Gabriella era consciente de un aullido agudo en la distancia, de un sonido interminable que le recordaba a los gritos agonizantes de su espíritu. Intentó hablar, pero no pudo. Intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. Todo era confuso y gris, y de tanto en tanto se hundía en una completa oscuridad. Ignoraba dónde estaba, y no comprendía que el aullido era la sirena de la ambulancia que la trasladaba al hospital.
Finalmente oyó un voz, más no alcanzaba a discernir lo que decía. Alguien se empeñaba en pronunciar su nombre para devolverla a una vida que ya no quería. Gabriella sólo deseaba adentrarse en la oscuridad y el silencio, pero las voces no la dejaban.
– ¡Gabriella…! ¡Gabriella, abre los ojos! ¡Gabriella!
Le gritaban y arañaban, y alguien le estaba desgarrando el corazón. Ahora empezaba a notar el dolor. Sentía como un dragón en su interior que la laceraba de arriba abajo. Gabriella no quería despertar, no podía soportar el dolor, y sabía que algo terrible había ocurrido. Finalmente abrió los ojos, perrunos focos la cegaban y abrasaban sin compasión, como el dolor. Le estaban haciendo algo pero ignoraba qué. Sólo sabía que el dolor era insoportable y que apenas podía respirar. De repente sintió una terrible punzada y recordó por qué estaba allí: su madre le había dado una paliza y había matado a Meredith, su muñeca. Y casi la mata a ella, y su padre estaba cerca, mirando…
– ¡Gabriella!
Las voces volvían a gritar su nombre. Parecían enfadadas, pero Gabriella no alcanzaba a ver sus caras, sólo percibía luz y oscuridad. Y mientras se esforzaba por comprender sus palabras, otro dolor espantoso le desgarró el cuerpo. Intentó desesperadamente liberarse de él, pero sus fuertes garras se resistían a soltarla. De pronto, con una claridad diáfana, dejó de ver a su padre y vio a Joe, que le sonreía. Le tenía una mano y le decía algo que Gabriella no podía oír porque su voz se ahogaba entre las demás voces. Y cuando le preguntó dónde estaban, él se echó a reír.
– No puedo oírte, Joe… -decía Gabriella una y otra vez.
Entonces Joe empezó a alejarse de ella y le pidió a gritos que la esperara, pero sus pies se negaban a avanzar. El cuerpo le pesaba enormemente. Joe se detuvo para esperarla, pero luego sacudió la cabeza y desapareció. En ese momento Gabriella se liberó de su pesadez y corrió hacia él. Joe, no obstante, caminaba demasiado deprisa. Gabriella no podía darle alcance y la gente la seguía ahora con indignación. Todavía gritaban su nombre y esta vez, cuando les miró, comprendió por qué no podía llegar hasta Joe. La habían atado. Tenía las piernas en alto y el cuerpo sujeto con correas y todo a su alrededor brillaba con una intensidad insoportable.
– Tengo que ir… -gritó débilmente-. Me está esperando… me necesita… -Joe se volvió y agitó una mano y parecía tan feliz que Gabriella se asustó. Pero las personas que la rodeaban estaban muy enfadadas y le estaban haciendo algo terrible. La estaban vaciando por dentro, desgarrándole el alma-. ¡No! -gritó una y otra vez-. ¡No! -pero nadie le hacía caso.
– Tranquilízate, Gabriella, todo va bien.
Había mujeres y hombres. Empuñaban cuchillos y se los clavaban y se dio cuenta de que no tenían rostro.
– La presión sanguínea vuelve a bajar -dijo una voz.
Gabriella ignoraba a quién se referían, pero le traía sin cuidado.
– Maldita sea -dijo otra voz-. ¿No puede frenarla?
Parecía enfadada, como las demás. Era evidente que Gabriella había hecho algo horrible y todos lo sabían. Chillando de dolor, cerró los ojos y oyo a lo lejos el mismo aullido que al principio, y esta vez comprendió que era una sirena. Se había producido un accidente y alguien estaba herido, y en la oscuridad que volvió a engullirla oyó los gritos de una mujer. Luego entró más gente, estaban por todas partes, pero no podía ayudarles. El cuerpo le pesaba demasiado. Intentó mover las manos para apartar los demonios del dolor que se batían en su interior, pero seguían atadas y ahora ya no dudaba de que iban a matarla.
– Mierda… -dijo una voz-. Pásame dos unidades más.
Le habían estado bombeando sangre en vano y ahora todos estaban convencidos de que se les iba. Era imposible salvarla. La tensión arterial era prácticamente nula, y cuando el corazón empezó a contraerse comprendieron que la habían perdido.
Hubo un largo silencio y Gabriella se serenó. Por fin la habían dejado en paz y el demonio que tenia dentro se había calmado. En ese momento Joe surgió lentamente de las sombras, pero ya no parecía contento. Le dijo algo y esta vez Gabriella sí lo entendió. Por fin tenía los brazos libres y le tendió una mano, pero Joe no la aceptó.
– No quiero que me acompañes -dijo. Ya no estaba enfadado ni triste, sino muy tranquilo.
– Tengo que hacerlo, Joe. Te necesito.
Gabriella echó a andar hacia él, pero Joe se detuvo.
– Tú eres fuerte, Gabriella.
– No, no lo soy… No volveré sin ti.
Joe negó con la cabeza y se esfumó. En ese momento Gabriella sintió un dolor descomunal que la arrastró como una marea brava. Y entonces comprendió que se ahogaba, como Jimmy. Luchó para que el remolino se la llevara con él, pero cuando buscó a Jimmy no lo encontró. Le había abandonado, como Joe. Se había quedado sola en las feroces aguas. De repente, una fuerza sobrenatural tiró de ella hacia la superficie. Gabriella llegó arriba jadeando, llorando y gritando.
– La hemos recuperado…
Volvía a oír las voces y sentía como si muchas manos tiraran de ella por todas partes. Podía notar cada una de sus costillas rotas al respirar, tenía los ojos doloridos y los brazos nuevamente atados, y el lugar donde antes estaban los demonios ardía ahora con un calor blanco.
– ¡No, no, basta! -quiso gritarles, pero no podía.
Sabía que le estaban arrancando algo. Sabía que estaban intentando separarla de Joe. La angustia era insoportable, y se preguntó si era su madre la que le había hecho esto.
– Gabriella… Gabriella -le decían ahora con más suavidad, pero ella sólo alcanzaba a llorar.
No había forma de escapar del dolor que le habían causado. Las voces seguían pronunciando su nombre y notó que alguien le acariciaba el pelo con mano amable. Tenía la vista todavía borrosa y las luces la cegaban, pero alguien había empezado a sacare el demonio de dentro.
– Caray, ha ido de pelos -dijo la voz de un hombre-. Pensé que la habíamos perdido.
Y así había sido, en más de una ocasión. Pero Gabriella seguía viva, pese a sus esfuerzos por irse. Se había leudado porque Joe se había negado a llevársela. Y cuando Gabriella abrió de nuevo los ojos, comprendió que nunca volvería. Todos la abandonaban para siempre.
– ¿Cómo te encuentras, Gabriella?
Podía ver los ojos de la mujer que le hablaba, pero todavía no distinguía las caras. Todos los rostros aparecían cubiertos con mascarillas, pero sus voces eran ahora más amables. Y al tratar de contestar, se dio cuenta de que aún no podía. Sentía el cuerpo y el alma vacíos.
– No puede oírte -protestó la voz, como si Gabriella hubiera vuelto a fallarles.
Se preguntó si iban a castigarla. Ya no le importaba. Podían hacer con ella lo que quisieran siempre y cuando los demonios no regresaran con sus colas afiladas para rasgarle el alma.
La dejaron sola durante un rato y luego la llevaron a un lugar diferente, y cuando despertó tenía puesta una mascarilla. El olor era horrible y se sentía mareada. Poco después empezó a ver gente, pasillos y puertas y alguien le dijo que la estaban trasladando a su habitación. Pensó que se hallaba en una cárcel y que finalmente iban a castigarla por todas las cosas terribles que había hecho. Todos sabían que era culpable. La metieron en el cuarto y la dejaron sola, adormilada sobre la camilla, sin más explicación.
Finalmente entraron dos mujeres vestidas de blanco. Con cuidado la trasladaron a la cama, le ajustaron el transfusor de sangre y la dejaron dormir el resto del día. Gabriella no sabía qué hacía allí, pero todavía recordaba los gritos de dolor de la mujer. Y más tarde, cuando el médico entró a hablar con ella, rompió de nuevo a llorar. Por fin comprendía lo que había ocurrido. Había perdido el bebé de Joe.
– Lo siento mucho -dijo el médico. No sabía que Gabriella era postulante, pero supuso, por el convento donde vivía, que era soltera y que sus padres la habían metido allí a causa del embarazo-. Podrá tener más hijos algún día -añadió para animarla.
Gabriella sabía que se equivocaba. Temerosa de convertirse en un monstruo como su madre, nunca había deseado tener hijos, pero con Joe a su lado pensó que podría ser diferente. Había tenido la oportunidad de compartir su vida con el hombre que amaba y con un hijo fruto de ese amor. Un sueño apenas saboreado, un sueño que no merecía y que, sin Joe, se había convertido en una pesadilla.
– Tendrá que cuidarse mucho durante un tiempo -le previno el médico-. Ha perdido mucha sangre. Si hubiese llegado veinte minutos más tarde, la habríamos perdido.
El corazón de Gabriella se había detenido dos veces en la sala de partos. Era el peor aborto espontáneo que el médico había presenciado en su vida, y fue tal la pérdida de sangre que hubiera podido matarla.
– Se quedará unos días con nosotros para que podamos vigilarla y mantener las transfusiones. Después podrá volver a casa, pero sólo si me promete que descansará. Nada de fiesta ni salida con los amigos.
El médico sonrió, imaginando una vida que Gabriella no conocía, pero la muchacha era joven y bonita y supuso que estaba deseando ver a sus amigos, y probablemente, al hombre que la había dejado embarazada. Luego le preguntó si quería que telefoneara a alguien por ella y Gabriella le miró con el rostro contraído de pena.
– Mi marido murió ayer -dijo, dotando póstumamente a Joe del papel que hubiera deseado para él en vida.
El médico la miró con tristeza.
– Lo siento mucho.
Durante la operación había tenido la extraña sensación de que Gabriella no quería vivir, y ahora ya no le cabía duda. La joven había querido morir y estar con el hombre a quien llamaba su marido, aunque todavía dudaba que hubiesen estado casados. De haber sido así, Gabriella no habría llegado al convento de San Mateo
– Ahora intente descansar.
Era cuanto podía ofrecerle, y tras examinarla un poco más se marchó. Gabriella era una muchacha bonita y joven y tenía una larga vida por delante. Había sobrevivido a esta experiencia y sobrevivía a otras. Con el tiempo el suceso acabaría convirtiéndose en un recuerdo vago, por mucho que en la actualidad se sintiera como si el mundo hubiese acabado para ella.
Y a los ojos de Gabriella, así era. Estaba convencida de que no le quedaba nada por lo que vivir. No quería vivir sin Joe. Tumbada en la cama, no podía dejar de pensar en él y en el diario que le había escrito, el tiempo que habían pasado juntos, las charlas, las confidencias, las risas, los paseos por el Central, Park, los momentos robados y las breves horas de pasión en el apartamento prestado. Se esforzó por recordar cada palabra, cada inflexión, cada momento compartido. Y cada vez llegaba hasta el final, hasta los dos sacerdotes sentados en el despacho de la madre Gregoria. Y cada vez oía de sus labios que Joe se había quitado la vida y que ella tendría que vivir para siempre con ese peso en la conciencia. Gabriella estaba convencida de que la muerte de Joe era culpa suya. Recordaba haberlo visto en sueños esa misma mañana, mientras escarbaban en su interior. También recordaba que había estado a punto de irse con él y se odiaba por no haberlo hecho. Medio adormilada, intentó hacerle venir, pero sin éxito. No conseguía que pareciera real. Joe la había abandonado, como los demás. Y ahora sólo podía tratar de imaginar la angustia que le había llevado a quitarse la vida, el dolor y el sufrimiento que debía de haber padecido. Se acordó entonces de la madre de Joe. Ella había tomado esa misma decisión diecisiete años antes y dejado a su hijo huérfano. Pero Joe no había dejado a nadie, sólo a ella. Gabriella ni siquiera tenía al bebé. No tenía nada salvo dolor.
La madre Gregoria fue a verla esa noche. Había hablado con el médico por la tarde y sabía que Gabriella había estado al borde de la muerte. El hombre mencionó lo que la joven le había contado sobre la muerte del padre de la criatura y expresó su compasión por ella. Y la madre Gregoria, aunque no lo dijo, también sintió mucha lástima cuando vio a Gabriella. Tenía la cara blanca como la muerte y los labios azulados. Le estaban haciendo otra transfusión, pero no parecía tener efecto. El médico había explicado a la madre Gregoria que Gabriella podría tarde meses en recuperarse a causa de la hemorragia. Y para la madre Gregoria eso representaba un grave problema.
Se sentó a la vera de Gabbie y apenas habló. A Gabbie le costaba mucho hablar y cuanto intentaba decir la hacía llorar.
– No hables, hija mía -dijo al final la madre Gregoria.
Le cogió una mano y poco a poco Gabriella volvió a dormirse. Y la madre Gregoria se estremeció al ver que parecía muerta.
La noticia de la muerte del padre Connors había llegado al convento esa misma mañana. Las hermanas se habían pasado el día haciendo conjeturas, y la madre Gregoria había hecho un anuncio breve y solemne en el comedor a la hora de la comida. Declaró que el joven sacerdote había muerto de forma súbita y que no se celebrarían misas por él. Su cuerpo iba a ser incinerado y enterrado en Ohio, junto a su familia, por decisión del arzobispo.
La madre de Joe, al haberse suicidado, no estaba sepultada en un cementerio católico, y la decisión del arzobispo Flaherty parecía la más humana. Había que dejar las cenizas del padre Connors en algún lado. No hubo más explicaciones, pero las monjas encontraban sospechoso el hecho de que el padre Connors fuera incinerado. La Iglesia católica prohibía la incineración salvo en caso de dispensa especial. Cuando la madre Gregoria pidió un minuto de oración por su alma, las miradas de las monjas estaban llenas de preguntas. Y más tarde, cuando miró en derredor, advirtió que la hermana Anne había estado llorando.
Horas después la joven postulante llamó a la puerta del despacho de la madre superiora. Parecía muy afligida.
– ¿Te ocurre algo? -le preguntó la madre superiora tras invitarla a pasar.
La hermana Anne tomó aliento, y tras un largo silencio, rompió a llorar.
– Es culpa mía -sollozó.
Sabía que algo terrible había pasado y el remordimiento la carcomió.
– La muerte del padre Connors ha sido un fuerte golpe para toas, pero estoy segura de que no tienes nada que ver con ella, hermana Anne -repuso con calma la madre Gregoria-. Las circunstancias eran algo complicadas, y por lo visto tenía un problema de salud que desconocíamos.
– Un monaguillo le contó al verdulero que el padre Connors se había ahorcado -balbuceó la joven.
A la madre Gregoria no le gustó oír eso.
– Te aseguro, hermana Anne, que esos rumores son falsos.
– ¿Y dónde está Gabriella? La hermana Emanuel dijo que se la llevó una ambulancia y que nadie sabe por qué. ¿Dónde está?
– La hermana Bernadette está bien. Sufrió un ataque de apendicitis ayer noche y vino a contármelo esta mañana.
Pero la hermana Anne había visto salir del despacho de la madre Gregoria a los curas de San Esteban. El convento era una comunidad pequeña, un mundo cerrado, y pese a hallarse en los brazos de Dios, no estaba libre de chismorreos. Y esa mañana había habido muchos y la madre Gregoria estaba muy disgustada por ello. Lo único que quería ahora era tranquilizar a la joven postulante.
– Le escribí un anónimo sobre ellos -confesó la hermana Anne entre sollozos-, porque pensé que Gabriella estaba coqueteando con él… Oh, madre… Estaba celosa, no quería que ella tuviera lo que yo había perdido antes de venir aquí…
– Hiciste mal, hija mía -dijo la madre Gregoria, que recordaba la carta perfectamente y la inquietud que le había provocado-, pero tus temores eran infundados. La hermana Bernadette y el padre Connors sólo eran buenos amigos y se admiraban mutuamente por la vida cristiana que compartían. Nosotras no debemos inmiscuirnos en los problemas del mundo. Estamos libres de ellos. Y ahora olvida todo este asunto y vuelve con tus hermanas.
Consoló a la joven durante un rato y l juego la despidió con una nota para la hermana Emanuel en la que le pedía que acudiera a su despacho en cuanto las postulantes se hubiesen acostado. Lo mismo hizo con la madre Inmaculada, y a las demás se lo pidió de palabra.
Había doce rostros mirándola con expectación esa noche, a las diez en punto, y la madre superiora pidió a cada uno de ellos que apagara los rumores que corrían por el convento. Era un momento muy triste para todos, en particular para los curas de San Esteban, y debían proteger a la comunidad de las habladurías. No tenía sentido seguir ahondando en los detalles de lo sucedido o avivar las llamas de un posible escándalo. La madre Gregoria habló de forma firme y tajante, y cuando las monjas le preguntaron por el paradero de Gabriella, les dijo lo mismo que a la hermana Anne. Había sufrido un ataque de apendicitis y estaría de vuelta en unos días.
– ¿Pero son ciertos los rumores, madre? -la hermana Mary Margaret era la monja más anciana del convento y no tenía problemas para interrogar a su superiora, que era mucho menor que ella-. Dicen que la hermana Bernadette y el padre Connors estaban enamorados. -pero no, agradeció en silencio al cielo la madre Gregoria, que estaba embarazada-. ¿Es cierto? ¿Se suicidó él? Las novicias se han pasado el día haciendo conjeturas.
– Cosa que nosotras no haremos, hermana Mary Margaret repuso severamente la madre Gregoria-. Desconozco las circunstancias de la muerte del padre Connors y tampoco deseo conocerlas, como tampoco deseo que continúen dándole vueltas al asunto. El padre Connors está ahora en manos de Dios, donde todas estaremos algún día. Debemos rezar por su alma sin preocuparnos de cómo llegó allí. Estoy convencida de que no hubo nada entre él y la hermana Bernadette. Los dos eran personas jóvenes, inteligentes e inocentes. Si existió algún tipo de atracción entre ambos, estoy segura de que no fueron conscientes de ello. Y no deseo volver a oír hablar del asunto. ¿Está claro, hermanas? Se acabaron los rumores. Y para asegurarme de que los dedeos tanto míos como de los sacerdotes de San Esteban se cumplen, el convento se mantendrá en silencio durante los próximos siete días. No intercambiaremos una sola palabra a partir de mañana. Y cuando hablemos de nuevo, que sea sobre temas santos.
– Sí, madre -respondieron las monjas al unísono, apaciguadas por la fuerza de su palabras.
Pero para la madre superiora era algo más que una orden. No podía soportar las cosas que decían sobre Gabriella. La quería demasiado para oír su nombre ligado al escándalo que había empujado a un joven sacerdote a suicidarse. Y se alegraba de que nadie hubiese descubierto que Gabriella estaba encinta. Por fortuna, los sacerdotes que la habían visto caer deseaban tanto como ella mantener el asunto en secreto. La rauda partida de Gabriella en la ambulancia había causado una fuerte impresión en sus compañeras y era un milagro que nadie hubiese reparado en a verdadera causa. La historia de su apendicitis había salvado la situación por el momento.
La madre Gregoria despidió a sus hermanas y se quedó sola en el despacho durante un rato. Luego fue a la iglesia y se arrodilló para rogar a la santísima Virgen que la ayudara mientras, lentamente, daba rienda suelta a los sollozos que llevaban todo el día pidiendo ser liberados. No podía soportar perder a Gabriella, no quería ni pensar en lo que podría sucederle en un mundo cruel que tantos estragos había hecho en ella con anterioridad y para el que no estaba preparada. Ojalá ella y el padre Connors hubiesen escuchado la sabiduría de sus corazones, ojalá se hubiesen detenido antes de que fuera demasiado tarde… pero eran tan jóvenes, tan inocentes y tan ajenos a los riesgos que corrían. La madre Gregoria rezó por el alma de Joe Connors, sabedora de lo torturado que debió de sentirse la noche de su muerte y de lo desgraciada que debía de sentirse Gabriella ahora. Y mientras rezaba por ellos tuvo la certeza de que no podía haber peor infierno para ellos que ése.