dos meses antes había pedido a un niño que su madre había apalizado hasta dejarlo clínicamente muerto. A Peter le era imposible aceptar una cosa así, y lo único que quería hacer cuando el niño murió era matar a la madre. Actualmente se hallaba en prisión, esperando juicio, y sus abogados pedían libertad condicional.

– No entiendo cómo pudiste soportarlo. ¿Nunca te ayudó nadie?

– No. Hasta que llegué al convento.

– ¿Se portaron bien contigo? -preguntó él, esperando que así fuera. Aunque apenas conocía a Gabriella, sentía un profundo deseo de protegerla, pero todo lo que podía hacer era escuchar.

– Muy bien. Era muy feliz allí.

– Entonces ¿por qué te fuiste?

Había mucho que averiguar sobre ella, y Peter quería saberlo todo.

– Tuve que irme. Hice algo horrible y tuvieron que expulsarme. -había acabado aceptándolo, aunque sabía que nunca podría perdonárselo del todo.

– ¿Qué hiciste? ¿Robar el hábito de otra monja? -repuso Peter con una sonrisa.

– Un hombre murió por mi causa. Es un peso con el que tendré que vivir siempre.

– ¿Fue un accidente?

Tenía que serlo. Aunque l conocía poco, Peter sabía que Gabriella era incapaz de matar a nadie. Ella lo miró intensamente y se preguntó hasta qué punto podía confiar en él. y por alguna extraña razón, comprendió que podía hacerlo plenamente. Lo notaba en sus ojos.

– Se suicidó. Era cura y estábamos enamorados. Íbamos a tener un hijo.

Peter la miró atónito y comprendió que Gabriella había visitado el infierno en muchas ocasiones.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó, aunque no estaba seguro de que eso importara.

– Hace un año. Once meses exactamente. No sé cómo ocurrió. Nunca había mirado antes a un hombre. Creo que ninguno de los dos entendíamos lo que estábamos haciendo hasta que fue demasiado tarde. Duró tres meses. Queríamos abandonar la Iglesia juntos, pero él no tuvo fuerzas. Er ala única vida que conocía y tenía sus propios demonios con los que vivir. No se vio capaz de dejar la Iglesia ni de dejarme a mí, así que se quitó la vid y me dejó una carta donde me explicaba los motivos.

– ¿Y el bebé? -preguntó Peter mientras le estrechaba la mano y deseaba abrazarla.

– Lo perdí. Ocurrió en septiembre pasado.

– Y ahora esto. No ha sido un año muy bueno que digamos ¿verdad?

Tampoco había sido una buena vida, apalizada y abandonada en un convento por sus padres, enamorada de un hombre que prefirió quitarse la vida a permanecer junto a ella y su hijo. Peter no entendía cómo había sobrevivido.

– Lo de Steve es diferente -repuso Gabbie-. En cierto sentido fue más claro. Me sentí utilizada, traicionada y terriblemente herida cuando lo averigüé todo, pero creo que nunca le quise de verdad. Me hallaba en una situación muy delicada. Ahora, cuando miro atrás, me doy cuenta de que me caló desde el principio.

– Eras una presa fácil para él. Espero que le caigan un montón de años. ¿Qué piensas hacer ahora?

– No lo sé. Escribir, trabajar, empezar de nuevo, ser más inteligente… Tenía mucho que aprender cuando salí del convento. La vida allí es irreal, tan protegida. Creo que eso fue lo que asustó a Joe. No sabía cómo vivir sin eso.

Pero en opinión de Peter, el suicidio no era una opción. Joe la había dejado sola con las consecuencias. Era la solución de un hombre débil y egoísta y Peter no le admiraba, aunque no lo mencionó.

– Necesitas tiempo para curar las heridas, no sólo de esto sino de todo lo demás.

– La escritura me ayuda a cicatrizar. El profesor del que te hablé me abrió puertas desconocidas, en mi corazón y en mi mente, en los lugares desde donde necesito hablar.

– Dudo que alguien pueda hacer eso por ti. Creo que está dentro de ti, Gabbie, y probablemente siempre estuvo. Quizá lo que él hizo fue enseñarte dónde estaba la llave.

– Quizás.

Minutos más tarde entró una enfermera. Un niño de cuatro años había sufrido un accidente de coche sin llevar el cinturón de seguridad.

Peter miró a Gabriella y le dijo que la vería por la mañana. Le hubiera gustado hablar con ella el resto de su vida.

Gabriella se quedó pensando en él, sorprendida por las cosas que le había contado y lo fácil que había sido. Ahora él lo sabía todo.

Esa noche Peter se detuvo en su cuarto y la encontró profundamente dormida. Se quedó contemplándola y luego regresó al almacén para echar una cabezada. Pero las cosas que le había contado le impedían dormir. Se preguntó cómo era posible que una persona pudiera sobrevivir a tanto dolor y desengaño, y por qué había de ser así. Era una pregunta que Gabriella se había hecho a menudo y cuya respuesta ni ella ni él poseían.

Загрузка...